Watchman nee Libro Book cap.21 El hombre espiritual
LA CONCIENCIA
QUINTA SECCIÓN
CAPÍTULO TRES
LA CONCIENCIA
Además de la intuición y la comunión, nuestro espíritu tiene otra función muy importante que nos muestra nuestros errores y nos reprende, de modo que no tengamos paz cuando carecemos de la gloria de Dios. Esta función es la conciencia. La santidad de Dios, la cual rechaza el mal y se deleita en el bien, se expresa en la conciencia del creyente. Si deseamos andar según el espíritu, no podemos cerrar nuestros oídos a la conciencia, ya que, no importa cuanto hayamos crecido espiritualmente, es imposible no cometer errores ni inclinarnos a ellos. La función de la conciencia no se limita a reprendernos cuando hacemos mal y hacer que nos arrepintamos; si así fuera, su función no sería completa. Si estamos pensando hacer algo que no agrada al Espíritu Santo, aun antes de que lo llevemos a cabo, la conciencia, juntamente con nuestra intuición, se levanta para protestar, haciendo que perdamos la paz. Si los creyentes escuchan la voz de la conciencia, que les habla por medio de la intuición, no se equivocarán.
LA CONCIENCIA Y LA SALVACIÓN.
Cuando éramos incrédulos, nuestro espíritu estaba muerto; por lo tanto, nuestra conciencia también estaba muerta y no funcionaba normalmente. Esto no significa que la conciencia no funcionaba en absoluto, ya que la conciencia del pecador opera, pero en una especie de sopor o sueño profundo. Cuando la conciencia actúa, lo único que hace es condenar al pecador; no tiene el poder ni la capacidad para conducir los hombres hacia Dios. Aunque la conciencia del pecador está muerta ante Dios, el Señor desea que la conciencia permanezca en el corazón del hombre a fin de que lleve a cabo una labor específica. En el espíritu amortecido del hombre, la conciencia puede hacer más que las otras partes del espíritu. La muerte de la intuición y la comunión es más severa que la de la conciencia. Esto se debe a que cuando Adán comió del fruto del conocimiento del bien y del mal, su intuición y su comunión con Dios murieron totalmente, pero el poder para diferenciar entre lo bueno y lo malo (la conciencia) se agudizó. La intuición y la comunión del pecador están muertas; no hay indicio de ellas, pero la conciencia sigue activa en una pequeña medida. Esto no significa que la conciencia del hombre esté llena de vida, pues según la Biblia, tener vida se relaciona con poseer la vida de Dios; así que carecer de la vida de Dios significa estar muerto. Según la Biblia, la conciencia del pecador está muerta porque no contiene la vida de Dios, pero en la experiencia del hombre, su conciencia puede actuar; sin embargo, dicha actividad sólo hace que el pecador, cuya intuición esta amortecida, se sienta más angustiado.
Debido a que la conciencia puede actuar de esta manera, el Espíritu Santo inicia la obra de salvación despertando la conciencia del pecador. Utiliza los truenos y relámpagos del monte Sinaí para sacudir e iluminar la conciencia entenebrecida, a fin de que el pecador se dé cuenta de que ha transgredido la ley de Dios y que no puede responder a las justas exigencias de Dios, que delante de Dios está condenado y merece la muerte. Si la conciencia está dispuesta a confesar sus transgresiones, incluyendo el pecado de la incredulidad, se arrepentirá y buscará la misericordia de Dios. El relato del publicano que fue al templo a orar nos muestra la obra que el Espíritu Santo lleva a cabo en nuestra conciencia. De acuerdo con las palabras del Señor Jesús, el primer paso de la obra del Espíritu Santo hace que los hombres sean convencidos de pecado, de justicia y de juicio. Si la conciencia rechaza esta obra, el pecador no tendrá la posibilidad de recibir la salvación.
El Espíritu Santo ilumina con la luz de la ley de Dios la conciencia del pecador para que reconozca su pecado, y también le ilumina la conciencia con la luz del evangelio a fin de que sea salvo. Después de que el pecador reconoce sus pecados y escucha el evangelio de la gracia, si está dispuesto a creer, Dios le dará fe para que reciba la salvación. El pecador verá que la sangre preciosa del Señor Jesús responde a todas las acusaciones que tiene en su conciencia. Aunque pecó, la sangre del Señor Jesús ya fue derramada; así que el castigo por el pecado ya fue infligido. ¿Acaso queda algo por lo cual ser acusado? La sangre del Señor Jesús lava al creyente de todos los pecados que cometa durante el transcurso de su vida; así que la conciencia no puede condenarlo. Debido a que las conciencias de los adoradores fueron purificadas, ya no hay condenación (Hebreos. 10:2). La sangre preciosa del Señor Jesús fue rociada sobre nuestras conciencias (Hebreos.9:14) para que podamos presentarnos con confianza delante de Dios. La certeza de la salvación es un hecho, ya que la voz de la conciencia fue acallada por la sangre preciosa de Cristo. Si el corazón no cree en la sangre preciosa, la conciencia nos acusa por los pecados que cometimos antes de ser regenerados.
Tanto la luz aterradora de la ley como la luz amorosa del evangelio brillan en la conciencia; así que, cuando predicamos, debemos prestar atención a la conciencia del hombre. Si nuestro objetivo al predicar es hacer que la gente entienda con la mente, o que sea conmovida en sus sentimientos y que tome cierta decisión, sin llegar a su conciencia, entonces, aun si logramos todo eso, el Espíritu Santo no tendrá posibilidad de hacer Su obra. La regeneración se basa en que la conciencia sea redargüida de pecado y en la obra de la sangre preciosa. En nuestras enseñanzas debemos dar la misma atención a la sangre preciosa de Cristo y a la conciencia del hombre. Muchos hacen énfasis en la conciencia y rara vez hablan de la sangre preciosa; así que, los hombres se esfuerzan por arrepentirse y hacer el bien, esperando que así apaciguarán la ira de Dios. Otros hacen énfasis en la sangre preciosa de Jesús sin hablar de la conciencia. Como resultado, los hombres lo entienden todo con la mente, se conmueven y toman ciertas decisiones, pero su fe no tiene raíz, ya que su conciencia no ha sido tocada por el Espíritu Santo. Así que debemos predicar estas dos cosas por igual. Todo aquel que reconoce sus pecados, acepta el significado de la sangre preciosa.
LA CONCIENCIA Y LA COMUNIÓN.
