Watchman Nee Libro Book cap.4 El hombre espiritual

Watchman nee Libro Book cap.4 El hombre espiritual

EL CAMINO DE LA SALVACIÓN

PRIMERA SECCIÓN.

CAPÍTULO CUATRO.

EL CAMINO DE LA SALVACIÓN.

EL JUICIO EJECUTADO EN EL GÓLGOTA.

La muerte entró al mundo debido a la caída del hombre. Esta es una muerte espiritual que separa al hombre de Dios, y vino por medio del pecado. Desde el momento de la caída hasta hoy no ha habido ningún cambio: la muerte siempre viene por medio del pecado. Romanos 5:12. dice que “el pecado entró en el mundo por medio de un hombre”. Adán pecó, y el pecado entró en el mundo. “Y por medio del pecado la muerte”; esto nos muestra que el resultado inevitable del pecado es la muerte. “Y así la muerte pasó a todos los hombres”. ¿Por qué razón? “Por cuanto todos pecaron”. No sólo la muerte pasó a todos los hombres, sino que según la traducción literal de esta frase, la muerte “se extendió a todos los hombres”. El espíritu, el alma y el cuerpo se llenaron de la muerte. La muerte está presente en cada parte del hombre. Por lo tanto, el hombre no tiene otra alternativa que recibir la vida de Dios. El camino de la salvación no depende del esfuerzo del hombre por mejorar, porque “la muerte” no tiene posibilidad alguna de mejorarse. El pecado primero debe ser juzgado, y entonces podemos ser libres de la muerte que viene por medio del pecado. Esta es la salvación que Jesucristo efectúa.

Según la Biblia, el hombre que peque debe morir. Por lo tanto, ningún animal ni ningún ángel puede morir por el hombre como sustituto llevando el castigo del pecado. Es la naturaleza tripartita del hombre la que peca; por lo tanto, el que muere debe tener esa misma naturaleza. Sólo la naturaleza humana puede redimir la naturaleza humana. Ya que todos los hombres pecaron, la muerte de uno mismo no lo puede redimir de su propio pecado. Debido a esto, el Señor Jesús vino y tomó la naturaleza humana a fin de llevar sobre sí el juicio dictado contra la naturaleza humana. El no tenía pecado, así que Su naturaleza santa podía redimir la naturaleza pecaminosa del hombre, por medio de la muerte. El murió como un substituto, llevó sobre Sí el castigo por el pecado y dio Su vida en rescate de muchos, para que todo el que crea en El sea librado del juicio (Juan. 5.24).

Cuando el Verbo se hizo carne, incluyó a toda carne en Sí mismo. Así como la acción de un hombre, Adán, representa las acciones de toda la humanidad, así la obra de otro hombre, Cristo, también representa la obra de toda la humanidad. Debemos ver que Cristo incluyó a toda la humanidad para poder entender lo que es la redención. La transgresión de Adán es la transgresión de toda la humanidad, pasada y presente. Esto se debe a que Adán fue el primero del género humano, y todos los hombres provienen de él. De igual manera, la justicia cumplida por Cristo llega a ser la justicia de toda la humanidad, pasada y presente. Esto obedece a que Cristo es el primero del nuevo linaje, el cual es el nuevo hombre y nace de Cristo.

Tenemos un ejemplo de esto en Hebreos 7, donde el apóstol trata de mostrar que el sacerdocio de Melquisedec es superior al de Leví. Debido a que Abraham le dio a Melquisedec los diezmos de todo y fue bendecido por él, se concluye que Melquisedec es superior a Leví. ¿Por qué llegamos a tal deducción? “Porque aún estaba en los lomos de su padre cuando Melquisedec le salió al encuentro” (v. 10). Sabemos que Abraham engendró a Isaac, Isaac a Jacob, y Jacob a Leví; así que, Leví fue biznieto de Abraham. Cuando Abraham ofreció los diezmos y recibió la bendición, aunque Leví no había nacido ni su padre ni su abuelo, la Biblia reconoce el diezmo de Abraham y la bendición que recibió, como el diezmo de Leví y la bendición para él. Si Abraham es inferior a Melquisedec, entonces Leví también debe serlo. Este evento nos ayuda a entender por qué todos se consideran pecadores por haber pecado Adán, y por qué todos fueron juzgados cuando Cristo lo fue. Cuando Adán transgredió, todos estaban en sus lomos, y cuando Cristo fue juzgado, las vidas de todos los pecadores regenerados también estaban en sus lomos. Por esta razón, cuando Cristo fue juzgado por el pecado del hombre, todos los que creen en El también fueron reconocidos como ya juzgados, y todos los que creen en El no serán juzgados.

