Watchman Nee Libro Book Perdon y restauracion

Watchman Nee Libro Book Perdón y restauración

PÉRDON Y RESTAURACIÓN

PERDON Y RESTAURACION

Lectura bíblica: Mt. 18:21-35, 15-20; Lc. 17:3-5

¿Qué debemos hacer si un hermano nos ofende? En algún momento de nuestra vida cristiana debemos afrontar esta pregunta. ¿Qué debemos hacer cuando no somos nosotros quienes ofendimos a alguien, sino que alguien nos ofende a nosotros? Al estudiar las tres porciones de la Palabra del Señor en Mateo y Lucas, nos damos cuenta de que no sólo debemos perdonar a un hermano que nos ofenda, sino que también debemos restaurarle. Examinemos primeramente lo que es el perdón.

I. PERDONAR AL HERMANO

A. Perdonar es un requisito

Dice en Mateo 18:21-22: “Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces pecará mi hermano contra mí y yo le tendré que perdonar? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete”.

En Lucas 17:3-4 dice: “Mirad por vosotros mismos. Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y si siete veces al día peca contra ti, y siete veces vuelve a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale”.

Los versículos de Mateo dicen que debemos perdonar a un hermano que peca contra nosotros, no solamente siete veces, sino setenta veces siete; y en Lucas se nos dice que si peca contra nosotros siete veces al día y siete veces regresa arrepentido, tenemos que perdonarlo, sin que nos preocupe si su arrepentimiento es genuino.

Siete veces no son muchas, pero siete veces en un sólo día es demasiado. Supongamos que la misma persona nos ofende siete veces en un solo día, y cada vez que esto sucede nos pide perdón, ¿es genuina su confesión? Es lógico pensar que su confesión es sólo de labios. Por esta razón en Lucas 17:5 leemos: “Dijeron los apóstoles al Señor: Auméntanos la fe”. Ellos se dieron cuenta de que esto era difícil. Es inconcebible que un hermano ofenda siete veces al día y luego se arrepienta esas siete veces; por eso los discípulos le pidieron al Señor que les aumentara la fe. Así que, los hijos de Dios debemos perdonar sin guardar ningún rencor, incluso si nos piden que lo hagamos siete veces al día.

B. La medida de Dios

El Señor, entonces, les dijo una parábola: “Por lo cual el reino de los cielos es semejante a un rey que quiso hacer cuentas con sus siervos. Y comenzando a hacer cuentas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, mandó el señor que fuera vendido él, su mujer y sus hijos, y todo lo que tenía, para que se le pagase la deuda. Entonces aquel siervo, postrado, le adoró, diciendo: Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. Y el señor de aquel esclavo, movido a compasión, le soltó y le perdonó la deuda” (Mt. 18:23-27).

El esclavo debía diez mil talentos, una suma de dinero muy grande, que no podía pagar porque no tenía con qué. Jamás podríamos pagarle a Dios todo lo que le debemos. Esta deuda excede a todo lo que nos deban los hombres. Cuando hacemos un cálculo de todo lo que le debemos a Dios, perdonamos generosamente, pero si olvidamos la inmensa gracia que hemos recibido de El, nos volvemos despiadados. Necesitamos ver cuánto le debemos nosotros a Dios, para poder ver cuán poco nos deben los demás.

El esclavo no tenía con qué pagar, por eso su señor, para poder cobrar la deuda, mandó que fuera vendido él, su mujer, sus hijos y todo lo que tenía. Pero en realidad, aunque hubiese vendido todo, no habría terminado de pagar toda su deuda. Viendo esto, aquel siervo se postró y le pidió que tuviera paciencia con él, y le aseguró que se lo pagaría todo.

Es difícil para el hombre entender claramente lo que es la gracia y el evangelio. Con frecuencia pensamos que no podemos pagar ahora, pero que sí podremos en el futuro. En estos versículos, sin embargo, vemos a un esclavo que aun si hubiera vendido todo lo que tenía, no le habría alcanzado para pagar. No obstante, le pidió a su señor que le tuviera paciencia y que se lo pagaría todo. Su intención era buena. El no estaba tratando de evadir su deuda. Todo lo que pedía era más tiempo, porque su intención era pagar. Tal pensamiento sólo puede provenir de aquellos que no conocen la gracia.

