Watchman Nee Libro Book cap.5 Los hechos, la fe y nuestra experiencia
LA FUENTE DE LA FE
CAPÍTULO CINCO
LA FUENTE DE LA FE
La fe tiene una fuente. Esta fuente no se haya en los santos, sino en Dios. Si la fuente de la fe se hallara en los creyentes, sería una fe muy frágil. ¿Quién puede tener fe? Muchos hijos de Dios se entristecen por no poseer una fe mayor. Algunos de ellos no sólo carecen de una fe mayor sino incluso carecen de un poco de fe. A menudo reconocemos que carecemos de fe. Constantemente anhelamos tener más fe, a fin de confiar en Dios y lograr que El realice grandes milagros en beneficio nuestro. Anhelamos poseer una fe de carácter práctico, que nos permita encomendar todas las cosas a Dios fácilmente y con tranquilidad. Muchas veces pensamos: “Si tan sólo pudiera tener mayor fe, entonces todo estaría bien”. Frecuentemente exclamamos con admiración: “Si tan sólo tuviera la fe de Fulano o Mengano, entonces todo estaría en buen orden”. ¿Cuántas veces le hemos pedido al Señor que aumente nuestra fe? Entonces, ¿por qué seguimos careciendo de fe? ¿Acaso esta fe es sólo para un grupo privilegiado de creyentes? ¿Será verdad que no podemos tener una fe mayor? En el Señor, sí existe una manera; pero sólo aquellos que anhelan fe, podrán obtenerla.
Hoy en día, muchos santos claman por obtener una fe mayor. Pero, ¿de dónde viene tal fe? Los santos aspiran a tener una fe mayor por sí mismos. ¿Será éste un error? Sí, el error de ellos es que buscan obtener esta fe en sí mismos. Así pues, buscan fe en la fuente equivocada. ¡No es ninguna sorpresa que nunca la obtengan!
Todos nosotros nos preguntamos: “¿Tengo yo fe?”. “¿Puedo yo confiar en Dios con respecto a tal o cual asunto?”. “¿Es mi fe suficiente?”. La respuesta a estas preguntas siempre ha sido “No” y “¡No puedo!”. ¡Este es un gran sufrimiento! Pero nosotros no deberíamos hacernos tales preguntas. Nosotros no somos la fuente de la fe, así que no debemos esperar hallar en nosotros mismos una fe mayor. Cuantas más preguntas nos hacemos al respecto y más escudriñamos y examinamos en nuestro interior, ¡más sentimos que no tenemos fe o que nuestra fe es muy pequeña! ¿A qué se debe esto? Esto se debe a que nosotros no somos la fuente de la fe. Ya que la fuente de la fe no está en nosotros, no podremos obtenerla si la buscamos en nosotros mismos. Por tanto, debemos aprender esta lección: que la fe no se origina en nosotros. Por ello, si nos analizamos a nosotros mismos, jamás podremos percibir o sentir que tenemos fe.
La Palabra de Dios nos dice cuál es la fuente de la fe: “…Por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Ef. 2:8). Este versículo de la Biblia es muy claro: la fe nos es dada por Dios. Encontramos palabras parecidas en Hechos 3:16: “La fe que viene por medio de El”. Por tanto, debemos saber que la fe se origina en Dios y no en nosotros. Esto quizás pueda parecernos una verdad bastante común y ordinaria, con la cual todos nosotros estamos bien familiarizados. Pero en realidad, son pocos los que verdaderamente están conscientes de la importancia de conocer cuál es la fuente de la fe. Si en verdad entendiéramos que Dios mismo es la fuente de nuestra fe, nunca nos preguntaríamos: “¿Tengo suficiente fe?” o “¿Tengo fe?”. Estas preguntas indican que aún no hemos entendido que Dios es la fuente de nuestra fe, pues, si realmente entendiéramos esto, no haríamos tales preguntas.
Dios es el dador de la fe; El es la fuente de la fe. Aún así, el hecho de que Dios sea la fuente de la fe no significa simplemente que El nos da la fe; más bien, significa que los hombres obtienen la fe o que su fe aumenta, por medio de Dios, ya que Dios es la fuente de la fe. En otras palabras, la razón por la que los hombres tienen fe u obtienen más fe se debe a que Dios es de una naturaleza tal, que resulta fácil para los hombres confiar en El.