Debido a que la naturaleza humana debe sufrir el juicio, el Hijo de Dios, el hombre Jesucristo, llevó sobre la cruz, en Su espíritu, alma y cuerpo el castigo que merecía la humanidad.

Examinemos primeramente el castigo que sufrió Su cuerpo. El hombre peca por medio de su cuerpo, pues éste hace que el hombre peque y sienta placer al hacerlo. Por lo tanto, la parte del hombre que necesita ser castigada es el cuerpo. ¿Quién puede comprender completamente el sufrimiento del cuerpo del Señor Jesús mientras estaba sobre la cruz?. En el Antiguo Testamento, los salmos mesiánicos (los que se relacionan con Cristo) nos dan una descripción clara de la agonía de Su cuerpo: “Horadaron mis manos y mis pies” (Salmos. 22.16). El profeta lo describió como Aquel “a quien traspasaron” (Zacarías . 12.10). Sus manos, Sus pies, Su frente, Su costado y su corazón fueron traspasados por los hombres; El fue horadado por los seres humanos pecaminosos y para el bien de ellos. Allí El sufrió intenso dolor. Debido a que el peso de Su cuerpo había estado colgando de la cruz sin ningún soporte, tuvo una fiebre alta causada por la falta de circulación de la sangre en todo Su cuerpo. Su boca se secó, y El clamó, “Mi lengua se pegó a mi paladar” (Salmos. 22.15), y “En mi sed me dieron a beber vinagre” (Salmos. 69.21). A las manos les encanta pecar; por eso, deben ser clavadas. Ya que a la boca le gusta pecar, debe sufrir. Los pies van en pos del pecado; así que, deben ser traspasados. A la cabeza le place pecar; por ende, debe llevar una corona de espinas. El castigo que el cuerpo humano merece, fue ejecutado a cabalidad sobre Su cuerpo. Fue así como El sufrió el dolor físico, hasta que la muerte puso fin a todo ello. Aunque El podía evitarse esos sufrimientos, El entregó Su cuerpo voluntariamente para sufrir esos indescriptibles dolores y agonías. No se retractó ni por un momento, hasta que supo que “todo estaba consumado” (Juan. 19.28). Sólo entonces, rindió Su vida.

No sólo Su cuerpo sufrió, sino también Su alma. Nuestra alma es la parte por la cual estamos conscientes de nosotros mismos. Cuando el Señor Jesús estaba en la cruz, le ofrecieron vino mezclado con mirra para que perdiera la sensibilidad y no sintiera dolor, pero El lo rechazó. No quiso dejar de estar consciente. El alma del hombre anhela los placeres del pecado; por eso, El debía estar muy consciente de los dolores por el pecado. El escogió beber la copa que Dios le dio, y no beber la que le haría perder el sentido.

¡Qué vergonzoso era morir en una cruz! Era un castigo para los esclavos que escapaban. Un esclavo no tenía posesiones ni derechos civiles. Hasta su cuerpo pertenecía a su amo; por lo tanto, la cruz, el castigo menos honroso, se aplicaba a los esclavos. El Señor Jesús tomó nuestro lugar como un esclavo y fue clavado en la cruz. Isaías se refirió a El como esclavo; Pablo también dijo que El era un esclavo. El vino como un esclavo para salvarnos a nosotros, quienes a lo largo de nuestras vidas éramos esclavos del pecado y de Satanás. Eramos esclavos de las concupiscencias, de la ira, de los vicios y del mundo; habíamos sido vendidos al pecado; pero El murió para librarnos de nuestra esclavitud y llevó sobre sí toda nuestra vergüenza.

