Watchman Nee El amor a los hermanos

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EL AMOR A LOS HERMANOS

EL AMOR A LOS HERMANOS

Lectura bíblica: Jn. 5:24; 1 Jn. 3:14

El Evangelio de Juan fue el último que se escribió, y sus Epístolas fueron las últimas que se redactaron en el Nuevo Testamento. Mateo, Marcos y Lucas, libros que hablan de los hechos y las enseñanzas del Señor Jesús, fueron escritos antes del Evangelio de Juan, el cual nos presenta los aspectos más elevados y espirituales con relación a la venida del Hijo de Dios a la tierra y claramente nos muestra qué clase de personas pueden recibir vida eterna. Nos dice repetidas veces que los que creen tienen vida eterna. El Evangelio de Juan está lleno del tema de la fe. Cuando una persona cree, recibe vida eterna. Este es el tema y el énfasis del Evangelio de Juan, el cual recalca aspectos que los otros evangelios no mencionan. Leemos en Juan 5:24: “De cierto, de cierto os digo: El que oye Mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no está sujeto a juicio, mas ha pasado de muerte a vida”. En otras palabras, aquellos que oyen y creen, pasan de muerte a vida. La puerta que el evangelio presenta aquí es muy amplia.

Cuando llegamos a las epístolas de Pablo, de Pedro y de los demás apóstoles, vemos que ellas explican lo que es la fe; nos muestran que todo creyente pude recibir gracia; prestan atención a la fe del hombre en Dios; dicen que los que creen son justificados, perdonados y limpiados. Mientras que en las epístolas escritas por Juan, vemos que el énfasis es otro, pues hacen hincapié en la conducta del hombre ante Dios; hablan del amor, afirmando que éste debe ser la evidencia de la fe de una persona.

Si le preguntamos a alguien: “¿Cómo sabe usted que tiene vida eterna?” Su respuesta puede ser: “La Palabra de Dios así lo dice”. Sin embargo, eso no es suficiente, ya que tal afirmación podría hacerla uno basándose en el conocimiento intelectual, sin que necesariamente haya creído en la Palabra de Dios. Por esta razón, Juan nos muestra en sus epístolas que si un hombre tiene vida eterna, debe demostrarlo. Si uno afirma ser de Dios, los demás deben ser testigos de alguna manifestación o algún testimonio.

Una persona podría basarse en su conocimiento para decir: “Yo creí; así que, tengo vida eterna”. Esto haría del proceso de creer y tener vida eterna, una simple receta: primero, se oye el evangelio; segundo, se entiende; tercero, se cree; y cuarto, se sabe que se tiene vida eterna. Pero no podemos confiar en esta fórmula general de “salvación”. La Biblia nos dice que en los días de Pablo había falsos hermanos (2 Co. 11:26; Gá. 2:4), es decir, aquellos que se llaman hermanos, y no lo son. Algunos afirman que son de Dios, pero en realidad carecen de vida; entran a la iglesia por el entendimiento que tienen de ciertas doctrinas, por su conocimiento y por observar ciertos preceptos. ¿Cómo podemos saber si la fe de una persona es genuina o no? ¿Cómo sabemos si ante Dios la fe de una persona es viva o no es más que una fórmula? ¿Cómo podemos probar quién es de Dios y quién no lo es? Las epístolas de Juan resuelven este problema. Juan nos muestra la manera de diferenciar entre los verdaderos hermanos y los falsos, entre los que nacieron de Dios y los que no. Veamos cómo discierne Juan esto.

I. UNA VIDA DE AMOR

Hay dos pasajes en la Biblia que contienen la frase de muerte a vida. Uno está en Juan 5:24, y el otro en 1 Juan 3:14. Comparemos estos dos pasajes.

En Juan 5:24 dice: “De cierto, de cierto os digo: El que oye Mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no está sujeto a juicio, mas ha pasado de muerte a vida”. Aquí vemos que uno pasa de muerte a vida cuando cree.