Los siguientes versículos nos muestran la relación entre la conciencia y la comunión que el hombre tiene con Dios mediante la intuición. “¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a Sí mismo sin mancha a Dios, purificará nuestra conciencia de obras muertas para que sirvamos al Dios vivo?” (Hebreos. 9:14). Si el hombre quiere tener comunión con Dios y servirle, su conciencia debe ser purificada por la sangre preciosa. Cuando la conciencia del creyente es purificada por la sangre del Señor, él es regenerado, pues según la Biblia, la purificación que la sangre efectúa y la regeneración del espíritu suceden simultáneamente. La conciencia debe ser purificada por la sangre para que el creyente pueda recibir una nueva vida y para que su intuición sea avivada, y así puede servir a Dios. El espíritu puede servir a Dios por medio de la intuición, si primero su conciencia es purificada por la sangre. El vínculo entre la conciencia y la intuición no puede romperse.
Hebreos 10:22 dice: “Acerquémonos al Lugar Santísimo con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia con la aspersión de la sangre, y lavados los cuerpos con agua pura”. Cuando nos acercamos a Dios, no lo hacemos con nuestros cuerpos físicos como se hacía en el Antiguo Testamento, ya que nuestro Lugar Santísimo (versiculo. 19) está en los cielos; tampoco utilizamos nuestros pensamientos ni nuestros sentimientos, ya que esas partes del alma no pueden tener comunión con Dios. Sólo el espíritu regenerado puede presentarse delante de Dios. El creyente sólo puede adorar a Dios mediante su intuición avivada (ya hablamos de esto antes). Este versículo de la Biblia nos muestra que la purificación de la conciencia es la base para tener comunión con Dios mediante la intuición. Si la conciencia está consciente de alguna ofensa, no puede establecerse ninguna comunión con Dios en la intuición. Si la conciencia tiene alguna ofensa, el creyente espontáneamente se condena a sí mismo; entonces la intuición, la cual está íntimamente relacionada con la conciencia, es afectada, y el creyente no se atreverá a acercarse a Dios ni tampoco podrá. Además, cuando el creyente tiene comunión con Dios, debe tener un corazón sincero, en plena certidumbre de fe. Cuando la conciencia tiene alguna mancha, el creyente se acerca a Dios con recelo y no con un corazón sincero; en consecuencia, no cree que Dios esté a su favor y que no tiene nada contra él. Esta condenación que se inflige a sí mismo y esta duda oprimen a la intuición y le impiden tener comunión con Dios. En la conciencia del creyente no debe haber ninguna condenación. El debe saber que la sangre del Señor lo lavó de sus pecados, y que no hay nada que lo condene (Romanos. 8:33 al 34). Una pequeña mancha en la conciencia es suficiente para que nos oprima, nos estorbe y detenga la comunión que tenemos con Dios mediante la intuición. Cuando el creyente esté consciente de algún pecado, todo el poder del espíritu concentra sus fuerzas en tratar de deshacerse de ese pecado en particular, y no le queda energía para salir ni para ascender a los cielos.
LA CONCIENCIA DEL CREYENTE.
Después de que el espíritu del creyente es regenerado, su conciencia es vivificada. La sangre preciosa del Señor Jesús purifica la conciencia; así que, ahora posee un sentimiento exacto y puede andar según la voluntad del Espíritu Santo. La obra santificadora y renovadora del Espíritu Santo en el hombre y la obra de la conciencia están íntimamente relacionadas y unidas. Si el creyente desea ser lleno del Espíritu Santo, ser santificado, que su vida sea útil para el propósito de Dios, y si desea andar en el espíritu, no debe pasar por alto la voz de su conciencia. Si no le damos a la conciencia su lugar, indudablemente andaremos en la carne. El primer paso de la obra de la santificación es ser fiel a nuestra conciencia. Seguir la guía de la conciencia es una señal de verdadera espiritualidad. Si el creyente carnal no permite que la conciencia haga su obra, no podrá entrar en la esfera espiritual, y aun si piensa que es espiritual, su espiritualidad no tiene fundamento. Si los pecados y otras acciones impropias, contrarias a la voluntad de Dios, no son erradicadas según lo indique la voz de la conciencia, el fundamento espiritual no se ha establecido debidamente. No importa cuántos ideales espirituales se construyan, con el tiempo, todo ello se derrumbará.
La conciencia nos muestra si estamos bien con Dios y con los hombres, y si nuestros hechos, pensamientos y palabras concuerdan con la voluntad de Dios y con Cristo. Siempre que haya progreso en la vida cristiana, el testimonio de la conciencia y el testimonio del Espíritu Santo serán casi idénticos. Cuando la conciencia es controlada por el Espíritu Santo, se vuelve cada vez más sensible, hasta que su voz se une a la voz del Espíritu Santo. Además, el Espíritu Santo también habla a los creyentes por medio de la conciencia. A esto se refería el apóstol cuando dijo: “Mi conciencia da testimonio conmigo en el Espíritu Santo” (Romanos. 9:1).
Si nuestra conciencia testifica que estamos mal, es porque estamos mal. Si nos condena por nuestros pecados, debemos inmediatamente arrepentirnos. Sin duda, no podemos encubrir nuestro pecado ni sobornar nuestra conciencia. “Pues si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios, y El sabe todas las cosas” (1 Juan. 3:20). ¿No nos censurará Dios mucho más? La voz de la conciencia nos dice que estamos mal, y todo lo que nuestra conciencia condena, también Dios lo condena. Por ningún motivo puede la justicia de Dios estar por debajo de la norma de nuestra conciencia. Así que si nuestra conciencia nos dice que estamos mal, ciertamente lo estamos.
¿Qué debemos hacer al ver que estamos mal? Si aún no hemos pecado debemos detenernos para no hacerlo; y si ya cometimos el pecado, debemos arrepentirnos, confesarlo y acudir a la sangre preciosa de Jesús para que nos limpie. Es lamentable que los creyentes no tengan estas experiencias. Cuando la conciencia los reprende, piensan en sobornarla para acallar su voz. En esta situación, el creyente tiene dos opciones. La primera es discutir con la conciencia, arguyendo razones que justifiquen sus acciones. Suponen que todo lo que se puede justificar con la lógica debe de estar de acuerdo con la voluntad de Dios. Piensan que la conciencia lo aceptará, ya que no saben que la conciencia, al igual que la intuición, no se basa en el raciocinio. La conciencia conoce la voluntad de Dios mediante la intuición, y rechaza todo lo que no sea la voluntad de Dios. Sólo habla a favor de la voluntad de Dios y no le interesan las explicaciones. El creyente no debe basarse en el raciocinio ni conducirse según con lo que le parece razonable, sino que debe hacer la voluntad de Dios que le es revelada en la intuición. Siempre que el creyente se rebela contra la intuición, su conciencia lo condena. Aunque las explicaciones satisfagan la mente, no satisfacen a la conciencia. Si la conciencia condena algo, no aceptará aclaraciones ni cesará de condenarlo hasta que sea eliminado delante de Dios. Al principio, la conciencia sólo da testimonio de lo que es bueno y de lo que es malo; pero después de que el creyente crece en la vida espiritual, la conciencia no sólo dará testimonio de lo que es correcto y de lo que es incorrecto, sino también de lo que es de Dios y lo que no procede de El. Aunque haya muchas cosas que para el hombre son buenas, la conciencia las rechaza debido a que no se originan en la revelación de Dios, sino en el creyente mismo.