¿Qué quiere decir esto? Esto significa que no tenemos que preguntarnos: “¿Tenemos fe?” o “¿Tenemos suficiente fe?”. Estas no son las preguntas cruciales. Dichas preguntas nos mantendrán en tinieblas y desalentados. Más bien, debiéramos preguntarnos: “¿Es Dios confiable? ¿Es El honesto? ¿Es Dios digno de confianza? ¿Quebrantaría El Sus promesas? ¿Son reales el poder y el amor de Dios?”. Debido a que siempre estamos pensando en nosotros mismos, cuanto más nos escudriñamos, más descubrimos que en nosotros mismos no tenemos fe. Pero si en lugar de ello nos centramos en Dios, descubriremos que la fe surge espontáneamente. La fe no se origina en nosotros mismos. ¡No debe sorprendernos entonces, que cuando nos examinamos a nosotros mismos no encontramos nada de fe! Definitivamente, la fe se origina en Dios. Así que, cuanto más fijemos nuestra mirada en Dios, cuanto más contemplemos a Dios y meditemos en El, más fe tendremos.
Quizás un ejemplo nos ayude a entender mejor esta lección. En cierta ocasión, unos hermanos acudieron a mí para conversar acerca de este tema, el tema de la fe. Ellos sentían que tenían muy poca fe. Pero yo les dije que su fe no era pequeña, sino que su Dios era muy pequeño; si querían una fe mayor, necesitaban un Dios más grande. Les dije que tener fe significa que encomendamos nuestro ser y todos nuestros asuntos a otra persona. Así pues, creer en Dios significa entregarnos a Dios y encomendarle a El nuestros asuntos, confiando en que El habrá de encargarse de tales asuntos por nosotros. Les pregunté: “Cuando ustedes le encomiendan sus asuntos a otra persona, se preguntan acaso: ¿Tengo yo fe como para confiar en esta persona? ¿Será mi fe suficiente como para confiar en ella?”. No, nunca se hacen esta clase de preguntas. Más bien, se preguntan: “¿Puedo fiarme de esta persona?”, y no: “¿Tengo yo fe en ella?”. Supongamos que usted es dueño de una tienda y contrata un administrador a quien le encarga su negocio. Cuando usted contrata a dicha persona, no se pregunta: “¿Tengo yo fe en esta persona? ¿Será mi fe demasiado pequeña? ¿Necesito yo tener más fe en esta persona?”. En lugar de ello, usted se pregunta: “¿Puedo fiarme de esta persona? ¿Es ella honesta? ¿Es esta persona leal y confiable?”. Puesto que encuentra que esa persona es honesta, digna de confianza y leal, usted espontáneamente le encomienda su negocio. Usted no tiene que preguntarse si tiene fe o si su fe es lo suficientemente grande.
Debemos confiar en Dios de la misma manera. No tenemos que preguntarnos: “¿Tengo fe? ¿Es mi fe lo suficientemente grande? ¿Cuánto deberá aumentar mi fe?”. Más bien, lo que tenemos que preguntarnos es lo siguiente: “¿Es Dios honesto? ¿Es Dios fiel? ¿Es El digno de confianza? ¿Se arrepentirá Dios de Su promesa y no cumplirá Su palabra?”. Si Dios es honesto, fiel y digno de confianza, y si El promete y cumple Sus promesas, entonces, ciertamente no necesitamos escudriñarnos ni examinarnos a nosotros mismos para ver si tenemos fe; más bien, espontáneamente nos entregaremos completamente a Dios y encomendaremos todos nuestros asuntos a El. En esto consiste la fe. La fe no se origina en nosotros mismos. La fe es la confianza que surge del hecho de que la otra persona es honesta, estable, digna de confianza y fiel. Por lo tanto, lo que hace falta no es una fe más grande, sino un Dios más grande.
La mayor parte del tiempo no nos atrevemos a entregarnos a Dios ni a encomendarle nuestros asuntos, con el pretexto de que nuestra fe es muy pequeña. En realidad, la razón por la que no nos atrevemos a encomendarnos a Dios, no es ni la falta de fe ni lo escaso de ésta. Antes bien, lo que sucede es que pensamos que Dios no es confiable. Si Dios es fiel, ¿por qué no confiamos en El? Si Dios es digno de confianza, ¿por qué no depositamos nuestra confianza en El? Si Dios es leal, ¿por qué no dependemos de El? Si Dios siempre cumple Su palabra, ¿por qué no confiamos en El según Su promesa? Abrigamos el temor de que Dios sea una persona contradictoria, desleal, deshonesta y que no cumple Sus promesas. Este es el verdadero motivo por el cual no tenemos fe. Es tiempo de confesar nuestros pecados. Sabemos que el banco es honesto y confiable y por ello depositamos allí nuestro dinero. La pregunta que hacemos es si el banco es honesto; no preguntamos si nosotros tenemos fe en el banco. Cuando un bebé está en peligro, él se calma y su temor termina en cuanto toca la mano de su padre o reconoce el rostro de su madre. El no confía en ninguna otra persona, porque nadie más es digno de su confianza. El bebé confía en sus padres porque ellos son dignos de confianza.
