Watchman Nee Libro Book cap. 3 Sentaos, Andad, Estad firmes

Watchman Nee Libro Book cap. 3 Sentaos, Andad, Estad firmes

ESTAD FIRMES

CAPÍTULO 3

ESTAD FIRMES

Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza. Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo . . . para que podáis resistir en el día malo, y estar firmes. Estad pues firmes, ceñidos vuestros lomos . . . vestidos de la coraza de justicia, y calzados los pies . . . tomad el escudo de la fe . . . y . . . el yelmo de salvación . . . y la espada … orando . . . velando … (6:10-18).

La experiencia cristiana tiene sus comienzos en el «sentarse» que conduce al «andar», pero no concluye con éstos. Todo creyente tiene que aprender a «estar firme». Es necesario saber «sentarnos» con Cristo en lugares celestiales y «andar» como es digno de El en este mundo terrenal, pero también es necesario saber estar firmes ante el enemigo. La lucha es el tema que se nos presenta aquí en la tercera parte de la epistola a los Efesios (6:10¬20). Es lo que Pablo describe como la «lucha contra huestes espirituales de maldad».

Hagamos un breve repaso del orden en que Efesios nos presenta estas verdades: es «sentaos . . . andad . . . estad firmes». Porque ningún creyente puede tener esperanzas de participar en este conflicto de los siglos si antes no ha aprendido a descansar en Cristo y en lo que Él ha hecho; y luego, por el poder del Espíritu obrando en su corazón, le ha seguido en una vida práctica, santa en esta tierra. Si se muestra deficiente en cualquiera de estas fases, de nada valdrá en la lucha, y aun es posible que nada sabrá de ella, porque Satanás puede hacer caso omiso de él. Pero puede ser hecho fuerte «en el Señor, y en el poder de su fuerza» al comprender el valor de su exaltación y lo que significa su morada en él (cp. 6:10 con 1:9 y 3:6). Con estas dos lecciones bien aprendidas podremos apreciar este tercer principio de la vida cristiana que se nos presenta en las palabras: «Estad firmes».

Dios tiene un archienemigo, que tiene bajo su gobierno a millares de demonios y ángeles caídos que buscan inundar el mundo de mal y excluir a Dios de su propio reino. Esto es lo que significa el verso 12, y es la explicación de lo que está ocurriendo en nuestro derredor. Nosotros vemos sólo «sangre y carne» encarándonos, es decir, el conjunto de reyes y gobernantes hostiles, pecadores y hombres perversos. Pablo dice: No, nuestra lucha no es contra éstos, «sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes»: en fin, contra la astucia del diablo mismo. Hay dos tronos en guerra. Dios reclama la tierra como su dominio y Satanás procura usurpar la autoridad de Dios. La Iglesia es llamada a desalojar a Satanás de su dominio y a reconocer a Cristo como Cabeza sobre todo. ¿Qué estamos haciendo nosotros? 

Quiero ahora, tratar este asunto del conflicto, refiriéndome primero en términos generales a aquellos aspectos que afectan la vida personal, y luego en un sentido más definido a la obra que el Señor nos ha encomendado. Hay muchos ataques satánicos dirigidos directamente contra los hijos de Dios. Es claro que no debemos atribuir al diablo aquellas molestias que nos sobrevienen por nuestra propia violación de las leyes divinas. Ya debemos saber cómo rectificar éstas. Pero hay ataques físicos contra el creyente, ataques del maligno contra el cuerpo y la mente, necesarios de ser tenidos en cuenta. Indudablemente, muy pocos de nosotros no conocen algo de los ataques del enemigo contra nuestra vida espiritual, y ¿vamos a dejar de considerarlos?

Nuestra posición es con el Señor en los cielos, y estamos aprendiendo a andar con Él ante el mundo, pero ¿cómo vamos a conducirnos en la presencia del adversario, adversario de Dios y nuestro? La palabra de Dios dice: «¡Estad firmes!» «Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo» (6:11). En, el griego, las palabras «estad firmes contra» significan «mantener la posición», o «no ceder terreno». Esta orden divina contiene una verdad muy preciosa. Quiere decir que el terreno en disputa es, en realidad, de Dios y, por lo tanto, también nuestro. Si no fuese así, nosotros tendríamos que conquistar el lugar en que afirmar nuestros pies.

Casi todas las armas nombradas en Efesios son defensivas: aun la espada, puede ser usada tanto para la defensiva como para la ofensiva. La diferencia entre la guerra defensiva y la ofensiva es que en la guerra defensiva ya domino el terreno y sólo procuro retenerlo, mientras que en la ofensiva no lo tengo y me esfuerzo por conquistarlo. Y en esto consiste la diferencia entre la lucha entablada por el Señor y aquella en que estamos comprometidos nosotros. La suya era ofensiva; la nuestra es esencialmente defensiva. El Señor luchó con Satanás a fin de obtener la victoria. Mediante la Cruz llevó la guerra hasta los umbrales del infierno mismo, a fin de llevar cautiva la cautividad (4:8, 9). Hoy nosotros batallamos solamente por mantener y consolidar la victoria que el Señor ha ganado. Por la resurrección Dios proclamó a su Hijo vencedor sobre todo el reino de las tinieblas, y el terreno que Él conquistó nos lo ha dado a nosotros. Nosotros no necesitamos luchar para obtenerlo. Sólo tenemos que luchar para conservarlo.

