Watchman Nee Libro Book cap.30 El hombre espiritual
UNA VIDA DE FE
SÉPTIMA SECCIÓN
CAPÍTULO CINCO
UNA VIDA DE FE
En los siguientes versículos la Biblia nos revela el camino apropiado de la vida de un creyente: “Mas el justo por la fe tendrá vida y vivirá” (Romanos. 1:17); “y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios” (Gálatas. 2:20); y “porque por fe andamos, no por vista” (2 Corintios. 5:7). Al leer estos versículos, vemos que el creyente vive por fe. Aunque tal vez entendamos esto en nuestra mente con relativa facilidad, en nuestra vida no lo experimentamos tan fácilmente.
Una vida de fe es totalmente diferente de una vida de sentimientos; en realidad, son diametralmente opuestos. El que vive por sus sentimientos hace la voluntad de Dios y pone su mente en las cosas de los cielos sólo cuando sus emociones lo apoyan; pero cuando éstas se van, todo termina para ellos. Una vida de fe no es así. Tener una vida de fe consiste en vivir por fe. El creyente que tiene fe no dirige su propia vida, sino que contempla a Aquel en quien cree y permite que El lo haga. La fe no mira las circunstancias, sino a Aquel en quien ha creído. Aunque todo a su alrededor cambie, si Aquel en quien ha creído no ha cambiado, la fe sigue adelante y mantiene su relación con Dios. La fe no depende de los sentimientos, sino del Dios en quien ha creído; ella actúa según le indique Aquel en quien cree, mientras que los sentimientos reaccionan a la forma en que uno se sienta. La fe pone los ojos en Dios, pero los sentimientos se miran a sí mismo. Dios nunca cambia; El es el mismo cuando los días están nublados que cuando están llenos de sol. El que vive por la fe es inconmovible, igual que Dios. Su vida es la misma en la oscuridad que en la luz, pero los sentimientos cambian constantemente. Por lo tanto, el que vive por sus sentimientos convierte su vida inevitablemente en una vida de altibajos.
Dios desea que Sus hijos no se enfrasquen en el deleite ni en el placer como su objetivo, sino que vivan sólo por la fe en El. Así como corren la carrera espiritual cuando se sienten bien, deben continuar corriendo cuando se sienten miserables. Su actitud para con Dios no debe variar según su estado de ánimo. Aunque se sientan secos, sin ganas de hacer nada y en tinieblas, si saben que cierta acción es la voluntad de Dios, deben seguir adelante, confiando en El. A veces parece que hay rebeldía en ellos; se sienten tristes, deprimidos y desanimados al punto de querer abandonar toda actividad de su senda espiritual. Pero deben hacer a un lado todos los sentimientos y continuar avanzando, sabiendo que la obra en su sendero espiritual debe avanzar. Esta es una vida de fe, una vida que no presta atención a los sentimientos sino a la voluntad de Dios. Si uno cree que cierta cosa es la voluntad de Dios, aunque no tenga interés en ella, la hace. Una persona que vive por sus sentimientos hace las cosas sólo de acuerdo con sus propios intereses; mientras que una persona que vive por fe hace la voluntad de Dios gústele o no.
Una vida centrada en los sentimientos induce a las personas a vivir alejadas de Dios, y las conduce a hallar satisfacción sólo cuando obtienen gozo. Una vida de fe hace que la persona viva para Dios y que halle satisfacción en El. Si posee a Dios, no hay nada más que
lo puede alegrar, pues ya es feliz; tampoco se desanima por alguna decepción. Una vida que depende de los sentimientos hace que el creyente viva para sí mismo; mientras que una vida de fe hace que la persona viva para Dios sin dar el más mínimo lugar a la vida del yo. Si se le da la oportunidad al yo para que se deleite en cierta área, no queda espacio para la vida de fe en esa área, pues allí reinará una vida que gira en torno a los sentimientos. Sólo cuando los sentimientos son placenteros mantienen contento al yo. Si uno vive por sus sentimientos, no ha entregado la vida de su yo a la cruz y guarda un lugar para él. Uno espera que en su peregrinaje espiritual siempre haya algo que haga feliz al yo.
La vida cristiana, de principio a fin, es una vida de fe. Recibimos una vida nueva por fe, así que debemos continuar por la fe y vivir según esta vida. El principio que rige la vida del creyente es la fe. La vida cristiana se vive por la fe. Muchos creyentes reconocen este principio, pero parece que olvidan aplicarlo en la experiencia. Olvidan que vivir, actuar o esperar algo valiéndose de sus emociones o de la felicidad que puedan sentir es andar por vista y no por fe. ¿Qué es una vida de fe? Es una vida en la que se hace caso omiso de los sentimientos; es totalmente contraria a una vida de sentimientos. Si el creyente desea vivir por la fe, cuando se sienta frío, seco, vacío o afligido no deben tratar de mejorar su comportamiento ni llorar amargamente, pensando que ha perdido su vida espiritual. Vivimos por la fe y no por el gozo.
