Watchman Nee Libro Book cap.40 El hombre espiritual
LA ENFERMEDAD
DÉCIMA SECCIÓN
CAPÍTULO DOS
LA ENFERMEDAD
Las enfermedades son lo más común en la vida humana. Si deseamos preservar nuestro cuerpo en una condición que glorifique a Dios, necesitamos saber qué actitud debemos tomar frente a ellas, cómo utilizarlas y cómo ser sanados de ellas. Debido a que las enfermedades son tan comunes, inevitablemente habrá un gran vacío en nuestras vidas si no sabemos cómo afrontarlas.
LA ENFERMEDAD Y EL PECADO.
La Biblia revela que la enfermedad y el pecado tienen una estrecha relación. El resultado final del pecado es la muerte. La enfermedad se halla entre el pecado y la muerte. La enfermedad es el resultado del pecado, y ésta conduce a la muerte. Si no hubiese pecado en el mundo, ciertamente tampoco habría muerte ni enfermedad. Una cosa es segura, si Adán no hubiese pecado, no habría enfermedad en la tierra. Así como otras aflicciones, la enfermedad es traída por el pecado.
Tenemos una naturaleza espiritual y otra física. Ambas fueron afectadas cuando el hombre cayó. El “alma” (en esta sección voy a incluir en este término tanto al alma como al espíritu) fue dañada por el pecado, y el cuerpo fue invadido por la enfermedad. El pecado en el “alma” y la enfermedad en el cuerpo revelan que el destino del hombre es morir.
Cuando el Señor Jesús vino a traer la salvación, no sólo perdonó los pecados del hombre, sino que también sanó sus dolencias. El salvó tanto el “alma” del hombre como su cuerpo. Al comienzo de Su obra, El sanaba las enfermedades. Cuando terminó Su labor, El vino a ser, en Su muerte de cruz, la propiciación por las transgresiones del hombre. El sanó a muchos enfermos mientras estuvo en la tierra. Sus manos estaban siempre listas para tocar y curar a los enfermos. Si prestamos atención a lo que hizo o a los preceptos que dio a los apóstoles, veremos que la salvación que trajo siempre incluía la sanidad de las enfermedades. Su evangelio incluía ambas cosas. Estas dos siempre aparecen juntas. El Señor Jesús salva al hombre del pecado y de la enfermedad para que pueda conocer el amor del Padre. Ya sea en los evangelios, en los Hechos, en las epístolas o en el Antiguo Testamento vemos que la sanidad de las enfermedades y el perdón de pecados van siempre juntos.
Isaías 53 es el capítulo del Antiguo Testamento donde se explica el evangelio de una manera más clara. Muchos pasajes en el Nuevo Testamento que hablan de la redención que efectuó el Señor Jesús como cumplimiento de la profecía hacen referencia a Isaías 53. El versículo 5 dice: “El castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados”. Aquí vemos claramente que recibimos al mismo tiempo la sanidad del cuerpo y la paz del “alma”. Un aspecto aún más obvio es el uso de dos significados diferentes para el verbo “llevar” en este capítulo. El versículo 12 dice: “Habiendo él llevado el pecado de muchos”, y el versículo 4 dice: “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades”. El Señor Jesús llevó nuestro pecado, y también llevó nuestras enfermedades. Así como no necesitamos llevar nuestro pecado porque el Señor Jesús lo llevó en la cruz, tampoco tenemos que llevar nuestras enfermedades porque El ya las llevó. (Sin embargo, el grado en que el Señor llevó el pecado y el grado en que llevó las enfermedades difieren.) El pecado perjudicó tanto nuestra “alma” como nuestro cuerpo, y el Señor Jesús desea salvar ambos. Por lo tanto, El no sólo llevó sobre Sí nuestro pecado, sino también nuestras enfermedades. Por lo tanto, El no sólo nos salva del pecado sino también de la enfermedad. Los creyentes pueden ahora regocijarse con David diciendo: “Bendice, alma mía, a Jehová … El es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias” (Salmos. 103:2 al 3). Es una lástima que muchos creyentes sólo puedan elevar una alabanza parcial porque experimentan una salvación parcial. Por una parte, ellos sufren dolor, y por otra, Dios sufre pérdida.
Si el Señor Jesús sólo perdona nuestros pecados sin sanar nuestras enfermedades, Su salvación sería incompleta. Aunque El ya salvó nuestra “alma”, todavía permite que nuestro cuerpo sea dominado por la enfermedad. Por eso, mientras estuvo en la tierra El resolvía ambos problemas por igual. A veces perdonaba primero el pecado, y luego sanaba la enfermedad. En otras ocasiones, sanaba la enfermedad antes de perdonar el pecado. El le daba al hombre lo que éste podía recibir. Si estudiamos los evangelios, veremos que el Señor Jesús parece haber hecho más obras de sanidad que cualquier otra cosa. Esto se debe a que era más difícil para los judíos creer en que el Señor perdonara los pecados que en que El sanara la enfermedad (Mateo. 9:5). Pero el caso de los creyentes hoy es completamente lo opuesto. En aquellos días, los hombres creían que el Señor Jesús tenía el poder para sanar enfermedades, pero dudaban de Su gracia para perdonar pecados. Los creyentes hoy creen en Su poder para perdonar pecados, pero ponen en duda que Su gracia pueda curar las enfermedades. Los creyentes parecen pensar que el Señor Jesús solamente viene a salvar a las personas del pecado, y se han olvidado de que El también sana. La incredulidad del hombre siempre divide al Salvador perfecto en dos partes. No obstante, Cristo es y será siempre el Salvador del “alma” y del cuerpo del hombre. Así que, El nos perdona y también nos sana.
Para el Señor Jesús, no basta con que el hombre sea perdonado sin ser sanado. Por lo tanto, después de decirle al paralítico: “Tus pecados te son perdonados”, añade: “¡Levántate, toma tu cama, y vete a tu casa!” Nosotros, a pesar de que estemos llenos de pecados y de enfermedades, nos contentamos con recibir perdón de parte del Señor, y pensamos que debemos sobrellevar nuestras enfermedades, o buscamos otras maneras de ser sanados. Pero el Señor nunca tuvo la intención de que el paralítico regresara a su casa sin ser sanado después de haber visto al Señor y haber sido perdonado de sus pecados.
La percepción del Señor Jesús en cuanto a la relación entre el pecado y la enfermedad es diferente a la nuestra. Para nosotros, el pecado se halla en la esfera espiritual; es algo que Dios detesta y condena, mientras que la enfermedad es una condición adversa de nuestra vida humana y parece no tener ninguna relación con Dios. Sin embargo, el Señor Jesús considera que tanto el pecado, que está en el “alma”, como la enfermedad, que se halla en el cuerpo, son obra de Satanás. El vino para “destruir las obras del diablo” (1 Juan. 3:8). Por lo tanto, cada vez que se encontraba con los demonios los echaba fuera; cada vez que se encontraba con la enfermedad las erradicaba. Bajo la inspiración del Espíritu Santo, el apóstol escribió en cuanto a la sanidad: “Sanando a todos los oprimidos por el diablo” (Hechos. 10:38). El pecado y la enfermedad están estrechamente relacionados con nuestra alma y con nuestro cuerpo. Por consiguiente, el perdón y la sanidad son interdependientes.