Nuestra responsabilidad es de mantener y no de atacar. No es asunto de avanzar sino de permanecer: permanecer en Cristo. En la persona de Cristo, Dios ya ha vencido. Nos ha dado la responsabilidad de mantener en alto esa victoria. En Cristo la derrota del enemigo es un hecho consumado y ahora la Iglesia está para hacer evidente esta victoria sobre él. Satanás es el que tiene que contraatacar a fin de desalojarnos del terreno conquistado por Cristo. Nuestra parte no es la de angustiarnos para poseer un terreno ya nuestro. En Cristo somos vencedores: y no sólo eso, sino «más que vencedores» (Ro. 8:37). Por consiguiente, en Él «estamos firmes». No luchamos por ganar la victoria; luchamos en base a la victoria ya ganada. Nuestra lucha no tiene por fin ganar sino que luchamos porque Cristo ya ha triunfado. Vencedores son los que descansan en la victoria que Dios ya les ha dado.

Cuando luchas para obtener la victoria, has perdido la batalla en su principio. Supongamos que Satanás te ataca en el hogar o en el negocio y crea una situación que te es imposible solucionar. ¿Qué haces? Instintivamente te preparas para una gran batalla y luego ruegas a Dios que te dé la victoria. Si así haces, seguramente la derrota vendrá, porque ya cediste el terreno que te pertenece. Tu derrota como creyente comienza en el momento que sientes que tú tienes que vencer. Cuando dices: «Espero poder vencer», ya por decir esto, estás cediendo al enemigo el terreno que es tuyo en Cristo. ¿Qué debemos hacer cuando él ataca? Sencillamente alzar los ojos y alabar al Señor: «Señor, me encuentro frente a una situación que me es imposible remediar. Tu enemigo la ha provocado a fin de producir mi caída, pero te alabo que Tu victoria es completa y abarca esta situación mía también. Gracias te doy porque ya tengo en Ti la victoria sobre este asunto.»

Sólo los que saben «sentarse» y descansar en El pueden también «estar firmes». Nuestro poder para estar firmes, así como para andar, está en saber descansar en Cristo. La fuerza del creyente para andar y para guerrear, proviene de la posición que ocupa allí. Si no ha sabido sentarse ante Dios, tampoco sabrá estar firme ante el enemigo.

El objetivo principal de Satanás no es el de hacernos pecar, sino de quitarnos de nuestra posición, él perfecto triunfo en el Señor, para hacer posible y fácil nuestra caída. Por vía de la cabeza o del corazón, del intelecto o de los sentimientos, asalta nuestro reposo en Cristo o nuestro andar en el Espíritu. Pero para cada punto de ataque tenemos armas defensivas: el yelmo o la coraza, el cinto o el calzado, y para completarlo todo, el escudo de la fe para apagar los dardos de fuego. La fe proclama: Cristo está ensalzado. La fe proclama: Por gracia somos salvos. La fe proclama: Tenemos acceso por medio de El. La fe proclama: Cristo mora en nosotros por su Espíritu (ver 1:20; 2:8; 3:12, 17). 

Por ser suya la victoria, es también nuestra. Si nos limitáramos sólo a mantener el estado de victoria y no procuráramos ganarla, pronto veríamos al enemigo en fuga. No debemos pedir al Señor que nos capacite a nosotros para vencer al enemigo, ni aun mirarle para ganar la victoria, sino alabarle porque ya lo ha hecho; Él es Vencedor. Es en realidad un asunto de fe en Él. Si creyéramos al Señor, no pediríamos tanto sino que le alabaríamos más. Cuanto más sencilla y esclarecida la fe en El, menos oraremos en semejantes situaciones y más alabanzas le daremos. 

Repitámoslo: en Cristo somos ya vencedores. Siendo esto así, es evidente que orar pidiendo la victoria (salvo que esta oración sea la de alabanza) significará en la práctica, facilitar la derrota, por cuanto abandonamos nuestra posición elemental y básica. Permíteme preguntarte: «¿Ha sido tu experiencia la derrota? ¿Te has encontrado anhelando el día en que serás lo suficientemente fuerte como para vencer?» Entonces mi oración por ti no puede ir más lejos que la del apóstol Pablo por sus lectores de Éfeso. Que Dios pueda abrir tus ojos de nuevo a fin de que te veas sentado con Cristo, el cual ha sido colocado «sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra» (1:20, 21). Es probable que las dificultades que te apremian no cambien; el león seguirá rugiendo con tanta furia como antes; pero no es necesario anhelar ​​ansiosamente la victoria. En Cristo ya eres vencedor en el campo de batalla.

EN SU NOMBRE

Pero aquí no termina el asunto. Efesios 6 abarca mucho más que el aspecto personal del conflicto. Tiene que ver también con la obra que Dios nos ha encomendado: la proclamación del misterio del Evangelio, del cual Pablo ya ha dicho mucho (3:1¬13). Para esto nos proporciona dos armas: la espada de la Palabra y su compañero, la oración. 

Tomad . . . la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios; orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos; y por mí, a fin de que al abrir mi boca me sea dada palabra para dar a conocer con denuedo el misterio del evangelio, por él cual soy embajador en cadenas; que con denuedo hable de él, como debo hablar (6:17-20). 

