Watchman Nee Libro Book cap.28 El hombre espiritual

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LOS DESEOS

SÉPTIMA SECCIÓN

CAPÍTULO TRES

 LOS DESEOS

Los deseos ocupan la mayor parte de nuestra vida anímica; ellos se unen a nuestra voluntad para crear rebeldía o una actitud antagónica contra la voluntad Dios. Existen tantos deseos en nosotros que nuestros sentimientos se confunden y no logramos entrar en la quietud del espíritu. Nuestros deseos estimulan nuestros sentimientos y provocan muchas experiencias turbulentas. Si el creyente no es libre de su pecado, su deseo se une a éste y encuentra agradable pecar; así el nuevo hombre cae en la esclavitud y pierde su libertad; aun después de haber sido librado de las manifestaciones externas de los pecados, anhelan muchas cosas que no tienen nada que ver con Dios. Cuando el creyente es emotivo, es gobernado por sus deseos. Si la cruz no hace una obra profunda para que los deseos sean juzgados según la luz de la cruz misma, el creyente nunca vivirá plenamente para Dios ni en el espíritu.

Cuando el creyente es anímico, la fuerza de sus deseos lo controlan. Todos los deseos naturales y anímicos del hombre están relacionados con la vida del yo. Se centran en el ego, son motivados por el ego y acatan sus dictados. Mientras uno sea anímico, no cede su voluntad al Señor, y tiene muchas ideas personales. Desear es cooperar con las ideas que uno tiene para complacerse en ellas según su propia voluntad y con el fin de que se lleven a cabo. Los placeres, la vanagloria, la exaltación personal, el amor, la compasión y la estima propia provienen de los deseos del hombre. Estos hacen que el yo sea el centro de todo. Por ejemplo, ¿hay algo que el hombre desea y disfruta que no esté relacionado con el yo? Si nuestros deseos son examinados a la luz del Señor, veremos que no importa qué deseemos o cuánto lo deseemos, no podemos escapar de la participación del yo. ¡Todos nuestros deseos están dirigidos al ego! Si el objetivo de ellos no es nuestro propio placer, entonces es glorificar al yo. Cuando los creyentes se encuentran en esa condición, no tienen la posibilidad de vivir en el espíritu.

LOS DESEOS NATURALES DEL CREYENTE.

El orgullo surge de los deseos, los cuales llevan el hombre a buscar algo para sí mismo a fin de poder ser alabado por los demás. Cualquier tendencia a jactarse de la posición que uno tiene, de su tradición familiar, de su salud, de su personalidad, de su destreza, de su apariencia y de su poder, proviene de la parte emotiva de uno, específicamente de los deseos. Detenerse en las diferentes formas de vivir, de vestir o de comer y buscar satisfacción en ellas también es el efecto de la parte emotiva de uno. Inclusive pensar que el don que uno recibió de Dios es superior al de otros es un pensamiento inspirado por la parte emotiva.

¡Es asombroso cuánto le encanta al creyente emotivo exhibirse! Le encanta ver y ser visto. No tolera ser restringido por Dios, y trata por todos los medios de sobresalir. Le es imposible someterse a la voluntad de Dios y pasar inadvertido; no puede negarse a su yo secretamente. Le agrada llamar la atención de las personas. Su deseo o su amor propio se hiere cuando los hombres no lo honran, pero no cabe de gozo cuando es estimado y reconocido por alguien. Se complace en escuchar que las personas lo alaben, pues piensa que los elogios son justificados. Aun al laborar para el Señor, procura destacarse de muchas maneras. Al dar un mensaje o al escribir un libro hay en él un motivo secreto que lo estimula. En pocas palabras, su corazón, lleno de vanagloria, todavía está vivo y busca lo que ama y lo que alimenta su ego.

