Watchman Nee Libro Book cap.13 El ministerio de la palabra de Dios
LA DISCIPLINA DEL ESPÍRITU SANTO Y LA PALABRA
CAPÍTULO TRECE
LA DISCIPLINA DEL ESPÍRITU SANTO Y LA PALABRA
Cuando un ministro de la Palabra predica, ¿de dónde procede su mensaje? El ministro de la Palabra de Dios no sólo debe pensar en lo que desea expresar, sino que sus palabras deben proceder de otra fuente. Examinemos en detalle esa fuente, ya que cuando la conozcamos, nos daremos cuenta de que muchas de nuestras palabras no deberían salir de nuestra boca, ni tomarse como la Palabra de Dios. Debemos mencionar de nuevo el hecho de que el ministerio de la Palabra y el elemento humano están íntimamente relacionados, y que en el ejercicio del ministerio de la Palabra, el hombre debe desarrollar todo un mensaje con las pocas palabras que Dios le haya proporcionado. La fuente y la base de ese mensaje son unas cuantas palabras que Dios da. El ministro usa sus propias palabras para proclamar el mensaje, pero lo que expresa es la palabra interna que Dios le confiere. En esto consiste ser ministro de la Palabra. En dicho ministerio se hallan los elementos humanos, de lo cual debemos estar conscientes. Debemos comprender que las palabras se comunican por conducto del hombre.
Una persona se conoce por lo que expresa. Así que, según la persona que hable, Dios reconocerá lo expresado como Su propia palabra o no. Aunque dos personas reciban en su espíritu la misma luz y las mismas palabras, debido a la diferencia de calidad entre ellas, el ministerio de cada una es completamente distinto. Esta diferencia trae como resultado dos ministerios de la Palabra discordantes. Puede ser que tanto la revelación como la palabra interna sea la misma, pero los ministerios difieren debido a la personalidad del que lleva el mensaje. Esto nos induce a examinar el origen de lo que el hombre expresa. Aunque el mensaje proclamado proviene de la revelación, ésta se ve afectada por los elementos humanos. Por consiguiente, lo que somos determina lo que decimos. De modo que si somos el vaso adecuado, expresaremos las palabras apropiadas. Cuando el orador no es auténtico, no tiene valor lo que dice. Aunque en su discurso use palabras rebuscadas y exhiba gran elocuencia, no conduce a nada. De su boca no salen palabras espirituales. Si la persona es recta, sus palabras espontáneamente serán espirituales, exactas y de valor, pues surgirán de una íntima comunión con Dios. Así que, es importante que nos veamos a nosotros mismos si queremos ir al origen de nuestras palabras, ya que éstas manifiestan lo que somos.
LA DIFERENCIA EN LA CONSTITUCIÓN ESPIRITUAL PRODUCE UNA DIFERENCIA EN EL MENSAJE
Lo que somos determina el mensaje que proclamamos. Cuando Dios efectúa una obra de constitución en nosotros, es decir, cuando Su Espíritu nos disciplina y quebranta nuestro hombre exterior y tocamos lo espiritual, a tal grado que nuestro carácter comienza a cambiar, espontáneamente nuestras palabras se convierten en las del Espíritu. Lo que expresemos tendrá como base la obra de constitución que el Espíritu haya efectuado en nosotros, pues sin ella, el Espíritu no puede expresarse. Ya que el hombre natural no puede hablar por el Espíritu, éste debe reconstituirlo y cambiar su estructura. Después de que el Señor opera en nosotros por algunos años, comenzamos a experimentar la obra de reconstitución del Espíritu y llegamos a ser como una casa reconstruida. Debemos observar que lo que el Espíritu Santo expresa tiene como base Su obra de constitución; sin dicha obra, las palabras que expresamos no son genuinas. La reconstitución que el Espíritu efectúa en nosotros nos renueva y, por ende, lo que expresamos es puro.