Quiero decir algo más acerca de esta lucha en su relación con la obra que Dios nos ha encomendado, porque aquí es donde podríamos tropezar con alguna dificultad. Es cierto, por una parte, que el Señor Jesucristo está sentado «sobre todo principado y autoridad» y que todas las cosas fueron sometidas «bajo sus pies» (1:21, 22). Es a la luz de esta victoria ya completada que tenemos que dar «siempre gracias por todo . . . en el Nombre de nuestro Señor Jesucristo» (5:20). Sin embargo, tenemos que admitir que todavía no vemos todas las cosas sujetas a Él. Existen todavía, como Pablo lo dice, huestes espirituales de maldad, fuerzas sombrías, poderes inicuos ocultos detrás de los gobernadores del mundo, que ocupan territorio que por derecho es de Cristo. ¿Hasta qué punto podemos decir que ésta es una guerra defensiva? No queremos que se nos considere presuntuosos. Entonces ¿cuándo, y bajo qué circunstancias, tenemos derecho de ocupar y retener en nombre del Señor un territorio que aparentemente es del enemigo?

Tomemos «la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios» para ayudarnos en esto. ¿Qué nos dice acerca de la oración y de actuar en su Nombre? Consideremos, en primer lugar, los dos siguientes pasajes: 

De cierto os digo que todo lo que atéis sen la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra será desatado en el cielo. Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho … Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy … (Mt. 18:18-20). 

De cierto, de cierto os digo, que todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre: pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido . . . En aquel día pediréis en mi nombre (Jn. 16:23, 24, 26). 

Nadie puede ser salvo sin conocer el Nombre de Jesucristo, y nadie puede ser usado eficazmente por Dios si no conoce la autoridad de ese Nombre. El apóstol Pablo aclara que el «Nombre» a que el Señor se refiere en los pasajes de referencia no es tan sólo el Nombre por él cual fue conocido mientras habitó entre los hombres. Ciertamente, es el mismo Nombre que tuvo en días de Su humanidad, pero es ese mismo Nombre ya investido del título y la autoridad que Dios le ha dado después de haber sido obediente hasta la muerte (Fil. 2:6-10). Es él Nombre de Su exaltación y gloria, el resultado de Sus sufrimientos; y es en ese «Nombre que es sobre todo nombre» que hoy nos reunimos y elevamos nuestras peticiones ante Dios.

Esta distinción la hace no sólo Pablo, sino él mismo Señor en el segundo de los pasajes citados: «Hasta ahora nada habéis pedido. . .En aquel día pediréis» (Jn. 16:24, 26). Para los discípulos «aquel día» sería muy diferente del «ahora» del verso 22. Había algo que «entonces» no tenían, y que «cuando» lo recibieran, lo usarían. Ese algo es la autoridad que acompaña a su Nombre. 

Es necesario que nuestros ojos sean abiertos y veamos el cambio importante efectuado por la ascensión. Es verdad que el nombre «Jesús» establece la identidad del que está sentado en el trono, con el Carpintero de Nazaret; pero más que eso. Encierra ahora el poder y él dominio que Dios le ha dado, un poder y dominio que exigirá se doble toda rodilla, de los que están en los cielos, y de los que están sobre la tierra y aun debajo de la tierra. Los mismos jefes judíos reconocieron que un nuevo nombre podría tener este significado cuando preguntaron a los discípulos acerca de la sanidad del lisiado. «¿Con qué potestad, o en qué nombre, habéis hecho vosotros esto?» (Hch. 4:7). 

Hoy ese Nombre nos dice que Dios ha entregado toda autoridad a su Hijo, de modo que en el Nombre mismo hay poder. Pero debemos notar también, que en las Escrituras, la expresión «en el Nombre» se repite, haciéndonos ver el uso que hicieron los apóstoles de ese Nombre. El caso no es simplemente que Él tiene ese Nombre, sino que tenemos que hacer uso de él. Tres veces en su última plática el Señor repite las palabras: pedid «en mi Nombre» (Jn. 14:13, 14; 15:16; 16:23-26). El ha depositado en nuestras manos esa autoridad para que hagamos uso de ella. No sólo es Suyo, sino que es «dado a los hombres» (Hch. 4:12). Si no conocemos nuestra parte en esto, perderemos mucho.

El poder de su nombre opera en tres sentidos. En nuestra predicación es eficaz para la salvación de los hombres en la remisión de sus pecados (Hch. 4:10-12), en su limpieza, justificación y santificación para con Dios (Lc. 24:47; Hch. 10:43; 1 Co. 6:11). En nuestra lucha, es poderoso contra las fuerzas satánicas para atarlas y sujetarlas (Mr. 16:17; Lc. 10:17-19; Hch. 16:18). Y, cómo ya hemos visto, es eficaz ante Dios, porque en dos ocasiones se nos dice: «Todo lo que pidiereis – • •», y dos veces: «Si algo pidiereis . . .» (Jn. 14:13, 14; 15:16; 16:23). Frente a semejantes expresiones, bien podemos decir con toda solemnidad: «Señor, ¡tu coraje es grande para comprometerte así!» Ciertamente es un hecho muy notable que Dios se comprometa así con sus siervos.

Miremos ligeramente tres incidentes en el libro de los Hechos de los Apóstoles que sirven para ilustrar algo,más este punto: 

Pedro dijo . . . En el nombre de Jesucristo, levántate y anda (Hch. 3:6). 

Pablo se volvió y dijo al espíritu: Te mando en él nombre de Jesucristo, que salgas de ella. Y salió en la misma hora (Hch. 16:18). 

Pero algunos . . . exorcistas ambulantes, intentaron invocar el nombre del Señor Jesús sobre los que tenían espíritus malos, diciendo: Os conjuro por Jesús, el que predica Pablo . . . y respondiendo el espíritu malo, dijo: A Jesús conozco, y sé quién es Pablo; pero vosotros ¿quiénes sois? (Hch. 19:13, 15).