La Biblia nos dice que los soldados echaron suertes sobre Sus vestidos (Juan. 19.23). Cuando fue crucificado, estaba casi desnudo. Esta vergüenza era parte de la crucifixión. El pecado quita nuestras vestiduras de luz y nos desnuda. El Señor Jesús fue despojado de Su ropa delante de Pilato y luego en el Gólgota. ¿Cómo reaccionó Su naturaleza santa? ¿No pisoteó esto la santidad de Su humanidad y lo avergonzó? ¿Quién puede comprender cómo se sintió Su alma en esa hora? Mientras todos los hombres disfrutaban la gloria del pecado, nuestro Salvador sufría la vergüenza del pecado. Ciertamente, a esa hora Dios “lo cubrió de afrenta”, y “Tus enemigos, oh Jehová, han deshonrado. Porque tus enemigos han deshonrado los pasos de Tu ungido” (Salmos. 89.45, y 51). Pero El “sufrió la cruz, menospreciando el oprobio” (Hebreos. 12.2).

Nadie puede comprender en verdad cómo sufrió Su alma en la cruz. Por lo general, solamente pensamos en los sufrimientos de Su cuerpo y olvidamos los sentimientos de Su alma. La semana anterior a la Pascua, El dijo: “Ahora está turbada mi alma” (Juan. 12.27). Esto habla de la cruz. Cuando estaba en Getsemaní dijo: “Mi alma está profundamente triste, hasta la muerte” (Mateo. 26.38). Sin estas palabras no podríamos entender la agonía en Su alma. Isaías 53.10 al 12 dice tres veces que El dio Su vida (o alma), afligió su alma, y derramó su vida (o alma) hasta la muerte. Ya que El cargó con la maldición y la vergüenza de la cruz, todo aquél que cree en El ya no necesita cargar con ello.

Su espíritu también sufrió grandemente. El espíritu es la parte por medio de la cual el hombre tiene comunión con Dios. El Hijo de Dios es santo y sin pecado, separado de los pecadores. Su espíritu, en unión con el Espíritu Santo, nunca tuvo un momento de oscuridad ni de confusión. Constantemente disfrutó la presencia de Dios. “Porque no estoy Yo solo, sino Yo y el que me envió, el Padre” (Juan. 8.16). “Porque el que me envió, conmigo está” (v. 29). Por eso, podía orar: “Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes” (11.41 al 42). Sin embargo, mientras estaba sobre la cruz (el momento en que más necesitaba la presencia de Dios), El clamó: “Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué me has desamparado? (Mateo. 27.46). Su espíritu estaba separado de Dios. Se sintió solo, rechazado y aislado. Siguió siendo obediente, haciendo la voluntad de Dios; pero fue abandonado, no por nada Suyo, sino por el pecado de otros.

El peor daño que causa el pecado es el que le causa al espíritu. Por lo tanto, aun tal Santo, el Hijo de Dios, debido a que cargó con el pecado de otros, llegó a estar separado de Dios. Es un hecho que en la eternidad insondable “Yo y el Padre uno somos” (Juan. 10.30); esta verdad permaneció vigente aun mientras estuvo sobre la tierra. La humanidad no podía separarle de Dios, pero el pecado lo hizo, aunque era el pecado de otros. El sufrió la separación espiritual por nosotros, a fin de que nuestro espíritu pudiera reconciliarse con Dios.

Cuando El vio la muerte de Lázaro, quizá pensó en Su propia muerte, así que “se indignó en Su espíritu (Juan. 11.33). Cuando anunció que sería traicionado y moriría en la cruz, “se conmovió en espíritu” (13.21). Debido a eso, cuando estaba en el monte llamado Gólgota recibiendo el juicio de Dios, clamó: “Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué Me has abandonado?” “Me acordaba de Dios, y me conmovía; me quejaba, y desmayaba mi espíritu” (Salmos. 77.3). Esto se debió a que Su espíritu se separó del Espíritu de Dios, quedó desprovisto en Su espíritu de la fuerza del Espíritu Santo, quien normalmente lo sustentaba (Efesios. 3.16). Así que clamó: “He sido derramado como aguas, y todos Mis huesos se descoyuntaron; mi corazón fue como cera, derritiéndose en medio de mis entrañas. Como un tiesto se secó mi vigor, y mi lengua se pegó a mi paladar, y me has puesto en el polvo de la muerte” (Sal. 22.14 al 15).