LA OBRA PROFUNDA DE LA CRUZ.
Podemos pensar que la cruz opera de modo más completo cuando abandonamos la felicidad natural y los placeres mundanos. No nos damos cuenta de que en la obra de Dios de eliminar la vieja creación en nosotros queda todavía por delante la obra más profunda que la cruz efectúa. Dios desea que muramos a Su gozo y vivamos a Su voluntad. Inclusive, si nuestro gozo no es producido por ningún asunto carnal o mundano, sino que nos sentimos gozosos a causa de El y de su proximidad, aun así, la meta de Dios no es que disfrutemos Su gozo, sino que obedezcamos Su voluntad. La cruz debe operar en nosotros hasta que sólo quede la voluntad de Dios. Si el creyente desea el gozo que Dios da pero rechaza los sufrimientos que también proceden de El, eso significa que no ha experimentado la obra profunda de la cruz.
Hay una gran diferencia entre la voluntad de Dios y el gozo de Dios. La voluntad de Dios está presente en todo momento y en todo lugar, la podemos ver en todo lo que El dispone. Pero el gozo que El da no siempre está disponible. Se experimenta sólo ocasionalmente. Si el creyente busca el gozo de Dios, se debe a que sólo desea la parte de la voluntad de Dios que lo hace feliz; no desea la totalidad de Su voluntad. Cuando Dios lo hace feliz, le obedece, pero cuando permite que sufra, se resiste a Su voluntad. Si el creyente acepta la voluntad de Dios como su vida, obedecerá independientemente de lo que Dios le haga sentir, porque reconoce que Dios dispone todas las cosas para él tanto las que le traen felicidad como las que le traen aflicción.
En la etapa inicial de nuestra vida espiritual, Dios permite que disfrutemos Su gozo. Pero lo retira cuando avanzamos en la vida espiritual, y lo hace por el bien de nosotros. El sabe que si seguimos buscando y disfrutando ese tipo de gozo por un tiempo considerable, ya no viviremos por toda palabra que procede de la boca de Dios, sino por las palabras que nos
hacen felices. En tal caso, viviríamos en la comodidad que Dios nos provee, no en el Proveedor de la misma. Dios debe retirar todo sentimiento de gozo para que vivamos exclusivamente por El.
Al principio de nuestra senda espiritual, cuando sufrimos por el Señor, El nos consuela y nos permite sentir Su presencia; podemos ver Su rostro sonriente, sentir Su amor y percibir el cuidado con el cual nos sustenta. En esta etapa, si conocemos la voluntad de Dios y la hacemos, El llena de gozo nuestro corazón. Como pagamos un precio por el Señor, El permite que sintamos que la alegría que recibimos es diez mil veces mejor que lo que perdimos y, por eso, nos complacemos en hacer Su voluntad. Pero el Señor también ve el peligro que hay en esto. El creyente que recibe bienestar y gozo cuando sufre por el Señor y por haber hecho Su voluntad, luchará por obtener de nuevo el bienestar y el gozo cuando sufra nuevamente por el Señor o haga Su voluntad. Tan pronto como empieza a sufrir por el Señor o a hacer Su voluntad, espera que el gozo y el bienestar del Señor lo sustenten. Así que el creyente tal vez sufra por el Señor y haga Su voluntad para obtener como recompensa el bienestar y por obtener al Señor mismo. Si no tiene bienestar ni gozo como apoyo, no podrá seguir adelante. Si éste es el caso, la voluntad de Dios llega a ser inferior al gozo que El da por obedecer Su voluntad.
Dios sabe que cuando nos consuela, estamos más dispuesto a sufrir por El; cuando nos concede felicidad, nos deleitamos en hacer Su voluntad. Pero El quiere que reconozcamos nuestros motivos. ¿Sufrimos por el Señor o para recibir el consuelo que viene con el sufrimiento? ¿Hacemos la voluntad de Dios porque es Su voluntad o porque al hacerla nos sentimos contentos? Debido a todo esto, cuando progresamos un poco en la vida espiritual, Dios retira el consuelo y el deleite; ya no somos consolados cuando sufrimos por El. Sin el consuelo de Dios, el sufrimiento no sólo es externo, sino también interno. Cuando hacemos la voluntad de Dios, perdemos todo interés, nos sentimos secos y fríos. Entonces sale a flote el motivo por el cual sufrimos por Dios y hacemos Su voluntad. Dios nos preguntará: “Si no tienes Mi consuelo, ¿puedes sufrir simplemente porque estás sufriendo por Mí? ¿Estás dispuesto a hacer algo simplemente porque es Mi voluntad aunque a ti no te interese en lo absoluto? Cuando te sientes afligido, seco e inerte, ¿puedes llevar a cabo Mi obra simplemente porque es Mi obra? Cuando te envío sufrimiento físico, sin nada que te quite el dolor, ¿lo aceptas gustosamente sólo porque proviene de Mí?”