Observemos, en primer lugar, el caso de Pedro y el lisiado a la puerta del templo. Pedro no se arrodilla primeramente a fin de conocer la voluntad del Señor en oración. Inmediatamente dice: «¡Anda!» Usa el Nombre como si fuera para uso suyo, y no como algo distante en los cielos. Con Pablo en Filipos tenemos la misma cosa. Él percibe en su espíritu que la actividad satánica ya se ha extralimitado. No se nos dice que se detiene y ora. No, su andar con el Señor es tan real, y por ser así él puede, como custodia del Nombre, actuar como si el poder fuese suyo. Él da la orden, y el espíritu huye «en la misma hora».

¿Qué pues es esto? Es un ejemplo de lo que yo describiría como la «obligación» en que Dios se pone para con el hombre. Dios se ha comprometido a obrar por medio de sus siervos en la medida en que ellos obren «en el Nombre». Y ellos, ¿qué hacen? De por sí, nada. Se limitan sencillamente a usar el Nombre. De igual manera, es evidente que ningún otro nombre, sea el suyo o el de algún otro apóstol, tendría el mismo efecto. Todo lo que sucede es resultado del impacto del Nombre del Señor Jesucristo sobre la situación reinante, y los suyos están autorizados para usar ese Nombre. 

Dios mira a su Hijo en la gloria, no a nosotros aquí sobre la tierra. Nos ha hecho sentar con Él allá, y es por esta razón que pueden sernos confiados aquí su Nombre y su autoridad. Una sencilla ilustración contribuirá a aclarar esto. Hace ya tiempo, un colega amigo mandó pedir de mí una suma de dinero. Leí la carta y preparé el importe solicitado y lo entregué al mensajero. ¿Hice bien?

Es claro que sí. La carta llevaba la firma de mi amigo, y eso me basta. ¿Tendría que haber preguntado al mensajero su nombre, edad y ocupación, y pueblo de origen, y luego haberle despachado, insatisfecho de lo que él era? De ninguna manera. Había venido en nombre de mi amigo, y yo honré ese nombre.

El Compromiso Divino 

Es grande lo que Dios ha hecho al comprometerse así con su Iglesia. Al hacer esto Él ha confiado a sus siervos el más grande de todos los poderes, el poder de Aquél cuyo dominio se extiende sobre «todo nombre que se nombra, no sólo en este siglo, sino también en el veridero» (1:21). Cristo Jesús está ahora ensalzado en los cielos, y toda su obra de salvar hombres, hablar a sus corazones, y obrar en su favor los milagros de su gracia, la hace por medio de sus siervos, los cuales actúan en su Nombre. Así, pues, la obra de la Iglesia es su obra. En verdad, el Nombre de Jesucristo es el mayor legado que Dios ha hecho a su Iglesia, porque donde en verdad se obra en base a ese compromiso, El mismo se hace responsable por lo que se hace en su Nombre. Y el deseo de Dios es de confiarse así de su Iglesia, por cuanto no se ha permitido emplear ningún otro medio para completar su obra.

Ninguna obra puede ser llamada obra de Dios, si Dios no está comprometido en ella. Lo que vale es la autorización para hacer uso de su Nombre. Tenemos que estar en condiciones de poder levantarnos y hablar en su Nombre. Si no, nuestra obra carecerá del impacto espiritual indispensable. Debo, sin embargo, decir que no es esto algo que pueda hacerse a última hora. Es el fruto de la obediencia a Dios y de una estatura espiritual ya alcanzada y mantenida. Es algo que ya debemos tener si ha de ser asequible para la hora de necesidad.

«A Jesús conozco, y sé quién es Pablo.» ¡Gracias a Dios por esta última expresión! Los espíritus malos reconocen al Hijo; la evidencia de esto abunda en los Evangelios. Pero hay también aquellos que viven en tal unión con el Hijo, que también cuentan ante las huestes infernales. El asunto ahora es: ¿podrá Dios confiarse a ti de esta misma manera?

Otra pequeña ilustración. Si alguien ha de hacer algo «en mi nombre», quiere decir que doy mi nombre a esa persona para que lo use dentro de ciertas condiciones, dispuesto a responsabilizarme por lo que ésta haga en mi nombre. Podría ser, por ejemplo, que le confiara mi libro de cheques, con autoridad para retirar dinero en mi nombre. Si soy pobre, y no tengo fondos en el banco, mi nombre carece de significación. ¡Cuán distinto es con el Señor! ¡Cuán poderoso y rico es su Nombre! ¡Cuán valioso le es su Nombre! Entonces, si El tiene que llevar la responsabilidad de todo lo que ocurre, necesita ejercer sumo cuidado sobre la manera en que su Nombre es usado. De nuevo pregunto: ¿Puede Dios confiar sus riquezas, su «libro de cheques», su «firma», a ti? Esto debe ser resuelto primeramente. Luego podrás usar su Nombre libremente. Sólo entonces «todo lo que atéis en la tierra será ligado en los cielos». Entonces, por haberse Él confiado a ti, podrás andar como un verdadero representante suyo en el mundo. Ese es él fruto de la unión con el Señor.

¿Es nuestra unión con el Señor tal que Él se comprometerá a participar en lo que estamos haciendo? Parecería, a veces, ser muy riesgoso para nosotros, aventuramos teniendo como garantía sólo las promesas de Dios. El asunto es: ¿Nos apoyará Dios? ¿Podrá ayudamos?

