Watchman Nee Libro Book cap. 1 Sentaos, Andad, Estad firmes

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SENTAOS

CAPÍTULO 1

SENTAOS

El Dios de nuestro Señor Jesucristo . . . le levantó de entre los muertos, y le sentó a su diestra en las regiones celestiales, muy por encima de todo gobierno y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra no sólo en este siglo, sino en el venidero (Efesios 1:17-21, VM).

Y juntamente con Él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús …, porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios: no por obras, para que nadie se gloríe (2:6-9).

“Dios . . . le sentó . . . y asimismo nos hizo sentar.»

Consideremos primeramente lo que implica esta palabra «sentar». Como ya hemos dicho, revela el secreto de una vida celestial. La vida cristiana no empieza con caminar; empieza con sentarse. La era cristiana comenzó con Cristo, de quien leemos que, «habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de Sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (He. 1:3). Con igual acierto, podemos decir que la vida individual cristiana comienza cuando el hombre se ve «en Cristo», es decir, cuando, por fe, nos vemos sentados con Él en lugares celestiales.

La mayoría de los creyentes yerran, procurando andar a fin de poder sentarse y descansar, pero eso es invertir el orden. El raciocinio humano nos dice que si no andamos no alcanzaremos nuestro objetivo. ¿Qué podemos lograr sin esfuerzo? ¿Cómo es posible avanzar si no nos movemos? Pero la vida de fe es una cosa extraña. Si al comienzo nos esforzamos por hacer, nada logramos. Si nos afligimos por obtener, perdemos todo.

La razón está en que el cristianismo se inicia no con mucho hacer, sino con un gran: «Consumado es». Así vemos que la carta a los Efesios comienza declarando que Dios nos «ha bendecido con toda bendición espiritual en lugares celestiales en Cristo» (1:3) y, desde un principio, se nos convida a que nos sentemos para disfrutar lo que Dios nos ha dado, y no a que hagamos algo nosotros mismos. El andar implica esfuerzo, mientras que Dios dice que somos salvos «no por obras» —no por nuestro esfuerzo— sino «por su gracia. . .por medio de la fe» (2:8).

Muy a menudo usamos la expresión «salvos .. . por la fe», pero ¿qué indicamos con ella? Lo que queremos decir es que somos salvos por confiar en el Señor Jesucristo. Nada hicimos por salvarnos; sencillamente descargamos en Él el peso de nuestras almas pecaminosas. Comenzamos nuestra vida de creyente dependiendo, no de nuestras obras, sino de lo que Cristo ya había hecho. Quien no haya hecho esto, no es creyente. Pues el primer paso en la vida de fe es decir: «Nada puedo hacer por salvarme, pero Dios, en su gracia, ha hecho para mí todo lo necesario en Cristo». La vida cristiana, del principio al fin, descansa sobre la base de una completa dependencia en el Señor Jesús. No existe limite a la gracia que Dios desea derramar sobre nosotros. Él nos dará todo, pero nada podremos recibir mientras no descansemos en Él. Sentarnos indica actitud de descanso. Algo se ha concluido, cesa el trabajo y nos sentamos. Es paradójico pero también cierto que, en la vida de fe, sólo avanzamos si primero hemos aprendido a sentarnos.

En realidad ¿qué significa «sentarnos»? Mientras caminamos o estamos de pie, cargamos todo el peso de nuestro cuerpo sobre las piernas, pero cuando nos sentamos todo el peso del cuerpo, no importa cuánto sea, descansa sobre la silla en que nos sentamos. Nos cansamos cuando caminamos o estamos de pie, pero muy pronto desaparece el cansancio cuando nos sentamos. Andando, o parados, expendemos energías pero al sentarnos inmediatamente descansamos, porque la carga no está ya sobre nuestros músculos y nervios sino en algo fuera de nosotros. Del mismo modo, en la esfera espiritual, sentarnos significa sencillamente descargar todo el peso, nuestra carga, nosotros mismos, nuestro futuro, todo, en el Señor. Dejamos que El lleve la carga y ya no procuramos llevarla nosotros.

