Watchman Nee Libro Book El conocimiento de sí mismo y la luz divina
EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO Y LA LUZ DIVINA
EL CONOCIMIENTO DE SI MISMO Y LA LUZ DIVINA
En este mensaje estudiaremos lo que significa conocerse a uno mismo. El creyente que no se conoce a sí mismo, no progresa espiritualmente pues no puede ir más allá de lo que sabe. Ningún creyente puede ir más allá de la luz que Dios le haya dado; así que, la vida que expresa depende de la medida de luz (no de conocimiento) que haya recibido. Cuando desconocemos nuestras faltas y nuestra verdadera condición espiritual, no persistimos en la búsqueda de lo que sigue, ni tenemos interés en proseguir en el camino que tenemos por delante.
En la vida cristiana es muy importante juzgarse a uno mismo. Sólo podemos confiar plenamente en Dios y caminar según el Espíritu Santo, no según la carne, cuando nos damos cuenta de que no servimos para nada y de que nuestra carne no es digna de confianza. Es imposible llevar una vida espiritual si uno no se juzga a sí mismo. ¿Cómo podemos juzgarnos sin conocernos? Pero si no nos juzgamos, no podremos recibir la bendición espiritual que proviene de ese juicio. Dios desea que sepamos que nuestra carne, por ser corrupta, no puede satisfacer lo que El exige. No vivimos en el Espíritu Santo debido, en parte, a nuestra ignorancia. Por desconocernos nos aprobamos y confiamos en nosotros mismos y en nuestra suficiencia, y no tenemos idea de por qué el Señor dijo: “Separados de Mí nada podéis hacer” (Jn. 15:5). El Espíritu Santo nos fue dado para ayudarnos en nuestra debilidad; pero como ignoramos que somos débiles, no buscamos Su ayuda y, como resultado, permanecemos en nuestra debilidad. Si no sabemos lo que somos, nos tendremos confianza, y estaremos seguros de nosotros mismos, pensando que somos personas maravillosas. Esto nos llena de orgullo, lo cual desagrada a Dios sobremanera. Cuando uno no se conoce a sí mismo, lleva una vida pobre, su conciencia es insensible, es irresponsable, injusto, despiadado, tenso, irascible e implacable. Aunque la situación empeore continuamente, nos sentimos cómodos y conformes, sin percibir cuán grande es nuestro vacío, y cuán completa y valiosa es la salvación que Cristo efectúa. En consecuencia, perdemos incontables bendiciones. El primer requisito para avanzar es conocerse, pues quienes se conocen a sí mismos, desean lo mejor. Los que no se conocen no tienen hambre ni sed en su corazón y tampoco pueden ser llenos del Espíritu Santo. Es absolutamente indispensable que el creyente se conozca a sí mismo.
¿PROVIENE EL CONOCIMIENTO PROPIO DE EXAMINARSE A UNO MISMO?
¿Cómo se percatan las personas del mundo de sus errores? El método que usan es la introspección; es decir, reflexionan sobre sus propios actos analizando lo que han hecho. Ellos “se examinan por dentro” y determinan sus motivos y sus actos. La introspección se describe comúnmente como una reflexión o autoevaluación. El hombre común no puede conocerse a sí mismo si no se examina interiormente. He escuchado con frecuencia que muchos creyentes dicen que deben examinarse para ver si han cometido algún error. Déjenme decirles que el creyente no se examina a sí mismo. La introspección es un gran engaño y a perjudicado a muchos creyentes. Debemos preguntarnos: (1) ¿Enseña la Biblia que debemos evaluarnos a nosotros mismos? (2) ¿Puede la reflexión ayudarnos a conocernos en realidad? (3) ¿Trae algún beneficio examinarse a uno mismo? Al creyente, por consiguiente, no le corresponde evaluarse a sí mismo.
1. ¿Enseña la Biblia que debemos autoexaminarnos?
¿Se halla en la Biblia algún mandamiento en cuanto a examinarse a uno mismo? ¡No! El señor Griffith Thomas dice que en la Biblia solamente hay dos pasajes donde se menciona el autoexamen; no obstante, ambos se refieren a algo específico. Estudiemos estos dos pasajes.
“Pero pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa” (1 Co. 11:28). Esta evaluación personal no se hace con el propósito de obtener santidad, sino que se refiere a comer el pan y beber la copa en la cena del Señor. Debemos examinarnos para ver si podemos discernir que el pan y la copa son el cuerpo y la sangre del Señor, y si estamos conscientes de su significado espiritual; porque si no lo hacemos, la cena del Señor, que debe ser un testimonio, se puede volver un simple rito. Así que el autoexamen al que alude este versículo se relaciona con nuestra participación de la mesa del Señor, y no sugiere que busquemos errores en nuestro interior para poder progresar espiritualmente.
“Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos” (2 Co. 13:5). Este versículo, más definidamente que el primero, no nos pide que examinemos nuestra condición interior. Este pasaje alude a algo específico. En aquellos días en Corinto, había muchos que calumniaban a Pablo diciendo que no era un apóstol. Por lo tanto, Pablo les pidió que se examinaran a sí mismos para ver si estaban en la fe. El parecía decir: “Si ustedes tienen fe, eso es una prueba de que yo soy un apóstol. Si Dios no me ha llamado a ser apóstol a los gentiles, ¿cómo pueden ustedes ser salvos? Dios me llamó a predicarles el evangelio a ustedes corintios, y el hecho de que sean salvos demuestra que soy un verdadero apóstol. Si ustedes no tienen fe, entonces yo no soy un apóstol”. Este autoexamen no se hace para obtener santidad, sino que se sugirió en un caso específico que se daba en Corinto, y tenía como fin ver si los corintios tenían fe.
En el Antiguo Testamento encontramos un pasaje que dice: “Meditad bien sobre vuestros caminos” (Hag. 1:5, 7). Notemos en primer lugar que este versículo no indica que debemos examinarnos a nosotros mismos, sino que meditemos sobre nuestros caminos. Este tipo de examen es externo. Segundo, la palabra meditar según el idioma original significa reflexionar; o sea que debemos reflexionar sobre nuestro comportamiento, no sobre nuestra condición interna.
Cuando leemos el contexto de las tres porciones que acabamos de mencionar, debemos tener presente que no hablan de introspección, sino de examinarse con respecto a un asunto concreto. Por lo tanto, podemos concluir que la Biblia no enseña que uno deba analizar su condición.
2. ¿Puede un análisis personal ayudarnos a conocernos a nosotros mismos?
Aun si nos examináramos a nosotros mismos, sabemos por experiencia que es imposible conocernos. Veamos lo que la Biblia dice al respecto.
Jeremías 17:9 dice: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” Puesto que tal es el caso, no podemos confiar en un examen propio ni podemos evitar ser engañados por éste. En ocasiones estamos equivocados, pero nuestro corazón nos dice lo contrario; o tal vez no lo estemos, pero debido a alguna debilidad, nuestro corazón nos dice que estamos equivocados. Si el corazón fuera recto, podríamos usarlo como una norma; pero dado que es engañoso, no podemos ser guiados por él. Si usamos la norma equivocada para examinarnos, es prácticamente inevitable ser engañados.
En cierta ocasión un hombre tomó las medidas para construir una chimenea de metal de tres metros de largo. Cuando la chimenea estuvo lista se dio cuenta que ésta tenía treinta centímetros de más; así que le reclamó al hojalatero por este defecto, el cual midió la chimenea y le indicó que medía exactamente tres metros; sin embargo, el hombre insistía que ésta medía treinta centímetros más de lo que él había especificado. De repente, el hojalatero notó que a la regla del hombre le faltaba un pedazo. El hijo del dueño de la chimenea había cortado la regla con el serrucho mientras jugaba con ella, y por eso las medidas no concordaban. Al examinarnos a nosotros mismos, debemos preguntarnos primero si podemos confiar en tal juicio. Somos corruptos y perversos a los ojos de Dios. ¿Cómo podemos examinarnos a nosotros mismos? Muchos piensan que examinarse a sí mismos es una virtud, pero en realidad, es un gran error.