Quiero delinear brevemente cuatro puntos fundamentales con respecto a la obra a que Dios podría comprometerse. Lo primero que necesitamos es una clara revelación a nuestros corazones del eterno propósito de Dios. Sin esto no podremos avanzar. Si yo trabajo en una construcción, aunque sea como obrero raso, tengo que saber qué es lo que se va a edificar; si ha de ser casita, o un galpón, o un palacio. Tengo que ver él plano, de otra manera no puedo ser un obrero inteligente. Para muchos la salvación de almas es la obra primordial de Dios, pero esto nunca puede ser una actividad aislada. Tiene que ser integrada al plan total, porque no es, al fin de cuentas, sino el medio para lograr el fin. El fin u objetivo de Dios es la preeminencia de su Hijo, y él evangelismo tiene por fin salvar a los hijos entre los cuales Él ha de ser preeminente. 

En el tiempo de Pablo cada creyente tenía una función relacionada íntimamente con el eterno propósito de Dios (véase especialmente 4:11-16). Eso no debería ser menos cierto hoy. Los ojos de Dios se vuelven hacia el reino venidero. Lo que hoy conocemos cómo cristianismo pronto tendrá que ceder lugar a otra cosa: él gobierno soberano de Cristo. Pero, como sucedió con el reino de Salomón, también ahora hay un período previo de guerra espiritual, representado por el reinado de David. Dios está buscando a los que cooperarán con Él hoy en esa guerra preparatoria. 

Es un asunto de afinidad de propósitos; de mis propósitos con los eternos propósitos de Dios. Toda obra cristiana que no esté identificada así, es fragmentaria y disyuntiva, y al fin no llega a nada. Debemos buscar de Dios una revelación expresa a nuestro corazón por su Espíritu Santo a fin de entender cuál sea «el designio de su voluntad» (ver 1:9-12), y luego preguntamos si nuestra obra está relacionada con ella. Una vez resuelto este punto, los detalles acerca de la dirección cotidiana se solucionarán a sí mismos.

En segundo lugar, toda obra efectiva que logra los propósitos de Dios, tiene que ser concebida por Dios. Si nosotros planeamos una obra y luego pedimos a Dios su bendición, no podemos esperar que Dios se comprometa a Sí mismo en ella. El Nombre de Dios nunca puede ser un simple sello que autorice la obra concebida por nosotros. Es cierto que puede haber bendición sobre lo que hacemos, pero será parcial y no completa. No podremos decir que fue hecho «en su Nombre», sino desgraciadamente, ¡en nuestro nombre!

«No puede el Hijo hacer nada de Sí mismo». Con cuánta frecuencia leemos en los Hechos de las prohibiciones del Espíritu Santo. Leemos en el capítulo 16 cómo a Pablo y a sus acompanantes «les fue prohibido por el Espíritu Santo hablar la palabra en Asia», y cómo en otra oportunidad «el Espíritu no les dejó». Sin embargo, éste es el libro de los hechos del Espíritu Santo, no de sus «inactividades». Muchas veces creemos que lo que importa es el «hacer». Debemos aprender a «no hacer», y a permanecer quietos ante El. Debemos aprender que si Dios no se mueve, no debemos atrevemos a hacerlo nosotros. Cuando hayamos aprendido esto, confiadamente nos podrá enviar a predicar en su Nombre.

Por lo tanto, me es necesario conocer la voluntad de Dios acerca de la obra que me corresponde, y debo emprenderla basado solamente en ese conocimiento. Él principio que ha de regir al creyente en su labor es: «En él principio Dios . . .» 

En tercer lugar, toda obra, para ser eficaz y poder continuar, tiene que depender de la potencia de Dios exclusivamente. ¿Qué significa poder? A menudo usamos esta expresión demasiado superficialmente. Decimos de alguno que es «un poderoso orador», pero es necesario preguntarnos qué poder está empleando. ¿Es poder espiritual o poder natural? Se está dando demasiado lugar en nuestros días al poder natural en él servicio a Dios. Debemos aprender que, si procuramos llevar a cabo una obra con nuestro propio poder, aunque Dios la haya iniciado, Él no se comprometerá en ella.

¿Me preguntas qué quiero decir con poder natural? Sencillamente, es lo que podemos hacer sin la ayuda de Dios. A veces damos a una persona la responsabilidad de organizar y planear una campaña de evangelización o alguna otra actividad cristiana porque, por naturaleza, es buen organizador. Pero siendo así, ¿cuánto empeño pondrá en la oración? Si esta acostumbrado a confiar en sus dotes naturales, probablemente no sentirá necesidad de clamar a Dios. Nuestra gran dificultad es que hay muchas cosas que podemos hacer sin la necesidad de confiar en Dios. Es necesario alcanzar el punto en que no nos atrevamos a hacer, ni a hablar, salvo en consciente y constante dependencia en Él.