Esta es la razón del excelso don de Pablo que se revela en 1 Corintios 7, donde se nos enseña una lección extraordinaria. Cuando la obra de constitución del Espíritu en el hombre es avanzada, confiable y espiritual, éste deja de estar consciente de la revelación, ya que ella se manifiesta espontáneamente. Para Pablo, la revelación no era algo extraordinario; la luz que recibía era tan normal que se confundía con sus propios pensamientos. Cuando la obra de constitución del Espíritu no es suficiente en el individuo, Dios no le da revelación. El capítulo siete de 1 Corintios es excepcional, pues allí vemos un hermano sumiso a Dios y constituido por el Espíritu, a tal grado que sus pensamientos y sentimientos se asemejan a los de Dios. La revelación de Dios se confundía con sus palabras, pues la conocía muy bien. Los elementos humanos se pueden elevar hasta converger con los de Dios. Pablo dijo que en cierto asunto no tenía mandamiento del Señor y que lo que expresaba eran sus propias palabras. Sin embargo, estaba constituido de Dios a tal grado que después de hacer esa declaración, añade: “Pienso que también yo tengo el Espíritu de Dios” (v. 40). Es crucial identificar la relación que la persona y la Palabra tienen. He aquí un hombre plenamente constituido por el Espíritu Santo, que cuando hablaba, comunicaba la Palabra de Dios sin hacer referencia a ninguna revelación en especial. Esta es la cumbre de la experiencia espiritual. Hay un adagio que dice que cuando la persona es recta, también lo son sus palabras. Pablo es una evidencia de ello. Cuando uno es constituido divinamente, sus palabras son las de Dios. Debemos prestar particular atención a este asunto. La disciplina que el Señor ejerce en una persona la purifica y la limpia, de tal manera que cuando habla, su discurso es el del Espíritu.
Tengamos presente que la obra de constitución que el Espíritu Santo efectúa en nosotros es el cimiento de nuestra enunciación. A muchas personas Dios no las puede usar. Sin embargo, debemos darnos cuenta de que aun entre los que le son útiles, el grado de constitución que el Espíritu Santo forja en ellos difiere; por ello, cada quien se expresa de diferente manera. Dos personas pueden ser de igual utilidad para el Señor y alcanzar la misma profundidad espiritual y, sin embargo, tener una constitución diferente. La revelación y la palabra interna pueden ser iguales, pero al existir diferencias en la constitución de los individuos, el mensaje que comunican no será el mismo. Aunque ambos sean excelentes ministros de la Palabra, debido a que poseen diferentes elementos, las palabras que proceden de ellos son distintas. La personalidad y la forma de expresarse de Juan eran diferentes a las de Pablo y a las de Pedro. Aunque todos ellos eran útiles a Dios en gran manera, lo que expresaban era inherente a cada uno. Pablo tenía su propia forma de expresarse, pero la Palabra de Dios también estaba en él; así que sus palabras eran las palabras de Dios. Lo mismo sucedía en el caso de Pedro. Estos dos apóstoles fueron constituidos profundamente por el Espíritu, y cuando hablaban, promulgaban la Palabra de Dios; aún así, el mensaje de cada uno era distinto.
LA FORMACIÓN DE LA PALABRA
Cuando el Señor Jesús estuvo en la tierra, era el Verbo de Dios hecho carne, y ahora nosotros también debemos ser el Verbo de Dios. Dios habló por medio de la carne y, ahora, una vez más, el Verbo de Dios se manifiesta en la carne. El pone Su Verbo en una persona y sigue expresándolo por medio de la carne. Debido a esto, nuestra carne necesita ser quebrantada hasta que lo que expresemos equivalga a la Palabra de Dios. Para poder llegar a este punto, necesitamos ser constituidos con el Espíritu Santo. Dios constituye algo en nuestro ser por medio del Espíritu que mora en nosotros; de tal manera que al meditar sobre ello y expresarlo, comunicamos la Palabra de Dios. La obra de constitución que el Espíritu Santo efectúa en nosotros hace que la Palabra de Dios sea nuestra palabra. El ministro de la Palabra de Dios debe permitir que el Espíritu lo constituya a tal grado que la Palabra sea parte de él. La obra de constitución que Dios efectúa en nosotros por medio de Su Espíritu debe manifestarse de tal modo que la mente de Dios y la nuestra lleguen a ser, no sólo compatibles, sino una sola; dicha obra debe ser tan poderosa que nuestras palabras no sólo sean similares a las de Dios, sino que sean el Verbo de Dios. Este es el resultado de la obra de constitución que el Espíritu Santo realiza. Cuando nuestras palabras se convierten en el Verbo de Dios, podemos decir que tenemos el ministerio del Nuevo Testamento, en el cual están Dios y el hombre; por lo tanto, cuando el hombre habla, Dios habla. Ya que el hombre debe proclamar la Palabra de Dios, ¡qué clase de persona debe de ser! ¡Qué quebrantamiento tiene que experimentar!