Los deseos naturales despiertan la ambición del creyente, la cual es inspirada por los deseos naturales. El anhelo de esparcir su propia fama, de estar por encima de los demás o de recibir honra de las personas, procede de la vida del alma. El deseo de tener éxito, de obtener mucho fruto, de ser poderoso espiritualmente y de ser útil en la obra, proviene del anhelo por glorificar el yo. En nuestra vida espiritual, la búsqueda de crecimiento, de profundidad y de experiencias loables son, en muchos casos, una búsqueda de nuestra propia felicidad, así como de la admiración de los demás. Si observamos el curso de la vida y obra del creyente desde su origen, descubriremos que gran parte de ella obedece al los intereses del yo. Los deseos del creyente son la fuente de todo en su vida y en su obra.

El creyente debe saber que cuando su vida y su obra son motivadas por la ambición, aunque todo lo que haga parezca bueno, loable y fructuoso, a los ojos de Dios sólo es madera, heno y hojarasca. Esta conducta y esta labor carecen de valor espiritual. Cualquier pensamiento en pro del yo basta para corromper cualquier actividad, y Dios no se complace en ella, porque a Sus ojos, el deseo del creyente por obtener fama espiritual es tan detestable como las lujurias del pecado. Si uno anda según sus deseos naturales en todas sus acciones, tendrá el ego en alta estima. Pero Dios aborrece el yo.

Los deseos naturales también se presentan en otros aspectos de la vida del creyente. Su vida anímica suspira por la conversación y el intercambio con el mundo; lo impulsa a ver o a leer lo que no debe. No digo que haga estas cosas habitualmente; pero ocasionalmente un fuerte impulso interno lo lleva a hacer lo que sabe que no debe. En dicha actitud se ve la vida anímica. Muchos han tenido esta experiencia hasta cierto grado. La actividad de su alma también puede verse en la manera en que uno se conduce, y es más evidente en la manera en que habla y actúa. El que anda fielmente según el espíritu, sabe que todas estas cosas son pequeñeces, pero si obedece el impulso de sus deseos, será imposible que continúe andando por el espíritu. Necesitamos tener presente que en los asuntos espirituales, nada es demasiado insignificante, pues aún una insignificancia puede impedir nuestro progreso.

Cuando el creyente es impulsado por sus deseos naturales se vuelve temerario. Cuanto más espiritual llega a ser un creyente, más normal es, ya que se une a Dios en lo que El dispone; pero el creyente se vuelve intrépido cuando es impulsado por sus deseos naturales. El creyente emotivo se complace en ser un héroe y le gusta correr riesgos para satisfacer su ego e impresionar a los demás. Cuando es impulsado por su atrevimiento, muchos aspectos de su comportamiento ponen en evidencia su inmadurez. No le interesa mucho su madurez, pero trata de mostrar cuán perspicaz es. Al examinar su actitud se siente culpable, pero sólo momentáneamente, puesto que se considera muy importante. Esta imprudencia impulsa al hombre, y si él le obedece pierde su normalidad, se extralimita.

La inclinación por el placer o el deleite también es una manifestación prominente del creyente emotivo. Las emociones no permiten que los creyentes vivan exclusivamente para Dios, y se oponen a ello con firmeza. Si el creyente acepta las exigencias de la cruz y pone fin a sus emociones a fin de vivir incondicionalmente para el Señor, se dará cuenta de que las emociones siguen exigiendo que se les reserve espacio para continuar sus actividades. Esta es la razón por la cual numerosos cristianos no logran vivir para el Señor sin reservas. No es necesario decir mucho; basta con observar la vida que llevan, sin mencionar otras cosas. Sólo mencionaremos las oraciones de combate en contra del enemigo ¿Cuántos creyentes pueden participar en la batalla de la oración, la cual se libra para el Señor, durante un día entero, sin reservar ningún período para su propio placer? Hallar deleites es dar oportunidad a nuestras emociones. ¡Qué difícil es vivir en el espíritu todo el día! Siempre reservamos algún tiempo para nosotros mismos o para conversar con otros, a fin de satisfacer nuestras emociones. Pero cuando Dios nos aparta para El y no vemos a nadie, ni siquiera vemos el firmamento, y se nos exige que vivamos en el espíritu y sirvamos al Señor delante del trono, entonces nos damos cuenta si nuestras emociones han sido puestas en la cruz o no, cuánto nos exigen y cuánto vivimos todavía en ellas.