La estructura de nuestra psiquis es muy compleja. Es imposible determinar con exactitud cómo nuestros deseos, pensamientos, sentimientos y otras manifestaciones de nuestro corazón interactúan y se afectan mutuamente. Es un proceso muy complicado; de tal modo que aun si pudiéramos examinarnos, no podríamos conocer con exactitud cómo somos. Mientras examinamos nuestros sentimientos, no sabemos cómo actúan ni cómo se relacionan con otras áreas. Así que, no podemos confiar en ellos, ya que el más leve cambio afecta nuestros sentimientos en innumerables maneras. Muchas veces no entendemos claramente algún asunto, porque desconocemos nuestras propias intenciones, las cuales a su vez pueden estar teñidas por un pecado oculto o un mal pensamiento o algún prejuicio o nuestra personalidad o por otros innumerables factores. Ningún conocimiento que provenga de nuestro ser es digno de confianza ya que es inexacto y extremadamente complejo.
A veces nos encontramos con personas que poseen ciertas cualidades de las que no están conscientes; o con personas que no tienen ciertas cualidades y piensan que las tienen. Esto es muy común y nos muestra que aun cuando nos esforcemos por examinarnos, no nos conoceremos en realidad. El hombre no puede conocerse examinándose a sí mismo. Un amigo, después de ser salvo, hablaba mucho del amor cristiano. Según su punto de vista, él pensaba que tenía mucho amor, pero en su hogar no tenía armonía con su esposa. ¿Podemos confiar en el autoanálisis de tal persona? Si no podemos confiar en el yo, entonces ¿qué propósito tiene examinarse a uno mismo?
En Salmos 19:12 se hace la pregunta “¿quién podrá entender sus propios errores?” Nadie. No hay duda de que no podemos entenderlos por nuestra propia cuenta.
3. ¿Trae algún beneficio examinarse a uno mismo?
En la Biblia no se enseña que uno deba hacerse un examen personal. Por otra parte, la experiencia nos dice que no es posible hacernos un examen imparcial. Así que, si persistimos en autoanalizarnos, perjudicaremos profundamente nuestra vida espiritual. El examen que uno hace de sí mismo produce dos clases de resultados: conformismo o desánimo. Cuando alguien se examina y cree que es muy bueno, se conforma con su condición; pero si cree que es malo, se desanima. Dios me ha enseñado que nadie puede conocerse verdaderamente examinándose a sí mismo.
Hebreos 12:2 dice: “Puestos los ojos en Jesús”. Esto indica que para poner los ojos en El, uno debe apartar la mirada de cualquier otro objeto o persona. Debemos quitar los ojos de lo que no debemos mirar, y ponerlos en lo que sí debemos contemplar. Pienso que esta cláusula podría traducirse: “Puestos los ojos exclusivamente en Jesús”. Nuestra vida espiritual se basa en que miremos a Jesús, no a nosotros mismos. Si nos contemplamos a nosotros mismos y no obedecemos el mandato bíblico de mirar a Jesús, sufriremos una gran pérdida espiritual. Dijimos anteriormente que la introspección (el análisis de nuestros sentimientos, intenciones y pensamientos) es bastante perjudicial. Griffith Thomas dijo: “Existe hoy un dicho común: ‘Por cada vez que uno se mire a sí mismo, debe mirar a Cristo diez’. Pero yo lo cambiaría por: ‘Mira a Jesús once veces y no te mires a ti mismo ni una sola vez’”.
Hace unos años leí una fábula acerca de un ciempiés y un sapo. El sapo le preguntó al ciempiés: “Cuando caminas ¿cuál pie mueves primero?” Cuando el ciempiés trató de determinar con cuál pie empezaba a caminar, ya no pudo moverse. Entonces, cansado por el esfuerzo, decidió no pensar más en ello y se despidió. Pero cuando comenzó a caminar, trató de adivinar cuál pie había movido primero, y esto de nuevo lo inmovilizó. De repente el sol apareció entre las nubes, y cuando el ciempiés vio los rayos, se puso muy contento y corrió a su encuentro olvidándose por completo del orden en que movía sus pies. Esta fábula es un cuadro exacto de nuestro vivir cristiano. Cuanto más tratamos de analizarnos a nosotros mismos, menos podemos movernos y más retrocedemos; pero cuando miramos la luz del Señor, avanzamos sin siquiera darnos cuenta.
Hace tiempo leí un artículo en una revista inglesa llamada Los Vencedores, que hablaba de experiencias espirituales profundas. El título del artículo era: “¿Qué es el yo?” El escritor decía: “El yo no es otra cosa que la reflexión y el análisis de uno mismo”. Esta expresión es en verdad profunda y muy cierta. En el momento en que el yo se activa, uno se encierra en sí mismo. Debemos recordar que el alma es la parte sensible del yo. Después del avivamiento de Gales, un profesor de una universidad fue a ver al predicador Roberts. Después de pasar el día juntos y formularle muchas preguntas, el profesor escribió un artículo en el periódico sobre las impresiones recogidas en dicha entrevista, en el cual dijo que el señor Roberts era un hombre que no estaba consciente de sí mismo. Nuestro fracaso es el resultado de examinarnos interiormente. Lo único que acude a nuestra memoria es nuestra victoria o nuestro fracaso, y como resultado, Cristo no puede manifestarse libremente en nosotros.
Podemos ser victoriosos poniendo los ojos en Jesús, no en analizarnos incesantemente. No es un asunto de eliminar los malos pensamientos y retener los buenos; ni de extirpar algo en nosotros, sino de permitir que Cristo nos llene al grado de que nos olvidemos por completo de nosotros mismos. Cuando nos examinamos por dentro, nos detenemos. La Biblia no dice que prestemos atención a la manera en que corremos, sino que corramos con nuestra mirada puesta en Jesús. El autoanálisis nubla la visión. Cuanto más nos examinamos, más nos confundimos. Si ponemos nuestros ojos en Jesús, espontáneamente correremos.
Cuando yo estaba aprendiendo a montar en bicicleta, manejaba muy cerca de las paredes y muchas veces me lastimaba la mano contra la pared. Yo fijaba los ojos en el manubrio, pensando que así mis manos tendrían más control sobre la bicicleta y no perdería el equilibrio. Pero cuanto más fijaba mis ojos en el manubrio, más temblaban mis manos y más fácilmente perdía el equilibrio. Le pregunté a un compañero de estudio que sabía montar en bicicleta, y él me dijo que el problema estaba en que yo miraba el manubrio, en lugar de mirar la carretera. Para mantener el equilibrio, debía fijar los ojos en la carretera. Nuestra vida opera de la misma manera; cuando nos miramos a nosotros mismos, caemos. Debemos mirar siempre adelante.
El fracaso espiritual de muchos creyentes se debe a la introspección y la reflexión. Cuando el creyente se encierra en sí mismo para examinarse por dentro, se le hace imposible seguir adelante. El autoexamen, aparte de no ser un mandamiento bíblico, es improductivo y nos impide progresar espiritualmente. Aquellos que al final del día se hacen un análisis personal examinándose interiormente, se engañan a sí mismos. El apóstol Pablo ni se juzgaba a sí mismo, ni se preocupaba por el juicio de los demás. El dijo: “Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual sacará a luz lo oculto de las tinieblas y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Co. 4:5). Pablo sabía que sólo cuando el Señor ilumina con Su luz, puede uno saber lo que está bien y lo que está mal. Si un creyente constantemente se analiza a sí mismo, fracasará, porque se sentirá orgulloso si piensa que es mejor que sus compañeros, o se desanimará si logra ver sus faltas. Cuando el conocimiento de uno mismo impide la iluminación que procede de Dios, el resultado es muy diferente.
EL DEBIDO EXAMEN
¿Significa esto que debemos ser negligentes en nuestra vida diaria y no preocuparnos por si nuestro caminar es recto o no, o si nuestra intención es pura o impura? La Biblia no nos enseña a hacernos una autoevaluación, pero tampoco nos prohibe que nos conozcamos interiormente. Volvernos hacia nuestro interior y centrarnos en nosotros mismos es dañino, pero ser indulgente con uno mismo es aún más perjudicial. Dios no nos permite ser negligentes en nuestro modo de vivir. El desea que nos conozcamos a nosotros mismos, porque el Espíritu Santo que ahora mora en nosotros censura nuestro pecado. Sin embargo, según la Biblia, la santidad no se logra por hacerse uno un análisis personal. Esto no quiere decir que no debemos procurar la santidad. Aunque no debemos conocernos por medio del autoanálisis, esto no significa que no debamos conocernos en absoluto. Es un error pensar que examinarse y conocerse a uno mismo no se pueden separar. No examinarse a uno mismo no significa que uno no necesite conocerse interiormente. Es necesario conocerse a uno mismo, mas no haciéndose un examen interior. La meta es válida, pero se debe tener cuidado con el medio que se usa para obtenerla.