Examinemos ahora cómo Dios lleva a cabo la obra de constitución en nosotros. Dios forma las palabras internas en nosotros por medio de las circunstancias adversas en las que El nos pone. Puede ser que por días o meses no experimentemos más que sufrimientos. Estos son días de victoria y días de derrota; a veces tolerables y a veces insoportables; pero detrás de ellos está la mano providencial del Señor. Día tras día, incidente tras incidente, somos moldeados y gradualmente se aclaran las palabras que Dios crea en nosotros. Cuando entendemos un poco más, empezamos a hablar, y lo que expresamos, aunque son nuestras propias palabras, comunican las de Dios. Esto es muy importante. Es así como somos adiestrados. Supongamos que pasamos por una situación que nos causa dolor. Al principio no entendemos lo que nos acontece y posiblemente nos preguntemos por qué nos pasa aquello. Cuando todo se calma, todavía no entendemos nada; pero después de un tiempo, comprendemos que todo provino de la mano del Señor para nuestro propio beneficio.
A pesar de ello, el asunto no es tan simple, pues no todo se aclara inmediatamente. Parece que entendemos algo y a la vez no entendemos nada; pero aunque estamos en esa bruma, ésta gradualmente se disipa, y entonces recibimos una o dos frases. Esto nos proporciona las palabras que necesitamos. Muchas veces el Señor nos hace pasar por aflicciones muy severas que nos debilitan, al grado de pensar que no podemos vencerlas, e incluso creer que no podremos salir de ellas. Pero poco a poco empezamos a salir y vemos que podemos vencer. A menudo nos encontramos deliberando entre la victoria y la derrota, hasta que después de algunos días descubrimos que vencimos. Durante este tiempo, posiblemente sintamos que no podemos seguir adelante, pero vencemos diariamente. Cuando contamos todas las veces que hemos podido salir adelante, nos damos cuenta de que sin percibirlo, pudimos vencer. A lo largo de este proceso, la palabra en nosotros va tomando forma. Debemos comprender que el movimiento entre la luz y las tinieblas es el proceso que Dios usa para formar Su Palabra en nosotros. Mientras pasamos por las aflicciones, y mientras nuestros sentidos oscilan entre la confusión y la claridad, Dios forma Su Palabra en nosotros. Posiblemente pensemos que no podemos vencer, y sin embargo, estemos venciendo; quizá creamos que estamos a punto de caer, y con todo, todavía estemos en pie. Día tras día experimentamos cómo el Señor nos libra de diferentes situaciones. Esta liberación se convierte en la palabra en nuestro interior. Cuanto más avanzamos, más claridad y más palabras tenemos. Por medio de este proceso se forman las palabras en nosotros. El ministerio de la Palabra no surge espontáneamente; se forma. Mientras andamos a tientas en la oscuridad, percibimos cierta claridad, pero ésta es fugaz. Durante estos momentos de claridad vemos un poco, y la suma de ellos queda en nuestra memoria, lo cual llega a ser nuestras palabras y equivale a lo que experimentamos.
Para ser ministros de la Palabra, no solamente necesitamos la luz, los pensamientos, las palabras internas, las palabras externas y la memoria, sino también saber cómo transmitir la palabra que se forma en nosotros a consecuencia de la disciplina. Es por medio de ella que Dios produce las palabras en nosotros; así que, la manera de expresarnos determina el grado de disciplina que hayamos recibido. Por consiguiente, nuestro mensaje sólo se puede extender hasta donde el Señor nos haya corregido. Las experiencias que adquirimos durante el tiempo de prueba, equivalen al caudal de palabras que poseemos. Debemos entender que el Señor moldea nuestra persona con el objeto de que seamos competentes en la administración de Su Palabra. El se va grabando en nosotros para que lleguemos a ser Su oráculo. El adiestramiento y la experiencia que hayamos obtenido determinan la trascendencia de nuestras palabras. Dios desea que seamos uno con Su palabra, es decir, no es cuestión de pasar por la Palabra de manera teórica, sino de que Dios nos talle y nos moldee con ella. Sólo entonces nuestras palabras llegan a ser las palabras de Dios.
