Watchman Nee Libro Book cap. 23 Mensaje para edificar a los creyentes nuevos
PERDÓN Y RESTAURACIÓN
CAPÍTULO VEINTITRÉS
PERDÓN Y RESTAURACIÓN
Lectura bíblica: Mt. 18:21-35, 15-20; Lc. 17:3-5
¿Qué debemos hacer cuando un hermano nos ofende? Todos debemos hacernos esta pregunta. ¿Qué debemos hacer cuando nosotros no hemos ofendido a alguien, sino que el agravio ha sido cometido en contra nuestra? Si leemos detenidamente los pasajes de la Palabra del Señor, que se sugieren como lectura bíblica para este capítulo, nos daremos cuenta de que no sólo debemos perdonar al hermano que nos ha ofendido, sino que, además, debemos restaurarlo. Examinemos primeramente lo que es el perdón.
I. DEBEMOS PERDONAR A NUESTROS HERMANOS
A. Perdonar es un requisito
Dice en Mateo 18:21-22: “Entonces se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces pecará mi hermano contra mí y yo le tendré que perdonar? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete”.
En Lucas 17:3-4 dice: “Mirad por vosotros mismos. Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y si siete veces al día peca contra ti, y siete veces vuelve a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale”.
Los versículos en Mateo nos dicen que debemos perdonar a aquel hermano que haya pecado contra nosotros, y que debemos estar dispuestos a hacerlo no solamente siete veces, sino hasta setenta veces siete. Los versículos en Lucas nos dicen que si un hermano peca contra nosotros siete veces al día y siete veces regresa arrepentido, tenemos que perdonarle. No se preocupe si su arrepentimiento es genuino o no; nuestra responsabilidad es que tenemos que perdonarle.
Perdonar siete veces no son muchas, pero siete veces en un solo día es demasiado. Supongamos que la misma persona nos ofende siete veces en un solo día, y cada vez que esto sucede, nos dice que ha pecado contra nosotros. ¿Aún creería usted que su confesión es genuina? Me temo que pensaría que su confesión no es sincera. Por esta razón Lucas 17:5 dice: “Dijeron los apóstoles al Señor: Auméntanos la fe”. Ellos se dieron cuenta de que hacer esto era difícil. Les parecía inconcebible que un hermano ofenda siete veces al día y luego se arrepienta esas siete veces; por eso ellos no lo pudieron creer y dijeron: “Señor, auméntanos la fe”. Así que, los hijos de Dios debemos perdonar sin guardar ningún rencor, aun si nos piden hacerlo siete veces al día.
B. La medida de Dios
El Señor continuó con una parábola en Mateo 18:23-27: “Por lo cual el reino de los cielos es semejante a un rey que quiso hacer cuentas con sus siervos. Y comenzando a hacer cuentas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, mandó el señor que fuera vendido él, su mujer y sus hijos, y todo lo que tenía, para que se le pagase la deuda. Entonces aquel siervo, postrado, le adoró, diciendo: Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. El señor de aquel esclavo, movido a compasión, le soltó y le perdonó la deuda”.
El esclavo debía diez mil talentos, una suma de dinero muy grande que no podía pagar porque carecía de los medios necesarios. De la misma manera, jamás podríamos pagarle a Dios todo lo que le debemos. Esta deuda excede a cualquier deuda que hombre alguno pudiese haber adquirido con nosotros. Si hacemos un cálculo de todo lo que le debemos a Dios, habremos de perdonar con suma generosidad lo que nos debe el hermano, pero si olvidamos la inmensa gracia que hemos recibido de Dios, nos tornaremos en personas despiadadas. Es necesario que sepamos estimar cuánto le debemos nosotros a Dios, para poder darnos cuenta de cuán poco los demás nos deben a nosotros.
El esclavo no tenía con qué pagar, por eso su señor “mandó que fuera vendido él, su mujer y sus hijos, y todo lo que tenía, para que se le pagase la deuda”. Pero en realidad, aunque hubiese vendido todo, no habría terminado de pagar toda su deuda. “Entonces aquel siervo, postrado, le adoró, diciendo: Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo”.