En 1 Juan 3:14 dice: “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos”. Este versículo presenta la evidencia de uno que ha pasado de muerte a vida. La prueba es el amor por los hermanos.

Supongamos que usted tiene muchos amigos y los quiere mucho, o admira a muchas personas y las respeta bastante. Con todo, aún hay una diferencia, aunque no la pueda explicar, entre sus sentimientos hacia ellos y sus sentimientos hacia sus hermanos y hermanas. Si sus padres engendran otro hijo, espontáneamente surge en usted un sentimiento especial e inexplicable hacia él. Es un sentimiento de amor instintivo, el cual demuestra que usted pertenece a la misma familia.

Lo mismo sucede con nuestra familia espiritual. Supongamos que nos encontramos con alguien cuya apariencia, historial familiar, educación, personalidad e intereses son totalmente diferentes a los nuestros; sin embargo, puesto que dicha persona creyó en el Señor Jesús, espontáneamente sentimos un afecto inexplicable hacia ella; sentimos que es nuestro hermano, y lo apreciamos más que a nuestra familia carnal. Este sentimiento comprueba que nosotros hemos pasado de muerte a vida.

Leemos en 1 Juan 5:1: “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por El”. Estas palabras son muy importantes. Si amamos a Dios, quien nos engendró, es normal que amemos a los demás que El engendra. No podemos decir que amamos a Dios sin tener un sentimiento de amor hacia los hermanos.

Este amor prueba que la fe que hemos adquirido es genuina. Este inexplicable amor sólo puede ser el resultado de una fe genuina y es un amor muy especial. Amamos a cierta persona por el simple hecho de que es nuestro hermano, no porque haya un vínculo común ni porque tengamos los mismos intereses. Dos personas de diferente nivel educativo, con diferentes opiniones y puntos de vista, pueden amarse la una a la otra simplemente porque ambas son creyentes; por ser hermanos espontáneamente tienen comunión. Entre ellos hay un sentimiento y una afinidad inexplicables. Este afecto mutuo es la evidencia de que pasaron de muerte a vida. Sabemos que hemos pasado de muerte a vida en que amamos a los hermanos.

Es cierto que la fe nos conduce a Dios. Por medio de la fe pasamos de muerte a vida, llegamos a ser miembros de la familia de Dios y somos regenerados. Pero la fe no sólo nos conduce al Padre, sino también a los hermanos. Una vez que recibimos esta vida, brota en nosotros un amor fraternal por muchas personas, esparcidas por todo el mundo, que tienen esta misma vida. Espontáneamente, esta vida nos conducirá hacia aquellos que tienen la misma vida. Esta vida se complace con la presencia de ellos y se deleita en comunicarse con ellos, pues les tiene un amor espontáneo.

El Evangelio de Juan y sus epístolas nos muestran el orden que Dios dispuso. Primero, por la fe pasamos de muerte a vida, y luego quienes han pasado de muerte a vida tienen este amor. Sabemos que hemos pasado de muerte a vida porque amamos a los hermanos. Esta es una manera muy confiable de determinar la cantidad de hijos de Dios que hay sobre la tierra. Solamente aquellos que se aman unos a otros son hermanos.

¡Hermanos y hermanas! Debemos darnos cuenta de que a los ojos de Dios, nuestro amor por los hermanos demuestra lo genuino de nuestra fe. Es el mejor método para determinar si la fe de una persona es verdadera o falsa. Si carecemos de este discernimiento, cuanto más detalladamente prediquemos el evangelio, mayor será el peligro de que surjan imitaciones. Cuanto más es presentado el evangelio con lujo de detalles, con más facilidad se infiltran falsos hermanos. Cuando se predica el evangelio con mucha condescendencia, hay mayor posibilidad de que se introduzcan personas despreocupadas. Tiene que haber alguna forma de discernir y reconocer la fe genuina. Las Epístolas de Juan nos muestran claramente que la manera de diferenciar la fe verdadera de la falsa no es la misma fe, sino el amor. No necesitamos preguntar cuán grande es la fe de una persona, sino cuán grande es su amor. Donde hay una fe genuina, allí hay amor. La ausencia de amor demuestra la carencia de fe. La presencia de amor comprueba que hay fe. Cuando observamos la fe desde la perspectiva del amor, podemos comprender claramente.