La segunda opción es que el creyente tratará de hacer muchas otras cosas para enmudecer la conciencia. Por un lado, no desea obedecer la voz de la conciencia ni seguir su dirección para agradar a Dios; por otro, teme ser censurado por la conciencia que lo incomoda y lo hace sentirse miserable. Así que, piensa hacer buenas obras para encubrir su condenación e intenta reemplazar la voluntad de Dios con buenas obras. No se somete a Dios y piensa que sus obras están al nivel de lo que Dios ha dicho, y quizá sean mejores ya que son más hermosas, amplias, provechosas y de más impacto. Estima sus obras como lo mejor. Pero a los ojos de Dios, no importa cuánto valore el hombre sus obras, no traen ningún provecho espiritual. Lo que importa no es cuánta grosura ni cuantos holocaustos haya ofrecido, sino cuánto haya obedecido a Dios. Si Dios reveló en el espíritu que algo debe ser erradicado, no importa cuán buenas sean nuestras intenciones, ni cuánta grosura u ofrendas hayamos presentado a Dios, ni cuánto peso tenga nuestro oro o nuestra plata, todo eso junto no basta para complacer el corazón de Dios. La voz de la conciencia se debe acatar, pues de no ser así, Dios no estará complacido, no importa cuán buenas sean nuestras obras. Aun si la ofrenda va más allá de lo que Dios requiere, eso no acallará la voz de la conciencia, ya que ésta exige que la obedezcamos, no que hagamos algo extraordinario para servir a Dios.
Por tanto, no nos engañemos. Si queremos andar según el espíritu, debemos obedecer la voz de la conciencia. ¡No intentemos escapar de esta “reprensión interna”! Además, debemos escuchar cuidadosamente y con atención. Si deseamos andar conforme al espíritu continuamente, debemos humillarnos y prestar oído a las correcciones de la conciencia. El creyente no debe hacer confesiones generales, pensando que sus errores son tantos que no puede enumerarlos uno por uno. Una confesión vaga no permite que la conciencia complete su obra. El creyente debe permitir que el Espíritu Santo, por medio de la conciencia, le señale uno por uno sus pecados. Con humildad, quietud y sumisión debe permitir que la conciencia reprenda y condene sus pecados; debe aceptar la reprensión de la conciencia y estar dispuesto, en conformidad con la mente del Espíritu Santo, a eliminar todo lo que se oponga a Dios. ¿Permitiremos que la conciencia examine nuestra vida? ¿Tendremos la osadía de permitir que la conciencia nos muestre nuestra verdadera condición? ¿Estamos dispuestos a permitir que la conciencia saque a la luz toda nuestra vida y nuestra conducta, para que las veamos como Dios las ve? ¿Estamos dispuestos a permitir que la conciencia ponga de manifiesto todos nuestros pecados? Si nuestro corazón teme, no estamos dispuestos a ello y nos resistimos, eso indica que aun hay muchas cosas en nuestra vida que necesitan ser condenadas y clavadas en la cruz, pero no las hemos confesado; también indica que no nos sometemos a Dios en muchas cosas, ni andamos conforme al espíritu. En tal caso, no existe todavía una comunión completa entre Dios y nosotros, y como todavía hay muchos obstáculos, no podemos decir: “Nada se interpone entre Tú y yo”.
Sólo una disposición incondicional para ser reprendidos por la conciencia y un verdadero deseo de andar según lo que nos revele son evidencia de que nuestra consagración a Dios es completa y de que aborrecemos los pecados y sinceramente deseamos hacer la voluntad de Dios. Muchas veces estamos dispuestos a someternos totalmente al Señor, a andar conforme al Espíritu y a agradar a Dios; ése es el momento de probar si nuestras intenciones son verdaderas o falsas, si son perfectas o incompletas. Si aún andamos en pecados y no los hemos erradicado por completo, la mayor parte de nuestra espiritualidad tal vez sea falsa. Si el creyente no puede andar en total conformidad con la conciencia, tampoco puede andar según el espíritu, ya que no ha cumplido lo que la conciencia exige. Así que, a diferencia del “espíritu imaginario” que lo guía, el verdadero espíritu persistentemente le exige que escuche la voz de su conciencia. Si después de hacerse un examen propio hay una reacción en la conciencia del creyente, pero éste no está dispuesto a ser juzgado por la luz de Dios ni se arrepiente ni desea ser cabalmente juzgado por Dios, su vida espiritual no tendrá ningún progreso. Para determinar si la consagración y la obra de un creyente es falsa o verdadera, basta con observar si está dispuesto a someterse sin reservas al Señor, a obedecer Sus mandamientos y a aceptar Su reprensión.
Después de que el creyente permite que la conciencia opere, no debe quedarse en esa etapa. Tal vez ya haya puesto fin a cierto pecado, pero quedan otros pecados que deben erradicarse progresivamente, hasta que no quede ninguno. Si el creyente es fiel en poner fin a sus iniquidades y a andar en conformidad con la conciencia, entonces la luz celestial brillará más y más en él; descubrirá los pecados que anteriormente le eran ocultos; cada día podrá comprender más, leyendo y conociendo la ley que el Espíritu Santo escribió en su corazón. De esta manera, el creyente sabrá lo que es la santidad, la justicia, la pureza y la rectitud. Todo lo que anteriormente no era claro para él, será inscrito en lo profundo de su corazón. La intuición del Espíritu Santo aumentará; así que, cuando la conciencia lo reprenda, dirá: “Estoy dispuesto a someterme”. Permitirá que Cristo sea de nuevo el Señor de su vida y estará dispuesto a ser enseñado y a confiar en las enseñanzas del Espíritu Santo. Si el creyente verdaderamente obedece a su conciencia, el Espíritu Santo le ayudará.
