Watchman Nee Libro Book cap. 2 Sentaos, Andad, Estad firmes
ANDAD
CAPÍTULO 2
ANDAD
Hemos procurado establecer que la experiencia cristiana no comienza con el «andar» sino con el descansar. Cada vez que invertimos el orden tenemos como resultado el fracaso. El Señor Jesucristo hizo todo para nosotros; ahora necesitamos descansar confiadamente en Él. Cuando emprendemos algo impulsados por nuestra propia energía, inmediatamente nos encontramos, por así decirlo, frente a una muralla infranqueable. Sólo cuando confiamos en el Señor nos vemos conducidos en su potencia. No podemos insistir demasiado en que toda verdadera experiencia espiritual comienza con el descansar.
Sin embargo, ahí no termina. Aunque la vida cristiana comienza con el «sentar», siempre le sigue el «andar». Si nos hemos sentado bien y firmemente y hemos ganado fuerzas por el descanso, es entonces cuando realmente comenzamos a andar. El sentarse describe nuestra posición con Cristo en lugares celestiales. El andar es la expresión práctica aquí en la tierra de ese lugar que ocupamos en los cielos. Cómo pueblo celestial, nos corresponde llevar la impresión celestial en toda nuestra conducta terrenal, y esto trae consigo nuevos problemas. ¿Qué nos dice, pues, la Epístola a los Efesios acerca de nuestro andar?
Encontramos dos cosas en que insiste la epístola. De la primera trataremos en seguida: Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis. llamados; con toda humildad y mansedumbre .. . (4:1, 2). Esto pues digo . . . que ya no andéis vosotros como los otros gentiles, que andan en la vanidad de su mente . . . renovaos en el espíritu de vuestra mente (4:17-23). Andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a Sí mismo por nosotros (5:2). Andad como hijos de luz . . . comprobando lo que es agradable al Señor (5:8,10).
Ocho veces aparece en Efesios la palabra «andar». Su significado literal es el de «caminar alrededor», y es aquí usada por Pablo en forma figurativa para representar nuestro comportamiento, nuestra conducta. Trae en seguida a nuestra consideración el asunto del andar del creyente, y esta segunda parte de la epístola se ocupa mayormente de esto. La prueba de nuestra conducta está en las relaciones, y éste es el marco dentro del cual considera el tema. Las relaciones entre creyentes, entre vecinos, entre marido y mujer, entre hijos y sus padres, patrones y obreros, son tratadas en forma muy práctica.
Destaquemos claramente que el Cuerpo de Cristo no es algo remoto e irreal, que se expresa únicamente en términos celestiales. Está muy presente y es muy práctico, y se comprueba en nuestras relaciones con otros. Si bien es verdad que somos un pueblo celestial, no es suficiente hablar de un cielo distante. A menos que traigamos lo celestial a nuestros hogares y oficinas, a nuestros negocios y cocinas, y lo practiquemos allí, carecerá de significado. Quisiera sugerir, queridos hermanos, que aquellos que somos padres y los que somos hijos busquemos en el Nuevo Testamento cómo deben comportarse los padres y cómo los hijos. Quizá nos sorprenda lo que encontremos pues temo que muchos de los que decimos estar sentados en lugares celestiales en Cristo llevamos un andar muy dudoso en nuestros hogares. Lo mismo aplicable a esposos y esposas; hay muchos pasajes para ellos. Lee Efesios 5, y luego pasa a 1 Corintios 7. Le haría bien a cada esposo y esposa leer este último capítulo detenidamente para descubrir lo que demanda una verdadera vida matrimonial: un matrimonio espiritual ante Dios y no una mera teoría. No se atrevan a teorizar sobre algo tan práctico. Miremos ahora en el campo de las relaciones cristianas, y veamos qué directos son los mandamientos de Dios en la sección que estamos meditando. «Andad … con toda humildad y mansedumbre.» «Desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo.» «Airaos, pero no pequéis.» «No hurte más.» «Toda amargura .. . sea quitada de vosotros.» «Sed benignos los unos con los otros . . . perdonándoos.» «Sed llenos del Espíritu . . . someteos unos a otros.» «Obedeced.» «No provoquéis.» «Haced con ellos lo mismo, dejando las amenazas» (Ef. 4:1, 2, 25, 26, 28, 32; 5:18, 21; 6:1, 4, 9). Nada podría ser más práctico que esta lista de imperativos.
El Señor comenzó sus enseñanzas en esta misma forma. Observemos atentamente la composición de las frases en esta porción del Sermón del Monte:
Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a pleito y quitarte tu túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, vé con él dos. Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses. Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos. Porque sí amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto (Mt. 5:38-48).