¡La fe es algo natural y espontáneo! Surge espontáneamente y sin vacilar debido a que ponemos nuestra confianza solamente en aquellos que consideramos dignos de confianza. No necesitamos una fe más grande, sino que necesitamos conocer la fidelidad y lealtad de nuestro Dios. Si entendemos que Dios es la fuente de nuestra fe, ya no buscaremos fe en nosotros mismos. En lugar de ello, levantaremos nuestra mirada hacia Dios y procuraremos conocerle. Cuando nos demos cuenta de que Dios es absolutamente digno de confianza, nuestra fe espontáneamente crecerá. Si sabemos que Dios es fiel, confiaremos en El. Pero si consideramos que Dios no es de fiar, no pondremos nuestra confianza en El.
Nuestra fe tiene fundamento sólido debido a que se basa en Dios. No depositamos nuestra fe en nosotros mismos, sino en Dios. Tenemos que hacer la siguiente distinción: no creemos en nuestra fe, sino en Dios. El error que cometen algunos creyentes es que creen en sus propios sentimientos de fe más que en Dios mismo. Si ellos sienten que no tienen fe, entonces no confían en Dios ni le encomiendan nada. Y si ellos sienten que tienen fe, entonces con toda confianza le entregan sus asuntos a Dios. ¿Qué es esto? Esto no es creer en Dios. ¡Ellos creen en su propia fe! No debiéramos tomar en cuenta tal fe. No debiéramos inquirir o escudriñar para ver si tenemos fe, ni tampoco debiéramos confiar en Dios únicamente cuando sentimos que tenemos fe. Más bien, debemos preguntarnos si nuestro Dios es digno de confianza. Si El es fiel —y ciertamente lo es—, ¿por qué no confiamos en El? Si razonamos de la siguiente manera: “En este momento no temo, porque tengo fe”, esto indica que estamos confiando en nuestra propia fe y no en Dios. Del mismo modo, si decimos: “No le puedo encomendar estos asuntos a Dios porque me falta fe”, esto no quiere decir que no creamos en Dios, pero sí pone de manifiesto que en ese momento estamos dudando de nuestra propia fe. Fracasamos en no confiar en Dios, no porque El no sea digno de confianza, sino porque nosotros no tenemos fe. El problema no reside en Dios, sino en el hombre. Tal vez sea cierto que usted carece de fe, pero ¿será Dios infiel? Si Dios es fiel, ¿por qué no confía en El? Usted solamente debe tomar en cuenta a Dios, y no a sí mismo. Si Dios es digno de confianza, entonces espontáneamente usted confiará en El. De otro modo, aún si usted tuviera fe, sería en vano. No confíe en su propia fe, pues su fe no es digna de confianza. En lugar de ello, confíe en Dios. “Porque yo sé a quién he creído”; por tanto, “estoy persuadido de que es poderoso para guardar mi depósito” (2 Ti. 1:12).
La Biblia no solamente nos dice que Dios es la fuente de nuestra fe, sino también que la palabra de Dios es la fuente de nuestra fe: “Así que la fe proviene del oír, y el oír, por medio de la palabra de Cristo” (Ro. 10:17). ¿Por qué digo primero que la fe se origina en Dios y después afirmo que la palabra de Dios es la fuente de la fe? Esto nos conduce a ver lo maravillosa que es la palabra de Dios. ¿Cómo conocemos a Dios? Le conocemos por medio de la palabra que El nos habla. Su Palabra nos revela el anhelo de Su corazón. Cuando comprendamos Su palabra, conoceremos lo que El prometió y lo que El desea hacer, así como lo que no desea hacer. Sólo por medio de la palabra de Dios, la Biblia, podemos conocer lo que Dios ha prometido. Si conocemos Su promesa, confiaremos en El conforme a Su promesa y basado en ello rogaremos a El en oración. Pero si no hemos recibido la palabra de Dios, no tendremos absolutamente nada. “¿Cómo, pues, invocarán a Aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en Aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien proclame?” (Ro. 10:14). Si no hemos recibido la promesa de Dios sino que, sin reflexionar, creemos en El, entonces caeremos en cierta clase de superstición. La fe tiene que estar basada en algo. Creer sin reflexionar al respecto, sin fundamento alguno, es superstición, y nadie recibe beneficio alguno de esta clase de fe. Si mi padre me promete algo, yo creo firmemente que él habrá de dármelo. Este acto de fe es sólido, debido a que mi fe está basada en la promesa de mi padre. Si mi padre no me hubiera prometido nada y aún así yo me empeño en creer que él habrá de darme algo, éste no es un acto de fe, sino que simplemente estoy soñando, puesto que creo en algo que sólo existe en mi propia imaginación. Basados en este ejemplo, podemos ver la relación que existe entre la fe y la promesa.