Los creyentes emotivos también son impacientes. Nuestra parte emotiva no sabe lo que significa esperar en Dios ni esperar Su revelación ni seguir la dirección del Espíritu Santo. Las emociones siempre se apresuran e inducen al creyente a obrar de manera precipitada. Las emociones no están conformes cuando el creyente espera en el Señor, conoce la voluntad de Dios y da un paso a la vez, sin obedecer sus propios deseos. Si el creyente no ha hecho morir sus emociones en la cruz, no puede andar conforme al espíritu. Además, debe comprender que de los centenares de cosas realizadas bajo dicho impulso, ni una sola concuerda con la voluntad de Dios.

Necesitamos tiempo para orar, para prepararnos, para esperar y para volver a llenarnos de la fuerza del Espíritu Santo. ¿Cómo evitaremos equivocarnos si actuamos apresuradamente? Dios sabe que la parte emotiva de nuestra carne es impaciente; así que utiliza a nuestros colaboradores, nuestros hermanos, nuestros familiares, nuestras circunstancias y nuestras posesiones para desgastarnos y equilibrarnos. El desea que nuestra impaciencia llegue a su fin para que El pueda actuar en nosotros. Dios no obra apresuradamente ni da Su poder a los impacientes. Así que el que es impaciente hace las cosas con su propia fuerza. La prisa es, sin duda, obra de la carne. Dios no desea que andemos según la carne; debemos estar dispuestos a dar muerte a nuestra impaciencia. Cada vez que la emoción venga a apresurarnos, debemos orar y decir: “Señor, una vez más me impaciento. Haz que Tu cruz opere en mí”. Una persona que anda por el espíritu no debe ser apresurada.

Dios no quiere que hagamos nada por nuestra cuenta. El desea que esperemos en El y esperemos Sus órdenes. Nuestras acciones deben ser el resultado de esto. Sólo lo que se nos comunica mediante nuestro espíritu procede de Dios. ¿Cómo puede lograrse esto si el creyente vive según sus propios deseos? El creyente que se circunscribe a sus deseos, es impaciente hasta para hacer la voluntad de Dios. No sabe que Dios no sólo tiene una voluntad sino también un tiempo oportuno para cada cosa. Tal vez seamos uno con su voluntad, pero El también desea que esperemos a que llegue el debido momento. La carne no tolera esto. Cuando el creyente avanza espiritualmente, descubre que el tiempo del Señor y Su voluntad son igualmente importantes. Si nos precipitamos a dar a luz a Ismael, más tarde veremos que éste será el peor enemigo de Isaac. Los que no pueden esperar en el momento dispuesto por Dios, no pueden obedecer Su voluntad.

Un creyente emotivo no espera en Dios, porque sus deseos giran en torno a sí mismo, y actúa según ellos. No confía en Dios ni permite que Dios obre en su interior. No puede depositarlo todo en las manos de Dios y abstenerse de utilizar su propia fuerza. No es capaz de confiar, debido a que esto requiere que se niegue al yo. Si sus deseos no son eliminados, su yo permanecerá activo. A este creyente le encanta ayudar a Dios, como si Dios fuera tan lento que necesita ayuda. Todo esto es obra del alma; es la actividad del yo instigado por los deseos. Si el creyente actúa apresuradamente, Dios hará que sus obras sean infructuosas, a fin de que no tenga otra alternativa sino negarse a sí mismo.