«Pero», dirás, «yo no puedo hacer esto. Son demandas imposibles de satisfacer.» Así como nuestro amigo el ingeniero, tú te sientes herido, quizás gravemente, y no puedes perdonar. La justicia te apoya y la acción de tu contrario fue todo una injusticia. ¡Amarle sería lo ideal, pero imposible de realizar!
LA PERFECCIÓN DEL PADRE
Desde el día en que Adán comió del fruto del árbol de ciencia, el hombre se ve ocupado en definir lo que es bueno y lo que es malo. El hombre natural se ha forjado su propio código de lo que es bueno y lo que es malo, y de lo que es justo y lo que es injusto, y se esfuerza por vivir de acuerdo con esa regla. Evidentemente, como creyentes somos distintos. Sí, pero, ¿en qué sentido? Desde nuestra conversión se ha ido formando en nosotros un nuevo sentido de la justicia, de manera que nosotros también, y con razón, nos encontramos preocupados por distinguir lo que es bueno y lo que es malo. Sin embargo, ¿nos habremos dado cuenta de que nuestro punto de partida es otro? Para nosotros Cristo es el Árbol de Vida. Nosotros no partimos de un concepto ético del bien y del mal: no partimos de aquel otro árbol, el de ciencia del bien y del mal. Nuestro punto de partida es Cristo, el Árbol de Vida; y para nosotros es todo un asunto de Vida.
Nada ha causado más daño a nuestro testimonio que el afán de ser justos y exigir justicia de todos los demás. De esta manera nos hemos reducido a considerar las cosas como asunto de bien y mal. Nos preguntamos si nos han tratado justa o injustamente, y en base a esto procuramos justificar nuestros hechos. Pero eso no es la norma del creyente. Para él, el asunto es saber llevar la Cruz. Me preguntas: «¿Está bien que alguien me dé una bofetada en la cara?» Te responderé: «Por supuesto que no! Pero, ¿no será que quieres aferrarte a tus derechos?» Como creyentes, nuestra norma nunca puede ser la del «bien y el mal», sino la de la Cruz. El principio de la Cruz es nuestro principio de conducta. Alabado sea Dios que hace brillar su sol sobre justos e injustos. El nos trata de acuerdo con la regla de su gracia y no con la del bien y del mal, y eso también tiene que ser nuestra norma de vida: «Perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo» (4:32). La norma del «bien y el mal» es la de los gentiles y de las autoridades terrenas. Mi vida está regida por el principio de la Cruz y la perfección de mi Padre: «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mt. 5:48).
En el sur de la China había un hermano que tenía un arrozal en la ladera de un cerro. En tiempo de sequía solía hacer uso de una rueda, operada mediante un pedal, que alzaba el agua del canal de irrigación hasta su plantío. Su vecino tenía dos lotes abajo del suyo, y una noche abrió un boquete en la muralla de retén y se escurrió toda el agua del arrozal de nuestro hermano. Volvió a llenar de agua su plantación, y el vecino volvió a hacerle la misma jugada; y así varias veces. Al fin él hermano consultó con los demás creyentes, diciendo: «He procurado tener paciencia y no retribuir mal por mal, pero, ¿será justo esto?» Luego de haberlo llevado en oración,
uno de ellos le dijo: «Si sólo pensamos en lo que es justo, pobres creyentes somos. Tenemos que hacer algo más de lo que es justo». Quedó muy impresionado el hermano. A la mañana siguiente bombeó con su pedal agua para él arrozal de su vecino, y por la tarde para el suyo. Después de esto el agua quedó en su campo. El vecino fue impresionado en tal forma que buscó saber la razón y muy pronto él también se había convertido.
Así que, no te apoyes en tus derechos. Porque hayas andado la segunda milla, no pienses que ya has cumplido tu deber. La segunda milla es tan sólo el modelo para la tercera y la cuarta. La norma impuesta es: semejanza a Cristo. No tenemos nada en que apoyarnos, nada que pedir o demandar. Sólo tenemos que dar. Cuando el Señor murió en la Cruz no lo hizo por defender nuestros «derechos»; fue gracia lo que le condujo a la Cruz. Ahora, como Sus hijos, siempre procuramos dar a los otros lo que les corresponde, y aun más.
Debemos pensar que no siempre estamos nosotros en lo justo. Fracasamos, y es bueno aprender de esos fracasos a estar dispuestos a confesar y a hacer más de lo que corresponde. Esto es lo que el Señor quiere. ¿Por qué? «Para que seáis hijos. de vuestro Padre que está en los cielos» (Mt. 5:45). Es un asunto de una filiación práctica. Es verdad que Dios nos ha «predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de jesucristo» (1:5), pero nos equivocamos cuando creemos ser «mayores de edad», hijos maduros. Él sermón del Monte nos enseña que los niños adquieren la responsabilidad de hijos en la medida en que manifiestan el mismo espíritu y actitudes del Padre. Se nos exhorta a ser «perfectos» en el amor, manifestando su gracia. Así es que Pablo escribe: «Sed, pues, imitadores de Dios cómo hijos amados, y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros» (5:1, 2).