LA DISCIPLINA DE DIOS
Ya hablamos de la enfermedad de una manera general. Ahora quisiéramos prestar especial atención al origen de las enfermedades de los creyentes.
El apóstol dijo: “Por lo cual hay muchos debilitados y enfermos entre vosotros, y muchos duermen. Si, pues, nos examinásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados; mas cuando el Señor nos juzga, nos disciplina para que no seamos condenados con el mundo” (1 Corintios. 11:30 al 32). Para el apóstol la enfermedad era una especie de castigo de parte del Señor. Debido a que los creyentes cometieron algunos errores delante del Señor, El permite que se enfermen. Esto lo hace con el propósito de castigarlos y de que ellos se examinen a sí mismos, para que corrijan sus errores. Dios muestra Su gracia para con Sus hijos castigándolos para que no sean condenados con el mundo. Si los creyentes se arrepienten, Dios no los castigará nuevamente. Si estamos dispuestos a examinarnos a nosotros mismos, no sufriremos enfermedad.
Por lo general, creemos que la enfermedad es sólo un problema del cuerpo y no tiene nada que ver con la justicia, la santidad ni el juicio de Dios. Pero el apóstol nos dice explícitamente que la enfermedad es el resultado de nuestro pecado y que es un castigo de Dios. Al leer el relato de Juan 9 acerca del hombre ciego, muchos creyentes no pensarán que la enfermedad sea un castigo que Dios trae por causa del pecado. No comprenden que el Señor Jesús no daba a entender que el pecado y la enfermedad no tuvieran relación, sino que simplemente les advertía a los discípulos que no usaran el pecado para culpar a todas las personas que se encontraran enfermas. Si Adán no hubiese pecado, ese hombre no habría nacido ciego. Debido a que “nació” ciego, su caso es completamente diferente al de las enfermedades de los creyentes. Quizás nuestras enfermedades de “nacimiento” no tengan nada que ver con nuestro pecado. Pero las enfermedades que tengamos después de haber creído en el Señor, según la Biblia, se relacionan con el pecado. En Jacobo [Santiago] 5:16 dice: “Confesaos, pues, vuestros pecados unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados”. Tenemos que confesar nuestros pecados a fin de recibir sanidad, ya que éste es la raíz de la enfermedad.
Por consiguiente, la enfermedad es generalmente la disciplina que Dios nos trae para que prestemos atención al pecado que hemos pasado por alto y para que lo rechacemos. Dios permite que la enfermedad venga como castigo y nos limpie para que veamos nuestros errores. Quizás cometimos alguna injusticia o le debemos algo a alguien. Tal vez ofendimos a alguien y no hemos remediado la ofensa. Quizás tenemos orgullo y amamos al mundo. Quizás escondemos en nuestro corazón orgullo y ambición en la obra, o tal vez fuimos desobedientes después de que Dios nos habló. Cuando esto sucede, la mano de Dios pesa sobre nosotros y nos conduce a prestar atención a estas cosas. Por lo tanto, la enfermedad es claramente un juicio de Dios sobre el pecado. Esto no significa que quien se enferme haya pecado más que los demás (confierase. Lucas.13:2). Por el contrario, aquellos que han sido castigados por Dios de esta manera son precisamente los más santos. Job es un ejemplo de ello.
Cada vez que un creyente es disciplinado por Dios y se enferma, tiene el potencial de recibir grandes bendiciones. “El Padre de los espíritus … [nos disciplina] para lo que es provechoso, para que participemos de Su santidad” (Hebreos. 12:9 al 10). A veces la enfermedad hace que meditemos y examinemos nuestra vida, y nos hace conscientes de cualquier pecado escondido y de cualquier rebeldía u obstinación que pueda traer sobre nosotros la disciplina de Dios. Sólo en esos momentos vemos el obstáculo que existe entre El y nosotros, y sólo entonces podemos ver lo más recóndito de nuestro corazón. Entonces descubrimos cuán llena está nuestra vida del yo y cuán lejos está de compararse con la vida santa de Dios. De esta manera, podremos progresar en la vida espiritual y recibir la sanidad de Dios.
Por consiguiente, un creyente enfermo no debe apresurarse a buscar sanidad ni a tratar métodos de curación; tampoco debe sobresaltarse ni llenarse de temor. Debe ponerse sin reserva bajo la luz de Dios y examinarse de una manera sincera para descubrir la razón por la cual se halla bajo la disciplina de Dios. Debe examinarse y censurarse a sí mismo. Después de esto, el Espíritu Santo le revelará en qué área ha fracasado. Aquello que le sea mostrado en la luz deberá rechazarlo inmediatamente, y deberá confesar el pecado a Dios. Si este pecado le trajo perjuicios a otros, debe hacer todo lo posible para restituir y creer que Dios se agrada con esto. Debe renovar su consagración a Dios y estar dispuesto a hacer Su voluntad.
Dios “no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres” (Lamentaciones. 3:33). Cuando El logra convencernos de lo que Él desea, el castigo cesa. Si no necesitemos más Su castigo, El estará muy complacido en retirarlo. La Biblia dice que si nos juzgamos a nosotros mismos de esta forma, El no condenará nuestros pecados. Dios desea que nos despojemos del pecado y del yo. Por lo tanto, cuando esto se cumple, cesan las enfermedades porque han cumplido su cometido. La gran necesidad que el creyente tiene es saber que Dios castiga con un propósito específico. Por eso debe permitir que el Espíritu Santo le muestre su pecado a fin de que el propósito de Dios se cumpla. Cuando Dios logra Su propósito, el creyente deja de necesitar la disciplina; entonces, Dios puede sanarlo, y lo hará.
Después de que el creyente confiesa su pecado, lo desecha y cree que fue perdonado, puede creer en la promesa de Dios y tener la plena certeza de que Dios lo sanará. Su conciencia ya no lo acusará. Por lo tanto, tiene confianza para acercarse a Dios y pedir gracia. Cuando nos encontramos lejos de Dios, se nos hace difícil creer, o pensamos que no podemos creer. Pero si obedecemos a la iluminación del Espíritu Santo, eliminando el pecado y la maldad, y obteniendo perdón, seremos guiados a la presencia de Dios. Una vez que desaparece la raíz de la enfermedad, ésta desaparece. Puesto que es fácil que un creyente enfermo crea que el Señor disciplinó su cuerpo por causa del pecado, y puesto que su pecado fue perdonado, su cuerpo también obtiene perdón y gracia. En tales momentos, la presencia del Señor se hace más evidente, y la vida de El entra en el cuerpo para avivarlo.