Puesto que la Biblia no nos dice que nos examinemos a nosotros mismos, ¿cómo podemos conocernos?
Leamos Salmos 26:2: “Escudríñame, oh Jehová, y pruébame; examina mis íntimos pensamientos y mi corazón”. Y vemos en Salmos 139:23, 24a: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad”. Estos dos pasajes nos muestran la manera apropiada de conocernos a nosotros mismos. No necesitamos esforzarnos haciéndonos un análisis personal, tratando de examinar nuestros sentimientos y pensamientos a fin de conocer nuestro fuero interno, nuestro corazón, y de ver si hay camino de perversidad en nosotros. Debemos pedirle a Dios que nos examine y nos pruebe. Sólo cuando El lo hace, podemos conocernos debidamente. Así que, el conocimiento de uno mismo no depende de nuestro examen interno, sino de la inspección que Dios realiza.
Estos pasajes nos muestran que si deseamos conocernos, debemos pedirle a Dios que nos dé a conocer lo que El sabe de nosotros. Este es un conocimiento exacto. Dios nos conoce de una manera clara y exacta. Todo está al descubierto delante de El, pues El conoce aun lo más recóndito de nuestro corazón, lo que no podemos percibir ni analizar solos. Cuando nos vemos con los ojos de Dios, no nos engañamos y conocemos nuestra verdadera condición.
En verdad, sólo el conocimiento que Dios tiene de nosotros es acertado. ¿Sabemos lo que Dios piensa de nosotros? Si pensamos que somos muy buenos o que somos muy malos ¿está Dios de acuerdo? Cuando creemos que somos buenos, es posible que no lo seamos; y si creemos que somos malos, posiblemente ése no sea el caso. Nuestro razonamiento no es confiable, pero Dios nos evalúa como realmente somos.
El hecho de que Dios no quiera que nos examinemos a nosotros mismos, no indica que no desee que nos conozcamos ni que seamos negligentes en nuestro vivir diario. Aun si nos examinamos a nosotros mismos, no llegaremos a conocernos. Tal vez lo que nosotros consideramos bueno El lo juzgue equivocado; lo que a nuestros ojos sea una pequeña equivocación El lo puede catalogar como un error garrafal. Dios desea que tengamos la misma perspectiva que El tiene. Por lo tanto, para determinar nuestra verdadera condición interna, debemos rechazar lo que nos dicen nuestros sentimientos, los cuales son bastante inestables, y recibir los pensamientos y los juicios de Dios. Esto nos capacitará para hacer un análisis preciso de nosotros mismos.
LA LUZ DIVINA Y EL CONOCIMIENTO DE UNO MISMO
¿Cómo, entonces, podemos saber de que manera nos ve Dios? ¿Cómo podemos saber lo que El piensa de nosotros? En Salmos 36:9 dice: “En tu luz veremos la luz”. La palabra “luz” se menciona dos veces con dos diferentes significados. La primera vez se refiere a una luz específica, la luz divina, por eso dice en “tu luz”; la segunda es luz en general, y por eso no lleva adjetivo. La luz divina es el conocimiento que Dios tiene, y la vista de Dios es Su criterio. Estar en la luz divina es ser iluminado y puesto en evidencia por El. Allí Dios nos dice lo que El sabe de nosotros. La segunda “luz” denota la verdadera condición de un asunto. Por lo tanto, “en tu luz, veremos la luz” significa que cuando recibimos revelación de parte de Dios, Su luz santa resplandece sobre nosotros y nos permite ver la verdadera condición de cierto asunto, el cual llega a ser perfectamente diáfano. Bajo nuestra propia luz jamás veremos la luz. Solamente en la luz de Dios podremos ver la luz.
En Efesios 5:13 vemos claramente la función de la luz: “Mas todas las cosas que son reprendidas, son hechas manifiestas por la luz; porque todo aquello que hace manifiestas las cosas es luz”. Esto indica que la función de la luz es poner las cosas en evidencia. La primera luz que se menciona en Salmos 36:9 es absoluta e imparcial y pertenece a Dios. En esta luz quedamos desnudos y descubiertos y no podemos evitar ver nuestra verdadera condición, que es la luz que vemos al estar en aquella luz. Nosotros no sabemos lo que somos, pero una vez que la luz divina alumbra, nos percatamos de nuestra condición. Muchas cosas que hemos considerado buenas, cuando sean expuestas por la luz divina, nos daremos cuenta de cuán horribles son. Posiblemente pensemos que somos mejores que los demás, pero cuando la luz ilumina nuestro ser, vemos no solamente que el pecado es pecado, sino que muchas cosas que pensábamos que eran buenas, se manifiestan también como pecado. No debemos examinarnos a nosotros mismos, para luego informar al Señor de los resultados; por el contrario, la luz debe iluminarnos, y luego nosotros debemos confesar nuestros pecados delante de El. Así que, hacernos un examen personal no es un acierto. El conocimiento de uno mismo no proviene de autoexaminarse interiormente, sino de la luz divina. A medida que la luz divina va alumbrándonos, podemos ver lo que El ve en esta luz.
No tenemos que preguntarnos cómo saber cuando viene la luz divina, ni cómo saber si ésa es la luz divina, así como no necesitamos usar una vela ni una linterna para saber si el sol está en el cielo. Al vernos a nosotros mismos, automáticamente sabremos que estamos expuestos a la luz del sol y que éste ya ha salido. Cuando tenemos un conocimiento más exacto acerca de nosotros y vemos nuestra verdadera fotografía y entendemos la condición caída de nuestra carne, sabemos que Dios nos ha dado Su luz y que estamos bajo la luz divina. Sin embargo, si el concepto que tenemos de nosotros mismos no es acertado, no nos daremos cuenta de que nuestra carne es débil, vil y corrupta como se describe en la Biblia. Esto demuestra que no hemos recibido la luz divina. Cuando ésta nos alumbra, no necesitamos preguntar dónde está la luz ni qué es, porque su manifestación es evidente.
Después de que Adán comió el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, lo primero que vio fue la vergüenza de su desnudez. Este fue el sentirdesu propia conciencia. Pero, ¿hizo esto que temiera a Dios? No. Inclusive, valiéndose de sus propios esfuerzos, hizo delantales con hojas de higuera para cubrir su desnudez. Cuando escuchó la voz de Dios que le preguntaba: “¿Dónde estás tú?”, se escondió entre los árboles del huerto tratando de escapar de la presencia de Dios, aunque no lo logró. El no podía depender de los delantales que había hecho y tuvo que admitir que estaba desnudo. Lo máximo que puede resultar de examinarnos a nosotros mismos es, como en el caso de Adán, que veamos nuestra propia vergüenza. Sin embargo, él no sintió ningún remordimiento por su pecado; y además trató de encubrirlo. Cuando Dios lo interrogó, Adán se conoció a sí mismo. Cuando Dios le preguntó dónde estaba, no lo hizo porque no lo supiera, sino para que Adán se diera cuenta de dónde se hallaba. Quienes tenemos experiencia en esto, podemos testificar que cuando nos examinamos a nosotros mismos, aunque veamos algo malo, lo único que podemos hacer es cubrirlo usando nuestros propios medios. Pero cuando la luz divina nos ilumina, no podemos escondernos.
Cierto creyente le preguntó a un judío si quería ser salvo, y aunque éste le contestó que no, lo instó a que se arrodillara y le pidiera a Dios que le mostrara cómo era por dentro. El hombre no sabía cuán sucio era, hasta que la luz divina brilló sobre él. Cuando vio sus pecados, quería que la tierra se lo tragara. Esto nos muestra que, a fin de uno darse cuenta de que es un pecador, necesita la luz divina.
Antes de recibir la salvación las personas no admiten ser pecadoras. Aunque muchos pecadores evidentemente muestran su condición como tales, no creen tener pecados. Sólo cuando la luz divina brilla en ellos, se dan cuenta de cuán pecadores y viles son. La reprobación que la luz divina produce, hace que vean que no pueden esconderse en ningún lugar. Muchos pecadores saben que tienen pecados porque su corazón se lo dice y lo confiesan. Ellos tal vez se consideren personas sabias y conocedoras de sí mismas; pero cuando el Espíritu Santo derrama la luz divina sobre ellos, se dan cuenta de que los pecados que confesaron son superficiales y que no aborrecen aquellos actos como Dios los detesta. Después de recibir iluminación, perciben que sus pecados son abominables y que necesitan ser librados de ellos. Los que trabajamos en la obra de Dios, no debemos tratar de convencer a los demás de sus pecados, sino que debemos orar para que el Espíritu Santo los amoneste. Todo autoexamen es igualmente superficial, insuficiente y distorsionado. Sólo la luz divina puede hacer que el hombre vea su verdadera condición como Dios la ve.