Esta es la cruz aplicada. Por medio de esto, el Señor nos revela si vivimos para El mediante la fe o si vivimos para nosotros mismos basándonos en nuestros sentimientos. A menudo escuchamos decir: “Yo vivo para Cristo”. ¿Qué significa esto? Muchos creyentes piensan que es sólo hacer obras para El o amarlo. En realidad, vivir para el Señor es vivir para Su voluntad, para Sus intereses y para Su reino. En esta clase de vida no hay nada del yo. No queda lugar para nuestro propio bienestar, nuestro gozo ni nuestra gloria. No se nos permite hacer la voluntad de Dios si sólo buscamos nuestro bienestar y nuestra felicidad. No se nos permite retroceder, dejar de obedecer ni posponer nuestra obediencia sólo porque nos sintamos afligidos, ni porque estemos desinteresados o desanimados. Si el cuerpo sufre por causa del Señor, el padecimiento debe ser por causa de El. Muchas veces, aunque el cuerpo sufre, el corazón sigue lleno de gozo. Si vivimos para el Señor, continuaremos avanzando no sólo cuando suframos físicamente, sino también cuando nuestro corazón sufra y no esté dispuesto en lo más mínimo a avanzar. El creyente debe saber que vivir para el Señor
significa no dar lugar al yo, y voluntariamente entregarlo a una muerte total. Si nos olvidamos de nosotros mismos y gustosamente recibimos todo lo que proviene de Dios, aun cuando sean cosas oscuras, secas, insípidas o confusas, viviremos para el Señor.
Si vivimos centrados en nuestras emociones, haremos la voluntad de Dios sólo cuando nos traiga gozo; pero si vivimos por fe, podemos obedecer al Señor en toda circunstancia. Muchas veces sabemos que algo en particular es la voluntad de Dios, pero no tenemos el más mínimo interés en ello; mientras lo hacemos nos sentimos secos. No sentimos ni la bendición ni el deleite ni el fortalecimiento del Señor; por el contrario, sentimos como si estuviéramos andando por el valle de sombra de muerte, peleando contra el enemigo. En esos momentos, si no nos abrimos paso por fe, con seguridad huiremos a Tarsis. No nos referimos a los que no hacen la voluntad de Dios, sino a quienes al cumplirla, sólo hacen lo que a ellos les interesa. ¡Son demasiados los creyentes que sólo hacen la parte de la voluntad de Dios que concuerda con sus deseos!
Preguntémonos de nuevo, ¿qué es una vida de fe? Es una vida que en toda circunstancia se conduce por la fe en Dios. Job dijo: “Aunque El me matare, en El esperaré” (Job 13:15). Eso es fe. Puesto que creímos en Dios, lo amamos y confiamos en El, no importa dónde nos ponga o si nos trata mal o si permite que pasemos por el fuego que refina y nos deja padecer física o emocionalmente; creímos en El y le seguimos amando y confiando en El. La mayoría de los creyentes hoy está dispuesta a sufrir en el cuerpo mientras tenga paz en el corazón, pero, ¿quien estará dispuesto a renunciar al consuelo en su corazón y confiar solamente en Dios? Esta es una vida mucho más alta. ¿Quién puede deleitarse en hacer la voluntad de Dios sin desanimarse y entregarse a El aun cuando sienta que Dios lo rechaza, lo aborrece y quiere quitarle la vida? Aunque sabemos que Dios no nos trata de esa manera, muchos que han avanzado en su vida espiritual han tenido la experiencia de sentirse rechazados por Dios. Cuando nos sintamos así, ¿permanecerá inmutable nuestra fe? Cuando llevaban a la horca a John Bunyan, el autor de El progreso del peregrino, dijo: “Si Dios no interviene, daré un salto en la eternidad con fe ciega, y que venga el cielo o el infierno”. El fue un héroe de la fe. Cuando nos sentimos desanimados, ¿podemos decir: “Oh Dios, aun si me abandonases seguiré confiando en Ti”? Nuestras emociones empiezan a dudar cuando las tinieblas se ciernen sobre nosotros, pero la fe se aferra a Dios aun si enfrenta la muerte.