Esto ha sido norma divina desde el principio. En la creación Dios obró desde el primer día hasta el sexto y el séptimo descansó. Podemos decir que durante esos seis días Dios estaba muy ocupado. Pero, terminada la tarea que se había impuesto, cesó de obrar. El séptimo día vino a ser el sábado de Dios: el descanso de Dios.  Pensemos en Adán. ¿Cómo se relacionaba su posición con ese descanso de Dios? Se nos narra de Adán que fue creado el sexto día. Evidentemente, pues, no tuvo parte alguna en aquellos primeros seis días de trabajo, porque su existencia comenzó al fin de ellos. Él séptimo día de Dios no era, en realidad, sino el primero de Adán. Mientras Dios obró seis días y después disfrutó su sábado, la vida de Adán comenzó con el sábado. Puesto que Dios obra antes de entrar en el descanso, él hombre primero tiene que entrar en el descanso de Dios, y recién entonces puede obrar. Además, fue porque la obra de Dios estaba realmente completada que el hombre pudo iniciar su vida en el descanso. He aquí el Evangelio: que Dios se ha extendido aun más, y completado también la obra de salvación, de modo que nosotros nada necesitamos hacer por merecerla, sino que por fe podemos entrar a participar ya directamente de los beneficios de su obra consumada. Sabemos bien, que entre estos dos hechos históricos (el descanso de Dios en la creación y su descanso en la obra de redención) se encuentra toda la trágica historia del pecado de Adán y su juicio, de los esfuerzos incesantes e infructuosos del hombre, y de la venida del Hijo de Dios para obrar y darse a sí mismo hasta que la posición perdida fuese recobrada. «Mi Padre hasta ahora obra, y yo obro» fueron sus palabras, hasta que al fin, habiendo concluido su obra de redención, pudo exclamar: «¡Consumado es!»

En virtud de aquel grito de triunfo, la comparación que hemos hecho es acertada. El Evangelio realmente significa que Dios ha hecho todo en Cristo, y que nosotros sencillamente entramos por medio de la fe al goce de ese glorioso hecho. Claro está, que en su contexto nuestra palabra clave no significa una orden de sentarnos, sino el deseo de que nos veamos sentados con Cristo. El apóstol ruega que los ojos de nuestro entendimiento sean abiertos (1:18) para comprender el contenido de esa verdad de doble significado, que Dios primero, por su gran poder, le ha hecho sentar a Él; y luego por su gracia, a nosotros «nos hizo sentar con Él». Así, la primera lección que corresponde aprender es que la obra no es nuestra, sino la suya. No somos nosotros los que obramos para Dios, sino que El obra para nosotros. Dios nos da esa posición de descanso. Dios trae la obra consumada de su Hijo y nos la presenta, y luego dice: «Sentaos». Su ofrecimiento, creo yo, no puede ser expresado en términos más apropiados que las palabras de invitación a aquel gran banquete, en Lucas 14:17: «Venid, que ya todo está aparejado». De manera que comenzamos nuestra vida de creyentes, no obrando, sino descubriendo lo que Dios ya ha provisto.

EL ALCANCE DE SU OBRA CONSUMADA

Partiendo de este punto la experiencia del creyente sigue, como comenzó, no en base a su propio obrar, sino siempre en base a la obra consumada de Otro. Cada nueva experiencia espiritual se inicia con la aceptación por fe de lo que Dios ha hecho: un nuevo «sentarnos», por decirlo así. Esto es una norma de vida, y Dios mismo la ha establecido; de modo que, desde el principio hasta el fin, cada etapa sucesiva de la vida del creyente sigue este principio divinamente establecido.

Por ejemplo, ¿cómo puedo recibir poder del Espíritu para el servicio? ¿Tengo que trabajar por él? ¿Tengo que suplicar, o afligir mi alma en ayunos y quebrantamiento a fin de merecerlo? ¡Nunca! Eso no es lo que enseñan las Escrituras. Hagamos memoria: ¿Cómo fue que recibimos el perdón de los pecados? Efesios 1:6-8 nos afirma que fue por «las riquezas de su gracia», «con la cual nos agradó en el Amado» (véase verso 6, VHA). Nada hicimos por merecer el perdón. Nuestra redención es en Cristo y, «por medio de su sangre». Es nuestra en virtud de lo que El ha hecho.