La justificación propia también es muy común entre los creyentes emotivos. Se sienten incomprendidos o juzgados equivocadamente. Algunas veces el Señor quiere que Sus hijos esclarezcan algunas cosas, pero si esto no proviene del Señor, la mayoría de las veces será hecho por la vida del alma. Casi siempre el Señor desea que Su pueblo ponga todas las cosas en Sus manos y que ellos no se defiendan. Pero, ¡cuánto nos gusta defendernos! ¡Qué terrible es que no nos comprendan! Eso reduce nuestra gloria y rebaja nuestra dignidad. El yo no puede guardar silencio ante falsas acusaciones, ni puede aceptar que fue Dios quien lo dispuso todo. No pueden esperar a que Dios lo vindique, pues percibe que El es demasiado lento. Estos creyentes quieren que Dios los justifique de inmediato para que todo el mundo sepa que son justos. Todo esto proviene de los deseos del alma. Si en el momento en que el creyente es incomprendido somete bajo la mano poderosa de Dios, descubrirá que Dios desea que se niegue a su yo y a los deseos de su alma con mayor profundidad. Esta es la cruz aplicada en la práctica. Cada vez que el creyente experimenta la cruz, vive una vez más su propia crucifixión. Pero si obedece el deseo del yo y se vindica a sí mismo, hallará que el poder del yo será cada vez más difícil de subyugar.

Si los deseos naturales del creyente no han sido quebrantados por la cruz, buscarán consuelo en la hora del sufrimiento. La parte emotiva del creyente lo impulsa a confiar sus problemas a otros para mitigar su dolor y aligerar su carga. Su deseo natural es buscar consuelo, y por eso informa a otros sobre sus desgracias. Espera que cuando comunique sus problemas, obtendrá el apoyo y la solidaridad de los demás. Anhela comprensión y consuelo porque estas cosas lo reconfortan. Debido a que sus deseos naturales o los de su yo no han sido quebrantados, no le basta que Dios conozca su caso. No puede entregar su carga al Señor ni permitir en silencio que Dios lo introduzca en una experiencia más profunda de la cruz por medio de las circunstancias y prefiere el consuelo de los hombres que el de Dios. Su vida codicia lo que otros pueden darle y menosprecia lo que Dios dispone para él. Sin embargo, el creyente debe saber que la manera más eficaz de perder su vida anímica no es buscar la comprensión y el consuelo de los hombres, ya que eso sólo alimenta nuestra alma. La vida del espíritu consiste en tener comunión con Dios y hallar en ello su plena satisfacción. El poder que soporta la soledad es el poder del espíritu. Siempre que buscamos los caminos del hombre para que aligeren nuestra carga, estamos andando de acuerdo con nuestra alma. Dios desea que permanezcamos en silencio a fin de que la cruz que El nos preparó haga su obra. Si el creyente guarda silencio ante la aflicción, experimentará la cruz. Callar es aplicar la cruz. Todo aquel que guarda silencio disfruta la realidad de la cruz, la cual nutre su vida espiritual.

EL PROPÓSITO DE DIOS.

El propósito de Dios es que el creyente viva en el espíritu y esté dispuesto a hacer morir totalmente su vida anímica. Dios no tiene otra alternativa que eliminar todo deseo natural del creyente. En muchos casos las cosas no son ni buenas ni malas; aunque sean buenas, Dios no permite que el creyente las obtenga por la simple razón de que son el fruto de su impulso y porque él las desea. Si el creyente se conduce según sus propios gustos, aunque las cosas tal vez sean muy buenas, no puede evitar rebelarse contra Dios. El propósito de Dios es destruir totalmente todo lo que el creyente desea aparte de El. Al Señor no le interesa el carácter de las cosas; para El sólo cuenta si lo que gobierna son los deseos del creyente o la voluntad de Dios. Hasta la mejor de las obras o una conducta intachable, si es fruto de los deseos del creyente y no procede de lo revelado a la intuición, no tiene ningún valor espiritual. Tal vez Dios desee que los creyentes hagan muchas cosas, pero debido a que son motivados por sus propios deseos, El se opone a todas sus actividades. Sólo cuando el creyente se somete totalmente a Dios, se le permite continuar con la obra. Dios desea que Su voluntad, la cual nos da a conocer en nuestra intuición, sea el principio que rija nuestra conducta. Aunque nuestros deseos coincidan con los Suyos, no permitirá que los obedezcamos. Sólo debemos obedecer Su voluntad y negarnos todo deseo personal. Esta es la sabiduría de Dios. Aunque algunas veces nuestros deseos concuerden con Su voluntad, El no permitirá que ellos nos gobiernen, porque todavía son nuestros deseos. Si se nos permite obedecer nuestros deseos, aunque sean buenos y justos, daremos lugar a nuestro yo.