“Y el señor de aquel esclavo, movido a compasión, le soltó y le perdonó la deuda”. Este es el evangelio. El evangelio no consiste en que Dios nos conceda lo que necesitamos según nuestro concepto. Podemos decir: “Señor, ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo”. Sin embargo, el Señor no nos pide que le demos lo que tengamos y que después paguemos el resto; ¡El perdona todas nuestras deudas! Las oraciones y peticiones de los hombres ni siquiera se aproximan a Su gracia. El actúa y responde a nuestras oraciones conforme a lo que El tiene. El amo de aquel esclavo le soltó y le perdonó la deuda. ¡Así es la gracia de Dios; tal es Su medida! Quienquiera que pida gracia, aunque su conocimiento de la misma sea muy limitado, Dios se la concede. Debemos entender este principio: al Señor le deleita en conceder gracia a los hombres. Sin importar que nuestro deseo por la gracia sea pequeño, el Señor la derrama sobre nosotros. El teme que no se la pidamos. Tan pronto tenemos un poquito de esperanza y decimos: “Señor, concédeme Tu gracia”, El no sólo la derrama sobre nosotros, sino que se complace en ello. Posiblemente nosotros nos conformemos con un dólar, pero El tiene dispuestos para nosotros diez mil millones de dólares. Esa es Su satisfacción. Sus actos son compatibles consigo mismo. Nosotros nos contentaríamos con un dólar, pero Dios no da en proporciones tan pequeñas; El otorga conforme a Su propia medida o no da nada.

Necesitamos darnos cuenta de que la salvación es dada al hombre según la medida de Dios y se efectúa conforme al pensamiento y el plan divino, no según lo que el hombre piensa.

El criminal que estaba en la cruz al lado del Señor, le imploró: “Acuérdate de mí cuando entres en Tu reino”. El Señor escuchó su oración, sin embargo, su respuesta fue más allá: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc. 23:42-43). La mentalidad que un pecador tiene con respecto a la obra de Dios es limitada. Dios salva al hombre según Su propia voluntad, no la del pecador. El Señor no esperó hasta entrar en Su reino para acordarse de aquel hombre; le prometió que ese mismo día estaría con El en el Paraíso.

Un recaudador de impuestos que oraba en el templo se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Lo único que él pedía era que Dios le fuera propicio; sin embargo, Dios no limitó Su respuesta a esa oración, sino que dijo: “Este descendió a su casa justificado en lugar del otro” (Lc. 18:9-14). En otras palabras, ese pecador recibió la justificación, lo cual era mucho más de lo que él esperaba. El pecador no tenía la intención de ser justificado; simplemente esperaba recibir misericordia; no obstante, Dios lo justificó. Esto significa que Dios ya no le veía como un pecador, sino como una persona justificada. Dios no sólo perdonó sus pecados, sino que lo justificó. Esto muestra que Dios no realiza Su salvación siguiendo el pensamiento humano, sino según Su propio pensamiento.

Lo mismo vemos en el regreso del hijo pródigo. (15:11-32). Cuando estaba muy lejos, estaba dispuesto a regresar a su casa y servir como jornalero. Pero al llegar a casa, su padre no le pidió que fuera su siervo, sino que mandó que los siervos sacaran el mejor vestido y lo vistieran. Le puso un anillo y sandalias, y mandó matar el becerro gordo, para comer y regocijarse, porque el hijo que estaba muerto, había revivido; el que estaba perdido, había sido hallado. Como podemos ver una vez más, Dios no efectúa la salvación según los pensamientos del pecador, sino según Su propio pensamiento.

Marcos 2 nos habla de cuatro hombres que llevaron un paralítico al Señor Jesús; al no poder acercarlo a El por causa de la multitud, destecharon la azotea por donde estaba el Señor, y bajaron por allí la camilla en que yacía el paralítico, esperando que el Señor Jesús lo sanara, le mandara levantarse y caminar. Sin embargo, el Señor Jesús le dijo: “Hijo, tus pecados te son perdonados” (v. 5). El Señor Jesús no sólo lo sanó, sino que también perdonó sus pecados. Esto también nos muestra que Dios actúa para Su propia satisfacción. Lo único que nosotros necesitamos hacer es acercarnos a Dios y pedir, no importa si lo que pedimos es poco. Dios siempre actúa según le place a El, no al pecador. Por lo tanto, debemos ver la salvación desde el punto de vista de Dios, no desde el nuestro.