¿Estamos conscientes de que nuestro Padre celestial no está satisfecho con nosotros en muchas áreas y desea corregirnos? Por medio de la enfermedad El nos ayuda a entender cuáles son nuestras faltas. Si no apagamos la voz de nuestra conciencia, el Espíritu Santo nos dará las razones de nuestro castigo, una a una, a través de ella. Dios se alegra de perdonar nuestros pecados y de sanar nuestras enfermedades. La gran obra de redención que efectuó el Señor Jesús, incluye tanto el perdón de pecados como la sanidad de las enfermedades. Sin embargo, Él no desea que haya ninguna distancia entre Él y nosotros. El quiere que vivamos por El. Por lo tanto, es hora de que le obedezcamos completamente y confiemos en El. El Padre celestial preferiría no castigarnos. El está más dispuesto a sanarnos y a llevarnos a una comunión más intima con El llevándonos a comprender Su amor y Su poder.
LA ENFERMEDAD Y EL YO.
Todas las circunstancias desagradables y adversas de nuestro entorno exponen nuestra verdadera condición. Las circunstancias no exponen pecados que no tengamos; solamente exponen nuestra condición. La enfermedad, la cual es una de estas circunstancias, hace que entendamos nuestra verdadera condición.
Muchos no estamos conscientes de cuánto vivimos para Dios y cuánto vivimos para el yo. Cada vez que nos enfermamos, especialmente durante un largo período, descubrimos esto. En otras ocasiones, podemos decir que estamos totalmente dispuestos a obedecer a Dios y que estamos satisfechos, no importa cómo nos trate. Sin embargo, cuando nos enfermamos podemos descubrir si esas palabras eran ciertas o no. Dios desea lograr que Sus hijos tomen Su voluntad como su satisfacción y deleite. El no desea que se quejen de Su voluntad, especialmente de lo que Él dispuso para ellos, motivados por sus propios sentimientos. Ocasionalmente El permite que sus amados hijos se enfermen a fin de ver qué actitud muestran hacia Su voluntad, hacia lo que El dispuso para ellos.
Es muy lamentable que cuando un creyente está bajo la prueba que Dios permite se queje por causa de sus deseos y cuestione por qué ha caído en ese estado. El no cree que lo que Dios le ha dado es lo mejor. (Cuando decimos que Dios nos trae enfermedades, nos referimos a que El permite que nos sobrevengan. Satanás es el que causa la enfermedad directamente. Dios permite que la enfermedad venga a nosotros con un propósito. La experiencia de Job es el mejor ejemplo.) Su corazón anhela que tengamos una pronta recuperación. Por consiguiente, El sólo prolongará el período de enfermedad en nuestro cuerpo porque no quitará los medios que usa hasta cumplir Su meta. La meta de Dios al comunicarse con los creyentes es que ellos lo obedezcan incondicionalmente, para que, sin importar cómo El los trate, ellos estén dispuestos a obedecer. Dios no se complace al ver que el creyente lo alaba durante los buenos tiempos pero que murmura contra Él y duda o interpreta mal Sus obras en los momentos de dificultad. Dios desea que el creyente le obedezca hasta el punto en que no se resista, ni aunque le cueste la vida.
Dios desea que sus hijos comprendan que todo lo que les sobreviene procede de El. No importa cuán inestable sea la condición del cuerpo o del ambiente, todo es medido por Su mano. Todo lo relacionado con ellos está bajo Su voluntad; ni siquiera se excluye la caída de uno de sus cabellos. Si el creyente resiste las cosas que le acontecen, resiste al Dios que las permite. Si se amarga por el sufrimiento que le causa la enfermedad, inevitablemente resistirá al Dios que permite que tal enfermedad le haya sobrevenido. Lo que cuenta no es si el creyente debe enfermarse o no, sino si resiste a Dios. Dios desea que uno se olvide de su enfermedad mientras está enfermo y que mantenga la mirada en El. Si el Señor desea que uno se enferme y que permanezca convaleciente por un largo período ¿está uno dispuesto a soportarlo? ¿Puede sujetarse a Su mano poderosa sin resistirla? ¿Se esforzará por recuperar la salud fuera de Su voluntad? ¿Puede uno mantenerse sujeto hasta que El haya logrado todo lo que desea para entonces pedir la recuperación según la voluntad de El? Al ser disciplinados, ¿nos abstendremos de procurar ser sanados aparte de Él? En los momentos de mucho sufrimiento, ¿trataremos de obtener por todos los medios lo que Él no nos ha dado? Todas estas preguntas deben penetrar profundamente el corazón del creyente que esté pasando por una enfermedad.
Dios no se deleita viendo que Sus hijos se enfermen. Por Su amor El preferiría que Sus hijos tuvieran días buenos siempre. No obstante, El sabe que existe el peligro de que cuando los creyentes tienen días favorables, todo su amor por El, todas las palabras de alabanza que le dirigen y todo lo que hacen para El se debe solamente a las condiciones favorables en que se hallan. El sabe que es muy fácil que nuestro corazón se aparte de El y de Su voluntad, y se incline a Sus dones. Por tanto, El permite que la enfermedad y otras adversidades nos acontezcan para que veamos si amamos a Dios por lo que Él es o por lo que nos da. Si en las adversidades no buscamos nada para nosotros ni por nuestro esfuerzo, ciertamente buscaremos a Dios. La enfermedad puede revelar si el hombre se centra en su propia voluntad o en lo que Dios dispone.
Todavía tenemos nuestra propia voluntad, la cual colma nuestra vida diaria. En la obra de Dios, al relacionarnos con las personas y los asuntos, al pensar y expresar nuestras opiniones, descubrimos que hay demasiadas voluntades obstinadas. Por lo tanto, Dios debe llevarnos al borde de la muerte para que veamos la condición tan difícil de aquellos que se resisten a El. Dios permite que experimentemos profundo dolor y sufrimiento a fin de quebrarnos y hacer que abandonemos la obstinación que tanto aborrece. Muchos creyentes no parecen oír lo que el Señor les dice durante los días corrientes, pero cuando El hace que sus cuerpos sufran, se disponen a obedecer sin condiciones. El Señor recurre al castigo cuando la amonestación de amor no surte efecto. El propósito de Su castigo es quebrantar nuestra obstinación. Al creyente enfermo le convendría mucho examinarse a sí mismo con respecto a este asunto.