A pesar de que algunos de nuestros deseos correspondan a la voluntad de Dios, Él los rechaza debido a que se originaron en nuestro yo. El desea que rompamos por completo con todo lo que amamos que no sea El mismo. Aunque las cosas que deseemos tal vez sean excelentes, El no quiere dar cabida a los deseos independientes de nuestro yo. Debemos depender de Él en todo. El no desea nada que no dependa de El. Es así como nos lleva adelante, paso a paso, a que nos neguemos por completo a la vida del alma.

Si el creyente desea seriamente llevar una vida espiritual genuina, debe cooperar con Dios y dar muerte a los deseos. Todo nuestro interés, nuestras tendencias y todo lo que amamos, debe morir. Debemos gustosamente aceptar la oposición de los hombres, su desprecio, su rudeza, su incomprensión y sus críticas, y permitir que todo lo que contradice nuestros deseos naturales quebrante nuestra vida anímica. Debemos aprender a aceptar todos los sufrimientos, las aflicciones y aun una posición humilde como algo dispuesto por Dios para nosotros. No importa cuánto sufra la vida de nuestra alma ni cuanto se incomoden o se hieran nuestros sentimientos, tenemos que experimentar todo esto con perseverancia. Si experimentamos la cruz, en poco tiempo veremos crucificada la vida de nuestro yo. Llevar la cruz equivale a ser crucificado. Cada vez que aceptamos en silencio lo que nos sobreviene en contra de nuestros deseos naturales, agregamos otro clavo que fija nuestra vida anímica más firmemente a la cruz. Toda vanagloria debe ser crucificada. Nuestro deseo de ser vistos, honrados, alabados, exaltados y reconocidos debe ser crucificado. Nuestro deseo de presentar nuestras necesidades debe ser crucificado. Todo adorno externo por el que obtenemos los elogios de las personas tiene que ser crucificado. Toda exaltación y jactancia personal también tienen que morir en la cruz. Debemos abandonar lo que nosotros deseamos, sea lo que sea. Para Dios todo lo que proceda de nosotros mismos es corrupto. ¿Cómo puede nuestra parte emotiva no sentir pena por nuestros deseos insatisfechos? La redención requiere que nos despojemos de la vieja creación. La voluntad de Dios y nuestros deseos anímicos no pueden coexistir. Si el creyente desea seguir al Señor debe ir en contra de sus propios deseos.

Ya que éste es el propósito de Dios, El dispuso que el creyente pase por muchas pruebas para que todos sus deseos, como la escoria, sean consumidos por el fuego de los sufrimientos. Tal vez el creyente aspira a obtener una posición elevada, pero el Señor no le permite ser exaltado; puede tener muchas esperanzas, pero el Señor no le permite tener éxito en nada, sino que hace que todas sus esperanzas se desvanezcan. Tal vez tenga muchos deleites, pero el Señor se los quitará, hasta que no le quede ninguno ni la posibilidad de volver a obtenerlos. El creyente codicia la gloria, pero el Señor le impone vergüenzas. En los designios del Señor casi nada coincide con los pensamientos del creyente; todo parece ser el castigo de Su vara. Aunque el creyente lucha intensamente, el Señor, aunque no se sabe que es El, lo está guiando a encontrarse cara a cara con la muerte. Es como si todo estuviera muerto; como si todo lo condujera a la muerte, como si todo operara para que perdiera la esperanza de vivir. Es en ese momento cuando el creyente comprende que no puede escapar de la muerte y que todo se lo debe a Dios; entonces cede a Él y escoge voluntariamente morir. Esto le hace perder la vida del alma a fin de vivir plenamente en Dios. Dios tuvo que hacer muchas cosas para conducirlo a esta muerte. El creyente debe perseverar durante largo período, pero una vez que ha pasado por la muerte, todo estará bien, y Dios obtendrá lo que se había propuesto con él. Después de esto avanzará rápidamente en su experiencia espiritual.