Por lo tanto, debemos enfrentar un desafío. Mateo 5 nos presenta un régimen de vida que bien podríamos juzgar como demasiado elevado, y en esta parte de Efesios, Pablo lo reconoce. La dificultad está en que no en contramos en nosotros mismos la capacidad para alcanzar esa estatura, de andar «como conviene a santos» (5:3). ¿Dónde, pues, se encuentra la respuesta a nuestro problema de cumplir estas exigencias divinas tan elevadas?
El secreto lo encontramos, según las palabras de Pablo, en «el poder que actúa en nosotros» (3:20). En un pasaje similar (Col. 1:29),él dice: «Trabajo, luchando según la potencia de Él [Cristo], la cual actúa poderosamente en mí».
Estamos otra vez en la primera parte de la Epístola a los Efesios. ¿Cuál es el secreto del poder en la vida del creyente? ¿De dónde obtiene su poder? Permítaseme dar la contestación en una frase: El secreto del creyente está en su descanso en Cristo. Su poder emana de la posición que Dios le ha dado. Todos los que están sentados pueden también andar, porque en el pensamiento divino lo uno sigue espontáneamente a lo otro. Estamos sentados con Cristo eternamente para poder andar continuamente ante los hombres. Si abandonamos por un instante nuestro lugar de reposo en Cristo, tropezamos inmediatamente, y nuestro testimonio ante los hombres sufre. En cambio, si permanecemos en Cristo, nuestra posición allí asegura el poder para andar como es digno de Él, aquí, sobre la tierra. Si queremos ilustrar esta verdad, pensemos, no en un corredor participando de una carrera, sino de un hombre sentado en un automóvil: o, mejor aún, en un tullido sentado en una silla para inválidos conducida a motor. ¿Qué hace él? Anda, pero también se sienta.Y sigue andando porque se queda sentado. Su avance resulta de la posición en que se le hizo sentar. Es por cierto, un ejemplo muy inadecuado de la vida cristiana, pero en algo puede servir para recordarnos que nuestra conducta y comportamiento depende fundamentalmente de nuestro descanso interior en Cristo.
Esto nos explica lo que dice Pablo aquí en está epístola. Él, primeramente, aprendió a sentarse, alcanzó ese lugar de descanso en Dios. Por consiguiente, su andar está basado, no en sus propios esfuerzos, sino en la obra poderosa de Dios en él. En esto reside el secreto de ese poder interior. Por haberse visto sentado «en Cristo», su andar entre los hombres se hace posible, pues Cristo mora en él. De ahí su ruego por los efesios: «Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones» (3:17).
¿Cómo marcha mi reloj pulsera? ¿Se mueve por sí mismo o es impulsado? Por cierto, marcha porque primero fue impulsado por una fuerza exterior no suya. Sólo entonces puede cumplir la función para la cual fue constituido. Nosotros también hemos sido creados para cumplir ciertas funciones. «Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (2:10).
Lo que se vio públicamente en la vida del apóstol Pablo era simplemente la manifestación de que Dios obraba en él. Dios estaba haciendo algo adentro: estaba obrando «poderosamente en él». Como resultado de esa obra escondida, Pablo pudo hacer algo que era evidente. Escribiendo a los filipenses dice: «Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Fil. 2:12,13). Dios está obrando en nosotros, ¡que eso se exteriorice! Pero es inútil tratar de exteriorizar si primero no permitimos a Dios que obre adentro. A menudo nos esforzamos por ser mansos y benignos sin antes experimentar la mano de Dios forjando en nosotros la mansedumbre y la benignidad de Cristo. Procuramos exteriorizar el amor y descubrimos que no lo tenemos. Luego, pedimos al Señor y nos sorprendemos cuando parece que no nos lo da.
Valgámonos de una ilustración anterior. Quizás hay algún hermano de carácter algo difícil y con quien siempre tienes dificultades. Cada vez que lo encuentras dice o hace algo que te ofende o te contraría. Esto te molesta y razonas: «Yo soy creyente y debo amarle. Quiero amarle, y verdaderamente estoy resuelto a amarle». Así, entonces, oras sinceramente: «Señor, aumenta mi amor por él. Dios mío, ¡dame amor!» Entonces, dominándote y haciendo un gran esfuerzo de voluntad, te diriges a él deseando sinceramente demostrar el amor que has pedido. Pero, tristemente, al encontrarte con él algo sucede que anula todas tus buenas intenciones. Nada te ayuda su actitud, y de súbito surge todo el viejo rencor de nuevo y, finalmente, todo cuanto consigues hacer es tratarle con cortesía. ¿Qué es lo que pasa? ¿Se puede decir que estabas equivocado al pedir a Dios su amor? No, el mal está en que buscaste ese amor como un algo en sí, mientras que Dios quería manifestar a través de ti el amor de su Hijo. La equivocación estaba en que quisiste usar el don de Dios como algo tuyo y con la fuerza de tu propia resolución, para hacer lo que Dios mismo habría hecho mediante el impulso de su propio amor a través de ti. En eso cifra la diferencia. ¡Oh, que podamos comprenderlo!