Por un lado, el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, se apartó de El; mientras que por otro, el espíritu malvado de Satanás se burlaba de El. Las palabras de Salmos 22.11 al 13 parecen indicar esto: “No te alejes de mí …. porque no hay quien ayude. Me han rodeado muchos toros. Fuertes toros de Basán me han cercado. Abrieron sobre mí su boca como león rapaz y rugiente”.

Su espíritu, por un lado, sintió el abandono de Dios, y por otro, resistió la burla y el desprecio del espíritu maligno. Cuando el espíritu del hombre se separa de Dios, se exalta a sí mismo y se convierte en presa fácil para la operación de los espíritus malignos (Efesios. 2.2). Sin embargo, el espíritu del hombre debe ser completamente quebrantado, para que el hombre no pueda resistirse a Dios ni unirse al enemigo. El Señor Jesús fue hecho pecado por nosotros en la cruz. Su naturaleza santa fue completamente quebrantada, debido a que la naturaleza pecaminosa del hombre fue juzgada por Dios. Cristo fue abandonado por Dios, y experimentó la parte más dolorosa del juicio de Dios, ya que el amor de Dios, Su rostro bondadoso y Su luz se escondieron de Él, haciendo que el Salvador sufriera en tinieblas la ira del castigo de Dios sobre el pecado. El resultado del pecado es ser abandonado por Dios.

Ahora, tanto nuestra naturaleza pecaminosa como nuestro espíritu, alma y cuerpo fueron castigados. La naturaleza pecaminosa del hombre fue plenamente juzgada en la naturaleza humana y santa del Señor Jesús, la cual ganó la victoria en Él. Los castigos que merecían el cuerpo, el alma y el espíritu de los pecadores fueron infligidos al Señor Jesús. El es nuestro representante. Nosotros llegamos a ser uno con Él por la fe, y El llega a ser uno con nosotros. Su muerte es nuestra muerte. Su persona juzgada es nuestra persona juzgada. En El, nuestro espíritu, alma y cuerpo fueron juzgados y castigados. Es como si nosotros mismos hubiéramos pasado por esos castigos. Por lo tanto, “no hay condenación para los que están en Cristo Jesús” (Romanos. 8.1).

Esto es lo que El logró en nuestro favor. Esta es nuestra posición ante la ley. “Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado” (Romanos. 6.7). En nuestra posición estamos muertos en el Señor Jesús. Ahora debemos permitir que el Espíritu Santo aplique este hecho a nuestra experiencia. La cruz es el lugar donde el espíritu, alma y cuerpo del pecador son juzgados, y mediante la muerte y resurrección del Señor Jesús, el Espíritu Santo de Dios puede impartirnos Su naturaleza santa. La cruz lleva el castigo del pecador y libera la vida del Señor Jesús. Por lo tanto, de ahora en adelante, todo el que quiera recibir la cruz, será regenerado por el Espíritu Santo y recibirá la vida del Señor Jesús.

LA REGENERACIÓN.

Antes de que el hombre sea regenerado, su espíritu está muy lejos de Dios y está muerto. La muerte significa separación de la vida. La máxima expresión de la vida es Dios. Puesto que estar muerto significa estar separado de la vida, entonces estar muerto es estar separado de Dios. El espíritu del hombre que está separado de Dios está amortecido y no tiene comunión con El. El alma controla todo su ser; así que dicho hombre vive por sus ideas o por sus reacciones. Las lujurias y los deseos del cuerpo subyugan su alma.

El espíritu del hombre se amorteció; por lo tanto, es necesario que sea resucitado. El nuevo nacimiento del que el Señor Jesús habló a Nicodemo, es el nuevo nacimiento del espíritu. Nacer de nuevo no tiene que ver con nuestro cuerpo, como pensó Nicodemo, ni con nuestra alma, porque no solamente el “cuerpo de pecado” es anulado (Romanos. 6.6), sino que además “los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne [el alma] con sus pasiones y concupiscencias” (Gálatas. 5.24). Debemos recalcar especialmente que la regeneración es la impartición de la vida de Dios en el espíritu del hombre. Debido a que Cristo redimió nuestra alma y destruyó el principio de la carne, nosotros, quienes somos uno con El, podemos participar de Su vida resucitada que venció la muerte. Nuestra unión con la muerte de Cristo y nuestro paso inicial de recibir Su vida de resurrección se hallan en nuestro espíritu. Nacer de nuevo es un asunto exclusivo del espíritu, y no tiene relación con el alma ni con el cuerpo.