Permítanme plantear algunas preguntas. ¿Dónde se encuentra la luz de la revelación? Podríamos decir que se halla en el espíritu. Entonces, ¿por qué no la vemos continuamente? ¿Por qué la vemos esporádicamente? ¿Cuándo recibe revelación nuestro espíritu? Recibimos la luz de la revelación mientras somos depurados. Así que, si carecemos de la disciplina del Espíritu Santo, también careceremos de luz. Hay lugares y momentos específicos en los que podemos recibir la luz: en el espíritu y cuando pasamos por tribulaciones. Por medio de la disciplina divina recibimos revelación; así que, si la evadimos, perderemos la oportunidad de toparnos con un nuevo hallazgo. Necesitamos conocer la mano de Dios. Muchas veces Su mano está sobre nosotros, disciplinándonos poco a poco, hasta que empezamos a ceder. Posiblemente tengamos que sufrir mucho antes de que nos sometamos e inclinemos nuestro rostro ante El diciendo: “Señor, me rindo a Ti; ya no lucharé más”. Cuando nos sometemos a El de esta manera, nuestro espíritu es iluminado. Al darnos cuenta de este acontecimiento, vemos la luz, la cual, a su vez, trae consigo las palabras que necesitábamos. Por consiguiente, Dios nos disciplina para darnos Su luz y las palabras que la expresan. Lo que digamos en la predicación debe ser moldeado por los sufrimientos y pruebas que la disciplina divina haya proporcionado, y no debe ser algo que nosotros hayamos preparado.
Como ministros de la Palabra debemos asegurarnos de que nuestra predicación vaya mejorando, ya que es una muestra de que la disciplina que recibimos fue efectiva. Al principio, como voceros de Dios, posiblemente no tengamos mucho que decir ni sepamos expresarnos, no importa si somos inteligentes ni si tenemos buena memoria ni el aporte que el hombre haya hecho en nuestra formación. Para que el Señor nos dé las palabras que necesitamos, debemos acceder a Su disciplina continuamente. Debemos prestar atención al proceso que la formación de la palabra sigue, el cual se efectúa por medio de la disciplina del Espíritu Santo.
En 2 Corintios 12 Pablo habla de la grandeza de la revelación que recibió acerca del tercer cielo y el Paraíso (vs. 2, 4). El tercer cielo es el cielo más elevado, y el paraíso es el lugar más bajo. Uno es el cielo de los cielos, mientras que el otro está en el centro de la tierra. Pablo declara que él no carecía de estas revelaciones, de las cuales no quería gloriarse. Se abstuvo de hablar de ellas por temor a que los demás le tuvieran en alta estima (v. 6). También tenía en su carne un aguijón, un mensajero de Satanás, que lo abofeteaba (v. 7), por lo cual le rogó al Señor tres veces que se lo quitara, y a lo cual el Señor respondió: “Bástate Mi gracia; porque Mi poder se perfecciona en la debilidad” (v. 9a). Esto no era un simple conocimiento; Dios le dio esa revelación espiritual. Pablo declara que él se gloría más bien en sus debilidades, porque cuando es débil, entonces es poderoso (v. 9b-10). Esto muestra que con cada revelación nueva, también recibía un nuevo entendimiento. La revelación acerca del tercer cielo y el Paraíso pudo ser la revelación más sublime que Pablo haya recibido; sin embargo, obtuvo más beneficio de la palabra subsiguiente que el Señor le dio. Nunca hemos estado en el Paraíso, ni nadie a vuelto de allí para hablarnos de él; tampoco hemos estado en el tercer cielo, así que desconocemos cómo sea. Sin embargo, por el enunciado del Señor: “Bástate Mi gracia”, durante dos mil años la iglesia ha recibido mayor beneficio que por la revelación acerca del tercer cielo y del Paraíso. Entonces, ¿de dónde procede el ministerio de la Palabra? Pablo pasó por la disciplina del Señor, hasta que llegó a un punto donde pudo gloriarse en sus debilidades, porque al ser débil, entonces era poderoso. Al comprender que la gracia de Dios le era suficiente, recibió el ministerio de la Palabra. El ministerio de Pablo se produjo bajo dichas circunstancias.
El resultado de la disciplina es la facilidad de expresión. La revelación que vemos en 2 Corintios 12:9 es el resultado de ser disciplinado por el Espíritu Santo. Esta es la única manera de obtener revelación. Sin ese aguijón, no podía haber gracia. Para Pablo, este aguijón era un golpe fuerte, ya que no era un aguijón corriente, sino un mensajero de Satanás que lo abofeteaba. La palabra abofetear significa golpear, ultrajar, agobiar y causar angustia. Pablo era un hombre curtido por los sufrimientos, y no le temía a las enfermedades, así que si él decía que algo le causaba sufrimiento, ciertamente debe haber sido muy fuerte. Aunque ese aguijón, ese mensajero de Satanás que lo abofeteaba, trataba de causarle daño, Dios le concedió Su gracia en medio de tan severa disciplina. Pablo recibió una revelación que lo capacitó para conocer su debilidad y la gracia y el poder de Dios. Innumerables miembros de la iglesia de Dios han recibido liberación por la revelación que Pablo recibió. Es más fácil seguir adelante si conocemos nuestras debilidades. Cuando la debilidad nos abandona, junto con ella se va el poder. Esto constituye un principio. Esta revelación la obtenemos por medio de la disciplina a la que nos somete el Espíritu Santo, y dicha disciplina, a su vez, nos da la luz y también las palabras. Necesitamos aprender a recopilar palabras una por una, como un niño cuando aprende a hablar.