La autenticidad del cristiano depende de su afecto e inclinación especial para con los demás hijos de Dios. La vida que Dios nos ha dado no es una vida independiente, pues espontáneamente nos lleva a aquellos que tienen la misma vida. Es una vida que ama y desea una estrecha relación con sus semejantes. Los que tienen tal vida han pasado de muerte a vida.

II. EL MANDAMIENTO DE AMAR

Leemos en 1 Juan 3:11: “Porque éste es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros”. Y el versículo 23 dice: “Y éste es Su mandamiento: Que creamos en el nombre de Su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros como nos lo ha mandado”.

Dios manda que nos amemos unos a otros. El manda dos cosas: que creamos en el nombre de Su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros. Puesto que ya creímos, debemos también amar. Dios nos dio este amor y luego nos dio el mandamiento de amarnos unos a otros. Debemos amarnos unos a otros con el amor que Dios nos dio, esto es, usar el amor que Dios puso en nosotros. Debemos aplicarlo según su naturaleza y nunca debemos apagarlo ni herirlo.

En 1 Juan 4:7-8 se nos dice: “Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor”.

Debemos amarnos unos a otros, porque el amor es de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios, pero quienes no aman, no han conocido a Dios; porque Dios es amor. Cuando Dios nos engendró, puso Su amor en nosotros. Nosotros no teníamos amor, pero ahora tenemos amor, un amor que proviene de Dios. Dios derrama Su amor en todo aquel a quien engendra. El dio Su amor tanto a usted como a otros. Por eso podemos amarnos unos a otros.

Aquellos que nacieron de Dios han recibido la vida del propio Dios. Puesto que Dios es amor, aquellos que El engendra reciben este amor. La vida que recibimos de Dios está llena de amor. Todo el que es nacido de Dios tiene amor en su interior, y todo aquel que tiene este amor, espontáneamente ama a los hermanos. Lo extraño sería que no nos amásemos unos a otros. Dios deposita en el cristiano una vida de amor y, sobre la base de dicha vida, da el mandamiento: “Amaos los unos a los otros”. Dios primero deposita Su amor en nosotros, y luego nos dice que amemos. Primero nos da una vida de amor, y luego el mandamiento de amar. Debemos inclinar nuestra cabeza y decir: “Gracias damos a Dios porque Sus hijos se aman unos a otros”.

III. AQUEL QUE NO AMA A LOS HERMANOS

Leamos los versículos correspondientes a esta categoría en 1 Juan. Vemos en 1 Juan 2:9-11 lo siguiente: “El que dice que está en la luz, y aborrece a su hermano, está todavía en tinieblas. El que ama a su hermano, permanece en la luz, y en él no hay tropiezo. Pero el que aborrece a su hermano está en tinieblas, y anda en tinieblas, y no sabe adónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos”. ¿Entienden esto? El amor que un hombre tiene para con los hermanos determina si tal hombre es cristiano y si se ha apartado de las tinieblas.

Si alguien lo aborrece a usted, a sabiendas de que es cristiano, esto comprueba que aquella persona no es cristiana. Si de cinco hermanos ama a cuatro y aborrece a uno de ellos en el corazón, esto prueba que esa persona no es un hermano. Debemos darnos cuenta de que no amamos a un hermano porque es agradable, sino única y exclusivamente porque es hermano. Si un individuo sabe que usted es un hermano y que pertenece al Señor, y aun así lo aborrece, esto comprueba que aquel individuo no tiene la vida. En este pasaje leemos: “El que aborrece a su hermano está en tinieblas, y anda en tinieblas”. El está en tinieblas y anda en tinieblas. Es decir, la Biblia elimina la posibilidad de que una persona pueda aborrecer a su hermano. Si usted aborrece a alguien que usted sabe que es un hermano, debe decir: “Señor, no estoy andando en la luz, estoy en tinieblas y ando en tinieblas”.