Por ser creyentes, día tras día nos vamos conociendo más, no por hacernos una autoevaluación, sino porque la luz divina nos alumbra. Cuando esto sucede, nos damos cuenta de cuán corruptos somos. Posiblemente expresamos mucho amor hacia los demás, pero cuando la luz divina resplandece en nosotros, descubrimos que no amamos a los demás lo suficiente. Tal vez hayamos conducido muchas personas al Señor y creamos que nuestra obra es próspera, pero cuando la luz divina nos alumbra, hallamos que nuestras obras no son más que producto de la carne, vanas e improductivas, y que no han sido realizadas por Dios. Muchas veces pensamos sinceramente que estamos haciendo la voluntad de Dios, pero cuando Su luz brilla, vemos que ése no era el caso. En cierta ocasión le pedí a la señorita Barber que me hablara de su experiencia con respecto a obedecer la voluntad de Dios. Ella me dijo: “Cada vez que Dios se demora en revelarme Su voluntad, me doy cuenta de que mi corazón todavía no está dispuesto a obedecerle; es posible que todavía tenga una meta errada. Muchas veces he visto que ése es el caso”. Cuando procuramos conocer la voluntad de Dios y no encontramos respuesta, debemos pedirle que nos examine y nos muestre si no estamos dispuestos a obedecerle. Cuando la luz divina nos alumbra, vemos nuestra verdadera condición interna. Nosotros pensamos que siempre estamos dispuestos a obedecer a Dios, pero nos engañamos a nosotros mismos. Al lavarnos el rostro, ¿nos examinamos para ver si tenemos polvo blanco, manchas negras o lodo, o nos miramos siquiera en el espejo? La única manera de conocernos bien es pedir a Dios que nos ilumine con Su luz. Muchas veces pensamos que nuestra intención es buena y nuestra conducta aceptable, pero cuando la luz divina brilla, nos damos cuenta de cuánto egoísmo y cuánta injusticia hay en nosotros. En la luz divina podemos ver la luz.
La diferencia entre un creyente maduro y uno superficial, depende de la luz divina que cada uno haya recibido y de si la ha recibido de manera permanente o temporal. Bajo la luz divina vemos negro lo que es negro, y blanco lo que es blanco. El creyente inmaduro ve sus faltas hasta cierto punto y sólo cuando está bajo la luz divina. Pero el que es maduro se conoce a sí mismo porque está constantemente bajo la iluminación de Dios. Cuando un creyente inexperto habla de su amor por el Señor y dice que se consagra totalmente a El, por experiencia sabemos que no sabe de qué está hablando. El todavía no sabe cuán difícil es consagrarse a Dios ni cual será el resultado futuro de esa consagración; él simplemente expresa lo que siente en ese momento.
Esto es similar a la repuesta que el Señor Jesús le dio a Jacobo y a Juan cuando ellos le pidieron que les concediera sentarse uno a Su derecha y el otro a Su izquierda: “No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que Yo bebo, o ser bautizados con el bautismo con que Yo soy bautizado? Ellos dijeron: Podemos” (Mr. 10:37-39). El contenido de las palabras que el Señor dijo es profundo y difícil de comprender; sin embargo, ellos se apresuraron a contestar que sí podían. Cuando no tenemos la luz divina, somos como estos dos discípulos que no conocían su debilidad ni el alcance de lo que Dios nos exige. Pensamos que podemos hacer cualquier cosa. Cuando la luz divina nos alumbra, entendemos cómo hablamos gratuitamente en muchos asuntos relacionados con las verdades espirituales, sin entender en absoluto qué repercusiones habrá.
La luz divina no sólo manifestará que nuestra bondad no es buena, sino que también cosas que pensamos que no son buenas se manifestarán como buenas. Muchas veces sabemos muy bien que somos débiles en ciertos aspectos, e incluso lo hacemos saber a otras personas y lo confesamos a Dios al orar, pero no tenemos el sentir de que es abominable. Por otra parte, aunque estamos conscientes de esta debilidad, desperdiciamos nuestra vida miserablemente. Cuando la luz divina llega a nosotros, nos damos cuenta de que somos supremamente débiles. Entonces sentimos desesperación y dolor por causa de esta debilidad, y nuestro corazón se aflige; comprendemos que si no somos libertados, no podremos seguir viviendo. La diferencia en profundidad entre el conocimiento que se deriva de nuestro análisis personal y el que procede de la luz divina es inmensurable. Así que, aunque nos conozcamos interiormente, en realidad no nos conocemos bien, a menos que tengamos la luz divina. El conocimiento que se deriva de la introspección, simplemente muestra lo que uno piensa que es; pero el conocimiento de uno mismo que se recibe por medio de la luz divina, demuestra cómo Dios nos ve. El juicio que hacemos de nosotros mismos nunca es exacto como lo es el juicio que Dios hace de nosotros. Vemos aquí la diferencia entre la luz divina y el conocimiento de uno mismo. Este es simplemente lo que nosotros entendemos en nuestra mente, mientras que la luz divina es lo que Dios conoce y nos revela por medio de Su Espíritu. Muchos se equivocan cuando piensan que la luz de la cual habla la Biblia se conocimiento. Por eso no es extraño oír que alguien tiene mucha luz, aunque su vida es caótica. Esto no es posible, pues la luz no es conocimiento. La Biblia dice que el conocimiento envanece. Pero cuando la luz divina brilla en el corazón del hombre, no lo envanece sino que lo conduce a reprobarse a sí mismo y a arrepentirse de sus hechos pasados, a aborrecer la carne y a rogar de todo corazón a Dios que lo libre de la inmundicia. Uno puede estar lleno de conocimiento bíblico y aún así no tener la luz divina en el corazón. Si alguien reincide en sus antiguos pecados, puede hablar acerca de la Biblia porque tiene un conocimiento previo, pero carece de la luz divina. La luz divina se encuentra en el poder del Espíritu Santo, mientras que el conocimiento es la luz que el hombre retiene en la memoria. Podemos encontrar conocimiento en la Biblia y también en las experiencias espirituales, pero el conocimiento sin poder del Espíritu Santo carece de vida. El señor Scofield dijo: “No hay nada más peligroso que separar la verdad del poder”. Si la verdad no procede del poder del Espíritu Santo, aun cuando tengamos mucho conocimiento, carecemos de luz y nos es imposible conocer nuestra verdadera condición y andar por el camino que nos es propuesto. Si ya recibimos la luz divina, por medio del Espíritu Santo, debemos guardarla y preservarla sin permitir que pierda su poder.
Con frecuencia Dios nos da luz y nos concede una percepción clara de algún asunto. Por un tiempo parece que podemos discernir el asunto en sus más mínimos detalles; da la impresión de que todas las cosas están claras y manifiestas, pero más adelante, a pesar de que todavía recordamos la experiencia y retenemos lo que vimos, nuestro sentir con respecto a dicho asunto no parece ser tan profundo; como si no lo viéramos tan claro como antes. La luz divina ha desaparecido, y lo que queda es sólo reminiscencias. (Nota: En el peor de los casos debemos andar conforme al conocimiento que tengamos. Sin embargo, esto no es suficiente. También necesitamos la luz). La luz hace que el hombre tenga un sentir profundo, lo cual no sucede con el conocimiento.
Por consiguiente, si queremos seguir este camino, es indispensable que la luz divina nos ilumine. Nuestro propio sentir nos engaña o reduce nuestra convicción por el pecado. Si procuramos la santidad siguiendo nuestro propio sentir, estaremos siguiendo a un guía ciego. Es entonces cuando necesitamos la luz divina, porque sólo así se manifiesta la verdad de cualquier asunto. La luz va ligada a la forma como Dios ve nuestra condición y a lo que El dice. Cuando Dios dice que algo está equivocado, está equivocado. Antes de que venga la luz, solamente tenemos lo que nosotros pensamos, lo cual, por supuesto, no es digno de confianza. Nuestra vida no es lo que decimos que es, sino lo que Dios dice que es.