Es difícil para los hombres entender claramente lo que es la gracia y el evangelio. Con frecuencia pensamos que si bien no podemos saldar nuestra deuda ahora, sí podremos hacerlo en el futuro. En estos versículos, sin embargo, vemos que aun si el esclavo hubiese vendido todo cuanto poseía, ello no habría bastado para saldar la deuda que contrajo. No obstante le dijo: “Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo”. Su intención era buena. Él no estaba tratando de evadir su deuda. Todo lo que pedía al señor era más tiempo, porque su intención era pagar todo. Sin embargo, tal pensamiento sólo puede provenir de aquellos que no conocen la gracia.
“El señor de aquel esclavo, movido a compasión, le soltó y le perdonó la deuda”. Este es el evangelio. El evangelio no consiste en que Dios trabaje por nosotros para concedernos lo que pensamos que necesitamos. Quizás usted diga: “Señor, ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo”. Sin embargo, el Señor no responde diciendo: “Paga con lo que tienes y el resto págalo después”. No. ¡Él perdonó todas nuestras deudas! La gracia del Señor no guarda proporción alguna con nuestras oraciones y peticiones. Nuestro Señor actúa en nuestro favor y responde a nuestras oraciones conforme a lo que Él tiene. El amo de aquel esclavo le concedió la libertad y le perdonó la deuda. ¡Así es la gracia de Dios; tal es Su medida! Todo aquel que le pida a Dios de Su gracia, la recibirá, aunque su concepto de la gracia sea muy limitado. Tenemos que tener bien en claro este principio: el Señor se deleita en conceder gracia a los hombres. Siempre y cuando anhelemos la gracia, aunque sea un poco, Él la derramará sobre nosotros. Él sólo teme que no se la pidamos. En cuanto uno manifiesta tal esperanza y exclama: “Oh, Señor ¡Ten misericordia de mí!”, el Señor derramará Su gracia sobre uno. Más aún, Él derrama Su gracia no conforme a nuestros deseos, sino como a Él le complace. Quizás nosotros pensemos que basta con que se nos dé un dólar, pero Él nos dará diez millones de dólares, no solamente un dólar; pues Él actúa en conformidad con lo que Él es, y para Su satisfacción. Nosotros nos contentaríamos con un dólar, pero Dios no puede dar tan poco. Él tiene que dar todo conforme a Su propia medida o Él no nos da nada.
Necesitamos darnos cuenta de que la salvación se realiza en el hombre según la medida de Dios. La salvación no se efectúa conforme al pensamiento del hombre. Se realiza en el hombre conforme al pensamiento y al plan de Dios.
El criminal que estaba en la cruz al lado del Señor, le imploró: “Acuérdate de mí cuando entres en Tu reino”. El Señor escuchó su oración; sin embargo, Su respuesta no correspondió con lo que este criminal le pedía. En lugar de ello, Él le dijo: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc. 23:42-43). Dios salva al hombre según Su propia voluntad, no la del pecador. La salvación no es según los pensamientos producidos por la limitada mentalidad del pecador, de cómo Dios debe trabajar para él. Más bien, la salvación es la obra de Dios sobre los pecadores según Su propio pensamiento. El Señor no esperó hasta que viniese Su reino para acordarse de aquel hombre, sino que le prometió que ese mismo día estaría con Él en el Paraíso.
El recaudador de impuestos oraba en el templo y se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Lo único que él pedía era que Dios le fuera propicio; sin embargo, Dios no le respondió según su oración. El Señor Jesús dijo: “Este descendió a su casa justificado en lugar del otro” (Lc. 18:9-14). En otras palabras, ese pecador recibió la justificación, lo cual era mucho más de lo que él esperaba. El pecador no tenía la menor idea de ser justificado; simplemente esperaba recibir compasión; no obstante, Dios lo justificó. Esto significa que Dios ya no le veía como un pecador, sino como una persona justificada. Dios no sólo perdonó sus pecados, sino que lo justificó. Esto muestra que Dios no realiza Su salvación en conformidad con el pensamiento humano, sino conforme a Su propia manera de pensar.
Podemos ver este mismo principio con ocasión del retorno del hijo pródigo. (15:11-32). Al regresar, estando todavía muy lejos de su casa y antes de ser recibido por su padre, el hijo pródigo estaba dispuesto a servir como jornalero. Pero al llegar a casa, su padre no le pidió que fuera su siervo, sino que le pidió a sus esclavos que sacaran el mejor vestido y se lo pusiesen, le puso un anillo en la mano, le calzó con sandalias y mató el becerro gordo para comer y regocijarse, porque el hijo que estaba muerto, había revivido; estaba perdido y había sido hallado. Este pasaje bíblico nos muestra, una vez más, que Dios no lleva a cabo Su salvación de acuerdo a la manera de pensar que es propia del pecador, sino en conformidad con Su propia manera de pensar.