Dios nos hace pasar por muchas dificultades que muchos de Sus hijos también han de experimentar. Una vez que aprendamos la lección, tendremos las palabras necesarias para el momento oportuno. Estas provienen de la sumisión que aprendimos por medio de las dificultades. Si no nos doblegamos ni nos postramos ante Dios en absoluta sumisión, no recibiremos las palabras. Al recibirlas, son inscritas y esculpidas en nosotros. Dios estableció que Sus hijos pasen por diferentes padecimientos. En ocasiones, la misericordia de Dios nos permite pasar por situaciones que otros todavía no han pasado. Nosotros padecemos primero y luego los demás. Una vez que los padecimientos han hecho su efecto en nosotros, las palabras llegan. Entonces, cuando los hermanos y hermanas afrontan esas aflicciones, les comunicamos las palabras que fueron esculpidas en nosotros durante nuestras tribulaciones. Nuestras palabras llegan a ser vida, luz y poder para aquellos que pasan por las mismas tribulaciones que nosotros ya pasamos. Es así como obtenemos el ministerio de la Palabra.
Recordemos que el ministro de la Palabra debe ser el primero en pasar por los sufrimientos. Si uno no pasa por dificultades, no tiene nada que decir, y aun si dice algo, lo que exprese no tiene valor; y por lo tanto, no puede ayudar eficazmente al que pasa por ellas. La palabra pasa por el fuego en su formación, y también la iglesia tiene que pasar por el fuego. Dios hace pasar por el fuego a los ministros primero, y mientras son consumidos, les da las palabras. Cuanto uno más se rinde a Dios, más recibe la Palabra y más puede ayudar al que pasa por las mismas pruebas. A esto nos referimos cuando decimos que los ministros suministran la Palabra que el Espíritu Santo implanta en ellos. Esto no significa que el Espíritu Santo usa nuestra voz para expresar palabras de sabiduría, sino que nos adiestra para que surjan de nosotros mismos. Es decir, las palabras que expresamos las adquirimos al pasar por el horno de fuego ardiente, al ser adiestrados por el Espíritu Santo. Cualquier alocución que no sea el resultado de esta disciplina es vana. Este proceso es muy necesario; por ello, toda experiencia de disciplina por la que pasamos encierra lecciones básicas que debemos aprender. Cada palabra que expresemos tiene que ser refinada por el fuego; de lo contrario, no beneficiará al oyente ni consolará al afligido de corazón. Ninguna palabra superficial hará efecto en el interior de una persona. Tenemos que pasar por la disciplina de Dios para poder ser de beneficio a los demás.
Durante dos mil años la iglesia ha sido beneficiada por 2 Corintios 12, donde leemos de cierto aguijón que Pablo tenía. ¡Agradecemos al Señor por dicho aguijón! Cuando desaparece el aguijón, desaparece el beneficio que trae consigo. En 2 Corintios 12, vemos cómo el aguijón que abofeteaba a Pablo propiciaba la manifestación del poder de Dios. Sin ese aguijón, no habríamos podido ver el valor espiritual que esta experiencia tiene, ya que por medio de él se manifiestan el poder y la vida; así que sólo un insensato trataría de librarse de su aguijón. Cuando éste es quitado, el ministerio deja de operar, y la Palabra desaparece. El poder del mensaje comunicado proviene de los aguijones que experimentamos. Dios escoge a los ministros de la Palabra para que sean los primeros en experimentar adversidades y aflicciones. Así que, ellos son los primeros en conocer a Cristo y ministrarlo al pueblo de Dios. Y pueden hacerlo porque son pioneros en los sufrimientos. Debido a que llevan más cargas que los demás, su aporte es bastante considerable. Si no tenemos interés en ser ministros de la Palabra, no tenemos nada que decir, pero si deseamos ser ministros de la Palabra, debemos estar dispuestos a sufrir lo que otros aún no han sufrido; debemos sufrir más que los demás. Dios no constituye a una persona ministro de la Palabra para su propio beneficio, sino para el de muchos.