Ese es el lado positivo. Y ¿qué del negativo? ¿Cómo podremos dominar aquellos otros elementos (el resentimiento y esos amargos pensamientos y ese disgusto) que surgen a la más mínima provocación? En esto quisiera llamar la atención a los términos, casi diríamos, pasivos de uno de los mandamientos a que ya hemos hecho referencia: «Toda amargura, y enojo, e ira, y voces, y maledicencia sea quitada de vosotros, y toda malicia» (4:31). A tales palabras, sin duda, responderás: «Es demasiado difícil. ¿Cómo puedo satisfacer esas demandas de manera que no quede ni una partícula de aquellas cosas? No. La pretensión de eliminarlas tan completamente sería inútil. ¡No vale la pena luchar porque bien sé que resultaría en un fracaso!» A esto yo contestaría: «Es cierto. No podrías, pero el Señor puede.» Y las palabras de Pablo citadas arriba, ¿no implican que Él lo hará? El poder de su Cruz es suficiente para conducir a la muerte y al sepulcro todo lo que emana de la vieja naturaleza, y tu responsabilidad es, no de luchar contra estas cosas, sino de confiarlas al Señor, permitiendo que su Cruz haga su obra en tu vida. Vuelve a recordar tu lugar de reposo en el Señor; siéntate allí y deja que todas esas cosas te «sean quitadas».
EN CRISTO TENEMOS TODO
Cristo es el don de Dios. Fuera de Él nada tenemos que recibir. El Espíritu Santo ha sido enviado para producir en nosotros lo que es de Cristo: no a producir algo aparte o fuera de Él. Somos «fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu . . . para . . . conocer el amor de Cristo» (3:16, 19). Lo que manifestamos exteriormente es lo que Dios primero ha obrado interiormente.
Traigamos otra vez a la memoria esas palabras notables de 1 Corintios 1:30. No sólo nos puso Dios «en Cristo» sino que «Cristo Jesús . . . nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención».
Esta es una de las verdades más notables de las Escrituras. El «nos ha sido hecho. . .» Si creemos esto, podemos introducir ahí cualquier necesidad y saber que Dios la ha honrado, porque el Señor Jesucristo mismo, mediante el Espíritu Santo en nosotros, nos ha hecho lo que nos falta. Nos hemos acostumbrado a considerar la santidad como una virtud, la humildad como una gracia, y el amor como un don, que deben buscarse de Dios. Pero el Cristo de Dios es, en Sí mismo, todo esto. Si le tenemos a Él, tenemos todo lo que jamás necesitaremos.
Muy a menudo, en mis tiempos de necesidad, consideraba a Cristo como un Ser aparte, nunca vinculándole con las cosas de que sentía tanta falta. Durante dos años anduve palpando en la oscuridad, procurando reunir todo ese cúmulo de virtudes que yo consideraba comprendían el total de la vida cristiana, sin adelantar nada. Fue entonces, un día del año 1933, que fui iluminado por luz celestial, y vi a Cristo ordenado por Dios para ser mío en su plenitud. ¡Qué diferencia! ¡Cuán huecas resultaron ser las «cosas», las virtudes en sí, que antes tanto ansiaba tener! Aparte de Cristo son cosas muertas. Darnos cuenta de estos será como empezar una vida nueva. Desde entonces nuestra santidad se escribirá con una S mayúscula y nuestro amor con una A mayúscula. Cristo mismo en nosotros es la respuesta a todas las demandas de Dios.
Vuelve ahora a aquel hermano con quien es tan difícil andar, pero esta vez, antes de salir, diríjete a Dios de esta manera: «Señor, veo por fin que por mis medios, no puedo amarle; pero sé que hay en mí una vida, la vida de tu Hijo, y que la ley de esa vida es el amor: no puedo menos que amarle». No tendrás necesidad de esforzarte Reposa en Él: cuenta con su vida. Entonces, y en está misma confianza, anímate a verlo, y esto será lo notable: que inconscientemente (y yo enfatizaría la palabra «inconscientemente», porque recién más tarde uno se da cuenta) estarás hablando con él amablemente; sin advertirlo le amarás; y sin darte cuenta le estimarás cómo hermano. Mantienes con él una conversación espontánea y en verdadera camaradería, y a tu regreso te sentirás diciendo: ¡Qué notable! No hice ningún esfuerzo por dominarme y, sin embargo, ¡no me irrité! De alguna manera incomprensible el Señor me acompañó y su amor en mí triunfó.»