Marcos 2 nos habla de cuatro hombres que llevaron un paralítico al Señor Jesús; y al no poder acercarlo al Señor a causa de la multitud, ellos quitaron el techo del cuarto en el que estaba el Señor, y bajaron la camilla en que yacía el paralítico con la esperanza de que el Señor Jesús lo sanara y este pudiese levantarse y caminar. Sin embargo, el Señor Jesús le dijo: “Hijo, tus pecados te son perdonados” (v. 5). El Señor Jesús no sólo lo sanó, sino que también perdonó sus pecados. Esto también nos muestra que Dios actúa como a Él le place. Lo único que nosotros necesitamos hacer es acercarnos a Dios y pedir, no importa si lo que pedimos es suficiente. Esto también nos dice que Dios siempre actúa según Su propia satisfacción y no la del pecador. Por lo tanto, no debiéramos considerar la salvación desde nuestro propio punto de vista, sino desde el punto de vista de Dios.
C. La expectativa de Dios
Dios tiene una sola expectativa con respecto a nosotros: que aquellos que desean recibir gracia, aprendan primero a impartir gracia a otros. Todo aquel que vaya a recibir gracia, primero tiene que aprender a compartirla con los demás. Cuando recibimos gracia, Dios espera que la compartamos con otros.
En Mateo 18:28-29 se nos dice: “Pero saliendo aquel siervo, halló a uno de sus consiervos, que le debía cien denarios; y asiendo de él, le ahogaba, diciendo: Págame lo que me debes. Entonces su consiervo, cayendo a sus pies, le rogaba, diciendo: Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré”. El Señor nos muestra aquí que nosotros le debemos a Él diez mil talentos, pero a nosotros sólo nos deben cien denarios. Cuando le decimos al Señor: “Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo”, Él no sólo nos deja ir en libertad, sino que perdona toda nuestra deuda. Nuestro consiervo, nuestro hermano, lo que nos debe a lo más es cien denarios, y cuando nos dice: “Ten paciencia conmigo y yo te lo pagaré”, tiene la misma esperanza y la misma súplica que tenemos nosotros. ¿Cómo entonces, no hemos de tenerle paciencia? Pero el siervo de esta historia “no quiso, sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase la deuda” (v. 30).
El Señor contó tal parábola para exponer lo poco razonables que son aquellos que no perdonan. Si no perdonamos a nuestro hermano, somos el esclavo mismo mencionado en estos versículos. Cuando leemos esta parábola, nos sentimos indignados contra este siervo. ¡Cómo es posible que después que su señor le haya perdonado la deuda de diez mil talentos, él rehúse perdonar los cien denarios que su consiervo le debía. ¡Además, echó a su consiervo en la cárcel para que le pagase la deuda! Ciertamente, este hermano actuó conforme a su propia norma de “justicia”. Sin embargo, un creyente debe examinarse a sí mismo conforme a la justicia, pero debe tratar a los demás en conformidad con la gracia. Puede ser que un hermano nos deba algo, y el Señor también sabe que su hermano le debe algo. Sin embargo, también nos muestra que si no perdonamos, no estamos tratando a otros en conformidad con la gracia. De ser así, Dios considera que carecemos de gracia.
Los versículos 31-33 dicen: “Viendo sus consiervos lo que pasaba, se entristecieron mucho, y fueron y explicaron a su señor todo lo que había pasado. Entonces, llamándole su señor, le dijo: Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti?”. El Señor espera que nos comportemos con los demás de la misma manera que Él se comportó con nosotros. Él no nos hace exigencias que son conforme a la justicia; del mismo modo, Él espera que nosotros tampoco hagamos tales exigencias a los demás. El Señor ha perdonado nuestras deudas según la misericordia; asimismo, Él tiene la expectativa de que nosotros también perdonemos las deudas de los demás según la misericordia. El Señor espera que midamos a los demás con la misma medida con que Él nos midió. El Señor nos ha impartido Su gracia conforme a Su buena medida, la cual es apretada, remecida y rebosante; Él espera que nosotros también hagamos lo mismo con los demás conforme a Su buena medida, la cual es apretada, remecida y rebosante. El Señor espera que hagamos a nuestro hermano lo mismo que Él ha hecho con nosotros.