La cantidad de riquezas que un ministro de la Palabra distribuye, depende del adiestramiento por el que el Señor lo haya hecho pasar. No debemos pedirle a Dios que tenga clemencia y nos trate suave y delicadamente. Como ministros de la Palabra, debemos ser los primeros en enfrentar y soportar las adversidades que los demás enfrentarán después. Si no hacemos esto, no tendremos nada que ofrecer a los demás. El mensaje de algunos hermanos se agota con facilidad debido a que no han pasado por la disciplina del Señor. Esta es la raíz del problema. El ministro de la Palabra de Dios debe ser rico en expresión, lo cual es el resultado de haber sido disciplinado por el Señor. Sólo el que es rico en esta experiencia, puede serlo en expresión. El que ha pasado por diversidad de sufrimientos puede entender y ayudar a los hermanos que pasan por tribulaciones. Esto es necesario a fin de ayudar a los santos. Infinidad de personas están pasando por diferentes situaciones, y si nosotros carecemos de experiencia, no podremos suministrarles vida. Así que necesitamos tener un depósito y pasar por muchas pruebas, para servir a los que pasarán por lo mismo en el futuro; porque si no es así, no podremos servirles cuando nos cuenten sus problemas. Alabamos al Señor por el excelente ministerio de Pablo. Su ministerio fue excelente debido a sus sufrimientos. Si queremos tener un ministerio semejante, debemos pasar por la disciplina del Señor.
LA META DEL MINISTERIO DE LA PALABRA
¿Para qué se proclama la Palabra? El propósito de este ministerio no es simplemente librar a los hermanos de la deplorable situación en la que se encuentren; nuestra meta es que conozcan al Señor. Toda revelación debe tener como meta revelar a Cristo; de lo contrario, no tiene ningún valor. Debemos comprender que la meta máxima del ministerio de la Palabra es guiar a las personas a conocer a Cristo. Cuando Dios nos pone en ciertas circunstancias o permite que enfrentemos ciertas dificultades, deseamos ser consolados. Esta necesidad nos obliga a buscar al Señor. Recordemos que cada vez que el Espíritu Santo nos templa, nos revela una necesidad. El nos pone en ciertas circunstancias para que nos demos cuenta de que por nosotros mismos no las podemos sobrellevar. En tales circunstancias, la única solución es conocer al Señor. Sin aflicciones, uno no busca al Señor. Si Pablo no hubiera tenido un aguijón, no habría conocido la gracia del Señor. Las aflicciones no nos vienen para que las venzamos, sino para que conozcamos al Señor por medio de ellas. Pablo no dijo: “Lo único que me queda es sufrir”, sino que conocía la gracia, o sea que conocía al Señor. Dios tiene que usar la disciplina del Espíritu para crear una necesidad en nosotros que sólo puede ser satisfecha cuando conocemos al Señor; sólo El puede sacarnos adelante. La necesidad nos induce a conocer ciertos aspectos y atributos del Señor. En 2 Corintios 12 vemos que Pablo llegó a conocer el poder del Señor por medio de su debilidad. Mientras padecía, encontró la gracia. El aguijón lo debilitó, pero también lo llevó a conocer la gracia. El Señor lo llevó a un estado de debilidad a fin de que conociera Su poder, y a un estado de sufrimiento para que conociera Su gracia. Cuando surge la necesidad viene el conocimiento. Si queremos conocer al Señor plenamente, debemos ser experimentados en quebrantos. De no ser así, no tendremos el conocimiento pleno del Señor. Es posible que conozcamos algunos aspectos del Señor, pero necesitamos conocerle en todos los aspectos. Si la disciplina que el Espíritu nos inflige es incompleta, nuestro conocimiento del Señor también lo será. Si los sufrimientos por los que pasamos son de corta duración, careceremos de la expresión adecuada para ministrar la Palabra a los demás.
Necesitamos orar para que Dios nos discipline, es decir, para que suscite las circunstancias y los sufrimientos adecuados; y al mismo tiempo, debemos permitir que nos saque adelante. Cuando aceptamos los padecimientos, permitimos que el Señor nos dé un conocimiento más profundo de Sí mismo. Con cada situación difícil que pasamos, adquirimos un nuevo conocimiento de Cristo. Cuando nuestra comprensión de Cristo aumenta, ministramos a la iglesia lo que conocemos de El.