El hombre es un ser único en toda la creación, no por tener alma sino por tener espíritu. Al unirse el espíritu y el alma se forma un hombre. Esta unión hace que el hombre sea un ser único en el universo. De acuerdo con la Biblia, el alma del hombre por sí sola no tiene ninguna relación con Dios. La relación del hombre con Dios se lleva a cabo en el espíritu. Dios es Espíritu, y los que le adoran deben utilizar sus espíritus. Sólo el espíritu puede relacionarse con el Espíritu y adorar a Dios. Por lo tanto, en la Biblia vemos que solamente el espíritu puede servir al Espíritu (Romanos. 1.9; y 7.6; y 12.11), conocer al Espíritu (1 Corintios. 2.9 al 12), adorar a Dios, quien es Espíritu (Juan. 4.23 al 24; y  Filipenses. 3.3), y recibir revelación de Dios quien es Espíritu (Apocalipsis. 1.10; y 1 Corintios. 2.10).

Por lo tanto, debemos tener presente que Dios siempre se relaciona con el hombre por medio del espíritu humano y cumple Su plan por medio de dicho espíritu. Por lo tanto, para que el espíritu del hombre cumpla el propósito de Dios, debe permanecer en una unión constante y viva con Dios mismo, y en ningún momento seguir las emociones, los deseos ni las ideas del alma, pues contradicen la ley divina. De no ser así, la muerte vendrá, y el espíritu interrumpirá su unión con Dios quedará desconectado de la vida de Él. Ya dijimos que esto no significa que el hombre pierda su espíritu, sino que éste cede su posición al alma. Cuando el espíritu del hombre obedece el impulso de su “hombre exterior” en la forma de ideales y deseos, el resultado es que pierde su comunión con Dios. Esto constituye la muerte. Quienes están muertos “en delitos y pecados” se entregan a “los deseos de la carne y de los pensamientos” (Efesios. 2.1, y  3).

La vida de un hombre no regenerado está casi enteramente bajo el control del alma. Primero, el hombre experimenta ansiedad, curiosidad, gozo, orgullo, compasión, vicios, placer, asombro, vergüenza, amor, arrepentimiento, entusiasmo y felicidad. Segundo, el hombre tiene ideales, imaginaciones, supersticiones, dudas, suposiciones, investigaciones, inferencias, experiencias, análisis, reflexiones, etc. Tercero, el hombre tiene deseos de obtener poder, riquezas, aprobación social, libertad, posición, fama, alabanza y conocimiento. El puede ser decisivo, dependiente, valiente y paciente; al mismo tiempo, puede ser temeroso, indeciso, independiente, obstinado y recalcitrante. Todas estas son manifestaciones del alma en sus tres aspectos: la parte emotiva, la mente y la voluntad. ¿Acaso no está la vida del hombre llena de éstas cosas? Sin embargo, la regeneración del hombre no se produce como resultado de ninguna de estas funciones. Uno puede arrepentirse de las ofensas, lamentarse por el pecado y proponerse, con lagrimas, mejorar; sin embargo, eso no trae salvación. La confesión, la decisión, así como muchos otros sentimientos religiosos no producen la regeneración. Aun la determinación de la voluntad, el conocimiento intelectual y la receptividad en la mente para escoger lo bueno, hermoso y noble, no pasan de ser funciones del alma, mientras que el espíritu puede permanecer completamente inactivo. En la salvación la voluntad, la parte emotiva y la mente del hombre no son lo principal ni lo básico; más bien, son secundarios o subordinados. Por lo tanto, sin importar el grado de sufrimientos del cuerpo, de la agitación de la emoción, de las exigencias de la voluntad o del entendimiento de la mente para reformar y mejorar al hombre, nada de eso es constituye el nuevo nacimiento. En la Biblia la regeneración sucede en una parte del hombre que es más profunda que el cuerpo y el alma. Es en su espíritu donde el Espíritu Santo le imparte la vida de Dios.

Debido a esto, todo obrero del Señor debe entender que nuestras habilidades naturales no pueden hacer que alguien nazca de nuevo. La vida y obra cristiana, de principio a fin, no debe confiar en el poder del alma. Si lo hace, el fruto sólo será en la esfera del alma y no penetrará a lo más profundo, al espíritu del hombre. Debemos depender del Espíritu Santo para impartir la vida de Dios a otros.