Lo más horrible a los ojos de Dios es que una persona que fue perdonada se niegue a perdonar. No hay nada tan feo que no perdonar cuando uno ha sido perdonado, o no ser misericordioso cuando uno ha recibido misericordia. Una persona no debería recibir gracia para sí, y luego negarle dicha gracia a los demás. Es imprescindible que toda persona aprenda delante del Señor a tratar a los demás de la misma manera en que el Señor la trató a ella. Ciertamente es detestable que una persona que ha recibido gracia, se la niegue a los demás. Es muy desagradable ver a una persona que ha sido perdonada y que se niega a perdonar a otros. Dios desaprueba que una persona cuya deuda ha sido perdonada, exija de los demás el pago de alguna deuda. Él tampoco se complace en las personas que, a pesar de que ellas mismas tienen una serie de deficiencias, no son capaces de olvidar los defectos de los demás.
El amo, en aquel pasaje bíblico, le preguntó al esclavo: “¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti?”. Dios desea que seamos misericordiosos con otros, así como Él ha sido misericordioso con nosotros. Debemos aprender a ser misericordiosos con nuestros semejantes y a perdonarlos. Si hemos experimentado la gracia y el perdón de Dios, debemos aprender a perdonar las deudas de otros. Debemos aprender a perdonarlos, manifestarles misericordia y concederles gracia. Debemos levantar nuestros ojos al Señor y decirle: “Señor, Tú perdonaste mi deuda de diez mil talentos. Estoy dispuesto a perdonar a aquellos que me han ofendido hoy. Además, estoy dispuesto a perdonar a los que me ofenderán en el futuro. Tú perdonaste mis grandes pecados, yo también quiero ser como Tu, y en esta pequeñez quiero aprender a perdonar a los que me ofenden”.
D. La disciplina de Dios
El versículo 34 agrega: “Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta que pagase todo lo que le debía”. Este hombre, quien vino a estar bajo la disciplina de Dios, fue entregado a los verdugos hasta que pagase todo lo que debía.
En el versículo 35 dice: “Así también Mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de corazón cada uno a su hermano”. Este es un asunto muy serio. Esperamos que nadie caiga en las manos de Dios. Debemos perdonar de corazón a nuestro hermano, tal como Dios nos ha perdonado de corazón. Esperamos que todos los hermanos y hermanas aprendan a perdonar todas las ofensas. No trate de recordar los pecados de su hermano, ni le pida que pague lo que debe. Los hijos de Dios, debemos ser iguales a Dios en este asunto. Puesto que Dios nos trata con mucha generosidad, Él también espera que nosotros tratemos a nuestros hermanos con la misma generosidad.
II. CÓMO RESTAURAR AL HERMANO
Sólo perdonar a nuestro hermano no es suficiente, pues ello solamente se encarga del aspecto negativo. Todavía es necesario que nuestro hermano sea restaurado. Este es el mandamiento que está en Mateo 18:15-20.
A. Hablar con el que nos ofendió
Mateo 18:15 dice: “Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando a solas tú y él; si te oye, has ganado a tu hermano”. Entre los hijos de Dios ocurren ofensas constantemente. Si un hermano nos ofende, ¿qué debemos hacer? El Señor dice: “Ve y repréndele estando a solas tú y él”. Si un hermano lo ofende, lo primero que no debe hacer es ir a decírselo a otros. No hablemos de esto con los hermanos o hermanas, ni con los ancianos de la iglesia, ni hagamos de ello el tema de nuestras conversaciones. Esto no es lo que el Señor nos manda. Si un hermano nos ofende, lo primero que tenemos que hacer es ir y decírselo a él.
Con frecuencia se crean problemas cuando un hermano ofende a otro, y el ofendido lo hace público, hablando sin cesar de ello hasta que toda la iglesia se entera con excepción del hermano que supuestamente ofendió. Generar tales habladurías es propio de la conducta de una persona de carácter débil; tal persona no se atreve a hablar personalmente con el hermano que lo ofendió. Sólo se atreve a hablar del asunto cuando dicha persona está ausente, mas no se atreve a decírselo cara a cara. Ciertamente es algo muy sucio hablar a espaldas de otros y divulgar chismes. Ciertamente se deben tomar medidas con respecto al agravio cometido por nuestro hermano, pero al Señor no le agrada que nuestra primera reacción sea quejarnos ante los demás. La primera persona a quien debemos hacérselo notar es al autor de la ofensa, quien está directamente involucrado en tal asunto. Si aprendemos bien esta lección básica, le ahorraremos muchos problemas a la iglesia.