Dice en 1 Juan 3:10: “En esto se manifiestan los hijos de Dios … Todo aquel que no practica la justicia no es de Dios, y tampoco el que no ama a su hermano”. Aquel que no practica exteriormente la justicia no es de Dios. De la misma manera, aquel que no tiene amor en sus entrañas para con su hermano no es de Dios. Quien no ama a su hermano no es de Dios, porque este amor y este sentimiento no están en él. En esto se manifiestan lo hijos de Dios.

El versículo 14 dice: “El que no ama, permanece en muerte”. Este amor no se refiere al amor ordinario, sino al amor con el que uno ama a los hermanos. La Biblia dice que si una persona no tiene este amor por los hermanos, “permanece en muerte”. Podemos entender por qué una persona no siente afecto por otro creyente ni se siente atraída por él antes de creer; pero sería muy extraño que aún después de creer todavía no sienta afecto ni se sienta atraída hacia otros creyentes. En tal caso, es posible que su fe no sea genuina. “El que no ama, permanece en muerte”. Antes la persona estaba muerta, y me temo que todavía está en esa condición, porque la fe se basa en el amor. El amor de la persona determina si ella es auténtica o no. Aquellos que creen en Dios aman a los hermanos. Si la persona no tiene amor, esto indica que todavía permanece en muerte.

El versículo 15 dice: “Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida; y sabéis que ningún homicida tiene vida eterna permanente en él”. No podemos concebir que alguien pueda matar después de haber creído en el Señor. La Biblia nos dice que aborrecer al hermano equivale a cometer homicidio. Una persona que tiene vida eterna jamás podría aborrecer a su hermano. El aborrecimiento que siente por su hermano deja en evidencia que no hay amor en él y, por ende, que la vida eterna no está en él.

Los hijos de Dios pueden estar en diferentes condiciones, pero nunca pueden odiar. Es posible que nos desagrade un hermano que es ultrajante en cierta manera; si un hermano ha cometido un pecado digno de excomunión, podemos confrontar el asunto con indignación; si ha hecho algo extremadamente malo, podemos reprenderlo severamente delante del Señor; pero jamás podemos odiar a nuestros hermanos. Si un hermano aborrece a otro hermano, la vida eterna no está en él.

Todos los hijos de Dios tienen una vida lo suficientemente rica como para amar a todos los hermanos y hermanas. Si una persona pertenece al Señor, es digna del amor de los creyentes. Nuestro amor por un hermano debe ser el mismo que sentimos por todos los demás. El amor fraternal que se aplica a un hermano debe ser igualmente aplicado a todos. Este amor por los hermanos no hace distinciones. Todo cristiano es digno de este amor. Si alguien aborrece a un hermano, no tiene vida eterna. Para descubrir que una persona no tiene amor fraternal, no es necesario que ella odie a todos los hermanos; es suficiente evidencia que aborrezca a uno solo. El amor fraternal del que estamos hablando ama a todos los hermanos.

Este es un concepto muy serio. Si una persona no ama al hermano, sino que, por el contrario, lo aborrece o lo amenaza o lo ataca, lo único que podemos decir es: “Dios tenga misericordia de él, pues es una persona que piensa que es creyente pero en realidad no es salva”. Si usted aborrece a un hermano, esto prueba que usted no es del Señor. ¡Este es un asunto muy grave!

En condiciones normales, si un hermano ha hecho cosas que lo irritan a usted, puede exhortarlo y reprenderlo, pero no puede aborrecerlo en su corazón. Incluso si usted lo dice a la iglesia, según Mateo 18, su intención debe ser restaurarlo. Si usted no tiene la intención de restaurarlo y si su meta es atacarlo y denigrarlo, esto comprueba que usted está por debajo del nivel de hermano. El hermano al que se refiere Mateo 18 presentó el asunto a la iglesia porque deseaba ganar a su hermano. La clave está en si usted quiere denigrar a su hermano, o ganarlo. Este asunto es muy serio. ¡No debemos tomar esto a la ligera!