¿Cómo puede el hombre ser regenerado en el espíritu?

El Señor Jesús murió en lugar del pecador para recibir el castigo que éste merecía. El espíritu, el alma y el cuerpo del pecador, junto con todos sus pecados, fue juzgado en el Señor Jesús sobre la cruz. A los ojos de Dios y según Su propósito, la muerte del Señor Jesús es reconocida como la muerte todas las personas de este mundo. El, en Su humanidad santa, murió por toda la humanidad pecadora. Sin embargo, al hombre le corresponde algo; que es unirse por la fe en espíritu, alma y cuerpo al Señor Jesús. Esto significa que debe reconocer que el Señor Jesús viene a ser él mismo, y debe tomar la muerte y la resurrección del Señor Jesús como su propia muerte y resurrección. Este es el significado de Juan 3.16: “Para que todo aquel que en Él cree … tenga vida eterna”. El pecador debe usar su fe para creer en el Señor Jesús, estar unido a Su muerte, y así ser uno con El en Su resurrección. Entonces, podrá obtener la vida eterna, la cual es una vida espiritual (17.3) y nacerá de nuevo.

Debemos tener mucho cuidado para no considerar la muerte substitutiva del Señor y nuestra muerte juntamente con El como dos asuntos separados. Aquellos que ponen atención al conocimiento tienen esta tendencia, pero no debe ser así en nuestra vida espiritual. La muerte substitutiva del Señor y nuestra muerte juntamente con El pueden diferenciarse pero nunca deben separarse. Cuando uno cree en la muerte substitutiva del Señor Jesús, en realidad ya murió con Cristo (Romanos. 6.2). Creer que el Señor Jesús tomó mi lugar de castigo, es creer que yo ya fui castigado en El. La pena por el pecado es la muerte, y ése fue el castigo que el Señor sufrió por nosotros; por lo tanto, en el Señor Jesús yo ya estoy muerto. De no ser así, no hay salvación. Decir que El murió en mi lugar es decir que yo ya fui castigado y morí en El (aquellos que confíen en este hecho podrán experimentarlo).

La fe por la cual un pecador cree en la muerte substitutiva del Señor Jesús lo introduce en Cristo y lo une a El. Aunque muchas veces él solamente ve los problemas con respecto al castigo por el pecado y no comprende lo que es el poder del pecado, esta unión con el Señor es común a todos los creyentes. El que no está unido al Señor, no ha creído en El y no tiene nada que ver con El.

Creer en el Señor es unirse a El. Estar unido al Señor significa experimentar todo lo que El experimentó. En los versículos 14 y 15 de Juan 3 el Señor Jesús explicó claramente lo que significa estar unido a El. Es estar unido a El en Su muerte y crucifixión. Todo aquel que cree en el Señor Jesús está unido por lo menos en posición a la muerte de Cristo. Pero “si … hemos crecido juntamente con El en la semejanza de Su muerte, ciertamente también lo seremos en la semejanza de Su resurrección” (Romanos. 6.5). Por lo tanto, todo el que cree en la muerte substitutiva del Señor Jesús ha sido resucitado (en posición) con El. Aunque un creyente no haya experimentado plenamente el significado de la muerte del Señor, Dios ya le resucitó juntamente con Cristo, y en la vida resucitada del Señor ya recibió una vida nueva y nació de nuevo.

Debemos rechazar la idea de que el hombre debe experimentar la muerte y la resurrección con el Señor antes de nacer de nuevo. Según la Biblia, cuando una persona cree en el Señor Jesús, nace de nuevo. “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en Su nombre … son engendrados … de Dios” (Juan. 1.12 al 13).

Tengamos presente que nuestra corresurrección con el Señor no es una experiencia posterior a la regeneración. Nacer de nuevo es resucitar juntamente con el Señor porque la muerte del Señor (o sea, nuestra muerte con El) eliminó el problema de nuestra vida pecaminosa. Entonces, en la resurrección del Señor (o sea, cuando resucitamos con El), se nos dio una vida nueva, la cual dio inicio a nuestra vida cristiana. Por eso la Biblia dice: “Dios …. nos ha regenerado … mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (1 Pedro. 1.3). Esto nos muestra que todo creyente, todo el que nace de nuevo ya fue resucitado con el Señor. Sin embargo, en Filipenses 3 el apóstol Pablo nos dice que el creyente todavía necesita aspirar a conocer “el poder de Su resurrección” (v. 10). A muchos cristianos, aunque ya nacieron de nuevo y participaron en la resurrección del Señor, les falta la manifestación del poder de la resurrección.