Cuando la señorita Barber murió, me legó su Biblia, en la cual están escritas estas palabras: “Oh Dios, concédeme una revelación completa e ilimitada de mi misma”. ¡Cuán profundas son estas palabras! En muchas ocasiones pesamos que si no vemos nada de malo en nosotros, entonces estamos bien. Muy pocas veces nos damos cuenta de que Dios nos ve de una manera diferente. Si no sabemos cómo nos ve El, sólo nos estaremos engañando a nosotros mismos. Debemos tener la confianza de que seremos iluminados por la luz divina de tal manera que El pueda revelarnos nuestra verdadera condición. No es posible conocernos a nosotros mismos, a menos que Dios nos ilumine, ya que no podemos confiar en nuestra propia evaluación.
¿DE DONDE PROVIENE ESTA LUZ?
Primero, Cristo es nuestra luz. Juan 8:12 dice: “Otra vez Jesús les habló, diciendo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, jamás andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. El Señor Jesús es luz, y cuando nosotros nos acercamos a El, vemos la luz. Muchas veces pensamos que algo es muy bueno y que no tiene nada de malo, pero cuando acudimos al Señor a presentarle la situación y a pedirle que nos ilumine, encontramos, para nuestra sorpresa, que estamos equivocados. Constantemente pensamos que estamos bien, pero al entrar a la presencia del Señor, se manifiesta todo lo malo. Nuestra propia norma difiere enormemente de la de Dios. Cuando nos acercamos a El, nos damos cuenta de que nuestra norma no es la de El. Si el creyente no ora fervientemente a fin de que su verdadera condición interna le sea revelada, podemos garantizar que su condición espiritual es deficiente. Cuanto más nos acercamos al Señor, más luz divina recibimos.
Segundo, la Palabra de Dios es nuestra luz. En Salmos 119:105 leemos: “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino”. Y el versículo 130 añade: “La exposición de tus palabras alumbra”. Tal vez conozcamos bien estos dos versículos, pero si los leemos cuidadosamente, nos daremos cuenta de cuán profundos son. ¿Quién determina si el camino en el que andamos es justo, el hombre o Dios? Las obras de la carne no se pueden escapar de la luz divina. No es lo que el hombre opina lo que cuenta, sino lo que la Palabra de Dios dice. No debemos seguir nuestro propio sentimiento convencidos de que algo es bueno o malo, sino que debemos permitir que la Palabra de Dios lo decida por nosotros. Tampoco debemos juzgar nada; debemos permitir que la Palabra de Dios sea la que juzgue. Entremos en la Palabra de Dios y dejemos que ella nos juzgue y ponga en evidencia nuestra verdadera condición espiritual. Leamos más la Biblia, confiando en que el Espíritu Santo nos manifestará la Palabra de Dios a fin de que podamos conocernos a nosotros mismos.
Tercero, los creyentes son nuestra luz, como dice en Mateo 5:14: “Vosotros sois la luz del mundo”. Este versículo es bastante conocido. Es común pensar que este versículo se refiere al buen comportamiento de los creyentes. Pero en realidad, encierra un significado más profundo. Dice que el creyente es luz. Un creyente puede dejar expuesta la verdadera condición de una persona. Muchos creyentes que viven en la luz divina hacen que otros sientan temor de relacionarse con ellos, porque cuando lo hacen, son redargüídos por sus propios pecados. Un creyente que está débil no teme que otro creyente que está en su misma condición se le acerque, pero si se relaciona con un creyente que esté bajo la luz divina, se siente avergonzado. Uno puede ser orgulloso o deshonesto, pero después de ser iluminado por alguien que está en la luz divina, se siente incómodo. Hermanos y hermanas, somos siervos que laboran para Dios. Si no tenemos la luz divina, no podremos trabajar, y las personas no podrán ser conducidas a Dios. Si estamos cerca de Dios y somos guiados constantemente por la luz divina, espontáneamente pondremos en evidencia la verdadera condición espiritual de las personas con quienes nos relacionemos. Para obedecer la voluntad de Dios y llevar a cabo Su obra, necesitamos ser luz.
Cuando nos acercamos a creyentes que tienen una estrecha relación con Dios, ellos hacen que sintamos la presencia de Dios. No sentimos la ternura ni la humildad de ellos, sino a Dios mismo. Cuando comencé a laborar para el Señor, tomé la decisión de obedecer Su voluntad a cualquier costo, y sinceramente pensaba que era obediente. Sin embargo, cada vez que iba a ver a la señorita Barber y después de leer algunos versículos con ella, me daba cuenta de mi pobreza. Cada vez que la visitaba, veía en ella algo especial: Dios estaba en ella. Si uno se acercaba a ella, sentía a Dios. Ella tenía luz y era controlada por la luz divina; de tal manera que el pecado de uno era manifiesto en su presencia.
Debemos recordar que toda la luz que recibimos, ya sea por acercarnos a Cristo, por leer la Palabra de Dios o por estar con otros creyentes, viene de la revelación del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es quien manifiesta la luz inaccesible de Dios en la cual El habita. El manifiesta Su gloria, Su santidad y Su justicia. Vemos en esto la norma de Dios, por medio de la cual podemos vernos, conocer nuestra verdadera condición espiritual y darnos cuenta de que nuestra norma no llega a la de Dios.
EL PODER DE ESTA LUZ
El poder de esta luz permite que el hombre se conozca a sí mismo. Cuando entramos en esta luz, vemos nuestra verdadera condición espiritual. Cuando el creyente se justifica a sí mismo, está satisfecho consigo mismo y es orgulloso, no hay palabras humanas, explicaciones, exhortaciones, advertencias ni censuras que le hagan ver su condición caída. Sólo cuando Dios da su gracia y por medio del Espíritu Santo ilumina a estas personas, pueden darse cuenta de cuán corruptas, caídas e hipócritas son. Cuando la luz divina resplandece, todo cambia y se manifiestan los verdaderos colores de las cosas.
Nadie puede ser salvo, ni progresar espiritualmente, ni realizar una obra eficaz si carece de la iluminación de Dios. ¿Puede acaso un pecador saber que el Señor Jesús es el Salvador por medio de una discusión? ¿Se dará cuenta acaso de que es pecador por la crítica que le hagamos? No importa que método usemos, ya sea argumentando con lógica, debatiendo con razonamientos, o previniendo con palabras severas, no lograremos hacer que el pecador se dé cuenta de sus pecados ni vea que Jesús es el Salvador. No digo que estos métodos son inútiles, pues tienen su validez. Estos procedimientos sólo logran que la persona entienda mental y superficialmente que es pecadora y que Jesús es el Salvador; jamás logran que las personas vean. Todo pecador está ciego, y esta ceguera le impide ver la luz del evangelio de Dios. El Espíritu Santo, por medio de la luz divina, abre los ojos del pecador para que vea la luz divina. Poder ver es una bendición especial del Nuevo Testamento. Dios revela a su Hijo en mí. Esta es una experiencia común de todo pecador que es salvo. No hay nada más vano que hacer que las personas “acojan la fe cristiana”, “crean en Jesús” o “lleguen a ser cristianos” por medio de un excelente mensaje, de ser conmovido, de emocionarse con los cantos, de derramar lágrimas, de argumentos o de otras razones. El elemento indispensable es la luz divina, la luz que Dios emana mediante el Espíritu Santo. La necesidad básica del pecador es que pueda reconocer su propia condición y la gloria de Jesús. Conducir al pecador a las lágrimas, a que sienta remordimiento, a que sea ferviente, a que se confiese y se sienta bien es en vano. Sólo cuando el pecador ve, por medio del Espíritu Santo, puede verdaderamente creer y recibir al Señor Jesús como su Salvador. Esto se debe a que nunca podemos creer en lo que no hemos visto ni recibir lo que no vemos. Creemos porque hemos visto desde nuestro interior. Sólo esta clase de fe es inconmovible y soporta las pruebas.
El progreso de la vida cristiana no depende de las muchas exhortaciones, advertencias y enseñanzas que se reciban, ni consiste en decirle a un creyente que sea ferviente, que cumpla con su deber, que lea más la Biblia o que ore más. Todo esto es secundario. El elemento primordial es poder ver. Por eso, cuando Pablo escribió su epístola a los Efesios, a pesar que sabía que ellos estaban bien en el Señor y que no eran como los corintios que habían caído en inmoralidad, lo primero que pidió al orar por ellos, fue que Dios les alumbrara los ojos del corazón por medio del Espíritu Santo. El progreso de la vida cristiana es el resultado de recibir la luz divina, la cual abre los ojos del creyente para que vea las riquezas de la gloria de Dios, y la grandeza del poder de Dios, el cual le es dado por medio de la resurrección de Jesucristo. Si un creyente no puede ver esto, ni sabe cuán ricas son las cosas que ha recibido de Dios, no podrá progresar.