C. La perspectiva de Dios

Dios espera ver en nosotros que quien desee recibir gracia, debe aprender primero a dispensar gracia; y aquel que la recibe, debe aprender primero a compartirla. Cuando recibimos gracia, Dios espera que la compartamos con otros.

En Mateo 18:28-29 dice: “Pero saliendo aquel siervo, halló a uno de sus consiervos, que le debía cien denarios; y asiendo de él, le ahogaba, diciendo: Págame lo que me debes. Entonces su consiervo, cayendo a sus pies, le rogaba, diciendo: Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré”. El Señor nos muestra aquí, que nosotros le debemos a El diez mil talentos, pero a nosotros sólo nos deben cien denarios. Cuando le pedimos al Señor que tenga paciencia con nosotros y le pagaremos todo, El no sólo nos deja ir en libertad, sino que perdona toda nuestra deuda. Nuestro consiervo, nuestro hermano, lo máximo que nos debe es cien denarios, y cuando nos pide que le tengamos paciencia, y que nos pagará todo, tiene nuestra misma esperanza y petición, ¿cómo no hemos de tener paciencia? El siervo de esta historia “no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase la deuda” (v. 30).

El Señor contó tal parábola para exponer cuan irracionales son aquellos que no perdonan. Si no perdonamos a nuestro hermano, somos ese siervo que se menciona en estos versículos. Cuando leemos esta parábola, nos sentimos indignados por la actitud de ese siervo. Cómo es posible que después que su señor le hubo perdonado la deuda de diez mil talentos, no haya perdonado los cien denarios que su consiervo le debía, sino que lo echó en la cárcel para que le pagase. Este hermano actuó conforme a su propia norma de “justicia”. El creyente debe utilizar la justicia para sí mismo, pero debe tratar a los demás conforme a la gracia. Puede ser que un hermano nos deba algo, y el Señor lo sabe; sin embargo, no perdonarlo es una clara evidencia de que no estamos actuando conforme a la gracia. Ante Dios, carecemos de gracia.

Los versículos 31-33 dicen: “Viendo sus consiervos lo que pasaba, se entristecieron mucho, y fueron y explicaron a su señor todo lo que había pasado. Entonces, llamándole su señor, le dijo: Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti?” El Señor espera que nuestra actitud para con los demás sea como la de El. Así como El no nos exige nada según la justicia, y perdona nuestras deudas conforme a la misericordia, espera que nosotros hagamos lo mismo. Con la medida que el Señor nos mide, El espera que nosotros midamos a los demás. El concede gracia conforme a una medida buena, apretada, remecida y rebosante y espera que hagamos lo mismo.

A Dios le desagrada ver que una persona que fue perdonada se niegue a perdonar. No perdonar cuando uno ha sido perdonado, o no ser misericordioso cuando uno ha recibido misericordia es inconcebible. Si recibimos gracia, no debemos rehusarnos a compartirla. Recibir gracia y ser perdonado y, no obstante, negarse a compartir y perdonar a otros, es lo más desagradable y displicente que puede existir. A Dios le desagrada que una persona cuya deuda es perdonada, exija que otra persona, que se halla en la misma situación, le pague a ella. Tampoco se complace en aquellos que no olvidan las faltas de los demás, aun cuando ellos mismos no están exentos de ofensas.

El señor le preguntó al esclavo: “¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti?” Dios desea que seamos misericordiosos como El. Necesitamos aprender a tener misericordia y a perdonar. Si hemos experimentado la gracia y el perdón de Dios, debemos perdonar las deudas de nuestros hermanos. Debemos perdonar, tener misericordia y conceder gracia. Debemos alzar nuestros ojos al Señor y decirle: “Señor, así como Tú perdonaste mi deuda de diez mil talentos, estoy dispuesto a perdonar a aquellos que me han ofendido hoy y perdonar a los que me ofendan. Yo quiero ser como Tú, que perdonaste la multitud de mis pecados, perdonando a los que me ofendan”.