La conciencia es la ventana del espíritu del creyente. La luz de los cielos brilla a través de ella, para que el espíritu del creyente y todo su ser sean inundados de luz. Todo el ser del creyente, así como su espíritu verán la luz celestial a través de ella. Cada vez que pensamos, hablamos o hacemos algo que no está bien o que no es propio de un creyente, la luz celestial brilla a través de la conciencia para exponer nuestros errores y condenarlos. Si permitimos que la conciencia opere, y nos sometemos a ella eliminando todo lo que condena, la luz celestial nos iluminará cada vez más. Si no confesamos nuestros errores ni ponemos fin a nuestros pecados, la mancha del pecado permanecerá, y la conciencia se contaminará (Tito. 1:15) debido a que no andamos según la luz de Dios. Vendrá un pecado tras otro, y las manchas se agregarán haciendo que la ventana se empañe cada vez más, hasta que sea imposible que la luz brille a través de ella. Como resultado, el creyente pecará voluntariamente sin dolor alguno, ya que la conciencia está paralizada y la intuición se ha debilitado por los pecados. Cuanto más espiritual es un creyente, más sensible es su conciencia. No existe un creyente que sea tan espiritual que no tenga que confesar sus pecados. Si la conciencia está embotada o insensibilizada, tal vez se deba a que el creyente se ha degradado espiritualmente. Ni el mucho conocimiento ni la ardua labor ni el fervor ni una voluntad férrea pueden reemplazar la sensibilidad de la conciencia. Si el creyente no la cuida, sino que busca el progreso intelectual y emocional, retrocederá en su andar espiritual.
La sensibilidad de la conciencia puede aumentar o disminuir. Si el creyente permite que su conciencia opere, la ventana de su espíritu tendrá cada vez más luz. Si hace caso omiso de la voz de su conciencia, o si como dijimos antes, usa el razonamiento o buenas obras para reemplazar los requerimientos de la conciencia, ésta insistirá en dar la voz de alarma, pero después de un tiempo, no lo volverá a hacer. Su voz será cada vez más débil, hasta desaparecer por completo. Cada vez que el creyente hace al margen la voz de su conciencia, su vida espiritual sufre daño. Si el creyente permite que su vida espiritual continuamente sea perjudicada, con el paso del tiempo caerá en la condición de un creyente carnal. No aborrecerá los pecados ni aspirará a ser victorioso, como antes. Hasta que aprenda a hacer frente a la reprensión que surge en su conciencia, no podrá conocer la importancia de escuchar la voz de su conciencia ni la importancia de andar según el espíritu.
UNA CONCIENCIA LIBRE DE OFENSA.
El apóstol Pablo dijo: “Yo me he comportado con toda buena conciencia delante de Dios hasta el día de hoy” (Hechos. 23:1). Esta era la llave de su vida. La conciencia a la que se refiere no es la conciencia de un hombre que no ha sido regenerado, sino una conciencia llena del Espíritu Santo. El apóstol se atrevía a acercarse a Dios y a tener comunión con El debido a que su conciencia regenerada no lo reprendía. Toda su conducta se regía por su conciencia, y no hacía nada que su conciencia reprobara, ni permitía que permaneciera en él algo que su conciencia rechazara. Por lo tanto, tenía confianza para estar en pie ante Dios y ante los hombres. Cuando tenemos alguna ofensa en la conciencia, tememos. El apóstol dijo: “Y por esto procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres” (Hechos. 24:16) y añade: “Si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos ante Dios; y cualquier cosa que pidamos la recibiremos de El, porque guardamos Sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de El” (1 Juan. 3:21 al 22).
Muchos creyentes no se dan cuenta de la importancia de la conciencia; piensan que si andan de acuerdo con el espíritu, todo está bien; pero cuando nuestra conciencia halla alguna transgresión, no podemos evitar temer a Dios, y cuando tememos a Dios, inmediatamente se levanta una barrera en nuestra comunión con El. Las ofensas que surgen en nuestra conciencia son el mayor estorbo a nuestra comunión intuitiva con Dios. Si no obedecemos Sus mandamientos ni hacemos lo que a El le agrada, nuestros corazones serán reprendidos, habrá ofensas en nuestra conciencia y tenderemos a alejarnos de Dios. Además, no recibiremos lo que le pidamos. Sólo una conciencia pura puede servir a Dios (2 Timoteo. 1:3). Una conciencia ofendida hace que la intuición se retraiga y tema acercarse a Dios.
“Porque nuestra gloria es ésta: el testimonio de nuestra conciencia, que con sencillez y sinceridad de Dios, no con sabiduría carnal, sino con la gracia de Dios, nos hemos conducido en el mundo” (2 Corintios. 1:12). Este versículo habla del testimonio de la conciencia. Sólo una conciencia sin ofensa puede dar un buen testimonio del creyente. Aunque el testimonio del hombre es bueno, el testimonio de nuestra conciencia tiene más valor. De eso se gloriaba el apóstol. Al andar de acuerdo con el espíritu, debemos tener continuamente ese testimonio. Muchas veces lo que otras personas dicen de nosotros tal vez esté equivocado porque ellos no conocen con exactitud la forma en que Dios nos guía. Quizá puedan entendernos mal y enjuiciarnos, tal como los apóstoles fueron malentendidos y enjuiciados erróneamente por los creyentes de aquellos días. Por otro lado, tal vez nos elogien y nos admiren excesivamente. Cuando seguimos al Señor, muchos nos menosprecian, pero otras veces los hombres nos alaban por lo que nos ven hacer, aunque gran parte sea el resultado de emociones repentinas o imaginaciones. De ahí que, ni la alabanza externa ni la crítica tienen valor; sólo el testimonio de nuestra propia conciencia resucitada es digna de tomarse en cuenta. Debemos preguntarnos qué testimonio da nuestra conciencia de nosotros mismos. ¿Qué clase de persona dice la conciencia que somos? ¿Nos condena por hipócritas? ¿Nos dice que encubrimos nuestros pecados y que asumimos una apariencia solemne? ¿Testifica que nos conducimos en este mundo de acuerdo con la sencillez y la sinceridad de Dios y que andamos de acuerdo con la luz que recibimos?
¿Qué testificó la conciencia de Pablo? El testimonio era éste: “No con sabiduría carnal, sino con la gracia de Dios, nos hemos conducido en el mundo”. De hecho, éste es el único testimonio de la conciencia. La conciencia lucha para que el creyente viva por la gracia de Dios y no según la sabiduría carnal. La sabiduría de la carne no es útil en la voluntad ni en la obra de Dios ni en la vida espiritual del creyente. La mente del hombre no tiene ninguna utilidad en la comunión con Dios; inclusive en el contacto entre el hombre y las cosas físicas, ella ocupa una posición subordinada. La conducta del creyente en el mundo, depende de la gracia de Dios. La gracia significa que Dios lo hace todo y que el hombre no hace nada (Romanos. 11:6). Sólo cuando el creyente vive dependiendo totalmente de Dios, sin permitirse iniciar nada y sin permitir que su mente domine nada, puede la conciencia testificar que vive en el mundo según la sencillez y la sinceridad de Dios. En otras palabras, la conciencia obra unánimemente con la intuición y sólo testifica y aprueba la conducta del creyente que concuerda con la intuición. La conducta contraria a la intuición, aunque esté de acuerdo con la sabiduría humana, será censurada por la conciencia. En realidad, la conciencia no aprueba nada que no sea revelado por la intuición. La intuición guía al creyente, y la conciencia lo insta a obedecer la intuición cuando el creyente desobedece.