Todo aquel que realiza una obra especial para Dios, debe haber sido iluminado por El. Sólo aquellos a quienes Dios haya iluminado, pueden juzgar su propia carne, y sólo aquel que ha juzgado su propia carne, puede ser usado por Dios. Cuando la luz divina llega al creyente, puede ver cuán inmundo es, porque ha visto la santidad de Dios; puede saber cuán injusto es, pues ha visto la justicia de Dios; puede saber cuán corrupto es, ya que ha visto la gloria de Dios. Cuando uno se conoce a sí mismo de esta manera, es como quien ha sido circuncidado en verdad, que no confía en sí mismo (no sólo no confía en su carne sino que la aborrece profundamente), y depende completamente del Espíritu de Dios. Dios sólo utiliza esta clase de obreros, pues éstos pueden tener la misma perspectiva de Dios, ver Su plan y entender Su meta.
Debido a que muchos no tienen la luz divina, tienen un concepto muy elevado de sí mismos. Con frecuencia Satanás engaña a las personas haciéndoles pensar que ya obtuvieron la santidad y que no tienen pecado. Estos no se dan cuenta de que hablar así es el resultado de no tener la luz divina, lo cual les impide ver lo corrupta que es la carne. Yo creo profundamente que Cristo es mi vida y que El puede hacerme apto para vencer completamente el pecado. Ningún creyente puede excusarse diciendo que es imposible que un hombre en la tierra se abstenga de pecar. Pero aún si somos victoriosos en esto, no podemos decir que nuestra carne no es corrupta. El hombre comete el error de irse de un extremo al otro. Algunos piensan que debido a que son corruptos es imposible que dejen de pecar; otros piensan que debido a que han recibido a Cristo para que sea su victoria, el pecado ha sido erradicado de ellos, y por ende, ya no son corruptos. Ambos planteamientos están equivocados. Es cierto que somos victoriosos en Cristo, pero también es cierto que somos corruptos en nosotros mismos. El creyente puede experimentar una vida diaria de completa victoria sobre el pecado por medio de Cristo y, al mismo tiempo, puede sentir que es totalmente corrupto. La sensación de corrupción no determina la victoria, porque el que vence es Cristo en uno, no uno mismo. Del igual manera, esta victoria no puede quitar de él la sensación de corrupción, porque, a pesar de que Cristo le dio libertad, la naturaleza corrupta de la carne no cambia.
Debido a que muchos se engañan, bajo la iluminación de su propia luz escasa y tenue, pensando que son muy santos, que no tienen pecado y que son perfectos en amor, es necesario ir a la Biblia a fin de ver que los santos más destacados, quienes tuvieron experiencias espirituales profundas, se veían a sí mismos bajo la luz divina.
Job
Job era un hombre justo. Este fue el comentario que Dios hizo de él. Cuando Job estaba sufriendo, sus tres amigos pensaron que él había pecado y ofendido a Dios. Sin embargo, él negó esto y discutió con ellos tratando de demostrarles que él era justo y que estaba libre de culpa. La Biblia deja constancia de las palabras que Job expresó cuando Dios se reveló a él: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (Job 42:5-6). Cuando la luz divina lo iluminó, él se dio cuenta de cuán despreciable era. Las palabras humanas no pudieron hacer que él se reprobara a sí mismo, pero la luz divina hizo que se humillara.
Isaías
Antes que Dios enviara a Isaías, primero le manifestó Su gloria. Ante esta gloria el profeta de Dios no pudo hacer otra cosa que clamar: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Is. 6:5). Antes de recibir esta visión, sus labios eran inmundos y habitaba en medio de un pueblo de labios inmundos; pero él no se había dado cuenta de esto y probablemente pensó que podía ser un profeta útil a Dios. Cuando la intensa luz divina lo alumbró, pudo ver la verdadera condición de las personas que lo rodeaban y su propia condición. Cuán inmundos eran sus labios y cuán indigno de ser el oráculo de Dios. Este pensamiento lo hizo exclamar: “¡Ay de mí! que soy muerto”. Verdaderamente, la santidad de Dios nos hace exclamar “¡Ay de mí!” Después de que Isaías comprendió cómo era por dentro, uno de los serafines le purificó los labios con un carbón encendido. Tenemos aquí una excelente secuencia: primero, vemos la inmundicia; luego, la luz divina; después, el reconocimiento de que uno es inmundo; a continuación, la posibilidad de ser purificado y, finalmente, la disponibilidad para ser enviado.
Daniel
En la Biblia hay dos personas cuyos pecados no se mencionan. Daniel es una de ellas. Concluimos que Dios se complacía en él. Aún así, la Biblia nos dice que cuando él vio al Señor y la luz divina lo alumbró, dijo: “No quedó fuerza en mí, antes mi fuerza se cambió en desfallecimiento, y no tuve vigor alguno. Pero oí el sonido de sus palabras; y al oír el sonido de sus palabras, caí sobre mi rostro en un profundo sueño, con mi rostro en tierra” (Dn. 10:8-9). Ante la luz divina, aun el más santo no puede sostenerse en pie; tiene que postrarse en tierra.
Habacuc
Cuando la luz divina iluminó a Habacuc, él también tuvo la misma experiencia, por lo cual dijo: “Oí, y se conmovieron mis entrañas; a la voz temblaron mis labios; pudrición entró en mis huesos, y dentro de mí me estremecí” (Hab. 3:16).
Pedro
Sabemos que Pedro fue un hombre que confiaba en sí mismo. Pero cuando un pequeño rayo de la luz divina brilló sobre él por medio del Señor Jesús, pudo vislumbrar lo que él era; de tal manera que tuvo que confesar su inmundicia. Conocemos la historia en la cual los discípulos echaron las redes toda la noche sin pescar nada, y cómo, cuando obedecieron el mandato del Señor de arrojar las redes en las aguas profundas, cogieron tantos peces que llenaron las dos barcas. Fue de esta manera que el Señor Jesús manifestó un rayo de Su gloria e hizo que Pedro cayera a Sus pies diciendo: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (Lc. 5:8).
Pablo
Pablo peleó la buena batalla, acabó la carrera y guardó la fe. Cuando estaba a punto de partir de este mundo, dijo que él era el primero de todos los pecadores. Al referirse a sí mismo usando el tiempo presente, muestra el concepto que él tenía de sí mismo cuando estaba cercano a su muerte. “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo [Pablo] soy el primero”. El no tenía nada de que gloriarse. No tenía logros ni tenía nada especial; igual que los demás pecadores fue salvo por la gracia de Cristo. Además, se consideraba peor que los demás; por lo cual necesitaba la gracia del Señor más que todos ellos. ¿Quién ha recibido más luz divina que Pablo? Debido a que la luz que él recibió fue más intensa que la de los demás, el conocimiento que tuvo de sí mismo fue más claro que el de ellos, y el juicio que hacía de sí mismo era más severo que el de los demás. Sólo aquellos que no se conocen a sí mismos piensan que son muy santos y especiales. La razón por la cual no se conocen a sí mismos es que no han recibido la luz divina.
Juan
Juan, el discípulo a quien el Señor amaba, estuvo más cerca de El que los demás durante el tiempo que el Señor tuvo Su gloria escondida en Su carne. Recordemos que él era el discípulo que se recostaba en el pecho de Cristo. Después de la resurrección de Cristo, él hizo buenas obras para el Señor durante varias décadas, y el Señor lo usó para escribir una epístola que habla específicamente de la comunión y particularmente del amor y la luz divina. Puesto que este discípulo había visto la luz divina, no debería haber tenido temor ante esta luz como muchos otros. Sin embargo, en la isla de Patmos al describir la revelación de la gloria del Señor Jesús dijo: “Su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza. Cuando lo vi, caí como muerto a Sus pies” (Ap. 1:16-17). Todos los que han visto la gloria de Dios han caído en tierra.
No sólo en las Escrituras vemos hombres que se humillaron, confesaron sus pecados y llegaron a conocerse a sí mismos por medio de la luz divina, sino también en la historia de la iglesia. Muchos santos descubrieron su propia debilidad y corrupción debido a la estrecha relación que tenían con la luz divina. Las personas que vamos a citar a continuación son innegablemente las más destacadas en la iglesia. No obstante, qué humilde opinión tenían ellos de sí mismos. Esto se debe a que, cuanto más nos acercamos a Dios, más descubrimos nuestras debilidades, y cuanto más recibimos la luz divina, más claramente vemos nuestra corrupción. Los orgullosos y los que se aprueban a sí mismos no han visto la luz divina.