Esteban cuenta de Moisés que, luego de ser educado en la sabiduría egipcia, era un hombre «poderoso en sus dichos y hechos» (Hch. 7:22). Pero después de haberle educado Dios, Moisés tuvo que decir: «¡Ay, Señor! nunca he sido hombre de fácil palabra ni antes, ni desde que Tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y torpe de lengua» (Ex. 4:10). Cuando un orador llega al punto que dice: «No sé hablar», ha aprendido una lección fundamental y está en camino de poder ser usado por Dios. Ese descubrimiento encierra una crisis y después un proceso que dura por toda nuestra vida, ambas cosas sin duda encerradas en la afirmación de Lucas: «bautizados en el Nombre» (Hch. 8:16; 19:5). Esta expresión señala a todo nuevo creyente la necesidad de un conocimiento básíco de la muerte y resurrección de Cristo en su relación con su viejo hombre. De una u otra manera, en nuestra vida con Dios, debemos experimentar su mano mutilante quitándonos las fuerzas naturales, para que quedemos afirmados solamente sobre el plano de la vida de resurrección en Cristo, donde la muerte ya no ejerce más su influencia. Después, el círculo se irá extendiendo hasta abarcar nuevas esferas de nuestras propias energías, sometiendo éstas también a los efectos mortíferos de la Cruz. Él camino es difícil y doloroso, pero es el camino preparado por Dios para una vida y ministerio fructíferos, pues le otorga las condiciones que Él necesita para poder apoyar lo que hacemos en el Nombre de su Hijo.

Muchas veces hoy día, en la obra de Dios, las cosas están ordenadas de tal modo que no hay necesidad de confiar en Dios. Pero el veredicto divino es intransigente: «Sin mí nada podéis hacer». Lo que él hombre hace aparte de Dios es madera, heno y hojarasca, y cuando se lo haya sometido a la prueba de fuego encontraremos que había sido nada, porque la obra divina sólo se puede hacer con poder divino, y ese poder sólo se encuentra en Cristo. Nos es hecho disponible cuando conocemos la virtud de su resurrección por medio de la Cruz. Vale decir, es cuando verdaderamente hemos llegado al punto en que exclamamos: «No sé hablar», que encontramos que Dios está hablando. Cuando dejamos de obrar nosotros, comienza ÉL Es así como el fuego en aquel día venidero, y la Cruz ahora, efectúan la misma operación. Lo que no soporta la Cruz ahora no aguantará el fuego más tarde. Si mi obra, realizada en mi poder, pasa por la muerte, ¿cuánto me quedará? ¡Nada! Nada sobrevive la muerte de la Cruz sino lo que es enteramente de Dios en Cristo.

Dios nunca nos pedirá hacer nada que podamos hacer nosotros mismos. Él nos pide vivir una vida que nunca podríamos vivir, y hacer una obra que nunca podríamos hacer. Sin embargo, por su gracia, lo estamos viviendo y lo estamos haciendo. La vida que vivimos es la vida de Cristo llevada en el poder de Dios, y la obra que cumplimos es la obra de Cristo efectuada en nosotros por su Espíritu a quien obedecemos. El «yo» es el único impedimento a esa vida y a esa obra. Que de cada corazón surja esta súplica: «¡Oh Señor, encárgate de este «yo»!»

Finalmente, el propósito y meta de toda obra en que Dios puede identificarse tiene que ser Su propia gloria; lo que significa que nosotros nada sacamos de ella para nosotros mismos. Es un principio divino que cuanto menor sea la satisfacción personal que recojamos nosotros, mayor será el valor de esa obra para Dios. Él hombre no tiene lugar para gloriarse en la obra de Dios. Ciertamente hay un gozo profundo y precioso en cualquier servicio que le satisfaga a Él y que le abra la puerta a El para obrar y no al hombre, pero sí, ese servicio tiene por finalidad «la alabanza de la gloria de su gracia» (1:6, 12, 14).

Una vez resuelto este punto entre nosotros y Dios, Él se comprometerá. Creo, verdaderamente, que El nos dará la razón de decir que está obligado a comprometerse. Nuestra experiencia en la obra en China nos ha demostrado esto que, si por algún motivo había dudas de que la obra fuera de Dios, encontrábamos que Él no estaba muy dispuesto a contestar nuestra oración. Pero cuando alguna obra provenía enteramente de Dios, Él se comprometía de maneras maravillosas. Entonces es cuando, a plena obediencia a El, puedes hacer uso de su Nombre, y todo el infierno tendrá que reconocer tu derecho de hacerlo. Cuando Dios se compromete en alguna obra, se manifiesta en su poder para demostrar que está en ella y que es su mismo Autor.

EL DIOS DE ELIAS

Permítaseme citar, para concluir, una experiencia propia. Pocos años después de iniciar nuestra obra, tuvimos un período de fuertes pruebas. Eran días de desilusión y casi de desesperación. Teníamos razón, sin embargo, en creer que el Señor estaba con nosotros, pues, al finalizar uno de los años más difíciles, pudimos decir que, durante ese período, el Señor nos había dado unas setecientas almas realmente convertidas. Luego, terminado ese año, nos pareció haber llegado a un clímax.

En la China, los festejos de Año Nuevo se prolongan por unos quince días, y a más de ser un tiempo muy propicio para la realización de conferencias para creyentes, es la mejor época para predicar él Evangelio. Al buscar la voluntad del Señor, nos fue aclarado que deberíamos usar esos días para predicación, y fue así que programé llevar conmigo cinco hermanos en una gira de evangelización durante los 15 días a una isla cercana a la costa. A último momento otro hermano joven, que llamaré «Hermano Wu» se plegó al grupo. Sólo tenía dieciséis años de edad y se le había expulsado del colegio; sin embargo, recientemente se había convertido y podía apreciar un verdadero cambio en su vida. Además, estaba muy deseoso de acompañarnos, de modo que, luego de cierta vacilación, consentí en llevarlo con nosotros. Ya éramos entonces un total de siete. La isla era bastante grande; había un pueblo principal de unas seis mil casas. Escribí con anticipación a un ex-compañero mío de colegio que estaba cómo director de la escuela pidiéndole alojamiento para esos quince días. Sin embargo, cuando llegamos en la oscuridad de la noche, sabiendo que veníamos para predicar el Evangelio, rehusó alojarnos. Seguimos buscando entre la población algún lugar donde posar, y al fin un herborista se compadeció de nosotros y nos albergó, permitiéndonos dormir en su altillo, haciendo nuestras camas de tablas y paja.