Aparte de nuestras propias esperanzas y deseos, lo que Dios más aborrece es nuestro amor propio. Este perjudica la vida espiritual y destruye las obras espirituales. Si Dios no logra eliminar de nosotros el amor propio, nunca podremos avanzar en la senda espiritual. El amor propio se relaciona especialmente con nuestro cuerpo. Tener amor propio equivale a amar nuestro cuerpo y nuestra vida. Por lo tanto, a fin de eliminar nuestro amor propio, Dios permite que nuestro cuerpo sea atacado por las enfermedades. Debido a que nos amamos a nosotros mismos y tenemos temor de que nuestro cuerpo se enferme, Dios permite que se debilite. Nosotros tememos que nuestro cuerpo sufra, pero Dios permite que sufra. Nosotros deseamos mejorarnos, pero nuestra enfermedad empeora. Queremos preservar nuestra vida, pero parece que perdemos toda esperanza de vivir. Por supuesto, la manera en que Dios nos trata varía según la persona. La disciplina algunas veces es muy severa, mientras que otras, es leve. Sin embargo, la intención que Dios tiene de eliminar nuestro amor propio es la misma siempre. Muchos creyentes fuertes sólo empiezan a abandonar su amor propio cuando pasan cerca de la muerte. Cuando el cuerpo es quebrantado, y la vida está en peligro, cuando la enfermedad ha acabado con nuestra salud, y el dolor ha agotado nuestras fuerzas, y cuando todo llega a su fin, ¿qué más hemos de amar? En ese momento, el creyente quizá desee morir; tal vez descubra que no tiene esperanza y que no le queda nada a que aferrarse. Es un hecho desafortunado que después de llegar a este punto, aún no sepa cómo apropiarse de las promesas de la sanidad que Dios le hizo.
Es muy difícil cuando el corazón del creyente está lejos del corazón de Dios, quien desea que el creyente deseche su amor propio. Es por eso que permite que le vengan enfermedades. Sin embargo, cuanto más se enferma, más se ama a sí mismo, y cuanto más se debilita, más trata de cuidarse. Lo que Dios desea es que se olvide de sí mismo, pero el creyente se preocupa sólo por su enfermedad, por su dolor físico, por aliviarse y por su salud. ¡Todos sus pensamientos giran en torno a sí mismo! Presta mucha atención a lo que come, y se abstiene de ciertas comidas. Cuando se siente un poco incómodo, se preocupa terriblemente. Le presta demasiada atención a la temperatura de su cuerpo y a las horas que debe dormir. Si tiene algo de fiebre, contrae un leve resfriado o pierde una noche de sueño, se siente muy mal. Parece como si todas estas cosas fueran gravísimas. Se vuelve muy sensible con respecto al trato que recibe de los demás y a lo que piensan de él, a si lo cuidan o lo visitan. Dedica mucho tiempo a pensar en su propio cuerpo y en su condición, y no en el Señor ni en lo que quiere lograr en él. Ciertamente, muchos creyentes están totalmente obsesionados consigo mismos en tiempo de enfermedad. Con frecuencia no somos muy conscientes de cuánto nos amamos a nosotros mismos. Pero cuando estamos enfermos, podemos ver que nos amamos mucho.
¿Se deleita Dios en esto? El desea que comprendamos que el amor propio nos causa más daño que cualquier otra actitud y que sepamos que nos amamos exageradamente. En medio de la enfermedad, El desea que aprendamos a no prestar tanta atención a los síntomas y a no preocuparnos por el dolor, sino que pongamos nuestros ojos exclusivamente en El. El quiere que pongamos nuestro cuerpo incondicionalmente en Sus manos y le permitamos cuidar de él. Cada vez que descubrimos un síntoma negativo, debe servirnos de advertencia para no concentrarnos en el cuerpo y pensar solamente en el Señor.
Sin embargo, debido a nuestro amor propio, buscamos sanidad tan pronto nos enfermamos. No se nos ocurre que primero se debe eliminar la obra maligna de nuestro corazón antes de pedir sanidad. Lo único que buscamos es aliviarnos. No nos preguntamos por qué Dios permite que la enfermedad venga a nuestro cuerpo ni preguntamos de qué necesitamos arrepentirnos, qué debe eliminarse ni qué debe rechazar para que la obra de Dios no sea en vano. Nos preocupamos por nosotros mismos. No podemos soportar sentirnos débiles; así que anhelamos recuperar nuestra fortaleza inmediatamente. Por eso, buscamos maneras de ser sanados. Pedimos al hombre y suplicamos a Dios, esperando tener una pronta recuperación. En esta condición, Dios no logrará Su meta. Aunque muchas veces somos sanados temporalmente, la salud no dura y después de algún tiempo, volvemos a caer en la misma enfermedad. ¿Cómo hemos de experimentar una sanidad perdurable si la raíz de la enfermedad no ha sido eliminada?
Dios nos habla por medio de la enfermedad. Su intención no es que procuremos desesperadamente ser sanados sino que obedezcamos y oremos. Es lamentable que el creyente no le diga al Señor: “Habla, que tu siervo escucha”. Por el contrario, espera obtener una recuperación rápida. Nuestro interés es librarnos inmediatamente del dolor y la debilidad. Nos apresuramos a hacer lo posible por obtener la mejor medicina. Es como si la enfermedad nos forzará a inventar todo tipo de remedios. Cada síntoma nos asusta y trastorna nuestra mente. Parece que Dios estuviera lejos de nosotros. Nos olvidamos de nuestra condición espiritual. Sólo pensamos en nuestro sufrimiento y en el remedio. Si la enfermedad se prolonga, llegamos a perder la percepción del amor del Padre, pero si la medicina comienza a obrar, alabaremos a Dios por Su gracia. Sin embargo, debemos preguntarnos: ¿es en realidad la intención del Espíritu Santo que seamos completamente librados del dolor? ¿Acaso le da gloria a Dios ese esfuerzo de nuestra carne?
LA MEDICINA.
El amor propio espontáneamente suscita un esfuerzo personal. Debido a que los creyentes se aman a sí mismos y no ceden esto a Dios de una manera incondicional, acuden a la medicina terrenal cada vez que se enferman. Por ahora no emitiremos ningún juicio con respecto al uso o la abstención de medicinas. No tenemos tiempo para discutir este tema. Sin embargo, puesto que el Señor Jesús nos trajo la salvación en la cruz, y puesto que nuestro cuerpo puede recibir de El la sanidad, si seguimos recurriendo al mundo en busca de ayuda médica, lo haremos por ignorancia o por incredulidad.