La manifestación de su vida en nosotros es en un sentido muy real, algo espontáneo; es decir, no requiere ningún esfuerzo nuestro. La regla imperiosa no es»esforzarnos», sino «confiar»: no depender de nuestra fuerza sino de la suya. Es el continuo fluir de la vida lo que indica si estamos «en Cristo». Es de la Fuente de Vida que manan las aguas dulces.
Se puede comprobar que un buen número de personas sólo están fingiendo ser cristiano. Sus vidas de creyentes no son sino un simulacro. Viven una vida «espiritual», hablan un lenguaje «espiritual» y adoptan actitudes «espirituales», pero todo es de ellos mismos. Ese mismo esfuerzo que hacen por ser, debe indicarles que algo está mal. Con gran esfuerzo se abstienen de hacer tal cosa, de decir esto, de comer aquello, y ¡cuán penoso resulta! es como cuando nosotros los chinos intentamos hablar un idioma extranjero. Por mucho que nos esforcemos, no fluye espontáneamente; tenemos que obligarnos a hablar de aquella manera. Pero hablar el idioma propio, ¡nada más fácil! Aun cuando nos olvidamos lo que estamos haciendo, lo seguimos hablando. ¡Fluye! Nos viene con perfecta naturalidad, y esa espontaneidad hace saber a todos lo que somos.
Ahora, nuestra vida es la vida de Cristo, manifestada en nosotros por el Espíritu Santo mismo, y la ley de esa vida es espontánea. Tan pronto cómo comprendamos esta verdad cesaremos de esforzarnos y abandonaremos toda simulación. Nada hay más mortífero para la vida del creyente que querer aparentar. No hay mayor bendición que cuando cesan nuestros esfuerzos por aparentar y nuestras actitudes se manifiestan con libre naturalidad: cuando nuestras palabras y oraciones, nuestra vida misma, son la expresión, no forzada sino espontánea, de nuestra vida interior. ¿Hemos descubierto cuán bueno es el Señor? Bien, Él es así en nosotros. ¿Es grande Su poder? Bien, en nosotros no será menor. Alabado sea Dios, Su vida es tan poderosa cómo siempre, y esa vida no se manifestará con menor poder que antiguamente en las vidas de quienes tienen la osadía de creer a la Palabra de Dios.
¿Qué quiso decir el Señor cuando expresó: «Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt. 5:20)? Ya hemos visto cómo, partiendo de este dicho, procede a comparar las demandas de la ley de Moisés con sus propias exigencias tan tremendas, repitiendo las palabras: «Oísteis que fue dicho . . . pero yo os digo . . .» (Mt. 5:21, 22). Pero, después del fracaso del hombre durante varias centurias en querer alcanzar el primer nivel, ¿cómo es que ahora el Señor piensa elevar su demanda a un nivel más alto? Sólo pudo hacerlo porque tenía fe en su propia vida. No teme imponerse a Sí mismo las demandas más exigentes. En verdad encontraremos gran consuelo en la lectura de las leyes del reino en Mateo 5-7, porque revelan la absoluta confianza que el Señor tiene en su propia vida, que ahora El ha puesto al alcance de sus hijos. Estos tres capítulos presentan las demandas divinas hechas a la vida divina. La magnitud de las exigencias que Cristo impone revela cuán grande es su confianza en los recursos que Él nos ha dado para satisfacer esas demandas.
Si se nos presenta alguna situación difícil, ¿la hacemos un asunto de lo que es justo o injusto, bueno o malo? No es necesario recurrir a la sabiduría. No hay necesidad de recurrir al árbol de la ciencia. Nosotros tenemos a Cristo, y El nos es hecho a nosotros sabiduría de Dios. La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús nos comunica continuamente su concepto de lo que es bueno y malo y, con ello, la actitud de espíritu en que debemos afrontar la situación.
Siempre se nos irán presentando cosas que herirán nuestra sensibilidad cristiana en cuanto a lo que es justo, y que pondrán a prueba nuestras reacciones. Es indispensable comprender el principio que rige la Cruz: que la norma de nuestra vida actual no es la del viejo hombre, sino del nuevo, que es «creado según Dios en justicia y santidad de la verdad» (4:22-24). «Señor, no tengo más derechos que defender. Todo lo que tengo es por tu gracia, y ¡todo está en Ti!» Recuerdo de una anciana japonesa, creyente, en cuya casa entró una vez un ladrón. En su fe tan sencilla y práctica en el Señor, preparó para el ladrón la comida y luego le ofreció las llaves. Este quedó muy avergonzado por esta acción tan bondadosa, y Dios le habló. Por el testimonio de ella, hoy es hermano en Cristo.