Con relación al caso de fornicación al cual alude 1 Corintios 5:13, Pablo dice: “Quitad a ese perverso de entre vosotros”. Al principio Pablo entregó esa persona a Satanás para que en el nombre del Señor Jesús y con el poder del Señor Jesús su carne fuera destruida, ya que los corintios no habían confrontado el problema. ¿Es esta clase de trato muy severo? De hecho fue extremadamente severo; sin embargo, Pablo hizo esto para que el espíritu de aquel hombre fuera salvo en el día del Señor (v. 5). Su carne fue destruida en ese momento con el propósito de que no sufriera pérdida eterna. El propósito de decirlo a la iglesia, en Mateo 18, era restaurarlo, y de quitarlo de la iglesia, como se indica en 1 Corintios 5 también tiene como fin restaurar al hermano.

Cuando Josué juzgo a Acán, dijo: “Hijo mío, da gloria a Jehová” (Jos. 7:19) A pesar de que Acán había cometido un pecado grave, Josué le habló a él con un espíritu y un amor fraternal.

Cuando el mensajero joven trajo a David la noticia de la muerte de Saúl, un rey que lo aborrecía, David rasgó sus vestidos, se lamentó, lloró y ayunó hasta la noche (2 S. 1:11-12). Cuando alguien comunicó a David que Absalón, su rebelde hijo, había muerto, David se conmovió aún más. El lloró diciendo: “¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío, Absalón! ¡Quién me diera que muriera yo en lugar de ti, Absalón, hijo mío, hijo mío!” (18:33) El tuvo que pelear las batallas, tuvo que juzgar y tuvo que condenar, pero no pudo contener las lágrimas cuando supo que Saúl y Absalón habían muerto.

Hermanos y hermanas, si una persona sólo puede juzgar y condenar pero no tiene lágrimas ni tristeza, esto demuestra que no sabe nada del amor fraternal. Si alguien reprende a un hermano con el único propósito de agraviarlo, tal persona no tiene amor, sino rencor. ¡Aborrecer a los hermanos equivale a matarlos! ¡Este es un asunto muy serio!

En cierta ocasión un hermano escribió a J. N. Darby preguntándole acerca de la excomunión. Las primeras palabras de Darby fueron: “Yo creo que lo más terrible que puede afrontar un pecador cuyos pecados han sido perdonados es excomulgar a otro pecador”. La respuesta del señor Darby procedía de una vida de amor. Sin duda alguna, hay muchas cosas que necesitan ser enderezadas. Podemos excomulgar a un hermano o hermana pecaminosos si es necesario, pero nunca debemos albergar ningún rencor al disciplinarle.

En 1 Juan 4:20-21 dice: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto no puede amar a Dios a quien no ha visto. Y nosotros tenemos este mandamiento de El: El que ama a Dios, ame también a su hermano”. Juan nos muestra que amar a los hermanos equivale a amar a Dios. Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Debemos amar a nuestros hermanos si profesamos amar a Dios. Este es el mandamiento que hemos recibido de Dios.

Debemos tener mucho cuidado con no hacer nada que ofenda al amor. No debemos ofender a los hermanos en lo más mínimo. Debemos amarnos los unos a los otros y honrar el amor fraternal que ha sido derramado en nuestros corazones. No debemos hacer a un lado dicho afecto. Dios puso este amor en nosotros para que lo usemos sirviendo y ayudando a los hermanos. Debemos permitir que este amor fraternal crezca y se fortalezca.

Leemos en 1 Juan 3:17: “Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él sus entrañas, ¿cómo mora el amor de Dios en él?” Juan no dijo: “¿Cómo mora el amor fraternal en él?”, sino: “¿Cómo mora el amor de Dios en él?” Porque el amor de Dios es el amor fraternal. El amor de Dios no mora en una persona que cierra sus entrañas a los hermanos. Uno puede engañarse a sí mismo diciendo: “Yo no amo a este hermano, pero sí amo a Dios”. Nuestra relación con los hermanos es el resultado de nuestra relación con Dios. Si rechazamos a nuestros hermanos, el amor de Dios no está en nosotros.