¡Cuán pocos son los que han llegado a este nivel! ¡Cuánto se opone nuestra carne a la vida que no da lugar al yo sino sólo a Dios! Debido a que por naturaleza le tenemos aversión a la cruz, muchos no han progresado en su peregrinar espiritual. Siempre quieren reservar algo de felicidad para su propio placer. Perder todo en el Señor, incluso aquello que trae alegría al yo, es una muerte muy profunda y una cruz muy pesada. Podemos consagrarnos incondicionalmente al Señor, sufrir por El e incluso pagar el precio que sea necesario para hacer Su voluntad, pero cuán difícil es abandonar ese pequeño sentimiento que trae deleite al yo. Deseamos una pequeña medida de bienestar y permitimos que nuestra vida espiritual descanse en un sentimiento tan insignificante. Si tuviéramos el valor de entregarnos voluntariamente al horno de fuego de Dios, sin el más mínimo sentimiento de compasión propia ni de amor al yo, daríamos grandes saltos en nuestro camino espiritual. Pero los creyentes se rigen todavía por su vida natural y piensan que lo que han visto y sentido es digno de confianza. No tienen la valentía ni la fe ni el arrojo para explorar áreas que no
pueden ni ver ni sentir a fin de descubrir territorios a los que nadie ha penetrado antes. Llegan a los límites conocidos o establecidos. Un poco de pérdida o un poco de ganancia se convierten en la causa de su tristeza o su alegría, y ya no anhelan ascender ni ahondar más y quedan limitados por la pequeñez de su propio yo.
Si comprendiéramos que Dios desea que vivamos por fe, no murmuraríamos ni nos quejaríamos, ni concebiríamos pensamientos de descontento. Si estuviéramos dispuestos a aceptar la aridez que Dios nos da y consideráramos bueno todo lo que proviene de El, ¡cuán rápidamente quebrantaría la cruz nuestra vida natural! Pero la ignorancia y la rebeldía impiden nuestro progreso. Si así no fuera, las experiencias de desolación llegarían a ser la misma cruz que pondría fin a nuestra vida anímica y que nos haría aptos para vivir en el espíritu. Qué lástima que muchos creyentes durante toda su vida nunca pasan de su búsqueda de un poco de felicidad. Pero los que son fieles, aquellos a quienes Dios ha llevado a una vida de verdadera espiritualidad y de entrega incondicional a El, cuando recuerdan sus experiencias, reconocen que Dios lo dispuso todo, y que Su voluntad es perfecta, porque si no hubieran pasado por esas experiencias, habría sido imposible perder la vida del alma. En la actualidad es necesario que los creyentes se entreguen incondicionalmente a Dios sin preocuparse por lo que sientan.
Esto no significa que nos convertiremos en personas amargadas. El gozo en el Espíritu Santo es la mayor bendición en el reino de Dios, y el fruto del Espíritu es gozo. Entonces, ¿a qué nos referimos? Nos referimos a que aunque perdemos el sentimiento de felicidad, el gozo que recibimos como fruto de una fe pura jamás cesa. Esto es más profundo que los sentimientos. Cuando llegamos a ser espirituales, perdemos el deseo de agradar al yo y el celo de ir en pos de la felicidad; ahora la paz y el gozo en el espíritu, que provienen de nuestra fe, están siempre presentes.
CONFORME AL ESPÍRITU.
Si el creyente desea andar conforme al espíritu, debe renunciar a la vida de sus sentimientos. Para andar conforme al espíritu debemos andar por fe. Andar conforme al espíritu equivale a renunciar al placer que producen los sentimientos a los que se aferra la carne; también equivale hacer a un lado las exigencias y deseos que se nos convierten en muletillas de apoyo y que nos dan cierta seguridad cuando el espíritu actúa. Cuando nos conducimos conforme al espíritu, no tememos la ausencia de los sentimientos ni esperamos su apoyo, y no nos preocupa si algún sentimiento se nos opone. Pero cuando nuestra fe es débil, no andamos conforme al espíritu y tratamos de apoyarnos en lo que podamos ver, sentir y tocar. Siempre que la vida espiritual se debilita, los sentimientos reemplazan la intuición y toman la iniciativa. El creyente que es guiado por sus sentimientos verá que después de buscar sentimientos placenteros, también buscará la ayuda del mundo. Si no puede rechazar la sensación placentera del sentimiento, llegará a depender del mundo. Los sentimientos tienen al mundo como su descanso. Así que los creyentes emotivos a menudo recurren a sus propios medios y buscan la ayuda del hombre. Para ser guiados por el espíritu lo que más se requiere es la fe, porque, por lo general, los dictados de la intuición son contrarios a los sentimientos. Si no tenemos fe, no podremos avanzar. Los creyentes anímicos dejan de servir a Dios cuando se sienten desanimados, pero los que viven por fe, no esperan hasta ser motivados para iniciar una obra, sino que le piden a Dios que aumente la fuerza de su espíritu para vencer el desánimo.
UNA VIDA REGIDA POR LA VOLUNTAD.