Las promesas de Dios se hallan únicamente en Su palabra, la Biblia. A fin de conocer las promesas de Dios, tenemos que conocer la Palabra de Dios. Sin las promesas de Dios, nuestra fe no es verdadera fe. Las promesas están contenidas en la Palabra de Dios. “Así que la fe proviene … por medio de la palabra de Cristo” (Ro. 10:17). Ya dijimos que debemos creer en la fidelidad de Dios, en el hecho de que El es digno de confianza y digno de fiar. También dijimos que si conocemos a Dios, espontáneamente tendremos fe. Todo esto se relaciona con las promesas de Dios, es decir, con Sus palabras. Si Dios no hubiera prometido nada, ¿cómo podríamos saber si El es fiel? El tiene que prometer algo, a fin de que podamos hablar de Su fidelidad.
¿Qué es la fe? La fe es asirse de lo que Dios ha dicho y orar pidiendo que la obra de Dios sea llevada a cabo. La fe es creer que aquello que Dios dijo, será hecho; es creer que Dios es fiel y que habrá de llevar a cabo lo que El anunció. No está en debate si nuestra fe es grande o pequeña. La cuestión es: si Dios ha prometido algo, ¿mentiría Dios y cambiaría de parecer? La única pregunta que debemos hacer es si creemos o no en la honestidad de Dios. Esto no tiene nada que ver con el hecho de que nuestra fe sea pequeña o grande.
Sabemos que Dios nos ama. Por tanto, no debemos dudar de que El está a nuestro favor. La Biblia nos muestra por lo menos dos aspectos en cuanto a las promesas de Dios: “[El es] poderoso para hacer todo lo que [ha] prometido” (Ro. 4:21). Dios es poderoso y cumple Sus promesas. Nuestro Dios no es un Dios débil y carente de poder que no pueda realizar lo que promete. Si éste fuera el caso, ¿qué valor tendrían Sus promesas? Si fuera así, todas Sus promesas serían vanas. Pero Dios no sólo es poderoso para prometer algo, sino que, además, El es poderoso para realizarlo. El puede llevar a cabo todo cuanto ha prometido. Cuando la Biblia se refiere a Su Persona, nos dice que Dios es “poderoso”. “Porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme” (Ro. 14:4). “Y poderoso es Dios para hacer que abunde para con vosotros toda gracia” (2 Co. 9:8). “[El] es poderoso para guardar…” (2 Ti. 1:12). Abraham ofreció a Isaac porque él sabía que “Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos…” (He. 11:19).
Dios no solamente es poderoso para hacer lo que ha prometido, sino que El está resuelto a llevarlo a cabo. Si alguno es capaz de hacer lo que promete, pero aún así no cumple lo dicho, las promesas del tal persona son vanas. Dios no sólo es poderoso; El está resuelto a cumplir Sus promesas. “Porque fiel es el que prometió” (He. 10:23). “Si somos infieles, El permanece fiel; pues El no puede negarse a Sí mismo” (2 Ti. 2:13). Dios se ha propuesto cumplir en Sus hijos todas Sus promesas, todas y cada una de las palabras y las oraciones contenidas en ellas. Todo lo que El ha dicho, El lo cumplirá. Todo lo que El ha prometido, El lo llevará a cabo. De otra manera, Su deidad misma se vería amenazada. Puesto que El no se puede negar a Sí mismo, tiene que permanecer fiel, independientemente de cuáles sean las circunstancias. Si Sus promesas fueran vana palabrería, no podríamos confiarle a Dios todos nuestros asuntos ni podríamos encomendarnos a El. Pero si El ha hecho ciertas promesas, ¿cómo podríamos abrigar dudas, puesto que El es fiel y nunca dejaría de cumplir Sus palabras?
Por tanto, hermanos, les ruego que aprendan esta lección hoy. El fundamento de su fe no se halla en ustedes mismos. Nunca se pregunten: “¿Tengo fe? ¿Es suficiente mi fe?”. Es inútil hacerse tales preguntas. Cuanto más se hagan tales preguntas, menos fe tendrán. Por favor, pregúntenle a Dios. ¿Cuál es la promesa de Dios con respecto a este asunto? ¿Acaso el amor de Dios por ustedes ha sufrido alguna variación? ¿Habría El de quebrantar Su promesa? ¿Será El capaz de llevar a cabo lo que ha prometido? ¿Es Dios fiel? ¿Es El digno de confianza? Si se centran más en Dios mismo, no tendrán que fabricar su propia fe; más bien, la fe surgirá espontáneamente. Recuerden, ninguno de nosotros es fiel, y nuestra propia fe tampoco es digna de confianza. Sólo Dios es fiel.