¿Entonces, qué es la Palabra? La Palabra o el Verbo es Cristo. El Verbo que adquirimos por medio de los padecimientos y la disciplina es el resultado de conocer a Cristo. La iglesia se compone de millares y millones de hijos de Dios; sin embargo, el conocimiento que tienen de Cristo es muy limitado. Necesitamos que surjan más ministros que impartan a los hijos de Dios un conocimiento profundo de Cristo. Cuando el ministro de la Palabra pasa por padecimientos y pruebas, adquiere un conocimiento profundo de Cristo que lo equipa de palabras en abundancia, cuyo objeto es suministrarles a Cristo a los oyentes. El Hijo de Dios es el Verbo, es decir, Cristo es la Palabra de Dios. Lo que conocemos de la Palabra es lo que Cristo nos ha manifestado. Es posible que nos encontremos con un creyente que en ciertos aspectos todavía no conozca a Cristo. Si por la misericordia de Dios hemos pasado por cierta situación que nos ha permitido conocer al Señor más, esa experiencia nos permitirá proveerle a ese hermano nuestro propio suministro. No importa qué vacío tenga, podremos suplir su necesidad. El servicio que brindamos a los hijos de Dios se basa en la experiencia que hayamos adquirido al pasar por padecimientos. Cuando nuestro ministerio está edificado sobre este fundamento, nuestro mensaje se convierte en el Verbo de Dios.
En ocasiones usamos las experiencias de otros; pero esto no es tan sencillo, ya que si no tenemos cuidado, sólo será un ejercicio o actividad intelectual. Una persona que tenga la suficiente habilidad, puede usar las experiencias de otros; pero ¿en dónde está su propia experiencia? Si ella no ha tenido sus propios padecimientos, esta actividad no traerá resultados. Es importante que antes de usar las experiencias de otros, pasemos por muchos padecimientos delante del Señor. Cada vez que tomamos prestada la experiencia de otra persona, tenemos que preservarla y cultivarla en nuestro espíritu. Lo mismo debemos hacer con nuestras propias experiencias. Todo lo que se guarda en el espíritu se mantiene vivo. Supongamos que Dios nos da el debido entendimiento acerca del Cuerpo de Cristo. Tal conocimiento tiene que ser cultivado en nuestro espíritu a fin de impartirlo a otros. Podemos tomar prestadas las experiencias de los demás, con la condición de que primero tengamos algo en nuestro espíritu. Si somos individualistas e ignoramos lo que es el Cuerpo de Cristo, no podremos usar las experiencias de los demás. Debemos vivir en la realidad del Cuerpo de Cristo, y preservar nuestra experiencia en el espíritu, a fin de comunicar el Verbo de Dios a los demás. De no ser así, todo consistirá en un producto de la mente y no conducirá a nada. Posiblemente pensemos que hemos dado un mensaje muy comprensible, sin que en realidad hayamos tocado la verdad; en consecuencia, cuando los demás nos escuchen, no recibirán la verdad.
Lo mismo sucede cuando citamos las Escrituras. Si hemos pasado por la experiencia correspondiente, los versículos vienen a nuestra memoria uno tras otro. Aún así, es importante que éstos provengan de nuestro espíritu, no de nuestra mente. Podemos decir lo mismo con respecto a nuestra conversación con los hermanos. No importa qué tema toquemos, las palabras deben proceder del espíritu. Sólo debemos ministrar lo que se haya sembrado allí. Lo que no cultivamos de manera que permanezca vivo, de nada sirve. Inclusive las experiencias que tuvimos hace años, deben ser guardadas y cultivadas en el espíritu; de esta manera podremos usarlas cuando las necesitemos. Lo mismo se puede decir de las Escrituras, ya que si nuestro espíritu no puede usarlas, ellas no pueden formar parte de nuestro ministerio.
Dios debe formar las palabras en nuestro interior, las cuales al ser expresadas constituyen Su Palabra, y no el producto de nuestros pensamientos o de lo que aprendimos de terceros. Dios nos refina con fuego por años, para forjar Sus palabras en nosotros. Estas palabras son esculpidas y moldeadas en el creyente a través de los años y son forjadas en éste por el Espíritu Santo. El Espíritu Santo tiene que operar en nosotros por un largo tiempo a fin de forjar estas palabras. Estas palabras son una especie de garantía del Señor. Ellas se forman en nosotros al pasar por el duro trato del Señor. Estas palabras son netamente nuestras y, sin embargo, son netamente de Dios. Es así como nuestras palabras llegan a ser la Palabra de Dios. Unicamente cuando entramos en lo profundo del valle, y Dios lava y prueba nuestras palabras, éstas se convierten en Su Palabra. Debemos entender claramente que la fuente de nuestro mensaje es la disciplina divina, y la base del mismo es la luz que hay en nosotros, ya que lo que expresamos es el resultado de la disciplina por la que hemos pasado. Tenemos que aprender la lección en las profundidades del valle, a fin de proclamarla en las alturas. Es importante que veamos algo en nuestro espíritu a fin de que pueda ser luz para los demás. Cada palabra que expresamos debe salir de lo profundo de nuestro ser como resultado de haber sido afligidos y agobiados. Lo que somos, las pruebas que pasamos y las lecciones que aprendimos, se reflejarán en la palabras que expresemos.