Una conciencia sin ofensa delante de Dios da testimonio de que Dios se complace con el creyente y de que no existe ninguna separación entre Dios y él. Tal testimonio es indispensable para una vida que se conduce en el espíritu. Esta debe ser la meta del creyente; y no debe estar satisfecho si no la ha alcanzado. Esta es la vida normal del creyente. Así vivió el apóstol Pablo, y hoy ésa debe ser la vida de los creyentes. Enoc tenía una conciencia libre de contaminación, y él sabía que complacía a Dios. El testimonio de que Dios se complace con nosotros puede ayudarnos a progresar, pero debemos ser cautelosos; de lo contrario, exaltaremos el yo, pensando que podemos hacer algo por nosotros mismos y complacer a Dios. Toda la gloria le pertenece a Él. Debemos animarnos a mantener una conciencia libre de ofensa. En tal caso, debemos velar para que la carne no intervenga.
Si nuestra conciencia constantemente testifica que Dios se complace, entonces, cuando desafortunadamente caigamos, confiaremos más en que la sangre del Señor Jesús nos limpiará nuevamente. Si deseamos tener una conciencia libre de ofensa, no debemos separarnos ni por un momento de la sangre que nos limpia eternamente. Además, jamás debemos olvidar que debemos confesar continuamente nuestros pecados, confiando en la sangre preciosa de Cristo, pues aunque tal vez no caigamos en grandes pecados, en asuntos pequeños continuamente damos oportunidad a que la conciencia se ofenda. Debido a que nuestra naturaleza es pecaminosa y sus obras nos son ocultas, tenemos que esperar que nuestra vida espiritual madure para poder discernirlas. Hay muchas cosas que ahora consideramos pecaminosas, que anteriormente nos parecían inofensivas. De no ser por la sangre preciosa que quita todo pecado, no tendríamos paz. Una vez que la sangre preciosa ha sido rociada sobre nuestra conciencia, nos limpiará continuamente debido a la intercesión del Señor Jesús y la vida eterna que nos dio.
El apóstol nos dice que procura tener una buena conciencia ante Dios y ante los hombres. Estas dos direcciones, ante Dios y ante los hombres, están estrechamente ligadas. Si deseamos tener una conciencia sin ofensa ante los hombres, primero debemos tenerla ante Dios, porque cuando la conciencia tiene una ofensa delante de Dios, la tiene ante los hombres. En consecuencia, todo el que anhela vivir una vida espiritual, debe procurar continuamente tener una buena conciencia delante de Dios (1 Pedro. 3:21). Esto no significa que nuestra condición ante los hombres no sea importante, ya dijimos que debemos tener una buena conciencia no sólo ante Dios, sino también ante los hombres. Muchas cosas son aceptables delante de Dios, pero no son propias delante de los hombres. Sólo una conciencia que está libre delante de los hombres tiene un buen testimonio delante de ellos. Inclusive, si alguien nos malentiende, debemos tener una buena conciencia, “para que en lo que hablan mal de vosotros sean avergonzados los que calumnian vuestra buena conducta en Cristo” (versículo. 16). Si nuestra conciencia no está despejada, no importa cuán buena sea nuestra conducta, no tiene validez; pero cuando nuestra conciencia está limpia, no se verá afectada por las calumnias de los hombres.
Una conciencia sin ofensa no sólo da testimonio de nosotros ante los hombres, sino que también nos hace aptos para recibir las promesas de Dios. En la actualidad los creyentes se lamentan de que su fe es tan pequeña que no pueden tener una vida espiritual perfecta. Obviamente, puede haber muchas razones para esto, pero la principal razón son las ofensas que tenemos en nuestra conciencia. Una conciencia libre de ofensas y una fe grande son inseparables. En el momento en que la conciencia se ofende, la fe responde. Veamos cómo se unen en la Biblia: “El amor nacido de un corazón puro, una buena conciencia y una fe no fingida” (1 Timoteo. 1:5), y “manteniendo la fe y una buena conciencia” (versiculo. 19). La conciencia es la facultad o el órgano de nuestra fe. Dios aborrece el pecado al máximo, y la culminación de Su gloria es Su infinita santidad, la cual no puede tolerar ni por un momento el pecado. Si el creyente no obedece a su conciencia y prefiere hacer lo que va en contra de la voluntad de Dios, perderá su comunión con El. Puede decirse que todas las promesas que Dios nos concede en la Biblia son condicionales. Ninguna de ellas es dada para satisfacer las intenciones de la carne. Si el pecado y la carne no son eliminados, el creyente no podrá experimentar la presencia del Espíritu Santo ni tendrá comunión con Dios ni habrá respuesta para sus oraciones. Si nuestra conciencia nos acusa, ¿cómo osaremos acercarnos a Dios para buscar Sus promesas? Si nuestra conciencia no puede testificar que vivimos sobre esta tierra según la santidad y la justicia de Dios, ¿cómo podemos ser hombres de oración que buscan los dones ilimitados de Dios? Si en el momento que alzamos nuestras manos hacia Dios, nos reprende nuestra conciencia, ¿de que servirá nuestra oración? Para orar con fe, necesitamos que nuestros pecados sean borrados y eliminados.
Debemos tener una conciencia libre de toda acusación, lo cual no significa que ahora seamos mejores que antes ni que muchas cosas malignas ya no existen en nosotros; significa que estar libres de toda acusación y ofensa, y acercarnos sin temor a Dios, son las condiciones que estipula la conciencia. Si estamos dispuestos a someternos a la conciencia y a permitir que nos repruebe, y si nos consagramos totalmente al Señor, estando dispuestos a hacer Su voluntad, entonces nuestra confianza aumentará, sabiendo que podemos tener una conciencia pura. Podremos decirle a Dios que le entregamos todo, que no tenemos nada que no hayamos puesto delante de El, que no tenemos nada escondido, que nada nos separa de El. Al vivir conforme al espíritu, el creyente no debe permitir que su conciencia se ofenda por ningún motivo, por pequeño que sea. Todo lo que la conciencia censure debe ser rechazado y confesado inmediatamente. El creyente debe buscar sin demora la limpieza de la sangre y no permitir que quede rastro del pecado. Cada día debe cerciorarse de que su conciencia esté libre de ofensa, pues de no ser así, en poco tiempo el espíritu sufrirá pérdida. El ejemplo del apóstol consistió en tener siempre una conciencia sin ofensa. De esta manera, nuestra comunión con Dios será verdaderamente inquebrantable.
LA CONCIENCIA Y EL CONOCIMIENTO.