Muchos creyentes conocen bien la doctrina pero viven vidas que la contradicen completamente. Están al tanto del contenido de los capítulos 1 a 3 de Efesios, pero no practican lo que está en los capítulos 4 a 6. Mejor sería no tener la doctrina que vivir una contradicción. ¿Ha dado Dios algún mandamiento? Reposa sobre El para obtener los recursos necesarios para satisfacer el mandamiento. Quiera el Señor enseñarnos que la norma de la vida cristiana es de extendernos mucho más allá de lo que es nuestro mero deber, a fin de que hagamos lo que le agrada a El.
PRUDENTES: APROVECHANDO BIEN EL TIEMPO
Queda algo que añadir a lo ya dicho en lo que respecta al andar del creyente. La palabra «andar» contiene, como veremos, algo más de lo que ya hemos dicho. Ciertamente indica conducta o comportamiento, pero también da la idea de «avance». Andar significa «seguir adelante», y nuestro deseo es considerar brevemente este asunto de nuestro progreso hacia el blanco.
Mirad, pues, con diligencia, cómo andéis; no cómo necios sino como sabios, aprovechando bien el tiempo porque los días son malos. Por tanto, no seáis insensatos, sino entendidos de cuál sea la voluntad del Señor (5:15-17).
Se observará que en los versos que acabamos de citar existe una relación entre la idea de aprovechar bien el tiempo y la diferencia entre sabiduría y necedad. «Mirad. . . con diligencia, cómo andéis … aprovechando bien el tiempo . . no seáis insensatos». Esto es importante, por ello quiero ahora referirme a dos otros pasajes en que aparecen juntos estos mismos pensamientos:
Entonces el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes . . . cinco de ellas eran prudentes, y cinco insensatas. Las insensatas, tomando sus lámparas, no tomaron consigo aceite . . . y a la medianoche se oyó un clamor: ¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle! Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las insensatas dijeron. . . Nuestras lámparas se apagan . . . Pero mientras ellas iban a comprar, vino él esposo; y las que estaban preparadas, entraron con él a las bodas; y se cerró la puerta. Después vinieron también las otras vírgenes . . . (Mt. 25:1-13).
Después miré, y he aquí el Cordero estaba en pie sobre el monte de Sion, y con él ciento cuarenta y cuatro mil, que tenían el nombre de él y el de su Padre escrito en la frente . . . Estos . . . son vírgenes. Estos son los que siguen al Cordero por dondequiera que va. Estos fueron redimidos de entre los hombres como primicias para Dios y para el Cordero; y en sus bocas no fue hallada mentira, pues son sin mancha delante del trono de Dios (Ap. 14:1, 4, 5).
Un gran número de pasajes en las Escrituras aseguran que lo que Dios ha comenzado, eso también concluirá. Nuestro Salvador es Salvador hasta lo sumo. Ningún creyente estará a medio salvar, cuando llegue al fin, aunque con mucha razón podría decirse de algunos de nosotros ahora. Dios perfeccionará a todo hombre que tiene fe en Él. Eso lo creemos, y debemos tenerlo presente como fondo a lo que trataremos a continuación. Decimos con Pablo, «estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo» (Fil. 1:6). El poder de Dios no tiene límites. Él «es poderoso . . . para … presentaros sin mancha delante de su gloria» (Judas 24, cp. 2 Ti. 1:12 ; Ef. 3:20).
Sin embargo, al considerar el aspecto subjetivo (la aplicación de todo esto en nuestras vidas aquí y ahora, en este mundo) nos encontramos con la cuestión de cuándo será esto. En Apocalipsis 14 encontramos «primicias» (v. 14) y «hora de segar» (v. 15). ¿Cuál es la diferencia entre «hora de segar» y «primicias»? Ciertamente, no es la calidad porque la cosecha es lo mismo. La diferencia sólo está en el tiempo de la madurez. Algunas frutas llegan a la madurez antes de otras y así son «primicias».
Mi pueblo natal en la provincia de Fukien es renombrado por sus naranjas. Yo diría (y sin duda me siento algo parcial) que en todo el mundo no hay otras como ésas. Al contemplar las colinas en los comienzos de la temporada de las naranjas, se ve todo verde. Pero si uno observa atentamente esas plantas, verá aquí y allá algunas frutas manifestando ya su color anaranjado.
Presentan una hermosa vista esos botones de oro salpicando el verde obscuro de los árboles. Más tarde todas madurarán y los naranjales se teñirán de color dorado; pero, por ahora, son estas primicias las que se arrancan. Son recogidas con cuidado y son éstas las que obtienen los más elevados precios en el mercado, a veces tres veces más que las otras.