Martín Lutero
Cuando él fue encarcelado, escribió una carta a una persona muy poderosa de la Iglesia Católica, en la cual decía: “Probablemente usted piense que yo ahora estoy completamente imposibilitado. Para el emperador es fácil impedir la petición que hace un pobre monje como yo. No obstante, tenga usted la seguridad de que cumpliré con la responsabilidad que el amor de Cristo me ha comisionado. No temo en lo más mínimo el poder del Hades, mucho menos al del Papa o al de sus obispos”. Pero cuando se vio a sí mismo bajo la luz divina, el más valiente de todos los reformadores, no pudo evitar clamar: “Temo mucho más a mi propio corazón que al Papa y a todos sus obispos, pues dentro de mí está el peor Papa: ¡el yo!”
Juan Knox
Este escocés, por amor de Cristo, fue profesor, evangelista, prisionero, esclavo, errante, reformador y gobernante; y al mismo tiempo, un santo de la especie más peculiar. En su última oración, él dijo: “Esta oración, es lo que yo, Juan Knox, con mi lengua a punto de morir y con toda mi mente, pido a mi Dios”. Veamos el contenido de esta oración.
Oh Señor, ten misericordia de mí, no juzgues mis innumerables pecados. Entre ellos, perdona especialmente aquellos pecados que el mundo no reprueba. En mi juventud, en mi edad madura y hasta este momento, ¡por cuántos conflictos he pasado! He descubierto que dentro de mí no hay otra cosa que falsedad y corrupción. Oh Señor, Tú eres el Señor que conoce los secretos del corazón del hombre. Por favor, recuerda que de todos los pecados que mencioné, de ninguno me complazco. Estos me acongojan y mi hombre interior los aborrece profundamente. Lloro de tristeza por mi corrupción. Mi reposo está simplemente en Tu misericordia.
Esta es la oración de un hombre que había recibido la luz divina.
Juan Bunyan
Juan Bunyan estuvo preso trece años por predicar el evangelio. Estando en la cárcel, él escribió un libro muy conocido llamado: El progreso del peregrino. Después de la Biblia, El progreso del peregrino es el libro más traducido en todo el mundo. Spurgeon dijo en cuanto a él: “En mi opinión, el estilo de Juan Bunyan es el que más se parece al del Señor Jesús; no hay nadie como él”. Pero cuando Bunyan escribió acerca de sí mismo, dijo lo siguiente:
Después de mi previo arrepentimiento, existe algo que me entristece; es decir, si yo austeramente examino lo mejor de lo que ahora hago, descubro pecados; pecados nuevos mezclados con lo mejor de mis hechos. Así que, he llegado a la conclusión de que no importa cuán orgulloso de mí mismo pueda sentirme, ni cuán idealista respecto a mi persona y a mi obra, y aun si en mi vida anterior no hubiera habido ninguna culpa, los pecados que cometo en un día son suficientes para mandarme al infierno.
En tan profundo dolor por sus pecados, exclamó: “Si El no fuera un salvador tan grande, no podría salvar a un pecador tan terrible como yo”.
Jorge Whitefield
Este extraordinario evangelista, tan famoso como Juan Wesley, dijo a la hora de morir:
¡Oh! que pueda acostarme y morir en la obra de mi Señor, porque es digna de morir por ella. Si tuviera mil cuerpos, cada uno de ellos sería un evangelista errante por causa de Jesús.
La última vez que se retiró a descansar, sosteniendo una vela, en el portal de su casa se juntó un grupo de personas que le pidieron que les predicara una vez más. El sabía que moriría ese día, sin embargo, les predicó hasta que la vela se consumió. Luego subió a su aposento y murió. Al hablar de sí mismo, dijo:
Al cumplir nuestras responsabilidades, siempre las mezclamos con corrupción. Así que, si después de arrepentirnos de nuestros pecados, Jesucristo sólo nos recibiera por nuestros hechos, tengamos la plena certeza de que éstos nos condenarían, ya que no podemos ofrecer una oración tan perfecta como la que la ley moral de Dios exige. No sé lo que usted piense de usted, pero yo puedo decir que yo no puedo orar ni predicar; sólo puedo pecar. Lo único que puedo decir es esto: hasta de mi arrepentimiento me tengo que arrepentir; aun mis lágrimas necesitan ser lavadas por la sangre preciosa de mi Redentor. Nuestras mejores acciones no son otra cosa que pecados disfrazados.
Augusto Toplady
Este piadoso hombre, al contar sus pecados, estimaba que cada segundo cometía por lo menos un pecado; a ese paso, en diez años habría cometido más de trescientos millones de pecados. Ante esto, él compuso ese himno glorioso que proporcionó descanso a millones de personas que estaban cansadas y oprimidas por el pecado: “¡Roca de los siglos, hendida por mí, permíteme esconderme en Ti!” También escribió:
¡No existe en el mundo una persona tan digna de lástima como yo! Aparte de mi debilidad y mi pecado, no tengo nada. En mi carne no hay nada bueno, y que sorprendente que pueda ser tentado a verme como si fuera alguien importante. La mejor acción que he hecho en mi vida sólo me califica para ser condenado.
Sin embargo, cuando estaba muriendo de tuberculosis en Londres, reclinó su pecaminosa cabeza en el pecho del Salvador y dijo: “Soy el hombre más feliz del mundo”.
Jonathan Edwards
El era un hombre muy espiritual, y el Señor lo usó grandemente. Cada vez que predicaba, innumerables personas lloraban por causa de sus pecados, profundamente conmovidos en sus corazones, y pedían que el Salvador los perdonara. El era un hombre extremadamente honesto; debido a lo cual, con mucha humildad escribió:
Muchas veces siento muy profundamente cuán lleno estoy de pecados y de inmundicia, y debido a esta fuerte sensación, no puedo detener las lágrimas. A veces lloro tanto que tengo que encerrarme. Puedo sentir muy profundamente la perversidad y la corrupción que hay en mi corazón, aun más fuertemente que antes de mi conversión. Con respecto a mi persona, puedo decir que he sentido por mucho tiempo que mi maldad es completamente incurable y llena mis pensamientos y mi imaginación. No obstante, siento a la vez que mi sensibilidad con respecto a mis pecados es muy leve. Francamente me sorprende no ser más sensible ante el pecado. Mi esperanza es poder tener un corazón contrito para postrarme humildemente delante de Dios.
David Brainerd
Cuánto quisiera que todas las cosas que fueron vistas y oídas en esta persona extraordinaria, su santidad, su calidad celestial, su obra, su vida de negación al yo, su total consagración interior y práctica de su ser y de todo lo que tenía para la gloria de Dios, y la manifestación de su maravillosa personalidad, tan constante, aun bajo amenaza de muerte y de las penas y agonías que conlleva, que todas estas virtudes estimulen en todos nosotros un sentido del deber en la obra tan grande que tenemos que hacer en el mundo y de la excelencia de la perfecta religión en experiencia y práctica, y la bienaventuranza de alcanzar la meta de la misma.
Estas fueron las palabras que Jonathan Edwards pronunció en el funeral de David Brainerd, quien llegó a ser su hijo espiritual por medio del evangelio. Cuando Brainerd tenía veinticinco años, laboró entre los indios pobres que vivían en los más apartados bosques de los Estados Unidos. El laboraba, sufría, oraba, ayunaba hasta que el Espíritu de Dios se derramaba sobre ellos, de tal manera que muchos se arrepentían, se volvían al Señor y vivían para El. A sus treinta años, descansó en el Señor.
No obstante, refiriéndose a sí mismo, suspiró: “¡Oh, ¡cuánta impureza hay dentro de mí! Mi vergüenza y mis pecados están delante de Dios. El orgullo, el egoísmo, la hipocresía, la ignorancia, la amargura, la doblez de ánimo y la falta de amor, de pureza, de bondad y de paz, han estado presentes en mis intentos de promover los intereses de la religión!”
Hudson Taylor
El señor Frost, director de la Misión al Interior de la China, en Canadá, laboró con Hudson Taylor por muchos años. El dijo que oró centenares y aun millares de veces con Hudson Taylor, y ni una sola vez escuchó que éste orara sin confesar sus pecados.