Muchos discuten si deben usarse medicinas o no, como si la respuesta a esta pregunta resolviera los demás interrogantes. No comprenden que el principio de la vida espiritual no radica en si se puede hacer algo o no, sino en si somos guiados por Dios o si emprendemos nuestras propias actividades. Por lo tanto, nuestra pregunta debe ser: Cuando el creyente es motivado por su amor propio a buscar insistentemente la sanidad y ser curado con medicinas, ¿son sus acciones motivadas por su yo o por el Espíritu Santo? El hombre, desde su punto de vista natural, siempre trata de obtener la salvación por medio de sus propias obras. Solamente después de que Dios quebranta al hombre, éste llega a estar dispuesto a ser salvo por medio de la fe. Pero ¿no se aplica esto también a la sanidad del cuerpo? Temo decir que en este caso, la lucha es mucho más seria que la lucha por el perdón de pecados. El hombre sabe que aparte la salvación que le da el Señor Jesús, no tiene acceso alguno al cielo, pero existen muchas técnicas médicas que pueden usarse para sanar el cuerpo. Así que no halla necesario depender de la salvación del Señor Jesús. Lo que deseamos recalcar no es si la medicina puede usarse, sino si la aplicación de la medicina es iniciativa nuestra y si deja al margen la salvación que Dios da. ¿No afirma también el mundo tener muchas maneras de librar al hombre del pecado? ¿No tiene numerosas filosofías, psicologías, éticas, principios morales, preceptos y educación para hacer que los hombres progresen y para librarlos del pecado? ¿Confiamos en estos métodos para obtener nuestra perfección? ¿Buscamos la salvación que el Señor Jesús logró por nosotros en la cruz o los métodos mundanos? De igual forma, el mundo también tiene numerosas medicinas para librar a la gente de la enfermedad. En la cruz, el Señor Jesús efectuó la salvación que libra a las personas de la enfermedad. ¿Deseamos obtener sanidad según los métodos humanos, o estamos dispuestos a confiar en el Señor Jesús?.
Reconocemos que a veces Dios también manifiesta Su poder y Su gloria por algún medio y no directamente. Sin embargo, según la enseñanza bíblica y la experiencia de los creyentes, los sentimientos del hombre se apoderaron de toda su vida desde la caída, de manera que espontáneamente confía más en alguno de los medios de Dios que en Dios mismo. Por consiguiente, cuando el creyente se enferma, le presta más atención a la medicina que al poder de Dios. Aunque diga con su boca que confía en el poder de Dios, su corazón está inclinado hacia la medicina. Parece que el poder de Dios no pudiera expresarse sin la medicina. En esta condición, hay intranquilidad, disgusto, ansiedad y pánico. El acude a los mejores recursos disponibles para ser sanado. No tiene la paz que es fruto de confiar en Dios. Debido a que la medicina ocupa un lugar tan grande en su corazón, pierde la presencia de Dios y se inclina hacia el mundo. Por consiguiente, la enfermedad que tenía el propósito de instarlo a estrechar su relación con Dios lo aparta de El. Algunas personas pueden usar medicinas sin que éstas las afecten en su relación con Dios. Pero temo que tales personas son la excepción. La mayoría de los creyentes no pueden usar medicinas sin perjudicar su vida espiritual, ya que siempre consideran los medios más importantes que el poder de Dios.
Hay una enorme diferencia entre ser sano por medio de la medicina y ser sano por confiar en Dios. El poder de la medicina es sólo natural, mientras que el poder de Dios es divino. Las maneras como se reciben estas dos clases de sanidades también son totalmente diferentes. La sanidad que se recibe por la medicina, depende de la inteligencia del hombre, mientras que la sanidad que se recibe por confiar en Dios depende de los méritos y la vida del Señor Jesús. Aunque un doctor que sea creyente le pida a Dios la sabiduría y que bendiga la medicina que recete, aun así no podrá darles a los pacientes una bendición espiritual. Inconscientemente, el paciente permite que su corazón ponga la confianza en la medicina más que en el poder de Dios. Aunque su cuerpo quede sano, su vida espiritual es perjudicada en gran medida. Si el creyente confía en Dios, no necesita medicina. Sólo debe entregarse al amor y a Su poder. Debe examinar el origen de su propia enfermedad delante de Dios y descubrir en qué punto ha desagradado a Dios. Así, cuando finalmente sea sano, no solamente obtendrá beneficio en su cuerpo, sino que también recibirá bendición en su espíritu.
La mayoría de los creyentes considera la medicina como algo dado por Dios y por tanto, creen que deben usarla. Sin embargo, debemos tener presente si usamos la medicina porque Dios nos guía a usarla. No vamos a discutir si la medicina es dada por Dios o no. Solamente deseamos preguntar ¿no fue el Señor Jesús dado por Dios de una manera explícita a los creyentes como el que sana sus enfermedades? ¿Debemos seguir a los incrédulos o a los débiles en la fe para acudir a la medicina o a métodos naturales? ¿O debemos recibir al Señor Jesús a quien Dios preparó para que confiemos plenamente en Su nombre?.
Confiar en la medicina y aceptar la vida del Señor Jesús son dos asuntos completamente diferentes. Admitimos que la medicina puede curar a las personas. La medicina y la farmacología han inventado muchos métodos y productos que curan las enfermedades de las personas. Sin embargo, esta clase de sanidad es natural, y no es mejor que lo que Dios preparó para Sus hijos. El creyente puede pedirle a Dios que bendiga la medicina, y ser sano después de usarla; es posible que después de ser sano le dé gracias a Dios por ella y concluya que Dios lo sanó. No obstante, esta sanidad no la recibió tomando la vida del Señor Jesús. Esta es una señal del creyente que abandona la batalla de la fe por la comodidad. Si nuestra única meta en nuestra lucha contra Satanás al hallarnos enfermos es obtener la sanidad, entonces cualquier curación bastará. Pero si estamos tratando de obtener algo más importante que la salud, no tenemos otra alternativa que permanecer en silencio delante de Dios y esperar Su voluntad y Su tiempo.
No diremos de una manera inflexible que Dios nunca aprueba el uso de la medicina. En muchas ocasiones Dios ha honrado la utilización de la medicina porque El es bueno y perdonador. No obstante, los creyentes que se hallan en esa posición no se apoyan en la redención; están en la misma posición que las personas del mundo. Con respecto a la enfermedad, ellos son iguales a la gente del mundo y no pueden dar testimonio de la obra de Dios. Tomar pastillas, aplicarnos un ungüento o una inyección no pueden darnos la vida del Señor Jesús. Cuando confiamos en el Señor, estamos simplemente en una esfera que trasciende lo natural. En muchos casos la sanidad que proviene de la medicina es dolorosa y requiere un largo tratamiento, mientras que la sanidad que viene de Dios es rápida y llena de bendición.
Una cosa sabemos con certeza: si somos sanados al confiar en Dios, el beneficio espiritual que obtenemos no puede obtenerse por medio de la sanidad que proviene de la medicina. Para muchas personas la enfermedad parece serles de mayor beneficio que la salud, pues mientras están convalecientes, se arrepienten de la vida que llevaban. Pero cuando se alivian, se alejan del Señor más que antes, lo cual no sucede si son sanos por confiar en Dios. Al contrario, confesarán sus pecados, se negarán a su yo, creerán en el amor de Dios y confiarán en Su poder. Aceptarán la vida y la santidad de Dios y tendrán una relación nueva e inseparable con Dios.