D. La disciplina de Dios

El versículo 34 agrega: “Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta que le pagase todo lo que le debía”. Este hombre, quien estaba bajo la disciplina de Dios, fue entregado a los verdugos hasta que pagase todo lo que debía.

En el versículo 35 dice: “Así también Mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de corazón cada uno a su hermano”. Este es un asunto muy serio. Esperamos que nadie caiga en las manos de Dios. Debemos perdonar de corazón todas las ofensas de nuestros hermanos, así como Dios nos ha perdonado las nuestras. No recordemos los pecados de nuestros hermanos, ni les pidamos que nos paguen lo que nos deben. Los hijos de Dios debemos tratar generosamente a nuestros hermanos como El lo hace con nosotros.

II. COMO RESTAURAR AL HERMANO

Perdonar a nuestro hermano no es suficiente, pues sólo se relaciona con el aspecto negativo; necesitamos restaurarlo. Este es el mandamiento de Mateo 18:15-20.

A. Hablar con la persona

Mateo 18:15 dice: “Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando a solas tú y él; si te oye, has ganado a tu hermano”. Es común que los hijos de Dios se ofendan constantemente. Si un hermano nos ofende, ¿qué debemos hacer? El Señor dice: “Ve y repréndele estando a solas tú y él”. No hablemos de esto con los hermanos, ni con los ancianos de la iglesia, ni hagamos de ello el tema de nuestra conversación. El Señor nos manda que si un hermano nos ofende, debemos ir primero a ese hermano y decírselo.

Con frecuencia se crean problemas cuando un hermano ofende a otro, y el ofendido lo hace público, hablando sin cesar de ello hasta que toda la iglesia, menos el presunto ofensor, se entera. Estas habladurías son típicas de una persona débil. Esta es tan tímida que no se atreve a hablar cara a cara con el ofensor, por eso habla a sus espaldas. Es impuro hablar a espaldas de otros y esparcir chismes. Sí, es necesario resolver la situación, pero el Señor no quiere que antes de hablar con la persona directamente involucrada vayamos a decírselo a los demás; Si aprendemos bien esta lección, le evitaremos muchos problemas a la iglesia.

¿Cómo hacerle saber la falta al que nos agravió? ¿Debemos escribirle una carta? El Señor no nos mandó que resolviéramos este asunto por escrito, sino que nos dice que vayamos a hablar cara a cara con nuestro hermano. No obstante, así como es incorrecto hablar de un asunto a espaldas de otro, es igualmente erróneo hablar con él delante de muchas personas. El asunto se debe comunicar “estando a solas tú y él”. Muchos hijos de Dios yerran en este asunto, porque hablan del suceso delante de muchas personas. Sin embargo, el Señor nos dice que si estamos ofendidos, debemos hablar a solas con el ofensor sin involucrar a terceros.

Necesitamos aprender esta lección: nunca debemos hablar a espaldas de un hermano que nos haya ofendido, ni hablarle de la situación en frente de muchas personas. Debemos mencionar su falta estando a solas con él, sin hablar de otras cosas ni traer a colación otros problemas. Esto requiere la gracia de Dios.

Algunos hermanos y hermanas pueden pensar que esto es demasiado molesto, y en realidad lo es, pero es importante andar conforme a la Palabra de Dios. Si creemos que la ofensa es demasiado insignificante como para molestarnos, tal vez no sea necesario hablar con el que nos ofendió y, si no hablamos con él, tampoco es necesario que los demás se enteren. Si el asunto nos parece trivial y vemos que no es digno de atención, tampoco debemos hablar de esto con otros. No debemos pensar que, aunque todavía no hemos hablado con quien nos ofendió, los demás necesitan estar informados de lo que sucedió. Si desea hablar del asunto, hágalo con el ofensor a solas. Si no hay necesidad de hablar al respecto, simplemente guarde silencio. No está bien que todos se enteren de la situación, menos el hermano que cometió la falta.