Al andar según el espíritu y escuchar la voz de la conciencia, debemos recordar que la conciencia está limitada por el conocimiento que tenga. Nuestra conciencia es el órgano con el que distinguimos el bien y el mal. Distinguir significa tener conocimiento. El conocimiento o la capacidad para distinguir entre el bien y el mal no es igual en todos los creyentes. Algunos tienen más conocimiento que otros, lo cual se debe a que las circunstancias personales varían en cada caso, y quizás las lecciones aprendidas también varíen. Por eso, no podemos medirnos según los parámetros de otra persona, y tampoco debemos esperar que otros vivan conforme a la luz que nosotros recibimos. En la comunión entre el creyente y Dios, un pecado desconocido no afecta la comunión. Si el creyente anda según la norma que conoce, es decir, obedeciendo lo que él sabe que concuerda con la voluntad de Dios y rechazando lo que es rechazado por Dios, puede tener una comunión plena con Dios. Un creyente joven siempre piensa que debido a su falta de conocimiento no puede agradar a Dios. Por un lado, el conocimiento espiritual tiene gran valor, pero por otro, la falta de conocimiento no impide la comunión con Dios. En la comunión de Dios con el hombre, a Dios le interesa nuestra actitud con respecto a Su voluntad, y no le preocupa cuánto sepamos de Su voluntad. Si nuestra actitud es buscar Su voluntad de una manera sincera, y si deseamos verdaderamente llevarla a cabo, la presencia de los pecados de los que aún no estamos conscientes, no nos hará perder nuestra comunión con Dios ni la limitará. Si nuestra comunión con Dios dependiera de Su santidad, ninguno de los santos más sobresalientes de la historia hasta nuestros días, sería apto para tener comunión con El ni por un momento. Mas aún, todos serían expulsados de Su presencia y de la gloria de Su poder. Los pecados de los cuales no estamos conscientes han quedado cubiertos por Su sangre preciosa.
Desde otro punto de vista, si estamos conscientes de algún pecado, aunque sea pequeño, y lo toleramos aun cuando ya fue condenado por la conciencia, automáticamente perderemos nuestra comunión con Dios. Así como una pequeña basura en el ojo nos impide ver y nos causa dolor, un pecado del cual estemos conscientes, no importa cuán pequeño sea, impedirá que veamos el rostro sonriente de nuestro Dios. Cuando nuestra conciencia es acusada, inmediatamente se afecta nuestra comunión. Un pecado puede permanecer con el creyente por muchos años, pero mientras él no esté consciente de ello, la comunión con Dios no se interrumpe. Pero tan pronto llegue la luz (el conocimiento), la conciencia lo condenará; y mientras ese pecado permanezca, la comunión de ese día se habrá perdido. La comunión de Dios con nosotros depende del estado de nuestra conciencia. Si creemos que un pecado específico, que ha permanecido por muchos años sin impedir la comunión, puede continuar así y no causar daño, nos engañamos a nosotros mismos y somos muy necios.
Esto se debe a que la capacidad que la conciencia tiene para condenar está supeditada a la luz que recibe. La conciencia no puede condenar ningún pecado que no sepa que es pecado. A medida que crece el conocimiento del creyente, su conciencia también crece; y cuanto más conocimiento tiene, más pecados condena su conciencia. El creyente no tiene que arrepentirse de nada que aún no conozca, y tampoco debe esforzarse por descubrirlo, siempre y cuando obedezca sin reservas aquello que conoce. “Pero si andamos en luz”, es decir, si nos regimos por la luz que recibimos, “como El está en luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesús Su Hijo nos limpia de todo pecado” (aunque no estemos conscientes de muchos de ellos, 1 Juan. 1:7). La luz de Dios es ilimitada, y El anda conforme a Su luz ilimitada. Pero la luz que nosotros poseemos es muy limitada; sin embargo, debemos caminar conforme a esta luz. Sólo así podremos tener comunión con Dios, y sólo así la sangre de Jesús Su Hijo nos limpiará de todos nuestros pecados. Tenemos pecados que todavía no han sido eliminados, pero si todavía no estamos conscientes de ellos y si todavía no hemos sido iluminados por la luz, podemos tener comunión con Dios. Recordemos que aunque la conciencia es muy crucial, no determina la medida de nuestra santidad, porque depende del conocimiento. Cristo es la única medida de nuestra santidad. Pero en nuestra comunión con Dios, la única condición es que mantengamos una conciencia libre de toda acusación. Sin embargo, después de someternos por completo a la guía de la conciencia, no debemos pensar que ya somos perfectos. Una buena conciencia sólo nos dice hasta donde llegue nuestro conocimiento que hemos logrado lo que debíamos.
De esta manera, nuestra norma de conducta se eleva en la medida en que aumenta nuestro conocimiento y crece nuestra experiencia espiritual. Al aumentar gradualmente la luz, nuestra conducta también gradualmente llega a ser más santa, y nuestra conciencia es preservada sin acusación. Si tenemos un año más de conocimiento y experiencia y nuestra conducta es la misma que los años anteriores, nuestra conciencia nos acusará. Dios no interrumpió Su comunión con nosotros porque ignorábamos nuestras transgresiones. Pero una vez que obtenemos el conocimiento de ellas, la comunión con Dios se pierde si no renunciamos a esos pecados. La conciencia es dada por Dios para que los creyentes conozcan la norma de santidad que tienen. Si violan esa norma, se convierten en transgresores.
El Señor todavía tiene muchas cosas que decirnos, pero debido a la inmadurez de nuestro conocimiento espiritual, tiene que esperar. El trata a Sus hijos según la condición individual de cada uno. Algunos asuntos son extremadamente malignos y pecaminosos para algunos creyentes, mientras que otros no los ven así. Esto se debe a la diferencia en el conocimiento de su conciencia. Por esto no debemos criticarnos los unos a los otros. Sólo nuestro Padre Dios sabe cómo tratar a Sus hijos. El no espera ver que Sus “pequeñitos” tengan la fuerza de un “joven”, ni que los “jóvenes” tengan la experiencia de los “padres”. Pero sí espera que todos Sus hijos se sometan a El según lo que cada uno sepa. Si tenemos la certeza, lo cual no es fácil, de que Dios ya habló de cierto asunto a la conciencia de nuestro hermano, y éste no ha obedecido, entonces podríamos persuadirle a que obedezca, pero nunca debemos forzarlo a que obedezca el sentir de nuestra conciencia. Si el Dios de la santidad perfecta no nos rechazó cuando ignorábamos nuestros pecados, ¿cómo podemos juzgar a nuestro hermano que sólo posee el conocimiento que nosotros tuvimos el año pasado, según nuestra condición actual?