Poco después, ese herborista fue nuestro primer convertido. Aunque trabajamos sistemáticamente y con afán, y no obstante ser los pobladores muy corteses, tuvimos muy poco fruto y nos preguntábamos cuál podría ser la causa.

El 9 de enero salimos a predicar. Hablando él hermano Wu, y algunos otros, en uno de los barrios del pueblo, hizo de repente a la concurrencia esta pregunta: «¿Por qué es que ninguno de ustedes quiere creer?»

La contestación vino en seguida: «Tenemos un dios, Ta-wang [que quiere decir: «Gran Rey»], y nunca nos ha fallado. Es un verdadero dios.»

«¿Cómo saben ustedes que pueden confiar en él?», preguntó Wu.

«Hemos celebrado la procesión todos los eneros desde hace 286 años. El día indicado se nos revela por adivinación, y cada año sin excepción su día ha sido perfecto, sin lluvia ni nube», fue la respuesta.

«¿En qué día corresponde hacer la procesión este año?»

«Está fijado para el día 11 a las 8 de la mañana.» «Bien», contestó impulsivamente el hermano Wu. «Les prometo que lloverá el día 11.»

En seguida hubo un alboroto entre la concurrencia y dijeron: «¡Basta! No queremos escuchar más prédica. Si llueve el 11, ¡vuestro Dios es Dios!»

Yo me encontraba en otra parte de la villa cuando esto ocurrió, y al enterarme me di cuenta que era algo muy serio. Rápidamente se difundió la noticia, y muy pronto más de veinte mil personas sabían del asunto. ¿Qué hacer? Dejamos en seguida de predicar y nos dedicamos a la oración. Pedimos al Señor que nos perdonara si nos habíamos extralimitado. Debo confesar que orábamos muy seriamente. ¿Qué habíamos hecho? ¿Nos habíamos equivocado, o podíamos pedir a Dios un milagro? Cuanto más se desea de Dios una contestación, mayor es el deseo de estar en buenas relaciones con El. No debía existir duda de nuestra perfecta comunión con Él, y de que no había sombra intermedia alguna. No nos importaba ser echados de la isla, Si habíamos hecho algo malo; no podemos obligar a Dios a participar en algo que no sea Su voluntad. No obstante, eso resultaría en el fin del testimonio del Evangelio en aquella isla, y el dios Ta-wang seguiría en su lugar. ¿Qué haríamos? ¿Abandonaríamos ya?

Hasta ese momento habíamos tenido miedo de pedir que lloviese, pero como un relámpago me vino una voz:

«¿Dónde está el Dios de Elías?» Se manifestó con tanta claridad y poder que supe que provenía de Dios. Con confianza dije a los hermanos: «Tengo la respuesta. 

El Señor va a mandar lluvia el día 11.» Juntos le agradecimos, y llenos de alabanza, salimos —los siete— a contar a todos. Podíamos aceptar el reto del diablo en el Nombre del Señor y no teníamos miedo de proclamarnuestra confianza.

Esa noche el herborista hizo dos observaciones. Sin duda, dijo, Ta-wang era un dios poderoso: el demonio estaba con ese ídolo y la fe de esa gente no carecía de fundamento. Pero también, si buscábamos una explicación humana, podíamos recordar que todo este pueblo se dedicaba a la pesca. Los hombres pasaban dos o tres meses en alta mar ocupados pescando, y el día 15 saldrían otra vez. Ellos eran los más indicados, por su experiencia, para saber cuándo no llovería, aun con una anticipación de dos o tres días.

Esto nos turbó un poco, y a la hora de la oración esa noche todos pedimos que lloviera en seguida. Pero en lugar de lluvia vino una fuerte reprensión del Señor; «¿Dónde está el Dios de Elías?» ¿Habíamos de luchar nosotros, o descansaríamos en la victoria ganada por Cristo? ¿Qué había hecho Eliseo cuando exclamó esas palabras? Había reclamado que se cumpliera en su propia experiencia el mismo milagro que había hecho Elías, el que ya estaba en gloria. En palabras propias del Nuevo Testamento diríamos que se había afirmado, por la fe, en la obra terminada. Confesamos de nuevo nuestro pecado. «Señor», dijimos, «no necesitamos la lluvia hasta la mañana del día 11.»

Al día siguiente (el 10), fuimos a una isla cercana para anunciar allí las Buenas Nuevas. El Señor nos acompañó y ese día tres familias se convirtieron, confesando a Cristo públicamente y quemando sus ídolos. Volvimos a nuestra posada tarde, cansados pero ​​gozosos. Habríamos de poder dormir hasta tarde del día siguiente.