La lección que debemos aprender es que la meta de Dios en tiempo de enfermedad es que cesemos nuestras propias actividades y dependamos completamente de El. Pero muchas veces cuando buscamos sanidad, nuestros corazones son inspirados por nuestro amor propio, y como nos amamos a nosotros mismos, solamente nos interesa aliviarnos y nos olvidamos de Dios y de la lección que El desea enseñarnos. Si los hijos de Dios son librados de su amor propio, no buscarán la sanidad con tanta vehemencia, y si abandonaron sus propias actividades, no seguirán recurriendo al mundo para recibir ayuda medica. Primero se examinarán a sí mismos silenciosamente delante del Señor y tratarán de entender la razón por la cual Dios ha permitido esa enfermedad, antes de acudir a El en busca de sanidad por Su amor de Padre. Aquí vemos la diferencia entre confiar en la ayuda médica y confiar en el poder de Dios. En el primer caso, el creyente procura ansiosamente ser curado, y en el segundo, busca en silencio la voluntad de Dios. El creyente acude a la medicina en medio de la enfermedad porque tiene una fuerte inclinación a ella, porque está lleno de amor propio y porque puede utilizar su propia fuerza. Si por el contrario, busca elpoder de Dios, no se comportará así. Si el creyente desea confiar en que Dios lo sanará, tiene que confesar con franqueza sus pecados y eliminarlos, y estar dispuesto a consagrarse plenamente a Dios.
Hoy hay muchos creyentes enfermos. No obstante, el Señor tiene un propósito con todos ellos. Cada vez que el yo pierde su autoridad, el Señor lleva a cabo la sanidad. Si el creyente no está dispuesto a inclinar su cabeza y aceptar su enfermedad, y si no puede reconocer que lo que Dios dispone para él es lo mejor, si busca sanidad fuera de Dios y se rebela contra aquello que El usa para quebrantarlo, no le deja otro camino a Dios que permitir que se vuelva a enfermar. Si el creyente no está dispuesto a desistir de su amor propio e insiste en cuidarse y alimentarse a sí mismo, y en lamentarse por su condición y tener lástima de sí, y si no se abandona en el Señor, Dios le traerá cosas que harán que se lamente aún más. Si el creyente no está dispuesto a desistir de sus propios caminos y actividades y continúa buscando sanidad fuera de la salvación del Señor Jesús, Dios le mostrará que la medicina terrenal no le proporcionará una cura duradera. El desea que sus hijos sepan que si nos da un cuerpo fuerte y sano, no lo hace para nuestra propia felicidad ni es para que hagamos nuestra voluntad, sino exclusivamente para El. El Espíritu de sanidad es el Espíritu de santidad. No estamos escasos de sanidad, sino de santidad. Lo primero de lo cual necesitamos ser liberados no es de nuestras enfermedades, sino de nuestro yo.
Cuando el creyente deje de valerse de métodos terrenales y de la medicina terrenal y confíe en Dios con todo su corazón, su fe llegará a ser mucho más fuerte que antes. Esto le dará la oportunidad de tener una nueva relación con Dios, y comenzará a tener una vida de confianza y fe que nunca antes tuvo. No solamente entregará su “alma” a Dios, sino también su cuerpo. Podrá ver que la voluntad de Dios es manifestar el poder del Señor Jesús y el amor del Padre; El desea que estemos ejercitados y establecidos en nuestra fe. Desea demostrarnos que el Señor no sólo redime nuestra “alma”, sino también nuestro cuerpo. Por lo tanto, “no os inquietéis … por vuestro cuerpo” (Mateo. 6:25). Si nos entregamos al Señor, El nos cuidará. Si experimentamos una liberación inmediata, debemos alabar al Señor, pero si la enfermedad empeora, no debemos dudar, sino que debemos fijar nuestros ojos únicamente en la promesa de Dios y no permitir que el amor propio vuelva a despertarse. Dios está tratando de exprimir la última gota de nuestro amor propio. Si nos preocupamos por nuestro cuerpo, tendremos dudas; pero si ponemos nuestros ojos en la promesa, nos acercaremos a Dios, nuestra fe aumentará y recibiremos la sanidad.
Sin embargo, debemos tener cuidado, no sea que nos vayamos a los extremos. Es cierto que Dios desea que confiemos en Él completamente. Pero después que de que hayamos rechazado nuestra propia acción y hayamos confiado plenamente en El, El estará complacido de vernos usar algunos medios naturales para ayudar a nuestro cuerpo. Esto lo podemos ver en el caso de Timoteo. El apetito de Timoteo no era bueno y se enfermaba con cierta frecuencia. Pablo no lo acusó de que le faltara fe ni de no recibir la sanidad directamente de Dios. Por el contrario, le recomendó que tomara un poco de vino, porque éste le sería de ayuda. Es interesante notar que el apóstol animó a usar vino, lo cual se encuentra en una línea muy fina entre lo bueno y lo malo.
Podemos aprender una lección de este caso. Debemos creer en Dios y confiar en Él. (Esto fue lo que hizo Timoteo.) Sin embargo, al mismo tiempo, no debemos irnos a extremos. Si nuestro cuerpo tiene alguna debilidad, necesitamos tomar, según nos guíe el Señor, las cosas que sean alimenticias y provechosas para nuestro cuerpo. Si seguimos las instrucciones del Señor y tomamos alimentos nutritivos para el cuerpo, éste tendrá más fuerza. Mientras nuestro cuerpo no sea redimido, seguiremos teniendo un cuerpo humano y por esto sigue siendo necesario prestar la debida atención al aspecto natural de las cosas.
La comida nutritiva puede ir de la mano con la fe, y no tienen que excluirse mutuamente. Sin embargo, los creyentes no deben estar preocupados por la necesidad de tomar alimentos nutritivos al grado de no tener necesidad de creer en Dios.
ES MUCHO MEJOR ESTAR SANOS.
También existen otros creyentes que se han ido otro extremo. Según su carácter natural son severos y obstinados. Sin embargo, por medio de la enfermedad que Dios permite en ellos, llegan a ser quebrantados. Como resultado, cuando llegan a obedecer la voluntad de Dios expresada en esa disciplina, llegan a ser dóciles, afables, flexibles y santos. Por consiguiente, concluyen que estar enfermos es un gran beneficio para ellos, y llegan a amar más la enfermedad que la salud. Piensan que la enfermedad puede hacer que su vida espiritual progrese grandemente. En consecuencia, no buscan la sanidad. Si ellos comprenden que deberían estar sanos, deberán acudir a Dios y pedirle que los sane. Ellos aceptan toda clase de enfermedades, pensando que es más fácil expresar a Dios cuando están enfermos que cuando están sanos. Creen que están más cerca de Dios cuando están solos y en medio del dolor que cuando están bien y activos. Creen que es mucho mejor yacer en cama que estar libres y correr. No desean pedirle a Dios que los sane, pues creen que trae mucho más beneficio estar débil que estar fuerte. Debemos admitir que muchos creyentes han abandonado sus malas obras por haberse enfermado y han ganado experiencias profundas en medio de su convalecencia. Debemos, por otra parte, reconocer que muchos minusválidos y personas con defectos físicos tienen experiencias espirituales excepcionales. Pero también debemos mencionar que muchos creyentes entienden muy poco con respecto a varios puntos que se relacionan con este tema.