Cuando el creyente ya no tiene interés en sí mismo, puede someterse plenamente a Dios ya que está dispuesto a ser lo que Dios desea; sus deseos personales ya no son contrarios a los de Dios, y ya no anhela nada, excepto a Dios. Su vida es sencilla y no espera ni exige ni codicia nada; se somete voluntariamente a la voluntad de Dios. Una vida que se sujeta a la voluntad de Dios es la vida más sencilla que hay sobre la tierra porque es una vida que no anhela nada que satisfaga al yo, sino que obedece a Dios en silencio.

Cuando el creyente está dispuesto a abandonar sus propios deseos, su vida halla el verdadero reposo. Antes estaba lleno de deseos, agotaba su ingenio, sus fuerzas, su astucia, sus engaños y sus métodos con tal de obtener lo que deseaba. Su corazón siempre estaba confuso. Mientras iba en pos de lo que deseaba, se llenaba de ansiedad y angustia. Cuando era derrotado, se preocupaba e irritaba. ¿Cómo podría alguien descansar en esas condiciones? Los creyentes que aún no han abandonado sus propios deseos ni se han sometido totalmente a Dios, se desaniman por los cambios que sufren las relaciones humanas, las condiciones imprevistas de sus circunstancias, las adversidades en su vida, su soledad y muchas otras cosas externas. Es muy común ver el desánimo en aquellos cuyas emociones son fuertes; también la ira es provocada por los deseos naturales. El creyente se enoja, se angustia o se enfurece cuando las circunstancias no concuerdan con sus deseos, y para él son injustas. Vemos que todas estas expresiones emocionales son reacciones a la forma en que las personas lo tratan. Sus emociones agradables son fácilmente perturbadas, provocadas y heridas por los demás. El creyente por naturaleza desea amor, respeto, comprensión y aceptación de los demás, y cuando no los obtiene, murmura y se queja. ¿Quién puede evitar todo esto? ¿Existe alguien que, viviendo en este mundo hostil, haya cumplido plenamente sus deseos? El creyente emotivo nunca hallará descanso en su vida.

El creyente solamente obtiene descanso cuando se conduce en conformidad con su espíritu, no busca complacer sus deseos y está satisfecho con lo que Dios le da.