Se puede decir que una vida de fe es una vida regida por la voluntad. La fe no es afectada por las emociones, y en los períodos de desolación, actúa mediante las decisiones que toma la voluntad y anda de acuerdo con la voluntad de Dios. Aunque el creyente tal vez no sienta agrado en obedecer a Dios, tiene el deseo de obedecerle. Vemos, entonces, dos clases de creyentes: uno que vive por sus sentimientos y el otro que vive por la voluntad (nos referimos a una voluntad renovada). El creyente que vive por sus sentimientos obedece a Dios sólo cuando es ayudado por sus sentimientos, es decir, cuando se siente contento al hacerlo. Por otro lado, el creyente que vive por la voluntad, obedece a Dios a pesar de su entorno y de sus sentimientos. Nuestra voluntad expresa la opinión de nuestro yo, mientras que nuestros sentimientos no son más que una reacción a un estímulo externo. Por lo tanto, el creyente que obedece la voluntad de Dios sólo cuando se siente contento, no tiene mucho valor a los ojos de Dios, ya que es motivado por el gozo de Dios y no por su sinceridad. Si está dispuesto y resuelto a hacer la voluntad de Dios aun cuando no sienta gozo ni placer que lo insten a avanzar, Dios valora mucho esto, porque procede de la sinceridad del creyente. Eso indica que respeta a Dios y que se somete a El sin preocuparse por sí mismo ni vivir para sí. Esta es la diferencia entre un creyente espiritual y uno anímico. Un creyente anímico obedece a Dios sólo cuando siente que sus deseos son satisfechos; para él su yo ocupa el primer lugar. El creyente espiritual está plenamente unido a Dios en su voluntad renovada, obedece Sus designios aun cuando no tenga ayuda ni estímulo exterior, y permanece firme.
Muchos creyentes no saben que vivir por el espíritu es vivir por una voluntad que está unida a Dios. La voluntad que no está unida a Dios no es digna de fiar ni es constante. Sólo la voluntad que está sometida incondicionalmente a la de Dios desea lo que el Espíritu desea. Estos creyentes oyen a otros creyentes hablar del gozo que tienen al obedecer al Señor y sufrir por El; así que desean esa vida y se consagran al Señor con la esperanza de obtener una vida más “elevada”. Después de su consagración experimentan el amor y la presencia del Señor como se les dijo, y piensan que obtuvieron lo que buscaban; pero al poco tiempo, todas esas experiencias maravillosas pasan a la historia.
Debido a que no saben que la manifestación de la verdadera vida espiritual no depende de los sentimientos sino de las decisiones, sufren terriblemente pensando que perdieron su vida espiritual. No obstante, ahora que no tienen ningún sentimiento deben preguntarse si el deseo profundo que los motivó a consagrarse al Señor ha cambiado. ¿Ha cambiado el deseo de hacer la voluntad de Dios? ¿Ha cambiado su deseo de sufrir por el Señor a toda costa? ¿Ha cambiado su disposición para hacer cualquier obra e ir a cualquier lugar si Dios así lo ordena? Si nada de esto ha cambiado, su vida espiritual no ha retrocedido un ápice.
Si el creyente descubre que sí retrocedió, ello no se debe a la pérdida del gozo, sino a que su voluntad no está dispuesta a obedecer a Dios como antes. Y si ha progresado, no es porque ahora sienta muchas cosas maravillosas que no había sentido antes, sino porque su voluntad está unida profundamente a Dios y está dispuesta a hacer Su voluntad. La norma de la vida espiritual depende de cuánta unidad haya entre nuestra voluntad y la de Dios; no depende de si nos sentimos bien o mal. Aun cuando nos sintamos bien, si nuestro corazón no obedece incondicionalmente a Dios, nuestra vida espiritual se encuentra en un bajo nivel. Aun si nos sentimos secos, si estamos dispuestos a obedecer a Dios hasta la muerte, nuestra vida espiritual llega a su nivel más alto. La vida espiritual se mide por la voluntad, ya que ésta expresa lo que verdaderamente somos. Si la voluntad se rinde a Dios, eso significa que nuestro yo se rindió y dejó de ser el amo. Nuestro yo y nuestra vida espiritual se oponen entre sí. Cuando el yo es demolido, la vida espiritual crece. Cuando el yo permanece fuerte, la vida espiritual sufre pérdida. Así que, podemos conocer la vida de una persona por su voluntad. Pero no sucede lo mismo con los sentimientos, ya que cuando las emociones están en la cima, el creyente todavía puede tener deseos personales e intenciones de entretener y agradar al yo.
El creyente que busca sinceramente el progreso espiritual, no debe engañarse pensando que sus sentimientos son su vida ni esperando ansiosamente el gozo. Debe asegurarse de que su voluntad se ha sometido a Dios sin reservas y sin importar si se siente feliz o no. Dios quiere que vivamos por fe y desea que vivamos simplemente por la fe y que hallemos satisfacción en hacer Su voluntad sin el apoyo de nuestros sentimientos. ¿Estamos dispuestos a esto? Debemos gozarnos porque hicimos la voluntad de Dios, no porque nos sintamos felices. Su voluntad debe ser suficiente para hacernos felices.