Aunque la persona enferma pueda ser muy santa, esta santidad es impuesta. Quizás si estuviese bien de salud y pudiera escoger libremente, desearía regresar al mundo y a su yo. Sólo llega a ser santa cuando está enferma y se vuelve mundana cuando se alivia. Así que, el Señor tiene que mantenerla enferma para que sea santa continuamente. Su santidad depende de la enfermedad. Una vida dedicada al Señor no debe restringirse a los momentos de convalecencia. No debemos dar lugar a que otros piensen que el único medio por el cual Dios puede subyugar al creyente es la enfermedad, y que sin ésta el creyente no glorificaría a Dios en su vida diaria. El debe expresar la vida de Dios en su vida diaria. Aunque es provechoso soportar el sufrimiento, es mucho mejor obedecer a Dios cuando estamos llenos de vigor.
Debemos saber que la sanidad procede de Dios; es Él quien nos sana. Si buscamos la sanidad por medio de la medicina humana, nos encontraremos separados de Dios. Pero si acudimos a Dios para ser sanados, tendremos más intimidad con El. La persona sanada por Dios lo glorificará más que una que permanezca enferma mucho tiempo. Es cierto que la enfermedad puede glorificar a Dios porque la sanidad le provee a El la oportunidad de manifestar Su poder sanador (Juan. 9:3), pero si la persona se mantiene enferma, ¿cómo puede Dios ser glorificado? Cuando la persona recibe la sanidad de parte de Dios, ve la gloria de El por la demostración de Su poder.
El Señor Jesús nunca consideró la enfermedad una bendición ni algo que los creyentes deban soportar hasta la muerte. Tampoco dijo que la enfermedad fuera una expresión del amor de Dios el Padre. El Señor Jesús deseaba que Sus discípulos llevarán la cruz, pero nunca afirmó que los enfermos deben permanecer en enfermedad. El les indicó a los discípulos la manera en que deberían sufrir por El, pero no dijo que debían sufrir enfermedades por causa de El. Aunque dijo que tendríamos sufrimiento en el mundo, no se refería a la enfermedad. Ciertamente El sufrió mientras estuvo en la tierra, pero nunca estuvo enfermo. Además, cada vez que se encontraba con enfermos, los sanaba. Para Él la enfermedad era fruto del pecado y obra del diablo.
Debemos conocer la diferencia que existe entre el sufrimiento y la enfermedad. “Muchas son las aflicciones del justo, pero de todas ellas le librará Jehová. El guarda todos sus huesos; ni uno de ellos será quebrantado” (Salmos. 34:19 al 20). Jacobo [Santiago] dice: “¿Sufre alguno entre vosotros? Haga oración” (Jacobo. [Santiago.] 5:13), para que reciba gracia y fortaleza. “¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor” (versiculo. 14), para que sea sanado.
En 1 Corintios 11:30 al 32. se describe claramente la relación entre la enfermedad y el creyente. La enfermedad es básicamente una forma de disciplina que Dios nos aplica. Si el creyente se examina a sí mismo, Dios hará que la enfermedad desaparezca. Dios no tiene la intención de que los creyentes sufran enfermedades continuamente. El creyente que se aparta de lo que Dios condena y al mismo tiempo permite que la enfermedad permanezca en su cuerpo, desconoce el propósito por el cual Dios permite esa enfermedad. Ninguna disciplina debe durar para siempre. Una vez que la causa de la disciplina es eliminada, la disciplina misma debe desaparecer rápidamente. “Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después…” (Hebreos. 12:11a). Los creyentes casi olvidan que hay un “después”. “Pero después da fruto apacible de justicia a los que por ella han sido ejercitados” (versiculo. 11b). La disciplina no debe perdurar para siempre. De hecho, el fruto más excelente viene después de que termina la disciplina. Tampoco debemos ser engañados pensando que la disciplina de Dios es el castigo. Siendo exactos, los creyentes no son castigados. En 1 Corintios 11:31 se explica esto muy bien. No debemos permitir que este concepto legalista entre en nosotros. Esto no depende de cuántos pecados hayamos cometido, pues no necesitamos sufrir cierta medida de castigo para compensar nuestros pecados con sufrimiento. Este no es un asunto que se deba resolver en un tribunal, sino en la familia.
Si examinamos lo que enseña la Biblia, veremos que lo que Dios desea finalmente es nuestro cuerpo. Con sólo leer el siguiente versículo, los conceptos de muchos serán derribados: “Amado, yo deseo que tú seas prosperado en todas las cosas, y que tengas salud, así como prospera tu alma” (3 Juan. 2). Esto lo reveló el Espíritu Santo al apóstol, y muestra lo que Dios desea con respecto al cuerpo del creyente y Su deseo en la eternidad.
Dios no tiene la intención de que Sus hijos permanezcan enfermos toda la vida, incapacitados para laborar activamente en Su obra. El se deleita en ver que Sus hijos prosperan y tienen salud, así como prosperan sus almas. Podemos concluir que sin duda la enfermedad prolongada no es la voluntad de Dios. Puede ser que El temporalmente nos discipline y permita que perdamos la salud, pero El no se agrada de vernos constantemente débiles.
Pablo en 1 Tesalonicenses 5:23 también nos muestra que la enfermedad prolongada no es la voluntad de Dios. La condición del cuerpo debe concordar con la condición del espíritu y del alma. Si nuestro espíritu y nuestra alma son santificados por completo y si son guardados perfectos e irreprensibles, mas nuestro cuerpo continua enfermo, débil y lleno de aflicción, indudablemente Dios no estará satisfecho. Su meta es salvar al hombre integralmente. Su meta no se limita a salvar parte del hombre.
Todas las sanidades que el Señor Jesús realizó en la tierra revelan la intención de Dios en cuanto a la enfermedad. El solamente hacía la voluntad de Dios; no hizo nada más durante toda Su vida. Podemos especialmente ver el corazón del Padre celestial y Su actitud hacia la enfermedad en el caso del leproso que fue sanado. El leproso le dijo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Parece que esta persona tocara la puerta del cielo y preguntara si la sanidad es la voluntad de Dios. “Jesús extendió la mano y le tocó, diciendo: Quiero; sé limpio” (Mateo. 8:2 al 3). Dios siempre quiere sanarnos. Si el creyente piensa que Dios no quiere sanarlo y que debe permanecer enfermo, no conoce la voluntad de Dios. La obra del Señor Jesús en la tierra fue sanar “a todos los enfermos” (versiculo. 16), y no ha cambiado hoy de parecer.