¿Cómo debemos hablarle a quien nos ofendió? ¿Quizás debemos escribirle una carta? Pero esto no es lo que el Señor nos ordenó. El Señor no nos dijo que debemos manejar estas situaciones por escrito. Por el contrario, Él nos dijo que debíamos acudir personalmente a dicho hermano. Sin embargo, así como es incorrecto hablar de un asunto a espaldas de otro, es igualmente erróneo hablar con él delante de muchas personas. El asunto se debe comunicar “estando a solas tú y él”. Muchos hijos de Dios yerran en este asunto, porque hablan de lo sucedido cuando mucha gente está presente. Pero el Señor nos ordena hablar únicamente a las personas involucradas. En otras palabras, las transgresiones cometidas por individuos deben ser examinadas únicamente por los individuos involucrados, y no se debe involucrar a una tercera persona.
Necesitamos aprender esta lección ante Dios: nunca debemos hablar a espaldas de un hermano que nos haya ofendido, ni hablarle en presencia de muchas personas. Debemos hacerle notar su falta estando a solas con él. No tenemos que hablar de otras cosas ni traer a colación otros problemas; sólo necesitamos mostrarle la falta. Esto requiere de la gracia de Dios y es una lección que los hijos de Dios tienen que aprender.
Algunos hermanos y hermanas pueden pensar que esto es demasiada molestia, y en realidad así es; pero no pueden asustarse de los problemas si desean andar conforme a la Palabra de Dios. Si creemos que la ofensa es demasiado insignificante como para molestarnos, tal vez no sea necesario hablar con el que nos ofendió y, si no hablamos con él, tampoco es necesario que los demás se enteren. Si el asunto nos parece insignificante, simple y trivial, y comprendemos que no reviste de mayor importancia, tampoco deberíamos hablar de esto con otros. No debemos pensar que, aunque no es necesario hablar con quien nos ofendió, los demás necesitan estar informados de lo que sucedió. Si desea hablar del asunto, hágalo con el ofensor a solas. Si no hay necesidad de hablar al respecto, simplemente guarde silencio. No está bien que todos se enteren de la situación, menos el hermano que cometió la falta.
B. Nuestro propósito al hablar
con aquel que nos ofendió
La segunda parte del versículo 15 dice: “Si te oye, has ganado a tu hermano”. Este es el motivo por el cual hablamos con él. El propósito al hablar con nuestro hermano no es ser remunerados; la única razón es: “Si te oye, has ganado a tu hermano”.
Por consiguiente, lo importante no es cuanto daño hayamos recibido, sino el hecho de que si tu hermano te ha agraviado, y si dicho asunto no ha sido aclarado, él no podrá llegar a Dios, pues tendrá obstáculos en su comunión y en sus oraciones. Esta es la razón por la cual nosotros tenemos que amonestarlo. Así que, no es un asunto de desahogar nuestros sentimientos heridos, sino que es una responsabilidad que nos compete. Si lo único que está en juego es nuestra susceptibilidad, tal asunto carece de importancia y no representa problema alguno para nosotros. Si este fuera el caso, y parece que puede superarlo, entonces no sería necesario que procure hablar al respecto, ni con el hermano que lo ofendió ni con ninguna otra persona. Usted conoce mejor que nadie la seriedad que verdaderamente reviste dicho asunto, por ende, sobre usted recae la responsabilidad de determinar si debe ir o no. Tal responsabilidad le compete a la persona que sepa discernir con mayor claridad tal situación. Hay muchas cosas que se pueden pasar por alto, pero también hay muchas otras que se deben afrontar responsablemente. Si se han producido algunos agravios que verdaderamente harán tropezar a nuestro hermano, debemos hacerle notar tales faltas en cuanto estemos a solas con él. Al tomar medidas con respecto a tales asuntos, debemos hacerlo con sumo cuidado. Quizás usted pueda superar dicho incidente con facilidad, pero es posible que la otra persona tenga dificultades para hacer lo mismo; pues él ha cometido un agravio en la presencia de Dios, y Dios todavía no le ha perdonado. Si un hermano nuestro a cometido un error que ha puesto en peligro su relación con Dios, este no es un asunto insignificante y usted debe acudir a su hermano para conversar con él con toda claridad. Usted debe buscar un momento propicio en el que usted y su hermano se encuentren a solas para decirle: “Hermano, no estuvo bien que usted me agraviara de esa manera. Su ofensa arruinará su porvenir delante de Dios, pues ella creará obstáculos y le acarrearán pérdidas a usted delante de Dios”. Si él le escucha, “has ganado a tu hermano”. De esta manera, usted habrá restaurado a su hermano.