B. El propósito de hablar con el hermano

La segunda parte del versículo 15 dice: “Si te oye, has ganado a tu hermano”. Esta es la razón por la cual hablamos con él. Cuando hablamos con nuestro hermano no lo hacemos para ser compensados, sino para ganarlo.

Por consiguiente, lo importante no es la pérdida que hayamos sufrido, sino la relación que nuestro hermano tiene con Dios. Si el hermano nos ofendió, y esto no se ha aclarado, él no puede acercarse a Dios para orar y tener comunión, porque la ofensa obstaculiza su comunicación con el Señor. Debemos amonestarlo, porque mientras el asunto no se esclarezca, no podrá acercarse a Dios. Tenemos la responsabilidad de amonestarlo, no para ventilar nuestros sentimientos heridos, sino para restaurarlo. Si el caso sólo se reduce a sentimientos lastimados y creemos que podemos superarlo, no necesitamos hablar ni con el hermano ni con terceros. Nadie mejor que nosotros conoce la seriedad del asunto para nosotros. La responsabilidad de ventilar la cuestión descansa sobre la persona directamente afectada. Hay muchas cosas que se pueden dejar pasar, pero también hay muchas que se deben afrontar. Si la ofensa se puede llegar a convertir en un verdadero tropiezo para nuestro hermano, es mejor que le hagamos ver su falta, lo cual debemos hacer cuando estemos a solas con él. Cuando estamos enfrentando este tipo de problemas debemos tener mucho cuidado. Podemos pasar por alto el asunto fácilmente, pero es posible que no suceda lo mismo con la otra persona. Ella cometió una ofensa, y Dios todavía no la ha perdonado. No es trivial que un hermano haya cometido un error que ponga en peligro su relación con Dios; así que debemos hablarle francamente. Debemos hallar la oportunidad de estar a solas con él para hacerle saber que nos ofendió, y que esto le puede perjudicar y arruinar su futuro espiritual, porque esa ofensa obstaculiza su relación con Dios. Si nos oye, habremos ganado a nuestro hermano. Esta es la forma de restaurarlo de nuevo a la comunión.

Hoy muchos hijos de Dios no obedecen la enseñanza de esta porción de la Palabra. Algunos hablan continuamente de los males que les han causado los hermanos y los hacen públicos; otros no les cuentan a los demás, pero nunca perdonan y guardan rencor en su corazón. Otros perdonan, pero no restauran al hermano. Sin embargo, esto no es lo que el Señor desea. Así como es incorrecto hablar mal de los demás, también lo es guardar para uno mismo la ofensa, aunque no digamos nada del asunto a nadie, sin perdonar de corazón. También es incorrecto perdonar y no exhortar.

El Señor no sólo nos manda que perdonemos al hermano que nos ofende, sino que también nos muestra que tenemos la responsabilidad de restaurar al ofensor. Puesto que ofender a alguien no es un asunto pequeño, tenemos la responsabilidad de hablar con el ofensor, por su propio bien. Debemos pensar en cómo restaurar a nuestro hermano y cómo regresarlo a la comunión. Cuando hablemos con él, nuestro propósito debe ser restaurarlo, así que nuestra actitud debe ser apropiada y nuestra intención pura. Si nuestra intención es restaurarlo y ganarlo, debemos saber cómo mostrarle su falta, porque de no ser así, lo que digamos puede empeorar la relación. El propósito de la exhortación no es ser compensados ni justificar lo que sentimos, sino restaurar a nuestro hermano.

C. Una actitud apropiada al hablar con los demás

Si nuestra intención es pura, sabremos cómo lograr esto paso a paso. Primero que todo, debemos tener el debido espíritu, a fin de que lo que digamos, la manera en que hablemos, nuestra actitud, la expresión de nuestro rostro, nuestra voz y nuestra actitud sean correctos. El propósito de esto no es simplemente mostrarle la falta, sino recobrarlo.

Cuando nuestra intención es reprenderlo, la reprensión puede ser correcta, y posiblemente se justifique, pero nuestra actitud, tono de voz y expresión del rostro no logran restaurarlo.