Estos fueron hombres que estaban más cerca de Dios que otros; sin embargo, es sorprendente que tuviesen tal concepto de sí mismos. Quisiera preguntar: ¿Pueden los creyentes comunes, que no se encuentran cerca de Dios como estos hombres y que no se dan cuenta de que tienen una condición corrupta, estar más avanzados espiritualmente que ellos? Todos debemos responder: No. El hecho de que no estén conscientes de sus defectos no los hace buenos; por el contrario, sólo nos muestra que les falta la iluminación de Dios para conocerse a sí mismos. La estrecha relación que estos hombres tenían con Dios hizo que se percataran de que eran indignos de El. La iluminación de la luz divina sobre ellos fue más intensa que en otros creyentes; de tal manera, que conocían la santidad de Dios, lo cual los hacía conscientes de sus defectos más que a los demás. Leemos en 1 Juan: “Pero si andamos en luz … la sangre de Jesús Su Hijo nos limpia de todo pecado” (1:7). Debido a que estamos en la luz, los pecados son manifestados y aplicamos la sangre de Jesús. Juan añade: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (v. 8). Aquellos que dicen que no tienen pecado, se engañan a sí mismos. Esto sucede porque la verdad (aquella que proviene de la luz divina) no está en el corazón de ellos. Sólo aquel que no tiene la iluminación de Dios se considera bueno, santo, perfecto y sin pecado. Si nos acercamos a Dios, como estos hombres espirituales lo hicieron, podemos tener la certeza de que la medida de santidad aumentará en nosotros, y nuestra impureza, corrupción e injusticia quedarán al descubierto.
El grado de sensibilidad hacia el pecado es directamente proporcional a la medida de luz divina que recibamos. Al comienzo de nuestra vida cristiana, no pensábamos que ciertas cosas eran pecado. Pero ahora, por haber recibido la luz divina, lo que creíamos correcto el año pasado, sabemos que no lo es. Muchas cosas que ahora pensamos que son aceptables, ya no lo serán cuando recibamos más revelación de Dios y de Su intención. No existe un solo creyente en toda la tierra que no tenga defectos. Debemos ser cuidadosos para que la carne no nos engañe haciéndonos pensar que hemos alcanzado la perfección y que ya no pecamos.
EL JUICIO VENIDERO
Todo creyente sabe que un día vamos a estar ante el tribunal de Cristo para ser juzgados. Este juicio no determina nuestra salvación eterna, pero sí decide nuestra entrada y nuestra posición en el reino; juzgará la forma en que vivimos y lo que hicimos después de haber recibido la salvación. Dios nos alabará o nos condenará en el futuro, dependiendo de cuán obedientes seamos a Su voluntad hoy. Dios no se complace en nada que no sea Su voluntad. Recibir o no recibir una recompensa no tiene mucha importancia; lo que en realidad cuenta es que el corazón del Señor esté satisfecho. Yo creo que toda persona salva tiene el deseo de agradar al Señor, aunque la intensidad de este anhelo varía en cada creyente.
Muchos creyentes que desean tener más de Cristo, son muy negligentes al hablar y declaran gratuitamente que ésta o aquélla es la voluntad de Dios, o que creen que cierto curso es determinado por Dios. Amados hermanos, ¿sabían ustedes que las palabras que profiramos descuidadamente serán juzgadas en el tribunal de Cristo? No importa tanto lo que decimos o pensamos o nos parece o creemos, sino si nuestra obra procede verdaderamente de la voluntad de Dios. En 1 Corintios 3 se describe la manera en que seremos juzgados en el futuro: “La obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego es revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego mismo la probará” (v. 13). ¿Qué es el fuego? Sabemos que la función del fuego es consumir o iluminar. En el caso de una obra de madera, heno u hojarasca, el fuego se usa para quemar; pero si se edifica con oro, plata o piedras preciosas, el fuego ilumina la obra. Si relacionamos este versículo con Apocalipsis 1:14, donde se describen los ojos de juicio del Señor como llama de fuego, podremos entender más claramente el significado de este fuego. Cuando seamos juzgados en el futuro, el Señor usará Su fuego para probar y poner al descubierto nuestra obra. Este fuego es los ojos del Señor, que son como llama de fuego. Esto significa que el Señor juzgará por medio de Su luz toda la obra que hayamos hecho desde que recibimos la salvación; Su luz revelará toda nuestra obra a fin de que veamos si ésta se hizo conforme a la voluntad de Dios.
Debemos saber que ante Dios sólo hay una norma: o está bien o está mal. Esta norma es absoluta, perfecta, inalterable e inconmovible. En el futuro seremos juzgados según esta norma. No importa lo que digamos o sintamos o creamos o pensemos, si nuestro andar no corresponde a la voluntad de Dios, tengamos por seguro que en aquel día, sufriremos pérdida. Bajo la luz divina, no sólo será imposible que algo quede oculto, sino que también será imposible que algo esté mal. Si la luz de Dios no nos revela ahora nuestra verdadera condición ni nos indica si algún asunto concuerda con la voluntad de Dios, entonces en aquel día, cuando Dios nos juzgue por medio de Su luz y según Su voluntad, con toda seguridad no podremos permanecer en pie. Si mientras vivimos en esta tierra tenemos la iluminación de Dios en todo aspecto de nuestra vida y si conocemos Su voluntad, ya sea con respecto a nosotros mismos, a otros o a algún asunto específico, en aquel día seremos recompensados por nuestra obra. Tengamos la certeza de que la luz divina que resplandece hoy en nuestra obra, será la misma luz que Dios usará para juzgarnos en el futuro. Por lo tanto, si queremos saber si nuestra obra podrá soportar la luz divina en aquel día, debemos preguntarnos si esta obra se está efectuando ahora conforme a la luz divina. La luz de Dios nunca cambia. Todo lo que la luz divina condena y considera que está en contra de Su voluntad hoy, sin duda alguna lo condenará y juzgará contrario a Su voluntad en el futuro. No corramos el riesgo de andar en contra de la luz de Dios, descuidando Su voluntad y haciendo caso omiso de Su juicio, si deseamos recibir una recompensa el día de la manifestación de la luz divina.
Hoy vivimos por la luz de Dios. Andar según Su luz equivale a andar según Su juicio, teniendo una visión clara de la manera en que Dios juzgará nuestra conducta en el futuro. Puesto que sabemos con certeza lo que sucederá cuando estemos delante del tribunal del juicio venidero, debemos ser instados a hacer aquello que reciba la alabanza de El, no lo que será condenado por El en aquel día. La luz divina es la luz del tribunal de Cristo. Si nos conocemos a nosotros mismos y andamos según el conocimiento que recibimos de la voluntad de Dios por medio de la luz divina. En tal caso andamos según el conocimiento de Su voluntad por medio de la luz del tribunal de Cristo. Debemos agradecer a Dios y alabarlo porque no tenemos que esperar hasta aquel día para ver la luz divina y saber cómo nos juzgará. Podemos ver la luz hoy y saber de antemano lo que El condenará o aprobará en el futuro. El Espíritu Santo viene a morar en nuestro corazón para revelarnos la luz divina; por lo tanto, no tenemos excusa.
Pablo afirma que el juicio venidero de Dios concuerda con la luz divina. Nos dice que lo que hagamos conforme a nuestro sentir, no tiene ningún valor. Por eso dijo: “Porque no estoy consciente de nada en contra mía, pero no por eso soy justificado; pero el que me examina es el Señor. Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual sacará a luz lo oculto de las tinieblas y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Co. 4:4-5). Este pasaje es muy explícito. Hermanos, si no se puede confiar en el sentir de un hombre como Pablo, quien era consciente de no tener nada malo, y no por eso se consideraba justo, ¿qué diremos de nosotros? El dijo que Dios nos iluminará con Su luz en aquel día y pondrá en evidencia muchas cosas ocultas e intenciones del corazón que ahora afectan nuestras acciones y hace que andemos en nuestros propios caminos. En aquel día, cuando Dios resplandezca sobre nosotros, sabremos cuánto fuimos afectados por nuestros motivos ocultos. Por eso, en los versículos anteriores nos dice que sólo tenía su fidelidad. Si decidimos ser fieles y estamos dispuestos a obedecer la voluntad de Dios cueste lo que cueste, entonces El nos revelará Su voluntad a fin de que sepamos qué hacer. El Señor Jesús dijo: “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá” (Jn. 7:17).
Por lo tanto, hermanos, si mientras estamos en la tierra buscamos la luz divina, cuando ésta se manifieste en el futuro, no seremos condenados, sino que recibiremos una recompensa que nos llenará de plena satisfacción.