LA RESPONSABILIDAD DEL HOMBRE.
Cuando el creyente es gobernado por los sentimientos, descuida su deber hacia otros. Esto se debe a que su yo es el centro de su vida y, en consecuencia, no le interesan las necesidades de los demás. Sin embargo el creyente debe tener la fe y la voluntad para cumplir con su responsabilidad. La responsabilidad no hace caso del sentimiento, pero en el caso de algunos creyentes, su responsabilidad para con otros y para con la obra está mezclada y oscila según los cambios de sus sentimientos en lugar de llevarla a cabo de acuerdo con ciertos principios.
Cuando el creyente entiende la verdad sólo con sus sentimientos, no cumple sus deberes. Disfruta tanto su comunión con el Señor que desea esa experiencia constantemente. Cuando experimenta el gozo de la comunión mediante sus sentimientos, su mayor tentación es estar de nuevo a solas con el Señor para disfrutar durante todo el día esa experiencia placentera, sin preocuparse de las demás cosas que lo rodean. Pierde el gusto por trabajar debido a que allí las tentaciones y las pruebas son inevitables. Se siente muy santo y victorioso cuando se encuentra en la presencia del Señor; pero cuando cumple sus deberes, se ve tan derrotado y tan corrupto como antes. Así que prefiere escapar de sus responsabilidades esperando que eso le permitirá estar en la presencia del Señor para poder ser santo y victorioso todo el tiempo. Considera sus responsabilidades como algo tan mundano que a él, que es tan santo y victorioso, no le deben interesar. Desea con vehemencia un momento y un lugar para tener comunión con el Señor, pero detesta sus obligaciones porque ellas estorban su felicidad. No le interesan ni las necesidades ni el bienestar de otros, porque sólo busca tener comunión con el Señor. Los que son padres y tienen tal actitud, descuidan a sus hijos; de igual manera, los siervos no sirven con fidelidad a sus amos. Para ellos esas cosas son mundanas y tienen justa razón para no atenderlas, puesto que buscan algo más espiritual.
El motivo de todo esto es que el creyente aún no vive por fe. Sigue tratando de complacerse a sí mismo. No se ha unido todavía plenamente a Dios. De ahí que necesite un tiempo especial y un lugar separado para estar en comunión con El. No ha aprendido a ver al Señor en todas las cosas, por la fe, para laborar juntamente con El. No sabe cómo ser uno con el Señor en los asuntos triviales de la vida diaria; lo que experimenta de Dios se haya confinado a los sentimientos. Se deleita en erigir una tienda en el monte y morar allí con el Señor, pero no desea descender a echar fuera demonios.
Deben saber que la vida más elevada del creyente no puede contradecir las obligaciones de su vida humana. Cuando leemos las epístolas a los Romanos, a los Colosenses y a los Efesios, vemos que el creyente debe cumplir con sus obligaciones. La vida más elevada del creyente no se expresa solamente en momentos y situaciones especiales; de ser así, esta vida no sería la vida de un cristiano normal. La vida de Cristo debe manifestarse en toda actividad, pues no hay diferencia entre el trabajo de la casa, la predicación ni la oración.
Nuestra insatisfacción y el rehusarnos a cumplir con nuestras obligaciones son el resultado de depender de nuestras emociones. Nos resistimos porque no encontramos en ellas el placer que deseamos. Pero nuestra vida no debe estar dirigida al placer, ¿por qué, entonces, lo buscamos? Los sentimientos exigen que descuidemos nuestras obligaciones, pero la fe no. Nuestro amor a Dios no nos exige que abandonemos las obligaciones que tenemos con nuestros amigos y nuestros enemigos. Si somos uno con Dios en todas las cosas, estaremos conscientes de nuestras obligaciones para con todas las personas y sabremos cómo cumplirlas.
TRABAJAMOS EN LA OBRA DE DIOS.
El requisito más importante para llevar a cabo la obra de Dios es rechazar nuestras emociones y vivir exclusivamente por la fe. El creyente emotivo es inútil en las manos de Dios. Los que viven por sus sentimientos saben disfrutar pero no saben laborar; no son aptos para la obra. Viven para sí mismos y no para Dios. Sólo quienes viven para Dios pueden laborar para El. ¿Qué significa todo esto? ¿Significa que la obra del creyente emotivo no cuenta?