Sabemos que la meta de Dios hoy es que se haga Su “voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo. 6:10). La voluntad de Dios se hace en los cielos, y sabemos que no hay enfermedad allí. Basándonos en esto, vemos que la enfermedad no es compatible con la voluntad de Dios. Muchos creyentes oran pidiendo sanidad por un corto período de tiempo. Cuando Dios no parece responder sus oraciones y pierden toda esperanza, dicen: “Que se haga entonces la voluntad del Señor”, como si la voluntad del Señor fuera sinónimo de enfermedad y muerte. Este es un grave error. La voluntad de Dios para Sus hijos no es la enfermedad. Aunque en algunas ocasiones El permita que se enfermen, lo hace por el bien ellos; pero Su voluntad es que siempre tengan buena salud. En el cielo no hay enfermedad, lo cual demuestra que Dios no desea que Sus hijos estén enfermos.
Si determinamos de dónde proviene la enfermedad, nos daremos cuenta de que es correcto buscar la sanidad. Hechos 10:38 nos dice que toda enfermedad es obra de la opresión del diablo. Cuando el Señor Jesús le habló a la mujer encorvada, dijo que ella había estado atada por Satanás (Lucas. 3:16). Cuando sanó a la suegra de Pedro, reprendió la fiebre (4:39), como si estuviera dirigiéndose al diablo. Si leemos el libro de Job, hallaremos que fue el diablo quien hizo que Job se enfermara (capitulos. 1 y 2), y fue Dios quien lo sanó a Job (capitulo. 42). El aguijón que hizo que el apóstol Pablo se debilitara era un “mensajero de Satanás” (2 Colocenses. 12:7), pero el que lo fortalecía era Dios. Hebreos 2:14 nos dice que el que tiene el imperio de la muerte es el diablo. Cuando el pecado llega a su madurez, trae como resultado la muerte. El pecado es sólo un indicio de la muerte. Si Satanás tiene el poder de la muerte, también tiene el poder de la enfermedad, pues la muerte el resultado final de la enfermedad, mientras que la enfermedad es el primer paso que conduce a la muerte.
Al leer todos estos versículos, tenemos que concluir que el diablo es el origen de la enfermedad. Debido a que hay algunos defectos en los creyentes, Dios permite que Satanás los ataque. Si los hijos de Dios (1) no complacen a Dios y permiten que la enfermedad permanezca en sus cuerpos, o (2) si ellos han rechazado lo que Dios exige y permiten que la enfermedad permanezca en sus cuerpos, se están sometiendo voluntariamente a la opresión de Satanás. Después de obedecer a la revelación de Dios, debemos rechazar la enfermedad y reconocer que ésta proviene de Satanás. Por lo tanto, no hay razón para seguir bajo la esclavitud de la enfermedad. Debemos entender claramente que ella pertenece a nuestro enemigo, y que no debemos recibirla. El Hijo de Dios vino para libertarnos, no para atarnos.
Muchos se preguntan por qué Dios no quita la enfermedad cuando no hay necesidad de que los creyentes se enfermen. Necesitamos comprender que Dios actúa según nuestra fe (Mateo. 8:13). Este es un principio inmutable que se aplica a la relación de Dios con nosotros. Muchas veces Dios está dispuesto a sanar a Sus hijos, pero como ellos no creen ni lo piden, El permite que la enfermedad perdure. Si el creyente se resigna a estar enfermo o acepta empeorarse, si le da cabida a la enfermedad, pensando que ella lo separa del mundo y lo hace más santo, el Señor no puede hacer otra cosa que darle lo que desea. Con frecuencia Dios trata a Sus hijos según lo que ellos pueden soportar. El puede tener un gran deseo de sanarlos, pero puesto que ellos no tienen la fe para pedir, no reciben este don.
No debemos pensar que somos más sabios que Dios ni que podemos ir más allá de lo que la Biblia revela. Aunque nuestro lecho de convalecencia pueda a veces parecer un santuario, y aunque todos los que entren en él puedan sentir que Dios los toca, ésa no es la voluntad perfecta de Dios, ni es lo que Dios desea para nosotros. Si nos conducimos conforme a nuestras emociones y no prestamos atención a la revelación de Dios, El permitirá que andemos como queramos. Muchos creyentes dicen: “No importa lo que suceda, yo me entregaré a las manos de Dios. Sea que me mejore o que continúe enfermo, dejaré que Dios decida por mí, y le permitiré tratarme como a El le agrade”. Pero muy frecuentemente, estas mismas personas recurren a la medicina al mismo tiempo. ¿Es esto lo que se hace cuando se deja todo en las manos de Dios? Buscan la sanidad de Dios, dejando la responsabilidad en las manos de Él, y al mismo tiempo la sanidad del hombre, recurriendo a la medicina. Esto es una contradicción. El hecho es que muchos creyentes han perdido su fuerza de voluntad por el período tan prolongado que yacen en cama. Ya no se sienten capaces de aferrarse a la promesa de Dios. Su sumisión es en realidad una especie de pereza espiritual. Aunque desean recuperar salud, ese deseo no hace que Dios obre en ellos. Muchos creyentes se resignan pasivamente a su enfermedad durante un largo tiempo; se enferman cada vez más,, y no tienen la firmeza para buscar la libertad. Prefieren que otros crean por ellos o esperan que Dios les dé fe y los obligue a creer sin hacer ellos ningún esfuerzo. Ahora bien, si su voluntad no es motivada y si no resisten al diablo y se aferren al Señor Jesús, la fe que Dios da no llegará a ellos. Muchos enfermos no necesitan estar en esta condición; si están enfermos es porque no tienen fuerzas para reclamar las promesas de Dios.
Debemos comprender que las bendiciones espirituales que recibimos en la enfermedad son muy inferiores a las que ganamos al ser restaurados. Si al confiar en Dios y al consagrarnos a El somos sanados, debemos llevar una vida santa en lo sucesivo. Solamente esto mantendrá nuestra buena salud. Al sanarnos de esta manera, el Señor obtiene nuestro cuerpo, lo cual es un gozo inexplicable. Sin embargo, este gozo viene no porque hayamos sido sanados, sino porque ahora tenemos una nueva relación con nuestro Señor. Tenemos una nueva experiencia de El, estrechamos nuestra relación con El y recibimos de El nueva vida. En tales momentos, Dios es glorificado mucho más que cuando estábamos enfermos.
Por consiguiente, los hijos de Dios deben buscar la sanidad. Primeramente debemos acudir al Señor y escuchar lo que El desea decirnos en medio de nuestra enfermedad. En segundo lugar, debemos conducirnos con un corazón puro, conforme a lo que El nos ha revelado. Finalmente, debemos poner nuestro cuerpo bajo Su cuidado y consagrarlo a El. Si hay ancianos en la iglesia que puedan ungirnos con aceite (Jacobo. [Santiago.] 5:14 al 15), debemos llamarlos y dejar que cumplan el precepto bíblico. De lo contrario, debemos permanecer en calma y emplear nuestra fe para asirnos de la promesa de Dios (Exodo. 15:26), y El nos sanará.