Todas alcanzarán la madurez, pero el Cordero está buscando primicias (Ap. 14:4). Las «prudentes» de la parábola no son las que han obrado mejor, sino las que han obrado prudentemente en las primeras horas. Observemos que las otras eran también vírgenes, insensatas por cierto, pero no falsas. Habían salido con las prudentes a esperar al Esposo. Tenían aceite en sus lámparas y éstas ardían. La diferencia está en que no habían calculado la tardanza del Esposo, y ahora él aceite en sus lámparas se les agotaba y no tenían reservas; además, las prudentes no tenían suficiente como para compartir.
Algunas personas tienen dificultad en este punto con las palabras del Señor cuando dijo a las insensatas: «No os conozco». ¿Cómo podría Él decir esto de ellas, si representan Sus hijas verdaderas, «desposadas. . .cómo una virgen puro a Cristo» (2 Co. 11:2). Pero hemos de reconocer el énfasis de esta enseñanza de la parábola, que ciertamente hay un privilegio servirle a Él en el futuro que Sus hijos pueden perder al no estar preparados. Dice que las cinco llegaron a la puerta y dijeron: «¡Señor, Señor, ábrenos!» ¿De qué puerta? Ciertamente no de la puerta de salvación. Si estás perdido, no puedes llegar a la puerta del cielo y llamar. Por lo tanto, cuando el Señor dice: «No os conozco», sin duda, emplea estas palabras en un sentido limitado como en la siguiente ilustración: En Shanghai, el hijo de un magistrado de policía fue arrestado por conducir imprudentemente. Fue llevado al juzgado y pronto se dio cuenta de que su padre estaba sentado en el banco del magistrado. El procedimiento del juzgado es más o menos lo mismo por todo el mundo, y así el joven fue preguntado: «¿Cuál es su nombre? ¿Dónde vive? ¿Cuál es su ocupación?», etc. Asombrado, el joven miró a su padre y le dijo: «Pero, papá, ¿quieres decir que no me conoces?» Dando golpe en la mesa, el padre le respondió firmemente: «Joven, no le conozco. ¿Cuál es su nombre? ¿Dónde vive?» Por supuesto, no quería decir que realmente no le conocía. En casa le conocía muy bien, pero en este lugar y en este momento no le conocía. Aunque todavía era hijo de su padre, el joven tenía que continuar con el procedimiento del juzgado y pagar su multa.
Sí, en verdad todas las virgenes tenían aceite en sus lámparas. Lo que distingue a las insensatas es el hecho de que no tenían reservas en sus vasos (Mt. 25:3, 4). Como verdaderos creyentes, tienen vida en Cristo y, por consiguiente, mantienen un testimonio ante los hombres; pero no es el suyo un testimonio constante porque apenas se mantiene de un momento a otro. Tienen el Espíritu, pero no están, si así pudiera decirse: «llenos del Espíritu». En la hora de crisis se ven obligados a salir a comprar más aceite. Al fin todas tenían suficiente: la diferencia está en que las prudentes tenían lo suficiente en la hora de necesidad, mientras que las insensatas, cuando al fin consiguieron el aceite, encontraron que ya era tarde para alcanzar su propósito. Es todo un asunto de tiempo, de estar prevenidos en el momento de la necesidad, y esto es lo que el Señor busca inculcar en los suyos cuando al fin les exhorta a ser no sólo discípulos, sino discípulos alertas.
«No os embriaguéis de vino, en lo cual hay disolución; antes bien sed llenos del Espíritu» (5:18). En Mateo 25 el asunto no es la inicial aceptación de Cristo, ni aun la venida del Espíritu Santo sobre sus siervos para impartir los dones espirituales. Es asunto de tener reserva de aceite en el vaso, de que la luz sea mantenida brillando por todo el tiempo de espera que fuese necesario, y por medio de aquella provisión milagrosa y continua del Espíritu en nuestro interior (pues aunque en la parábola encontramos lámparas y vasos, en realidad nosotros somos, a la vez, lámpara y vaso). Y así el Señor toma las medidas necesarias a fin de que conozcamos esa plenitud ahora. «Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora» (Mt. 25:13).
«Sed llenos» (plerousthe, en el griego) es la expresión poco común, empleada en este pasaje con relación al Espíritu Santo. Es un continuo y constante ser llenado por el Espíritu Santo. Se refiere, no a un solo acto, sino a un estado permanente. No es una crisis, como en Pentecostés, sino la condición en que se debe encontrar el creyente constantemente. Además, no es algo exterior, sino interior; no es asunto de dones espirituales y manifestaciones exteriores sino de la presencia personal y actividad del Espíritu Santo en nuestros espíritus, asegurando que la luz de las lámparas arda sin menguar, aun pasada la media noche si fuese necesario.