Es fácil hablar bien de un hermano o elogiar a una persona, o enojarnos con alguien; todo lo que necesitamos es dejar que nuestras emociones afloren. Sin embargo, mostrarle la culpabilidad a una persona y al mismo tiempo conseguir restaurarla, sólo lo pueden lograr aquellos que están llenos de gracia. A fin de ayudar a quienes nos han causado daño, debemos olvidarnos completamente de nosotros mismos siendo humildes, mansos y libres de orgullo. Para esto necesitamos nosotros mismos ser personas rectas.

Debemos darnos cuenta de que es el Señor quien permite que un hermano nos ofenda. Puesto que El nos escogió y ha tenido misericordia de nosotros, como vasos escogidos, tenemos la responsabilidad de restaurar a nuestro hermano.

Si la ofensa de un hermano no tiene importancia, debemos perdonarlo y olvidarnos del asunto. Pero si un hermano nos ofende al punto de crear un problema, no debemos cerrar los ojos pretendiendo que nada sucedió. El problema existe y no podemos desatenderlo, porque si éste no se resuelve, se convierte en una carga que debilita la iglesia. Cuando esto sucede, la vida del Cuerpo se escapa y la labor de los ministros se desperdicia. Necesitamos resolver todo problema que surja. Si una persona nos ofende, debemos enfrentar la situación y hablar con ella de una manera apropiada. Nuestro espíritu, nuestra actitud, nuestras palabras, nuestro rostro y nuestro tono de voz deben ser adecuados. Esta es la única forma de ganar al hermano.

D. Hablar con alguien más

El versículo 16 dice: “Mas si no te oye, toma contigo a uno o dos más, para que por boca de dos o tres testigos conste toda palabra”. Cuando hablamos a solas con el que nos ofende, nuestro motivo para hablarle debe ser puro, nuestra actitud correcta y nuestras palabras suaves. Si se niega a oírnos, debemos hablar con alguien más. Sin embargo, para dar este paso tenemos que estar seguros de que verdaderamente no quiere escucharnos. No debemos hablar con otros acerca de esto de una manera descuidada.

Si surge un problema entre dos hijos de Dios, y ambos lo enfrentan correctamente, todo se resuelve fácilmente. Pero si uno de ellos habla sin pensar, y sus palabras llegan a oídos de una tercera persona, el problema se agrava y no será fácil resolverlo. Mientras una herida no se infecte, el proceso de sanidad es simple, pero si en la herida cae tierra, no sólo aumenta el dolor, sino que no puede sanar fácilmente. Difundir la ofensa innecesariamente es como echarle tierra a una herida. Cualquier problema que exista entre hermanos deben resolverlo directamente las personas involucradas. Solamente se podría hablar de la situación con alguien más, si el ofensor rehusa ser reprendido. Hablamos con alguien ajeno al problema, no para esparcir un chisme, sino para invitarlo a exhortar, ayudar y a juntarse con nosotros para tener comunión al respecto.

Aquellos “uno o dos más” que se mencionan en este versículo, deben ser personas que tengan experiencia en el Señor y peso espiritual. Estos son los hermanos a quienes les debemos exponer el caso y pedir consejo. Por su parte, estos hermanos tienen que discernir de quién es la culpa, orar por el asunto y arbitrar según la percepción espiritual que tengan. Si ven que la falta recae sobre el que agravió, deben indicarle que ofendió al hermano, y que esto hace que esté separado del Señor. Deben guiarlo al arrepentimiento y a confesar su falta.

“Para que por boca de dos o tres testigos conste toda palabra”. Estos “uno o dos más” no deben ser parlanchines. No invitemos personas locuaces porque éstas no convencen a nadie; invitemos más bien a personas que sean dignas de confianza, francas, espirituales y con mucha experiencia en el Señor. De esta manera, por boca de estos dos o tres testigos constará toda palabra.