De hecho, al ayudar a otros, no debemos insistir en que obedezcan los pequeños detalles; sólo debemos aconsejarles que anden de acuerdo con los dictados de su propia conciencia. Si se han entregado a Dios, cuando el Espíritu Santo los ilumine en cualquier cosa que se menciona en la Biblia, obedecerán. Si han cedido su voluntad a Dios, cada vez que la conciencia reciba luz, ellos andarán de acuerdo con la voluntad de Dios. Lo mismo se aplica a nosotros. No tenemos que valernos de la fuerza del alma para comprender algunas verdades, ya que el tiempo no ha llegado para ello, pero si estamos dispuestos a escuchar la voz de Dios, eso es suficiente. Si el Espíritu Santo desea guiarnos en nuestra intuición para examinar algunas verdades, debemos seguirlo; de lo contrario, produciríamos un descenso en la norma de nuestra santidad. En síntesis, si estamos dispuestos a ser guiados por nuestro espíritu, no tendremos problemas.
UNA CONCIENCIA DÉBIL.
Ya dijimos que Cristo es la norma de santidad para nuestra vida. Aunque la conciencia es importante, no es la norma. Al mismo tiempo, sí es la norma que testifica si agradamos o no a Dios en nuestra vida diaria. En otras palabras, la conciencia indica el grado de santidad que tengamos en el momento. Si cada día vivimos según la dirección de la conciencia, entonces hemos llegado al nivel espiritual en el que debemos estar en esa etapa. Si mantenemos una buena conciencia, no seremos derribados en nuestra senda espiritual.
Al andar diariamente conforme al espíritu, la conciencia se hace un factor muy necesario. Si desobedecemos lo que nos dicta nuestra conciencia, seremos reprendidos, perderemos la paz y seremos cortados temporalmente de la comunión con Dios. Es indiscutible que debemos obedecer incondicionalmente al espíritu mediante el dictado de nuestra conciencia, pero nos preguntamos ¿es perfecto el dictado de la conciencia? Esta pregunta todavía permanece.
Sabemos que la conciencia está limitada por el conocimiento, y sólo puede guiar a las personas de acuerdo con lo que ella conoce. Si el hombre no obedece, ella lo condena, pero no condena cosas que desconoce; por lo tanto, si comparamos la norma de nuestra conciencia con la de la santidad de Dios, la norma de nuestra conciencia es muy inferior, y tiene por lo menos dos problemas. Uno, como dijimos anteriormente, es que su conocimiento es limitado, ya que sólo puede condenar las transgresiones que conoce; en consecuencia, ya que no posee un conocimiento pleno acerca de muchas cosas, permanecen en nuestras vidas cosas que no concuerdan con la voluntad de Dios. Dios y los santos más maduros saben que nuestras transgresiones son muchas, pero debido a que no hemos recibido luz, ellas no han sido puestas en evidencia y permanecen en nosotros. ¿No es esto un gran defecto? Sin embargo, Dios lo permite porque no condena lo que desconocemos. A pesar de nuestra imperfección, Dios nos acepta y tiene comunión con nosotros debido a que nos hemos conducido según los dictados de nuestra conciencia.
Hay un segundo defecto que impide la comunión del creyente con Dios. Un conocimiento limitado o incompleto en la conciencia no solamente puede guiarlo a condenar lo que debe condenar, sino que también puede guiarlo a condenar algo que no debe. ¿Qué podemos decir al respecto? ¿Lo ha guiado la conciencia por el camino equivocado? No, la guía de la conciencia no puede estar equivocada, y el creyente debe obedecerla, pero hay diferentes grados de conocimiento. Debido a la falta de conocimiento en el creyente, hay muchas cosas que se le permitirán hacer cuando posea más conocimiento, pero en el presente, no se le permiten debido a su falta de conocimiento. Si las hiciera, la conciencia lo condenaría, y lo convertiría en pecador. Esto se debe a la inmadurez del creyente. En nuestra vida humana hay muchas cosas que se les permite a los padres debido a su conocimiento, experiencia y posición, pero si los hijos hicieran lo mismo, sin duda se les censuraría debido a su falta de conocimiento y experiencia y a su posición. Eso no significa que haya dos criterios en cuanto el bien y el mal, sino que es imposible que el criterio en cuanto al bien y el mal sea el mismo en todas las personas. Esto sucede tanto en las cosas espirituales como en las físicas. Muchas cosas cuando las hace un creyente maduro concuerdan con la voluntad de Dios, pero si un creyente joven hiciera lo mismo, para él serían pecado.
Esto se debe a la diferencia en el grado de conocimiento que tenga la conciencia. Si la conciencia de un creyente le permite hacer cierta cosa, al hacerla, él cumple la voluntad de Dios; pero si la conciencia de otro creyente no le permite hacer la misma cosa, al hacerlo éste, peca. Como dijimos anteriormente, esto no significa que la voluntad de Dios sea diferente, sino que Dios guía a cada uno de acuerdo con su respectivo crecimiento espiritual. El que tiene más conocimiento tiene una conciencia más fuerte y, en consecuencia, tiene más libertad. Alguien sin conocimiento es débil y, como resultado, es más restringido.
El apóstol enseña esto claramente en la Primera Epístola a los Corintios. En ese tiempo, entre los corintios había muchos malentendidos en cuanto a comer cosas ofrecidas a los ídolos. Algunos enseñaban que los ídolos no eran nada y que todo alimento se podía comer, fuera o no ofrecido a los ídolos, ya que hay un solo Dios, y los ídolos no [son nada] (8:4). Otros, antes de ser creyentes habían sido adoradores de ídolos, así que cuando vieron que la comida que se les servía había sido ofrecida a los ídolos, no podían ingerirla porque recordaban el pasado. Sus conciencias no tenían paz, cuando comían se contaminaban debido a la debilidad de sus conciencias (versiculo. 7). El apóstol sabía que eso se debía al grado de conocimiento (versiculo. 7). Aquéllos, debido a su conocimiento, no eran reprendidos por sus conciencias; así que comían y no pecaban. Estos, debido a su falta de conocimiento, no tenían paz en sus conciencias; así que si comían, pecaban. Aquí vemos la importancia del conocimiento. El mucho conocimiento algunas veces hace que haya más condenación, pero también puede hacer que la conciencia sienta menos condenación.
En asuntos similares de las sombras de las cosas por venir, debemos pedirle al Señor que nos dé más conocimiento para que no nos veamos atados sin razón, pero este conocimiento debe ser tenido con humildad; de lo contrario, caeremos en la carne como los creyentes corintios. Si nuestro conocimiento no es apropiado, y la conciencia nos reprende, debemos de todos modos, obedecer la voz de la conciencia, no importa cuál sea el precio que tengamos que pagar. No debemos pensar que porque cierta cosa no sea mala según la norma más elevada, ya no necesitamos obedecer a la conciencia y tenemos la libertad de obrar como queramos. Debemos recordar que la conciencia es la norma actual que Dios usa para guiarnos; por eso, debemos obedecerla; o si no, pecamos. Lo que nuestra conciencia condena, ciertamente también lo condena Dios.