El Señor Jesús les dijo a Sus discípulos: “Tomad sobre vosotros Mi yugo, y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas (Mateo. 11:29). La palabra “almas” se refiere especialmente a la parte emotiva. El Señor Jesús conoce las pruebas por las que pasa Su pueblo. El sabía que así como el Padre lo trató a El, del mismo modo permitiría que ellos estuvieran solos y que fueran calumniados y menospreciados por los hombres (versiculo. 27). Sabía que el Padre celestial permitiría que les sobrevinieran muchas adversidades para que se fueran desacostumbrando al mundo. El sabe lo que sienten las almas de los creyentes mientras pasan por el horno de fuego. Por esta razón les dice que deben aprender de El para que hallen reposo para sus emociones. Como El era manso, no le afectaba la manera en que los demás lo trataban, y gustosamente soportaba la oposición de los pecadores. Por ser humilde, se humilló voluntariamente y no tenía ambición. Los que son ambiciosos se sientes dolidos, airados e inquietos cuando no obtienen lo que desean. El Señor vivió en este mundo con toda mansedumbre y humildad; así que sus emociones no pudieron ser afectadas. Dijo que necesitábamos aprender de El y que debemos ser tan mansos y tan humildes como El. También dijo que debemos llevar su yugo sobre nosotros, lo cual significa que debemos ser restringidos. El Señor tomó Su propio yugo, el yugo de Dios; a El sólo lo satisfacía la voluntad de Dios. Siempre que Dios lo reconociera, no importaba si otros estaban en contra de El. Aceptó voluntariamente las restricciones que Dios le impuso, y ahora nos dice que debemos llevar Su yugo, aceptar Sus restricciones y conducirnos sólo según Su voluntad, sin buscar libertad para la carne. Esto evitará que nuestras emociones sean perturbadas o provocadas por alguna cosa. Esto es la cruz. Si el creyente está dispuesto a recibir la cruz del Señor, y se somete totalmente a El, hallará reposo para sus emociones.

Esta es una vida satisfecha. El creyente ya no desea nada porque hizo la voluntad de Dios y está plenamente satisfecho con ella. Dios mismo satisfizo su deseo. Para él todo lo que Dios le dio, todo lo que dispuso para él y todo lo que le exige y le ordena es bueno. Ya no busca su propio placer, pues se deleita en hacer la voluntad de Dios. Antes tenía muchos deseos desenfrenados, pero ya aprendió a morir a sus propios deseos y a satisfacerse sólo con la voluntad de Dios. Ya no busca lo que le gusta y no por esforzarse, sino porque la voluntad de Dios lo satisfizo. Está satisfecho y ya no tiene necesidades. Esta clase de vida sólo puede expresarse con la palabra satisfecho. Una de las características de la vida espiritual es la satisfacción. No en el sentido de sentirse uno suficiente ni complacido a sí mismo, ni por tener abundancia, sino porque el creyente suplió todas sus necesidades en Dios (en la voluntad de Dios), y para él la voluntad de Dios es lo mejor. Está satisfecho y no desea nada más. Los creyentes que viven centrados en sus emociones tienen muchos deseos porque no creen que lo que Dios dispuso es lo mejor. Desean más, llegar más alto, ser más grandes y más felices, tener más gloria y destacarse más. Pero una vez que el Espíritu Santo actúa en lo profundo de su ser mediante la cruz, los creyentes ya no aman nada ni desean nada según ellos mismos, pues sus deseos son satisfechos con Dios.

A estas alturas, los deseos del creyente son totalmente renovados. Esto no significa que después no pueda haber fracasos. Su deseo se unió al de Dios. No sólo dejó de resistir al Señor, sino que se deleita en lo que le place a Dios. No se esforzó por suprimir sus deseos; sino que se deleita en lo que Dios le exige y en lo que Dios se deleita. Si Dios quiere que sufra, le pide a Dios que lo haga sufrir, y halla que el sufrimiento es agradable. Si a Dios le place que sea herido, con gusto usaría sus manos para herirse a sí mismo. En tal caso, se deleitaría en la aflicción más que en la prosperidad. Si Dios desea humillarlo, coopera con El alegremente humillándose. Sólo disfruta lo que Dios disfruta, y no busca nada aparte de Dios. Si Dios no lo exalta, él no procura ser exaltado ni resiste a Dios; por el contrario, recibe todo lo que El le concede, ya sea algo dulce o amargo.

La cruz produce frutos. Toda crucifixión traerá como fruto la vida de Dios. Los que voluntariamente aceptan la cruz práctica que Dios les da, experimentarán una vida espiritual sin mezclas. Cada día debemos tomar la cruz en conformidad con lo que Dios desea para nosotros. Cada cruz, como parte de la obra de Dios en nosotros, tiene su misión específica. No permitamos que ninguna cruz que nos sobrevenga sea en vano.