Hoy en día, son muchos los hijos de Dios que no obedecen la enseñanza contenida en este pasaje de la Palabra. Algunos suelen hablar a todo el mundo sobre las faltas cometidas por los demás, y les gusta divulgar tales cosas continuamente. Hay otros que no dicen nada al respecto en presencia de los demás, pero que jamás perdonan y que siempre guardan rencor en su corazón. Otros perdonan, pero no se preocupan por restaurar al hermano. Sin embargo, esto no es lo que el Señor desea que hagamos. Es incorrecto divulgar las faltas de los demás; también es erróneo guardar silencio y abrigar rencores en nuestro corazón, como también es erróneo perdonar pero no ir a exhortar.
El Señor no dijo que basta con que perdonemos al hermano, sino que además nos mostró que tenemos la responsabilidad de restaurar al hermano que nos ofendió. Puesto que ofender a alguien es algo grave, tenemos la responsabilidad de hablarle a quien nos haya ofendido por el bien de él, y tenemos que encontrar la manera de restaurar a nuestro hermano y recuperarlo. Al hablar con él, debemos hacerlo con la actitud apropiada y con una intención pura. Nuestro propósito es restaurar a nuestro hermano. Si nuestra intención es ganarlo, sabremos cómo hacerle notar su falta. Pero si nuestra intención no es restaurarlo, hablar con él sólo perjudicará nuestra relación con él. El propósito de exhortar no es pedir compensación, ni es justificar nuestros propios sentimientos, sino que el propósito es restaurar a nuestro hermano.
C. La actitud apropiada
al hablar con otros hermanos
Si nuestra intención es pura, sabremos cómo realizar esto paso a paso. En primer lugar, debemos tener un espíritu recto. Además, las palabras que utilicemos, la manera en que las digamos e incluso la actitud que manifestemos, incluyendo la expresión de nuestro rostro, nuestra voz y el tono de la misma, deberán ser correctas. Nuestro propósito es ganar al hermano, no solamente informarle de su error.
Si sólo pretendemos reprender a nuestro hermano, posiblemente nuestra reprensión puede ser correcta y que el uso de palabras severas se justifique; pero también es posible que debido a nuestra actitud, al tono de nuestra voz y a la expresión de nuestro rostro, jamás consigamos obtener la meta de “ganar a nuestro hermano”.
Es fácil hablar bien de un hermano o elogiar a una persona. También es muy fácil enojarnos con alguien. Todo lo que necesitamos hacer es dejar que nuestras emociones afloren y perderemos la paciencia. Sin embargo, hacerle notar a alguien sus faltas y, al mismo tiempo, restaurar y ganar a dicha persona, es algo que solamente puede ser realizado por aquellas personas que están llenas de gracia. Es imprescindible olvidarse completamente de uno mismo antes de poder ser humilde y manso, libre del orgullo y deseoso de asistir a aquellos que nos han ofendido. Así pues, lo primero que se necesita es ser, uno mismo, la persona adecuada.
Debe darse cuenta de que el Señor ha permitido que un hermano le ofenda debido a que Él desea favorecerlo a usted y lo ha elegido para ello. Así pues, Él le ha dado a usted una gran responsabilidad. Usted es Su vaso elegido, y Dios desea valerse de usted para restaurar a su hermano.