Así que no debemos confundir la posición con la experiencia. Cuando una persona cree en el Señor Jesucristo, aunque todavía sea débil o desconozca los hechos, Dios le dio una posición en la cual puede darse por muerto, resucitado y ascendido con el Señor. Aquellos que fueron aceptados en Cristo, en posición, son aceptados igual que El. Sin embargo, los creyentes no necesariamente tienen la experiencia de este hecho. El creyente está en una posición en la que posee todas las experiencias del Señor Jesús. En experiencia, como mínimo, ya nació de nuevo. El nuevo nacimiento no se debe a que haya experimentado la muerte, la resurrección y la ascensión del Señor a cierto grado, sino a que cree en El. Su posición produce en él la experiencia de nacer de nuevo; aunque en la experiencia todavía no conoce el poder de la resurrección de Cristo (Filipenses. 3.10), ya fue vivificado, resucitado y está sentado en los lugares celestiales juntamente con Cristo (Efesios. 2.5 al 6).

“Lámpara de Jehová es el espíritu del hombre” (Proverbios. 20.27). En la regeneración el Espíritu Santo entra en nosotros; penetra en el espíritu del hombre como la luz de una lámpara. En esto consiste el “nuevo espíritu” del que habla Ezequiel 36.26. Debido a que el viejo espíritu estaba muerto, el Espíritu Santo deposita en él la vida increada de Dios, lo cual le infunde vida.

Antes de la regeneración, el espíritu del hombre era gobernado por su alma, la cual era dominada por el yo, el cual era regido por el cuerpo, y éste, a su vez, era controlado por la lujuria. Así que el alma llegó a ser la vida del espíritu; el yo vino a ser la vida del alma, y la lujuria se convirtió en la vida del cuerpo. Pero después de la regeneración del hombre, el Espíritu Santo gobierna su espíritu, hace que éste gobierne su alma, y por medio del alma también gobierna su cuerpo. Ahora el Espíritu Santo llega a ser la vida del espíritu, y el espíritu, la vida de todo su ser.

En la regeneración el Espíritu Santo revive el espíritu humano y lo renueva. En la Biblia, la regeneración se refiere al paso por el cual el hombre sale de la muerte y entra en la vida. La regeneración, igual que el nacimiento físico, sucede sólo una vez, y una es suficiente. En el nuevo nacimiento el hombre recibe la vida de Dios, nace de Él y llega a ser hijo de Dios. Según las Escrituras la renovación se refiere a la obra que hace el Espíritu Santo en nuestro ser, llenándonos progresivamente de Su vida y venciendo completamente nuestra vida carnal. Es una obra larga, continua y progresiva. En tal persona es restaurado el orden original del espíritu y el alma.

También debemos prestar atención al hecho de que la regeneración no sólo nos restaura a la condición en que estaba Adán antes de la caída, sino que nos da algo más. Adán tenía espíritu, pero aunque había sido creado por Dios no contenía la vida increada de Dios, la cual es representada por el árbol de la vida. No había una relación vital entre Adán y Dios. Al igual que los ángeles, Adán fue llamado hijo de Dios (Lucas. 3.38), ya que Dios lo creó directamente. Quienes creemos en el Señor Jesús somos “engendrados” de Dios (Juan. 1.12  al 13), y de este modo tenemos una relación vital con El. La vida que heredan los hijos es la vida del padre. Ya que nosotros nacimos de Dios, automáticamente tenemos Su vida (2 Pedro. 1.4). Si Adán hubiera querido recibir la vida que Dios le ofreció por medio del árbol de la vida, habría tenido la vida eterna e increada de Dios. Su espíritu vino de Dios y existe para siempre, pero esa vida llega a ser eterna dependiendo de su respuesta al mandamiento de Dios y a lo que escogiera. Lo que los creyentes obtenemos en la regeneración es la vida de Dios, una vida que Adán pudo obtener, pero que no quiso. La regeneración no sólo sirve para restaurar el espíritu y el alma y sacarlos de su estado de confusión y tinieblas, sino que además, hace que el hombre posea la vida sobrenatural de Dios.