E. Finalmente decirlo a la iglesia

Leemos en el versículo 17: “Si rehusa oírlos a ellos, dilo a la iglesia”. Si no podemos resolver el problema por nosotros mismos, debemos pedir la ayuda de uno o dos testigos. Sin embargo, si el ofensor se rehusa a oírlos, tenemos que decirlo a la iglesia. Esto no significa que debemos comunicar el problema a toda la iglesia, sino que debemos decírselo a los ancianos que llevan la responsabilidad. Si la conciencia de la iglesia también siente que este hermano actuó mal, queda establecido que así es. Si el ofensor se acerca a Dios, debe poner a un lado su propia opinión y aceptar el testimonio de dos o tres hermanos, pero si no lo hace, debe por lo menos aceptar el veredicto de la iglesia. El juicio unánime de la iglesia refleja lo que hay en el corazón del Señor. El hermano que ofendió debe comprender esto y prestar atención a lo que la iglesia le aconseje. Debe ser sumiso y no confiar en su propio juicio.

¿Qué sucedería si aún se rehusara a oír? El versículo 17 añade: “Y si también rehusa oír a la iglesia, tenle por gentil y recaudador de impuestos”. Estas son palabras muy serias. Si rehusa oír a la iglesia, los santos deben cortar toda comunicación con él. Puesto que no quiere afrontar el problema, la iglesia debe considerarlo un gentil y un publicano y cortar toda comunión con él. Cuando habla, nadie lo escucha; si parte el pan, es como si no lo partiera; nadie debe decir “amén” si ora; puede venir cuando quiera y se puede ir de igual manera; sin embargo, todos deben considerarlo un extraño. La unanimidad hará posible la restauración del hermano. El propósito de esta disciplina es la restauración.

En el versículo 18 dice: “De cierto os digo que todo lo que atéis en la tierra, habrá sido atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, habrá sido desatado en el cielo”. Este versículo está ligado a los anteriores. El Señor reconocerá en el cielo lo que la iglesia haga en la tierra. Si una persona rehusa oír, la iglesia la tendrá por gentil y publicana, y nuestro Señor hará lo mismo en el cielo.

Los versículos 19 y 20 también tienen que ver con la misma porción. “Otra vez, de cierto os digo que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra acerca de cualquier cosa que pidan, les será hecho por Mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos”. ¿Por qué el versículo anterior dice: “Para que por boca de dos o tres testigos conste toda palabra”? Aquí podemos ver que este es el principio de la iglesia. Cuando dos o tres unánimemente toman una decisión delante de Dios, El la reconoce. Lo que se habla en Mateo 18:18-20 se refiere al caso de resolver problemas que se suscitan entre hermanos. Cuando un asunto se presenta delante de dos o tres personas y luego a toda la iglesia, el Padre reconoce en los cielos la decisión que se tome.

Quisiera añadir algo más. ¿Cómo toma la iglesia decisiones importantes? Hechos 15 nos muestra que cuando los hermanos se reúnen, todos pueden hablar y debatir. Aun aquellos que están a favor de la ley pueden levantarse y dar su opinión, aunque sea equivocada. No obstante, aunque todos los hermanos tienen igual oportunidad de expresarse, no todos pueden tomar determinaciones. Cuando los problemas se presentan, debemos hablar con los ancianos y expresar lo que nos parece; y ellos, después de escucharnos, deben presentar a Dios lo que piensan y tomar una decisión sobre el asunto. Todos los hermanos que estén en el liderazgo deben tener el mismo sentir delante del Señor, el cual es el sentir y la conciencia de la iglesia. Después de que hablen con nosotros, debemos someternos y ser unánimes con ellos. Es así como procede la iglesia. La iglesia no prohibe que nadie hable; sin embargo, debemos ser muy cuidadosos con lo que decimos. Cuando llega el momento de tomar una decisión, los ancianos deben hablar bajo la dirección del Espíritu Santo, y todos los hermanos debemos escuchar atentamente. Si en la iglesia está presente la autoridad del Espíritu Santo, situaciones como la mencionada se resuelven sin dificultad. Pero si el Espíritu Santo no tiene autoridad en la iglesia y abundan opiniones de la carne, la iglesia no puede tomar decisiones de ninguna clase. Debemos aprender a someternos a la autoridad del Espíritu Santo y a escuchar a la iglesia.

Que Dios tenga misericordia de nosotros. Que podamos ser como nuestro Señor, llenos de gracia. Si un hermano nos ofende, debemos perdonarlo de corazón, y no sólo eso, sino que debemos tomar la responsabilidad de restaurarlo acatando la Palabra de Dios. Que el Señor nos guíe a vivir así en la iglesia.