IV. CÓMO AMAR A LOS HERMANOS

Se nos dice en 1 Juan 3:16: “En esto hemos conocido el amor, en que El puso su vida por nosotros”. ¿Qué significa amar a los hermanos? Juan lo explica. No sabemos que es el amor hasta que vemos que el Señor puso Su vida por nosotros. Juan añade: “También nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos”. Amar a los hermanos es estar dispuestos a negarnos a nosotros mismos para servir y perfeccionar a los demás, y es estar dispuestos incluso a dar nuestra propia vida por los hermanos.

El versículo 18 dice: “Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y con veracidad”. El amor fraternal no está compuesto de palabras vacías; es la manifestación en hechos y en veracidad. Y en 1 Juan 4:10-12: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó a nosotros, y envió a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados. Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros. Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y Su amor se ha perfeccionado en nosotros”. Esto nos muestra que nuestro amor hacia Dios y nuestro amor para con los demás no se pueden separar. El amor de Dios se perfecciona en nosotros cuando nos amamos unos a otros. Dios ha puesto hoy muchos hermanos frente a nosotros para que pongamos en práctica el amor que tenemos para con Dios. No podemos decir de una manera teórica que amamos a Dios. Debemos aprender a amar a los hermanos con hechos. Es vanidad limitarnos a hablar de amor. Nuestro amor por Dios debe expresarse en nuestro amor por los hermanos.

Leemos en 1 Juan 5:2-3: “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y cumplimos Sus mandamientos. Pues éste es el amor a Dios, que guardemos Sus mandamientos”. Si amamos a Dios, debemos guardar Sus mandamientos. Por ejemplo, los mandamientos de Dios dicen que debemos ser bautizados por inmersión, pero muchos hijos de Dios tienen diferentes puntos de vista al respecto. Ellos dicen: “No estoy de acuerdo con el bautismo por inmersión; si usted me ama, no se debe bautizar por inmersión, porque esto me herirá”. ¿Qué debemos hacer? Dios nos manda que salgamos de las denominaciones y no pertenezcamos a ninguna secta; sin embargo, muchos hijos de Dios promueven las denominaciones. Ellos dicen: “No abandone las denominaciones. Nos herirá si sale de nuestra denominación”. ¿Qué debemos hacer? Debemos salir de las denominaciones si queremos mostrar nuestro amor a Dios, y debemos permanecer en ellas si deseamos mostrar nuestro amor a los hermanos. Esto nos pone en un dilema. Pero el versículo 2 dice: “En esto sabemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y cumplimos Sus mandamientos”. En otras palabras, no podemos decir que amamos a los hijos de Dios si no guardamos los mandamientos de Dios. Supongamos que Dios guía a un hermano a bautizarse por inmersión. El se debe bautizar si ama a los hijos de Dios. Si no se bautiza, afectará a otros hijos de Dios, pues éstos tal vez decidan no bautizarse, lo cual les impedirá obedecer a Dios. Esta no sería la manera de amarlos. Si guardamos todos los mandamientos de Dios, sabremos que amamos a Sus hijos, pues habremos tomado el camino de la obediencia, lo cual permite que otros puedan seguir el mismo camino. Si escogemos no obedecer porque tememos que nuestra obediencia los ofenda, no avanzaremos ni nosotros ni ellos. Debemos aprender a amar a Dios, y debemos guardar todos Sus mandamientos. Sabemos que amamos a los hijos de Dios porque amamos a Dios y guardamos Sus mandamientos. Guardar todos los mandamientos de Dios es la única manera de dirigir a los hijos de Dios por el camino de la obediencia. Supongamos que los padres de una persona no le permiten creer en el Señor. ¿Qué debe hacer esa persona? ¿Negar al Señor por amor a sus padres? Si los complace a ellos y niega al Señor, no está practicando el amor en lo absoluto; si no los complace y cree en el Señor, ellos se enojarán por un tiempo, pero esa persona ha abierto el camino para que ellos crean en el Señor. ¡Esto sí es amor!