Más aún, no es del todo un asunto personal. Según nos aclara el verso siguiente (5:19), es algo que compartimos con los demás creyentes en una dependencia mutua. Porque el significado de ser «llenos del Espíritu» si lo analizamos bien, no sólo incluye «cantando y alabando al Señor en vuestros corazones», sino «hablando entre vosotros con salmos, con himnos y canciones espirituales». Para algunos sería muy fácil cantar solos, pero es distinto tener que cantar a compás y en armonía en un coro, cuarteto o aun en un dúo. Sin embargo, este mensaje de la unidad del Espíritu esta bien establecido en la médula de la segunda parte de Efesios (4:3, 15, 16). El ser llenos del Espíritu tiene por finalidad que podamos cantar unidos un nuevo canto ante el Trono (Ap. 14:3).
Para no apartarnos de nuestro objetivo, repetiré que la necedad o la sabiduría dependen de esto: si eres sabio buscarás conocer esta plenitud inmediatamente, pero si necio, lo postergarás para otra fecha. Algunos somos padres y tenemos hijos. ¡Cuánto difieren nuestros hijos en su temperamento! Uno obedece inmediatamente; otro piensa que con demorar un poco evitará la necesidad de obedecer. Si esto es el caso y eres bastante débil para dejarle escapar, entonces el que demora un poco es realmente el sabio porque sucede en no hacer nada. Pero si tu palabra es firme, si tu mandato no puede ser evadido y en último término ha de ser obedecido, entonces más sabio es aquel que obedece en seguida.
Tengamos plena certeza acerca de la voluntad de Dios. Si las palabras de Dios pudieran descontarse, procurar escapar de sus implicaciones no sería una necedad, pero como Dios es el Dios Inmutable, con una voluntad invariable, sé sabio; aprovecha bien el tiempo. Asegúrate esa provisión constante de aceite en tu lámpara para que seas lleno de toda la plenitud de Dios (3:19).
La parábola no contesta todas nuestras preguntas. ¿Cómo compraron las insensatas? No sabemos. No nos dice en ningún lugar qué pasos más Dios ha de tomar para llevar a todos Sus hijos a la madurez. Eso no es cuenta nuestra. Lo que nos concierne aquí son las primicias. Nos pide seguir adelante y no especular sobre lo que pueda ocurrir si no lo hacemos.
Es imposible evitar alcanzar la madurez, o pagar el precio correspondiente, tratando de esquivar la responsabilidad; pero la sabiduría está ligada a la cuestión de cuándo alcanzaremos esto. Los sabios aprovechan bien el tiempo. Así como mi pluma esta ahora cargada y en mi mano lista para ser usada, del mismo modo, cooperando con el Señor, los sabios proveen a Dios lo que Él necesita: instrumentos adecuados para su pronto servicio.
Miremos al apóstol Pablo. Lo vemos consumido de ardiente pasión. Él ha visto que los propósitos de Dios están relacionados con el «cumplimiento de los tiempos» (1:10). Él es uno de aquellos que «primeramente» esperaron en Cristo descansando en una salvación que está aún por ser revelada en cuanto a su plenitud «en los siglos venideros» (1:12; 2:7). ¿Qué hace él en virtud de todo esto? Anda, sigue adelante. Y no sólo anda: corre. «De esta manera corro, no como a la ventura» (1 Co. 9:26). «Prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Fil. 3:14).
Muchas veces, cuando veo almas entrando en conocimiento de verdades espirituales y se evidencia él adelanto en el Señor, surge en mi corazón este sentir: «¡Si sólo hubieran comprendido esto hace cinco años!» Tan corto es el tiempo aunque estemos progresando. Tan grande es la necesidad de urgencia. Porque, recordemos, no es asunto del beneficio que nosotros podríamos granjearnos, sino de la necesidad que el Señor tiene en esta hora. Su necesidad actual es de instrumentos prontos. ¿Por qué? «Porque los días son malos» (Ef. 5:16). La situación del pueblo de Dios es desesperante. ¡Qué podamos ver esto!
Es posible que el Señor tenga que proceder con nosotros con mucho rigor. Pablo tuvo que decir: «Soy un abortivo». Había pasado por graves crisis a fin de llegar al punto en que se encontraba y, con todo eso, ¡proseguía! Siempre es un asunto de tiempo. Puede ser que Dios tenga que hacer algo en nosotros rápidamente, comprimiéndolo en un muy breve plazo, pues sin duda, algo El tiene que hacer. Que los ojos de nuestro entendimiento sean alumbrados para conocer cuál sea la esperanza a que Él nos ha llamado y que podamos entonces andar —digamos mejor, correr— cómo «entendidos de cuál sea la voluntad del Señor» (1:18; 5:17). El Señor siempre ha amado las almas arriesgadas.