Si se ha sentido agraviado por un hermano en algún asunto pequeño, bastará con que usted le perdone y allí termina todo. No es necesario hacer nada más. Pero si algún hermano le ofende, y ello se ha convertido en un problema para usted, no debe cerrar sus ojos a dicho asunto afirmando que no representa problema alguno. Sí existe un problema, usted no puede ignorarlo. Si dicho problema no es resuelto, se convertirá en una carga para la iglesia. Y estas cargas con frecuencia debilitan a la iglesia, sangran la vida del Cuerpo, y desperdician la labor de los ministros quienes tratan de resolver tales problemas. Debemos aprender, delante de Dios, a resolver todos estos asuntos en cuanto surjan. Si una persona nos ofende, no debemos ignorarlo y procurar pasar por alto dicho asunto. Tenemos que tomar las respectivas medidas de la manera más apropiada. Sin embargo, al hacerlo, nuestro espíritu, nuestra actitud, nuestras palabras, nuestra expresión y el tono de nuestra voz deben ser los apropiados. Esta es la única manera en que podemos ganar a nuestro hermano.
D. Decirles a otros
El versículo 16 dice: “Mas si no te oye, toma contigo a uno o dos más, para que por boca de dos o tres testigos conste toda palabra”. Si a pesar de que usted busca a su hermano y conversa con él con una motivación pura, una actitud correcta y palabras amables, él se niega a oírlo, entonces vaya e infórmele a otros. Sin embargo, usted debe decirles a otros únicamente cuando el hermano que cometió el agravio se ha negado a escucharle. No debemos dar este paso a la ligera.
Si surge algún problema entre dos hijos de Dios, y ambos presentan dicha situación al Señor y toman las medidas correspondientes, el asunto será fácilmente resuelto. Pero supongamos que uno no es cuidadoso con sus palabras y el asunto llega a conocimiento de un tercer hermano; entonces el problema se hará más complejo y será más difícil de resolver. Cuando una herida no se ha contaminado, sanará con facilidad, pero si la suciedad entra en la herida y la infecta, ella no sólo será más dolorosa, sino que las impurezas harán más difícil que dicha herida se sane. Divulgar una ofensa innecesariamente a una tercera persona es como echarle tierra a una herida. Cualquier problema que se genere entre hermanos y hermanas debe ser resuelto directamente por las personas involucradas. Sólo se debe informar a otros hermanos cuando el hermano que nos ofendió haya rehusado escuchar nuestra amonestación. El propósito de decirles a otros no es para fomentar los chismes, sino a fin de invitar a otros a amonestar, ayudar y tener comunión junto con ellos.
Aquellos “uno o dos más” que se mencionan en este versículo, deben ser personas de peso en su medida espiritual. A estos debemos exponerles el caso y pedirle su opinión. Por su parte, estos hermanos deben saber discernir si la falta está con el hermano que ofendió o no. Los hermanos maduros deben orar y considerar el asunto delante del Señor, y entonces arbitrar conforme a su discernimiento espiritual. Si ellos sienten que la culpa la tiene el hermano que ofendió, deberán ir a dicho hermano y decirle: “Usted se ha equivocado en este asunto. Al hacer esto se ha alejado del Señor. Ahora para ser restaurado debe arrepentirse y confesar”.
“Para que por boca de dos o tres testigos conste toda palabra”. Estos “uno o dos testigos” no deben ser personas que les guste hablar en exceso. Es mejor no invitar a personas muy habladoras a tales reuniones, pues ellas no podrán convencer a los hermanos involucrados; es preferible invitar a aquellos que son dignos de confianza, honestos, espirituales y experimentados delante del Señor. De esta manera, por boca de estos dos o tres testigos constará toda palabra.
E. Finalmente, debemos decírselo a la iglesia
Leemos en el versículo 17: “Si rehúsa oírlos a ellos, dilo a la iglesia”. Si no podemos resolver el problema por nosotros mismos, debemos pedirle a uno o dos que nos ayuden. Sin embargo, si el que ofendió todavía rehúsa oírlos, tenemos que decirlo a la iglesia. Esto no significa que debemos comunicar el problema públicamente a toda la iglesia, sino que debemos decírselo a los ancianos responsables de la iglesia. Si la conciencia de la iglesia también considera que aquel hermano actuó mal, ciertamente así debe ser. Si aquel que cometió el agravio es una persona que anda delante de Dios, deberá renunciar a su propia perspectiva y parecer, y deberá aceptar el testimonio de los dos o tres testigos. Si no acepta el testimonio de dos o tres testigos, por lo menos deberá aceptar el veredicto de la iglesia. El parecer unánime y el juicio de la iglesia refleja lo que hay en el corazón del Señor. El hermano debe comprender que está mal ignorar lo que dice la iglesia, y debe ser manso; en lugar de confiar en sus propios sentimientos o juicios debe aceptar el sentir que tiene la iglesia.