Sin embargo, no debemos ofender a nuestros padres ni con nuestra actitud ni con nuestras palabras. Es correcto que obedezcamos y sigamos los mandamientos de Dios, pero no debemos ofender a nuestros padres ni con nuestra actitud ni con nuestras palabras. Debemos asirnos de la verdad de Dios, pero al mismo tiempo necesitamos mantener el amor. Desde el comienzo de nuestra vida cristiana debemos aprender a ser justos. Sin embargo, no debemos hacer a un lado el amor. No haga énfasis en la santidad de la vida de Dios a expensas del amor que se encuentra en la vida de El. Estos dos aspectos se deben mantener en equilibrio. Deseamos obedecer a Dios, pero debemos hacerlo con humildad. No ofenda al amor. Si debe hacer algo, hágalo, pero nunca haga nada que ofenda al amor. Debemos mantener una actitud amable. Incluso cuando haya diferentes opiniones entre los hermanos, debemos seguir siendo amables. Debemos estar llenos de amor cuando le digamos a nuestro hermano: “Hermano, cuánto quisiera ver lo que tú has visto, pero Dios me lo ha mostrado de diferente manera, y no puedo hacer otra cosa que obedecerlo a El”. No rebaje la norma de la Palabra de Dios ni ofenda al amor. Sea obediente a Dios y, además, ame. Debemos mostrarle a nuestro hermano que no estamos haciendo algo por interés personal, sino porque Dios lo ha dicho. Debemos mantener la debida actitud, y debemos estar llenos de humildad. Esto ganará el favor de muchos hermanos y hermanas.

V. EL RESULTADO DE AMAR

En 1 Juan 4:16 leemos: “Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él”. Esta es la segunda vez en esta epístola que vemos la oración Dios es amor. Debido a que Dios es amor, El desea que amemos a los hermanos y permanezcamos en amor. Mientras permanezcamos en amor, permaneceremos en Dios.

En los versículos 17 y 18 dice: “En esto se ha perfeccionado el amor en nosotros, en que tengamos confianza en el día del juicio … En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor”. Solamente en 1 Juan 4 se nos dice cómo permanecer confiadamente ante el tribunal divino. La clave es permanecer en amor, ya que permanecer en amor es permanecer en Dios. Tendremos confianza en el día del juicio cuando este amor se haya perfeccionado en nosotros.

Debemos tener una sola actitud para con nuestros hermanos y hermanas, una actitud de amor. Debemos ganárnoslos y buscar el mayor beneficio para ellos. No debemos tener ningún rencor, solamente amor. Practicar esto es un verdadero ejercicio. Un día todo nuestro ser permanecerá en amor, y el amor permanecerá en nosotros. Entonces nuestras vidas en la tierra estarán libres de todo temor. No hay temor cuando amamos. Cuando estemos delante del tribunal de Dios, no tendremos temor de nada. Esta vida de amor operará entre nosotros hasta que el temor haya desaparecido. El fruto del Espíritu, el amor, nos dará la confianza para estar delante del tribunal de Dios.

Ya vimos que amar a los hermanos equivale a amar a Dios. Nuestro amor por los hermanos hará que el amor de Dios se perfeccione en nosotros. Debemos amar a los hermanos al punto que no haya temor en nosotros hacia ellos. Amar a Dios y amar a los hermanos son dos cosas inseparables. Debemos amar a los hermanos si deseamos amar a Dios. Al hacer esto, el amor se perfecciona en nosotros, y estaremos confiados el día del juicio. Esto es maravilloso.

Ojalá que todos podamos aprender a amar a los hermanos desde el comienzo mismo de nuestra vida cristiana, y que la vida de Dios encuentre un canal por el cual fluir en nosotros.