¿Cuál, pues, es la base bíblica para el derramamiento del Espíritu Santo? Es la exaltación del Señor Jesucristo (Hch. 2:33). Recibo el perdón de mis pecados porque Cristo murió por mí en la Cruz; recibo el poder del Espíritu Santo porque Él fue ensalzado a la diestra de la Majestad en las alturas. Como el Espíritu Santo es dado porque el Señor Jesucristo fue glorificado, el don del Espíritu no depende de lo que yo sea o de lo que yo haga. No recibí el perdón por algo que yo había hecho, y tampoco recibo el Espíritu Santo por algún hecho mío. Recibo todo, no por «andar» sino por él «sentarme», vale decir, por descansar en el Señor Jesucristo. Así que, como no hay necesidad de esperar para tener las primeras experiencias de la salvación, tampoco es necesario esperar el derramamiento del Espíritu. Permítaseme asegurar que no hay necesidad de suplicar a Dios por este don, ni agonizar, ni celebrar reuniones a fin de esperarlo. El Espíritu Santo se recibe, no por nuestro «hacer» sino por razón de la exaltación del Señor Jesucristo, «en quien también, desde que creísteis, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa»: esto está incluido en el Evangelio de vuestra salvación (1:13).

O bien consideremos otro tema, uno que es el tema especial de Efesios. ¿Cómo llegamos a ser miembros de Cristo? ¿Qué es lo que nos pone en condiciones para formar parte de aquel Cuerpo al cual Pablo llama la plenitud de Cristo? Ciertamente no lo lograré por caminar. No soy unido a Él por esfuerzo propio alguno. «Un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis llamados en una misma esperanza de vuestra vocación» (4:4). Efesios nos presenta hechos consumados. Comienza con Jesucristo y con el hecho de que Dios nos escogió en Él antes de la fundación del mundo (1:4). Cuando el Espíritu Santo nos revela a Cristo y creemos en El, de inmediato, sin hacer nada de nuestra parte, comienza para nosotros una nueva vida en unión con El.

Si lo que ya hemos dicho es cierto en lo que respecta al perdón de los pecados y al don del Espíritu Santo, ¿qué de nuestra santificación? ¿Cómo podemos ser libres del pecado? ¿Cómo es crucificado el viejo hombre? De la misma manera. El secreto está, no en «andar» sino en «sentarnos», no en procurar hacer, sino en descansar en la obra ya consumada. «Nosotros…morimos al pecado. . .en su muerte fuimos bautizados.. . fuimos pues, sepultados con Él», «Dios . . . nos dio vida juntamente con Cristo» (Ro. 6:24, VM; Ef. 2:5). Todas estas afirmaciones se encuentran en tiempo pasado (él aoristo del griego). ¿Cómo se explica esto? Por razón de que Cristo fue crucificado en las afueras de Jerusalén hace unos dos mil años, y yo fui crucificado juntamente con Él. Esta es la realidad histórica. La experiencia suya viene a constituirse en la historia mía, de manera que Dios, puede ya hablar de mí como poseyendo todo «en Él». Todo lo que ahora tengo, lo tengo «con Cristo». En las Escrituras nunca se refiere a estas cosas en el tiempo futuro, ni como cosas que se deberían desear en el presente. Son, en cuanto a Cristo, verdad histórica, y todos los que creemos participamos de ellas.

Los conceptos «con Cristo» crucificado, vivificado, resucitado, sentado en lugares celestiales, son tan confusos al sentido humano, como lo fueron las palabras del Señor a Nicodemo en Juan 3:3. Allí el asunto era cómo nacer otra vez. Aquí es algo aun menos probable: algo que no sólo se tiene que efectuar en nosotros, cómo el nuevo nacimiento, sino algo que tiene que ser visto y aceptado como nuestro por la sencilla razón de que ya se efectuó en aquel Otro hace ya años. ¿Cómo puede ser esto? No se puede explicar. Tenemos que aceptarlo de manos de Dios como algo que El ha hecho. No nacimos juntamente con Cristo, pero sí fuimos crucificados juntamente con Él (Gá. 2:20). De modo que nuestra unión con Cristo se inició con su muerte. Dios nos incluyó en Él allí. Estuvimos «con Cristo» porque estábamos «en Él».