A fin de ser instrumentos en las manos de Dios, los creyentes deben aprender a vivir por la fe; de lo contrario, su objetivo será obtener felicidad, ya sea física o emocional, y cuando se sientan infelices lo abandonarán todo. El labora para obtener ciertos sentimientos y también abandona la obra debido a los sentimientos; su corazón está inundado de amor propio. Cuando Dios le ordena hacer algo que le traerá sufrimientos físicos y emocionales, se compadece de sí mismo y se niega a hacerlo. La obra de Jesús fue llevada a cabo bajo la cruz, y la obra del creyente también se lleva a cabo bajo la cruz. ¿Hay algo en la obra que nos traiga regocijo? Será muy difícil para Dios obtener verdaderos obreros, si no damos muerte a nuestras emociones y a nuestro amor propio.
Dios necesita personas que sean Sus obreros y que estén dispuestas a seguirle hasta el fin. Muchos creyentes laboran para El cuando la obra es próspera, cuando concuerda con sus intereses y cuando no hiere sus sentimientos. Pero cuando la cruz les exige morir y confiar en Dios por la fe y sin la ayuda de sus sentimientos, se resisten a seguir adelante. La obra
que Dios lleva a cabo produce resultados, pero ¿puede alguien que ha sido comisionado por el Señor y ha trabajado durante ocho o diez años sin ver resultado alguno, continuar fielmente sólo porque Dios se lo mandó? ¿Cuántos sirven a Dios simplemente porque Dios se los ordena? ¿Y cuántos trabajan sólo por los resultados? Dios necesita creyentes llenos de fe, que laboren para El sólo porque Su obra tiene como base la eternidad. Debido al carácter eterno de la obra es difícil que quienes viven dentro del tiempo la puedan percibir y entender. Los que dependen de sus sentimientos no pueden ser incluidos en esta obra porque en ella no hay nada que los satisfaga. Si la muerte de la cruz no obra profundamente en su yo al grado de que no desee retener nada para ellos mismos, entonces, por lo que a la obra de Dios se refiere, sólo pueden seguir al Señor sino hasta cierto punto. Dios necesita obreros que hayan sido totalmente quebrantados y que estén dispuestos a seguirlo hasta la muerte.
LA LUCHA CONTRA EL ENEMIGO.
El creyente que se centra en sus sentimientos es aún menos útil en el combate espiritual, ya que éste implica atacar al diablo mediante la oración. Esta es ciertamente una obra de negación del yo. ¡Cuánto sufrimiento hay en esto! No hay nada en ello que haga feliz al yo; es derramar la vida del yo por causa del Cuerpo de Cristo y del reino de Dios. ¡Resistir y luchar en el espíritu no es nada fácil! ¿Qué placer hay en el espíritu en llevar una carga indescriptible por amor a Dios? Si empleamos toda nuestra fuerza para atacar a los espíritus malignos, ¿qué deleite podemos hallar en eso? Se trata de un combate librado en oración. Pero ¿por quién estamos orando? No es por nosotros mismos, sino por la obra de Dios. Esta oración es una oración de guerra, no es placentera como el resto de nuestras oraciones cargadas de emociones. ¿Qué placer puede haber cuando tenemos que sufrir dolores de parto en nuestra alma por causa de los santos y orar para destruir y para edificar? La guerra espiritual no puede agradar a la carne a menos que nuestra lucha ocurra solamente en nuestra imaginación.
Cuando el creyente que depende de sus emociones pelea contra Satanás, fácilmente es derrotado. Cuando ataca a Satanás por medio de la oración, éste utiliza su espíritu maligno para atacar los sentimientos del creyente; le hace sentir que esta lucha es difícil y que la oración es árida. Cuando el creyente se siente triste, frío y en tinieblas y aridez, abandona la lucha. Este creyente no puede pelear contra Satanás. Este lo ataca en sus sentimientos, y aquél no logra resistir. Si los sentimientos no han muerto, Satanás tiene una base en la cual actuar. Cada vez que el creyente se opone a Satanás, éste sólo tiene que atacar sus sentimientos y con eso basta para derrotarlo. Si no hemos vencido nuestros sentimientos, ¿cómo pretendemos vencer a Satanás?
La guerra espiritual requiere personas que le den muerte a sus sentimientos y vivan por la fe. Tal persona puede resistir el dolor de encontrarse solo y puede pelear contra el enemigo sin buscar la aprobación ni la compañía de los demás. Puede avanzar sin importarle lo que sienta. No le preocupa estar muerto ni sobrevivir; sólo le interesa ser guiado por Dios. Esta clase de persona no tiene aspiraciones ni preferencias, ya que se entregó a Dios hasta la muerte y vive exclusivamente para El. No culpa a Dios y lo entiende, además valora Sus designios. El puede llenar el vacío, aunque parezca que Dios le abandonó y que nadie viene en su auxilio; él puede enfrentarse solo contra la oposición. Esta clase de persona es un guerrero de oración que derrota a Satanás.
EL REPOSO.