¿Qué sucedería si aún se rehusara a oír? El versículo 17 añade: “Y si también rehúsa oír a la iglesia, tenle por gentil y recaudador de impuestos”. Estas son palabras muy severas. Si él rehúsa oír a la iglesia, todos los hermanos y hermanas de la iglesia ya no deben tener comunicación con él. Puesto que dicho hermano rehúsa reconocer su problema, la iglesia deberá considerarlo un gentil y un publicano, y cortar toda comunión con él. Pese a que él no está excomulgado, ninguno de los hermanos debe tener comunión con él. Cuando él hable, nadie debe escucharlo; si viene a partir el pan, deben ignorarlo; si ora, nadie debe decir “amén”. Puede venir cuando quiera y se puede ir de igual manera; sin embargo, todos deben considerarlo un extraño. Si los hijos de Dios tienen tal actitud en unanimidad, será fácil que tal hermano sea restaurado. El propósito de esta disciplina es la restauración.
El versículo 18 dice: “De cierto os digo que todo lo que atéis en la tierra, habrá sido atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, habrá sido desatado en el cielo”. Este versículo está relacionado con los anteriores, y nos muestra que el Señor en el cielo reconocerá lo que la iglesia haga en la tierra. Si una persona rehúsa oír a la iglesia, esta le tendrá por gentil y publicano, y nuestro Señor en el cielo reconocerá lo mismo.
Los versículos 19 y 20 también están relacionados con los versículos que los preceden: “Otra vez, de cierto os digo que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra acerca de cualquier cosa que pidan, les será hecho por Mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en Mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos”. ¿Por qué el versículo anterior dice: “Para que por boca de dos o tres testigos conste toda palabra”? Debido a que, como podemos ver aquí, el principio de los dos o tres es el principio de la iglesia. Cuando dos o tres consideran un asunto de manera unánime ante Dios y actúan de manera unánime, Dios respalda tal decisión. Los versículos de Mateo 18:18-20 hacen referencia a la resolución de los conflictos que se suscitan entre hermanos. Cuando un asunto se presenta delante de dos o tres personas y luego a toda la iglesia, el Padre reconoce en los cielos la decisión que se tome.
Quisiera aprovechar esta ocasión para tocar secundariamente otro asunto, y este es, ¿cómo la iglesia toma decisiones importantes? En Hechos 15 vemos que cuando los hermanos se reúnen, todos pueden hablar y debatir. Incluso aquellos que propugnaban guardar la ley podían levantarse y verter sus opiniones, aun cuando las mismas eran completamente erróneas. En otras palabras, todos los hermanos deben tener la misma oportunidad de expresar lo que piensan. Sin embargo, no todos los hermanos pueden ser árbitros sobre tales asuntos. Así pues, todos los hermanos pueden expresar lo que sienten delante del Señor, y después que los ancianos los han escuchado a todos ellos, estos deben expresar sus sentimientos delante del Señor, después de lo cual deben llegar a un juicio final sobre dicho asunto. Puede ser que los hermanos responsables compartan el mismo sentir delante del Señor. Tal sentir refleja el sentir de la iglesia; además, es la conciencia de la iglesia. Por ello, después que los ancianos han hablado, todos deben someterse a dicha decisión y proseguir unánimes junto con los ancianos. Este es el camino que debe seguir la iglesia. La iglesia no amordaza a nadie ni le prohíbe hablar a nadie, pero nadie debe hablar descuidada o irresponsablemente. Cuando llega el momento de tomar una decisión, los ancianos deben hablar bajo la dirección del Espíritu Santo, y todos los hermanos debemos prestarles atención. Si la autoridad del Espíritu Santo está presente en la iglesia, situaciones como la mencionada pueden resolverse sin dificultad. Pero si el Espíritu Santo no tiene autoridad en la iglesia y abundan las opiniones carnales, la iglesia no podrá tomar decisiones de ninguna clase. Debemos aprender a someternos a la autoridad del Espíritu Santo y a escuchar a la iglesia.
Que Dios nos conceda Su gracia para que seamos como nuestro Amo, quien estaba tan lleno de gracia. Si un hermano nos ofende, debemos perdonarlo de corazón, y no sólo eso, sino que debemos asumir la responsabilidad de restaurarlo acatando la Palabra de Dios. Que el Señor nos guíe a vivir esta clase de vida en la iglesia.