Sí, pero ¿cómo puedo estar seguro de que estoy «en Cristo»? Podemos estar seguros porque la Biblia afirma que es así, y que es Dios quien nos ha puesto allí. «Mas por Él [Dios] estáis vosotros en Cristo Jesús» (1 Co. 1:30). «El que nos confirma con vosotros en Cristo . . . es Dios (2 Co. 1:21). Es algo hecho por Él en su soberana sabiduría, para ser visto, creído, aceptado y gozado por nosotros.

Si coloco un billete entre las páginas de una revista, y luego quemo la revista, ¿qué pasa con el billete? Lo mismo que con la revista: los dos quedan hechos ceniza. Lo que le acontece a la revista, le acontecerá igualmente al billete que ha sido colocado en ella. La historia de ambos es una sola. Del mismo modo, Dios nos ha colocado en Cristo. Lo que le sucede a Él, alcanza a nosotros también. Todo lo experimentado por Él, lo experimentamos también nosotros en Él. «Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con Él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado» (Ro. 6:6). Esto es historia: nuestra historia escrita antes de que naciéramos. ¿Lo crees? ¡Es la verdad! Nuestra crucifixión con Cristo es un hecho histórico glorioso. Nuestra liberación del pecado se basa, no en lo que nosotros podamos hacer, ni aun en lo que Dios hará por nosotros, sino en lo que Él ya ha hecho para nosotros en, Cristo. Si comprendemos esto y descansamos en El (Ro. 6:11), hemos hallado el secreto de la vida santa.

Pero la verdad es que muy poco de esto conocemos en la práctica. Por ejemplo, si alguien dice algo no muy lindo de ti en tu presencia, ¿cómo reaccionas? Comprimes los labios, muerdes la lengua, tragas saliva y haces un gran esfuerzo por contenerte, y, si a base de mucho esfuerzo consigues disimular el enfado y conservar una buena compostura, consideras que has logrado una gran victoria. Pero lo malo es que el enfado perdura; sólo has conseguido disimularlo. Aun, en ciertos casos, ni eso consigues. ¿Qué pasa? Lo que sucede es que estamos procurando «andar» antes de «sentarnos», y éste es el camino de la derrota. Permítaseme repetirlo: ninguna experiencia cristiana puede comenzar con «andar»; es imprescindible que comience con un firme «sentar». El secreto de tu liberación del pecado no está en hacer algo, sino en reposar en lo que Dios ya ha hecho.

Un ingeniero salió de su hogar en viaje al Lejano Oriente, ausentándose por unos dos o tres años. En su ausencia su esposa le resultó infiel, acompañándose con uno que había sido de sus mejores amigos. Regresando, descubrió que había perdido su esposa, sus dos hijos y su mejor amigo. Al término de una conferencia en que yo tenía la palabra, este pobre hombre, abrumado de dolor, se me acercó, descargando en mí su corazón.

«Durante dos años, de día y de noche, mi corazón ha estado lleno de odio», dijo. «Soy creyente y sé que debería perdonar a mi esposa y aquel amigo, pero, por más que me esfuerzo, no lo logro. Cada día resuelvo amarlos, y cada día fracaso. ¿Qué puedo hacer?»

«Absolutamente nada», le dije. «¿Qué quiere usted decir?», preguntó, sorprendido. «¿Es que debo seguir odiándolos?» Le expliqué: «La solución de su problema está en esto: cuando el Señor Jesús murió por usted en la Cruz, no sólo llevó sus pecados sino a usted también. Dios crucificó a su Hijo, y al mismo tiempo crucificó su viejo hombre en Él, de modo que ese «usted», que no puede perdonar, ha sido crucificado y quitado del camino. Dios ya ha tratado con todo ese asunto en la Cruz; no le queda a usted, pues, nada que hacer. Dígale sencillamente: “Señor, yo no puedo perdonar y no voy a procurar hacerlo, pero confio en Ti que Tú lo harás en mí. Yo no  soy capaz de perdonar ni de amar, pero confío en Ti, que Tú perdonarás y amarás en mi lugar; que Tú harás esas cosas en mí’.”

El pobre hombre quedó atónito; luego dijo: «Esto es algo nuevo para mí, siento tanto que debo hacer algo». Después de un breve silencio, volvió a preguntar: «Pero, ¿qué puedo hacer?»