Cuando el creyente es quebrantado por el Señor, comienza a vivir por fe, lo cual es una verdadera vida espiritual; cuando el creyente llega a esta etapa, entra en un descanso. El fuego de la cruz eliminó su corazón codicioso, y él ya aprendió la lección. Sabe que sólo la voluntad de Dios es preciosa, que sus deseos naturales no son lo mejor ni concuerdan con una vida elevada. Es feliz renunciando a todo. Todo lo que el Señor le quiera quitar, él lo aceptará gustosamente. Los lamentos y los gemidos que procedían de sus esperanzas, búsquedas, anhelos y luchas desaparecieron. Sabe que vivir para Dios y obedecer Su voluntad es la vida más elevada. Aunque lo pierda todo, está satisfecho porque la voluntad de Dios se llevó a cabo. Aunque no tenga nada que le traiga deleite a él, cede ante la mano de Dios. No importa lo que le suceda a él, siempre que Dios sea complacido. Este es un descanso perfecto que nada externo puede conmover.
En esta etapa, el creyente vive por su voluntad, una voluntad que es una con Dios y es fortalecida por el espíritu que ahora gobierna sobre sus emociones. Su vida está llena de paz, de firmeza y de descanso. La antigua vida de altibajos quedó atrás; pero eso no significa que nunca más pueda volver a ser gobernado por sus emociones, ya que no puede tener una vida perfecta e inmaculada antes de entrar en los cielos. Si comparamos su condición presente con la pasada, podemos decir que se encuentra en un estado de completo descanso y firmeza, pero aunque la confusión anterior terminó, ocasionalmente será afectado por sus emociones; por esta razón, necesita velar y orar.
Tampoco debemos pensar que ya no es posible experimentar felicidad ni tristeza. Mientras tengamos sentimientos, pasaremos por momentos de tristeza, oscuridad y aridez. Sin embargo, todo ello sólo afecta al hombre exterior, y no al hombre interior, porque existe una separación muy definida entre nuestro espíritu y nuestra alma. No importa cuanto sufra nuestra alma externamente o si se siente confundida, nuestro espíritu permanece en paz y seguridad como si nada estuviese sucediendo.
Cuando la vida del creyente entra en esta etapa de descanso, se da cuenta de que todo lo que perdió por amor al Señor le fue restaurado. Ha obtenido más de Dios, y todo lo de Dios también es suyo. Ahora, en Dios, tiene el derecho de disfrutar las cosas que antes Dios mismo le había quitado. En ese entonces Dios le permitió padecer porque la vida de su alma era el amo de todas las cosas; amaba tantas cosas y tenía tantos anhelos personales aparte de la voluntad de Dios que todo ello tenía que ser quitado de en medio. Pero ya que perdió el yo y su vida anímica, tiene derecho a disfrutar el gozo de Dios dentro de sus límites legítimos. Sólo ahora sabe disfrutar, en Dios, el gozo que proviene de El mismo. Ya murió el corazón que anteriormente buscaba con tanto ahínco cosas para el yo. Ahora todo lo recibe con acción de gracias. Aunque algo le dé felicidad, si se le niega, no lo reclama.
Cuando los creyentes han avanzado de este modo, se puede decir que han alcanzado la pureza, la cual se define como ausencia de mezcla. Todo lo que tiene alguna mezcla es impuro. En la Biblia, impureza equivale a contaminación. Cuando el creyente no ha llegado a esta etapa, no tiene una vida pura. ¿Por qué? Porque hay mezcla en su vida. Vive para Dios, pero también para sí mismo. Ama a Dios, pero también se ama a sí mismo. Su intención es para Dios, pero también tiene motivos egoístas de gloria propia, felicidad y bienestar. Esta es una vida contaminada. Vive por fe, pero también por los sentimientos; anda conforme al espíritu, pero también conforme al alma. Aunque no se reserva la porción mayor para sí mismo, esa pequeña porción es suficiente para contaminar su vida. Sólo lo que es puro es limpio; todo lo que esté mezclado con algún material extraño está contaminado.
Cuando el creyente experimenta la obra de la cruz de una manera completa, llega a una vida pura en la cual todo es para Dios, todo está en Dios, y Dios está en todo. No queda nada para el yo, Hasta el deseo de ser feliz desaparece. El amor propio muere y el único objetivo de su vida es hacer la voluntad de Dios. En tanto que Dios esté complacido, lo demás no importa. Su único objetivo es obedecer a Dios independientemente de lo que sienta. Esta es una vida pura. Aunque Dios le da paz, bienestar y gozo, él no disfruta estas cosas con el fin de satisfacer sus deseos; todo lo ve desde la perspectiva de Dios. Su vida anímica terminó. Dios le da una vida espiritual que es pura, sosegada, verdadera y que depende de la fe. Dios lo destruyó, pero El mismo lo restableció. Todo lo anímico fue destruido, y lo espiritual es edificado.