El espíritu amortecido y caído del hombre es vivificado al recibir la vida de Dios que le imparte el Espíritu Santo. En esto consiste la regeneración. La base sobre la cual el Espíritu Santo regenera al hombre es la cruz (véase Juan. 3.14 al 15). La vida eterna mencionada en Juan 3.16 es la vida de Dios que el Espíritu Santo deposita en el espíritu del hombre. Ya que esta vida es la vida de Dios, que nunca puede morir, todos los que son regenerados tienen esta vida, y por eso se dice que “tienen vida eterna”. Si la vida de Dios muriera, la vida eterna que recibe el hombre inmediatamente perecería.

Después de la regeneración, la relación del hombre con Dios es igual a la que establece el nacimiento de un niño. Una vez que un hombre nace de Dios, no importa lo que suceda, Dios no puede negar que lo engendró. Por lo tanto, el hombre, al nacer de Dios, obtiene una posición ante El y una relación con El que no puede ser destruida en toda la eternidad. El hombre no recibe esto por medio del progreso ni la espiritualidad ni la santidad que obtenga después de haber creído, sino por medio de la regeneración que se efectúa cuando cree en el Señor Jesús como Salvador. Dios da a los regenerados vida eterna. Por lo tanto, esta posición y esta vida jamás pueden ser anulados.

Cuando el hombre es regenerado, obtiene la vida de Dios. Este es el punto de partida de la vida cristiana y es la mínima experiencia de todo creyente. Todo aquel que no haya creído en la muerte del Señor Jesús ni haya recibido Su vida sobrenatural, de la cual él carece originalmente sin importar con cuánto celo pueda progresar en la religión, la moralidad y el aprendizaje, está muerto a los ojos de Dios. Todo aquel que no tiene la vida de Dios está muerto.

Con la regeneración como punto de partida, la vida espiritual tiene la posibilidad de crecer. El nuevo nacimiento es el primer paso en la vida espiritual. En la regeneración, la vida espiritual está completa, pero no madura. La capacidad de esta vida está completa y puede ascender al plano más elevado; sin embargo, debido a que acaba de nacer, no es una vida madura. Es como una fruta que está verde, aunque tiene la vida completa; la capacidad de la vida se halla presente en plenitud, pero la fruta no tiene todas sus facultades orgánicas. Lo mismo sucede en la regeneración del hombre. En el hombre regenerado existe una capacidad inmensamente grande de la vida de Dios que le permitirá avanzar sin cesar. Desde ahí en adelante, el Espíritu Santo puede guiarlo hacia adelante hasta que el cuerpo y el alma sean totalmente sometidos.

DOS CLASES DE CREYENTES.

En 1 Corintios 3.1, el apóstol clasificó a todos los creyentes en dos categorías: espirituales y carnales. Un cristiano espiritual es aquel en cuyo espíritu mora al Espíritu Santo y cuyo ser es gobernando por El. Entonces, ¿qué es ser carnal? En la Biblia, la carne se refiere a todo lo que pertenece a la naturaleza y vida del hombre no regenerado: todo el ser de un hombre no regenerado, todo lo que pertenezca a su espíritu, alma y cuerpo pecaminosos (Romanos. 7.18). Por lo tanto, un cristiano carnal es uno que, habiendo nacido de nuevo y habiendo recibido la vida de Dios, no puede vencer su carne, y por el contrario, ésta lo vence. Ya vimos la condición del hombre caído: su espíritu está amortecido y es gobernado por su alma y su cuerpo. Un cristiano carnal, entonces, es aquel que obedece a su alma y a su cuerpo para pecar y para conducirse.

Si después de ser regenerado un hombre permanece por un largo período en la carne, la salvación no se perfeccionará en él, pues sólo cuando él crece en la gracia y llega a ser espiritual es perfeccionada la salvación en él. El camino de salvación que vemos en el Gólgota consiste en que Dios ya preparó Su salvación para que todo pecador sea regenerado y para que todo hombre regenerado llegue a la condición de un hombre espiritual capaz de vencer la vieja creación.