Ya hablamos de cosas externas como, por ejemplo, la comida. En cuanto a lo espiritual, independientemente del conocimiento que poseamos, no puede haber diferencia de libertad ni de esclavitud. En lo externo, lo pertinente a la carne, Dios trata a Sus hijos de acuerdo a la edad que tengan. En el caso de los creyentes jóvenes, Dios presta mucha atención a cosas externas tales como la comida, el vestido y cosas por el estilo, ya que El quiere que hagan morir todas las obras malignas de sus cuerpos. Si ellos están dispuestos a seguir al Señor, verán que a menudo el Señor les pide que se deshagan de todas esas cosas mediante la conciencia de su espíritu. Los que son más maduros en el Señor, ya que saben someterse al Señor, tienen más libertad en sus conciencias.
Sin embargo, los creyentes maduros tienen un gran peligro: sus conciencias tal vez sean tan fuertes que se pueden enfriar y endurecer. Los creyentes inmaduros que buscan al Señor con todo su corazón se someterán al Señor en muchas cosas porque su conciencia y su intuición son muy sensibles y son fácilmente conmovidas por el Espíritu Santo. La conciencia de los creyentes más viejos se pueden enfriar y endurecer por tener demasiado conocimiento y por perder la sensibilidad de su intuición. Hacen todo según el conocimiento de su mente; parece que el Espíritu Santo casi no puede operar en ellos. Esto es un golpe fatal para la vida espiritual, puesto que hace que la vida del creyente pierda su frescura y que todo se envejezca. No importa cuanto conocimiento poseamos, no debemos seguirlo, sino que debemos seguir a la intuición de nuestro espíritu (la conciencia). Si no hacemos caso de lo que la conciencia condena a través de la intuición, sino que nuestro conocimiento es la norma de nuestra conducta, andaremos según la carne. Muchas veces, de acuerdo con la verdad que conocemos, se nos permite hacer cierta cosa, pero si nuestra conciencia pierde la paz, ¿qué haremos? Si la conciencia condena algo, se debe a que aquello no está de acuerdo con la voluntad de Dios, aunque concuerde con el conocimiento de la mente y aunque sea bueno. Con frecuencia, nuestro conocimiento es adquirido de acuerdo con el intelecto, y no es la revelación de la intuición. De ahí que el dictado de la conciencia puede entrar en conflicto con el conocimiento.
El apóstol sabía que si el creyente no prestaba atención a la reprensión de su conciencia debilitada y andaba según el conocimiento de su mente, su vida espiritual podía ser gravemente perjudicada. “Porque si alguno te ve a ti, que tienes conocimiento, reclinado a la mesa en un templo de ídolos, ¿no será animada su conciencia, si él es débil, a comer de lo sacrificado a los ídolos? Y por el conocimiento tuyo, es destruido el débil, el hermano por quien Cristo murió” (1 Corintios. 8:10 al 11). Esto está dirigido a los que tienen conocimiento y a los que no lo tienen. Si el creyente que no tiene conocimiento ve a uno que sí lo tiene comer sacrificios ofrecidos a los ídolos, pensará que si ese creyente puede comer, él también puede, y comerá. En ese caso, no obedecerá la voz de su conciencia, lo cual hace que peque. Este es el significado de estos versículos. Un creyente que no tiene conocimiento sólo puede entender con su mente el conocimiento que su hermano posee, y si anda de acuerdo con este conocimiento, pasando por alto su conciencia, pecará. Debemos recordar que jamás debemos andar según el conocimiento que tengamos. Todos los creyentes, no importa cuál sea su conocimiento, deben ser guiados por la intuición y la conciencia del espíritu. Su conocimiento puede afectar su conciencia, pero él sólo debe obedecer a su conciencia. En cuando a la conducta, a Dios le interesa más la obediencia a Su voluntad que el buen comportamiento. Escuchar la voz de nuestra conciencia garantiza que nuestra consagración y nuestra obediencia son verdaderas. Por medio de la conciencia, Dios sabe si nuestra prioridad es someternos a Él, o si tenemos otros motivos.
Existe otro asunto al cual el creyente debe prestar atención. Debe ser cauteloso y no permitir que su conciencia sea bloqueada. Muchas veces nuestra conciencia pierde su función normal debido a que ha sido sitiada por algo. Se enfría debido a que la conciencia de los que nos rodean se ha enfriado y endurecido, y sus razonamientos, conversaciones, enseñanzas, persuasiones influyen en nosotros. Debemos cuidarnos de los maestros cuyas conciencias se han enfriado y endurecido. Estemos alerta frente a las conciencias fabricadas por los hombres y rechacemos los intentos que hace el hombre por moldear nuestra conciencia. Esta debe responder directamente a Dios en todos los aspectos. Debemos conocer la voluntad de Dios, y es responsabilidad nuestra llevarla a cabo. Si no cuidamos de nuestra propia conciencia y seguimos la de otros, fracasaremos.
En síntesis, la conciencia del creyente es una facultad muy importante del espíritu, y el creyente debe obedecer sus dictados. Aunque es influida por el conocimiento, a pesar de ello, su voz representa la voluntad más elevada de Dios para con nosotros. Basta con que obedezcamos lo que debemos obedecer. No tenemos que preocuparnos por otras cosas. Debemos mantener nuestra conciencia siempre sana, sin permitir que ni un solo pecado afecte su percepción, ya que si se enfría y se endurece, nada podrá conmovernos. En ese caso, habremos caído profundamente en la carne. Todo nuestro conocimiento bíblico permanecerá en la mente de la carne y no tendrá ningún poder para comunicar vida. Debemos conducirnos siempre por la intuición del espíritu y ser llenos del Espíritu Santo para que la percepción de la conciencia cada día sea más aguda. De esta manera, aun una insignificancia que no sea correcta a los ojos de Dios, podrá ser detectada, y podremos arrepentirnos. No nos centremos en nuestra mente olvidándonos de la intuición de la conciencia. El crecimiento de nuestra estatura espiritual aumenta la sensibilidad de nuestra conciencia. En el presente, muchos creyentes no están llenos de vida, porque no han cuidado de sus conciencias y sólo han almacenado conocimiento muerto en sus mentes. Debemos velar cada día para no caer en el conformismo. No temamos ser conmovidos fácilmente por nuestra conciencia. Si nuestra actividad procede de la conciencia, debemos temer que tal vez sea muy poca, y no temer que sea demasiada. La conciencia es el freno de Dios, pues nos informa qué está mal y cómo corregirlo. Si estamos dispuestos a escucharla, nos evitaremos tener que deshacer muchas cosas más adelante.