La palabra se produce por medio de las aflicciones, el dolor, los quebrantos y la oscuridad. El ministro de la Palabra de Dios no debe temer cuando Dios permita que pase por dichas circunstancias. Si estamos conscientes de esto, alabaremos a Dios pues sabremos cuándo está a punto de darnos más palabras. Al principio, posiblemente no sepamos qué está sucediendo ni tengamos idea de cómo actuar; pero a medida que atravesemos estas adversidades adquiriremos más mensajes; con cada tribulación que pasemos, nuestro cúmulo de palabras aumentará. Cuando comprendamos esto, con cada angustia, pena, fracaso o debilidad, dentro de nosotros una voz dirá: “Gracias Señor por darme nuevas palabras”. De esta manera, nos volveremos sabios en la adquisición del verbo. En la iglesia de Dios, el ministro de la Palabra debe tomar la iniciativa, no sólo para dar mensajes, sino también en los sufrimientos. Si no precedemos a la iglesia en experimentar la disciplina del Espíritu Santo, no tendremos las palabras para ministrar. Este asunto es muy serio. Es importante que avancemos en experimentar sufrimientos para ministrar a la iglesia; de lo contrario, nos engañamos a nosotros mismos y a la iglesia, y nuestro ministerio carecerá de valor. Un himno titulado “Contemplemos la vid”, nos muestra que cuanto más nos sacrificamos, más podemos dar a los demás. Si no nos sacrificamos por los demás, no podemos ser ministros de la Palabra, ya que no tendremos nada que dar. El ministerio de la Palabra consiste en proclamar la Palabra desde lo profundo de nuestro ser. De ahí debe proceder lo que expresamos, si esperamos que nuestro mensaje produzca resultados.
En conclusión, es importante recordar el principio que Pablo presenta en 2 Corintios 1 donde dice: “Porque hermanos, no queremos que ignoréis acerca de nuestra tribulación que nos sobrevino en Asia; pues fuimos abrumados sobremanera más allá de nuestras fuerzas, de tal modo que aun perdimos la esperanza de vivir. De hecho tuvimos en nosotros mismos sentencia de muerte” (vs. 8-9). Pablo nos dice que en todo esto Dios tenía un propósito. Lo que le acontecía tenía como objeto enseñarle a no confiar en sí mismo, sino en Dios que resucita a los muertos. Esto lo confortó de tal manera que cuando los santos pasaban por la misma tribulación, él los podía consolar. “Porque de la manera que abundan para con nosotros los sufrimientos del Cristo, así abunda también por el Cristo nuestra consolación. Pero si somos atribulados, es para vuestra consolación y salvación; o si somos consolados, es para vuestra consolación, la cual se opera en el soportar con fortaleza los mismos sufrimientos que nosotros también padecemos. Y nuestra esperanza respecto de vosotros es firme, sabiendo que así como sois copartícipes de los sufrimientos, también lo sois de la consolación” (vs. 5-7). El principio fundamental del ministerio de la Palabra consiste en ser los primeros en pasar por los sufrimientos, a fin de que nuestra experiencia pueda ayudar a los demás. Primero nosotros somos consolados, y luego consolamos a otros con la misma consolación que nosotros recibimos. Nuestros mensajes no deben ser superficiales, sino que deben basarse en las experiencias que hemos adquirido al pasar por diferentes sufrimientos. Ciertas expresiones y ejemplos hacen que nuestro mensaje se vuelva superficial. Así que es importante aprender a hablar con exactitud; para ello es necesario aprender a usar los términos y las expresiones que se encuentran en la Palabra de Dios. El Señor nos disciplina hasta que nuestras palabras concuerden con las de la Biblia. Las palabras del ministerio, son palabras que proceden de nuestro interior como resultado de la disciplina por la que hayamos pasado.
La palabra se origina en la disciplina que uno recibe; así que si tiene otro origen, no tiene valor y la iglesia no recibe ningún beneficio. Hermanos, no menospreciemos la disciplina del Espíritu Santo. Las lecciones espirituales sólo se aprenden cuando uno pasa por el fuego.