Le dije: «Dios está esperando hasta que usted deje de hacer”. Cuando usted deje de hacer, entonces Dios puede empezar. ¿Ha procurado alguna vez ayudar a alguien en peligro de ahogarse? Hay dos caminos a seguir. El uno es el de darle un golpe y dejarle inconsciente; y el otro es dejarle gritar y luchar hasta que se agoten sus fuerzas. Si procura intervenir mientras tenga fuerza, usted mismo peligra, porque en su miedo se va a prender de usted y le va a arrastrar al fondo, y tanto usted como él perderían la vida. Dios esta esperando que se agoten completamente sus propios recursos, luego intervendrá Él. Tan pronto como usted deje de hacer, El hará todo lo necesario. Dios esta esperando que usted desespere.

Mi amigo el ingeniero dio un salto. «Hermano», dijo, «ahora veo. Alabado sea Dios, ¡conmigo ya está todo bien! Nada puedo yo hacer. ¡El lo ha hecho todo!» Y, con el rostro radiante, se fue gozoso.

DIOS EL DADOR

De todas las parábolas en los Evangelios, creo que la del hijo pródigo provee el ejemplo supremo de cómo agradar a Dios. El padre había dicho: «Era necesario hacer fiesta y regocijamos» (Lc. 15:32), y en estas palabras el Señor revela aquello que, en lo que atañe a la redención, alegra profundamente el corazón del Padre. No es el hermano mayor que sin cesar trabaja para el padre, sino es el menor, que nada hace para el padre, sino que deja al padre que haga todo para él. No es el hermano mayor, que quiere tener la gloria de ser siempre dador, sino el menor, que está dispuesto a recibir. Cuando el pródigo regresó al hogar, habiendo malgastado toda su herencia, el padre no tuvo ni una palabra de reprensión por el despilfarro, ni una sola pregunta por las sumas malgastadas. No manifestó dolor por lo derrochado; sólo se alegró que el regreso de su hijo le daba otra vez la oportunidad de prodigarle sus riquezas.

Tan rico es Dios que su mayor deleite está en dar. Tan repletos están sus tesoros que se apena cuando le restamos la oportunidad de prodigarnos sus riquezas. Para el padre era grande la satisfacción de encontrar en el pródigo un candidato para el vestido, el anillo, los zapatos y para hacer fiesta; fue su dolor no poder encontrar semejante oportunidad en el hijo mayor. Le es penoso ver nuestros esfuerzos por acopiar para Él. Tal es su inagotable riqueza. Verdaderamente se alegra cuando recibimos todo lo que nos quiere dar. También le apena nuestro esfuerzo por hacer algo para Él, porque Él es tan, tan capaz. Ansía que siempre le dejemos a Él hacer. El desea ser el eterno Dador y el eterno Hacedor. Si sólo pudiéramos ver cuán rico y cuán grande es Él, pronto dejaríamos en sus manos todo el dar y todo el hacer.

¿Crees que, si abandonaras tus esfuerzos por agradar a Dios, tu buen comportamiento cesaría? Si abandonas todo el dar y todo el hacer a Dios, ¿piensas que los resultados serían menos satisfactorios que si tú tuvieras parte en ello? Cuando nosotros procuramos hacer las cosas es cuando volvemos a someternos bajo la ley. Pero las obras de la ley (aun nuestras «buenas obras») son «obras de muerte», que no agradan a Dios. En la parábola de referencia, tanto el hermano mayor como el pródigo se encontraban alejados de los goces del hogar paterno. El hijo mayor, aunque no lejos del hogar, sólo estaba en casa «posicionalmente» y el puesto que teóricamente ocupaba, nunca lo llegó a disfrutar verdaderamente, como el pródigo, porque rehusó abandonar sus propias buenas obras. 

¡Tan sólo deja de dar, y verás cuán grande Dador es Dios! ¡Cesa de hacer, y descubrirás cuán grande Hacedor es Él! El hijo menor anduvo mal, pero luego volvió al hogar y halló descanso, y allí es donde comienza la vida cristiana. «Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó . . . nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús» (24, 6). «¡Era necesario hacer fiesta y regocijarnos!»