Me desperté viendo los rayos del sol penetrando por la única ventana del altillo. «¡Pero esto no es lluvia!», dije. Ya eran las siete. Me levanté y, arrodillándome, oré: «Señor, te ruego que, por favor, mandes la lluvia». Pero nuevamente vinieron a mi mente las palabras:  «¿Dónde está el Dios de Elias?» Humillado, bajé a la planta baja en silencio ante Dios. Nos sentamos a la mesa para el desayuno —éramos ocho en total, con el dueño de casa—, todos muy callados. No se veía nube en el cielo, pero sabíamos que ahora Dios se había comprometido. Al inclinar las cabezas para dar gradas por la comida, dije: «Creo que la hora ha llegado, la lluvia tiene que venir. Podemos referirlo al Señor.» Tranquilamente lo hicimos, y esta vez vino la respuesta, sin son de reprensión.

«¿Dónde está el Dios de Elías?» Antes de expresar nuestro «amén», oímos las primeras gotas que caían sobre el tejado. Mientras comíamos nuestro plato de arroz y se nos servía el segundo, lloviznaba. «Demos gracias», dije, y esta vez pedimos a Dios lluvia más intensa. Al comer el segundo plato, llovía a cántaros. Cuando concluimos el desayuno, las calles estaban ya inundadas y los tres escalones a la entrada de la casa estaban cubiertos. 

Pronto supimos lo que había ocurrido en él pueblo. Al caer las primeras gotas, algunos de los más jóvenes empezaron a decir abiertamente: «Hay Dios. No hay más Ta-wang. La lluvia le impide salir.» Pero no fue así, lo sacaron en su silla de manos, pues él haría cesar la lluvia. Fue entonces cuando empezó a llover más intensamente. Luego de pocos pasos tres de los portadores tropezaron y cayeron. Cayó la silla y con ella Ta-wang, fracturándose la mandíbula y el brazo izquierdo. Porfiados, hicieron algunas reparaciones de emergencia y le volvieron a la silla. Entre resbalones y tropezones lo condujeron la mitad del camino alrededor del pueblo; el agua los venció. Algunos de los ancianos del pueblo, hombres de sesenta a ochenta años de edad, sin sombreros ni paraguas como lo exigía su fe en el buen tiempo de Ta-wang, habían caído y estaban maltrechos. La procesión fue suspendida y el ídolo conducido a una casa. Los adivinadores explicaron él fracaso: «Este no es el día. El festival es para el 14, y la procesión a las 6 de la tarde.»

Tan pronto como lo oímos, tuvimos la seguridad de que Dios enviaría lluvia a la hora indicada. Nos entregamos a la oración, pidiendo a Dios: «Señor, envíanos lluvia el día 14 a las 6 de la tarde, y que tengamos hasta entonces cuatro días de buen tiempo.» Esa tarde el cielo se limpió y hubo una concurrencia atenta en las reuniones de predicación. El Señor nos dio treinta convertidos —si, realmente convertidos— en él pueblo y en la isla durante esos tres días. El día 14 se presentó hermoso y tuvimos buenas reuniones. Al acercarse la noche nos juntamos y, nuevamente, a la hora establecida presentamos el caso tranquilamente ante el Señor. Su respuesta vino sin un minuto de atraso y, como anteriormente, en lluvia torrencial e inundación.

Al día siguiente se cumplió nuestro plazo y tuvimos que regresar. No pudimos volver a esa isla; pero lo interesante es que el poder de Satanás en ese ídolo fue destruido, y eso es lo que vale a la luz de la eternidad. Ta-wang ya no era más «un dios poderoso». La salvación de almas seguiría, pero eso no era sino él resultado de aquella verdad eterna y vital. 

Esta experiencia dejó en todos nosotros una impresión imborrable. Dios se había comprometido y nosotros habíamos gustado la autoridad de ese Nombre que es sobre todo nombre: el Nombre que ejerce poder en los cielos, en la tierra y en el infierno. En esos pocos días supimos lo que es estar, como suele decirse, «en él centro de la voluntad de Dios». Esas palabras no eran ya vagas y difusas; describían una experiencia que nosotros mismos habíamos atravesado. Se nos había concedido un pequeño vistazo de lo que constituía «el misterio de su voluntad» (1:9; 3:10). Caminaríamos muy cuidadosamente el resto de nuestras vidas. Años más tarde me encontré con el hermano Wu. No lo había visto por mucho tiempo y entretanto había ingresado cómo piloto de aviación. Al preguntarle si todavía seguía al Señor, me dijo: «Señor Nee, ¿piensa usted que después de cuanto experimentamos, me sería posible apartarme del Señor?»

¿Vemos ahora el significado de «estar firmes»? No debemos procurar de ganar terreno; sencillamente nos afirmamos sobre el terreno que el Señor ya ha conquistado y rehusamos ser movidos de él. Cuando nuestros ojos son abiertos y vemos a Cristo como nuestro Señor triunfante, entonces la alabanza fluye libremente y sin tropiezo. Cantando y alabando al Señor en nuestros corazones, dando gracias por todo en su Nombre (5:19, 20). La alabanza que es fruto de esfuerzo tiene siempre una nota pesada y disonante, pero la alabanza, que surge espontáneamente del corazón que descansa en él Señor, tiene un aire diáfano y dulce.

La vida cristiana consiste en estar sentados con Cristo, andar con Él y estar firmes en Él. Comenzamos nuestra vida espiritual descansando en la obra consumada de Cristo. Ese reposo es la fuente de recursos para un andar estable y sin fluctuar en este mundo. Y al fin de difícil lucha con las huestes del mal, nos encontramos con Él en posesión triunfante del campo de batalla.

«A Él sea la gloria por siempre jamás.»