Watchman Nee Libro Book cap.17 El ministerio de la palabra de Dios
ALGUNOS DETALLES IMPORTANTES EN NUESTRA ORATORIA
CAPÍTULO DIECISIETE
ALGUNOS DETALLES IMPORTANTES
EN NUESTRA ORATORIA
Servir como ministros de la Palabra es un concepto totalmente nuevo para nosotros. En esta área somos como niños recién nacidos que todavía no saben hablar. A pesar de que hemos hablado en nuestro idioma casi toda nuestra vida, desconocemos este nuevo lenguaje. Para poder expresarnos en esta nueva manera, necesitamos comenzar desde el principio. Durante nuestro aprendizaje debemos olvidarnos de nuestras experiencias pasadas, pues ello nos distraería. Ejercer el ministerio de la Palabra es algo nuevo y diferente a cualquier adiestramiento, entendimiento o práctica que hayamos tenido. Así que debemos ser diligentes en esto. No podemos depender de las experiencias pasadas, ni debemos pensar que el ministerio de la Palabra debe seguir una norma ya establecida. Nadie sabe cómo ser un ministro de la Palabra; en este asunto todos debemos aprender desde el principio del mismo modo que los pequeños aprenden a hablar escuchando los sonidos de las palabras. Debido a que tanto la carne como el espíritu tienen sus propias maneras de expresarse, no podemos depender de ninguna experiencia que hayamos tenido en el pasado en relación con la predicación. Si tratamos de introducir estos elementos en el ministerio, alteraremos la naturaleza de la Palabra. Debemos ser como recién nacidos para quienes todo es nuevo; debemos adquirir nuevos términos y nuevas formas de expresarnos; y debemos renovar nuestros pensamientos y nuestra manera de comportarnos. Nadie debe introducir nada viejo ni nada novedoso. En realidad, debido a que esta manera de expresarse es nueva y aún no estamos familiarizados con ella, debemos adquirirla poco a poco.
Podemos decir que comunicar la Palabra que Dios nos da es una tarea difícil, pero a la vez, fácil. Es semejante a la oración. Por una parte, es fácil orar; un creyente nuevo puede orar desde el primer día de su vida cristiana; pero por otra, uno puede pasar toda su vida aprendiendo a orar. Lo mismo podemos decir acerca de aprender a ministrar la Palabra. Por un lado, es difícil adquirir la destreza necesaria; por el otro, Dios nos muestra durante nuestro aprendizaje que no es tan difícil como pensábamos.
Examinemos algunos aspectos a los cuales debemos prestar atención cuando exponemos la Palabra.
NO DEBEMOS LASTIMAR NUESTRO ESPÍRITU
Cada vez que ministremos ejerciendo nuestra función como ministros de la Palabra, debemos procurar no lastimar el espíritu. No debemos hablar por hablar. Lo que expresemos debe ir acompañado de un espíritu liberado. El peor error que un ministro de la Palabra puede cometer es dar un mensaje sin utilizar su espíritu. Por otra parte, es absolutamente imposible liberar el espíritu sin la Palabra; el espíritu y la Palabra van juntos. La Palabra es expresada, y el espíritu es liberado en el proceso. Este persuade e impresiona al oyente, y le abre los ojos. A veces el espíritu es tan prevaleciente que incluso subyuga a la audiencia. La promulgación de la Palabra es el medio por el cual el espíritu se libera. Si nuestro espíritu no se libera, de nada sirve enunciar la Palabra. Cualquier molestia que sintamos puede hacer que proclamemos la Palabra sin el espíritu. A veces nuestro espíritu es herido, y no sabemos por qué. Debido a que es extremadamente delicado se lastima con facilidad. La sensibilidad del espíritu sobrepasa la nuestra, pues él siente las cosas antes de que nosotros las percibamos. Si el espíritu es herido, lo que expresemos carecerá de peso. Por el bien de la predicación, debemos tener mucho cuidado de no herir al espíritu. Hay infinidad de cosas que pueden lastimar el espíritu. Examinémoslas con detenimiento.
En primer lugar, posiblemente pecamos o nos contaminamos antes de predicar, y debido a que esta mancilla lo lastimó, el espíritu no hace eco a la predicación. Es muy difícil decir qué clase de pecados o de contaminación lastiman al espíritu; no obstante, el más leve contacto con el pecado lo afecta. Por ello, en algunas ocasiones, justo en el momento de pronunciar un mensaje no sabemos qué decir. El ministro de la Palabra debe confesar delante de Dios toda contaminación de pecado, sea éste consciente o inconsciente y orar para que el Señor lo limpie y lo perdone. El debe apartarse de toda inmundicia y estar en guardia para no contaminarse. El espíritu es más sensible que los sentimientos y detecta inmediatamente cuando uno peca; en cambio uno no se da cuenta de ello sino hasta que han transcurrido algunos días. En la predicación todos los factores internos y externos pueden estar en su lugar, y las palabras y los pensamientos ser correctos; sin embargo, no importa cuánto se esfuerce el ministro por liberar su espíritu, éste permanece estático y sin activarse; aunque quiera darle libertad, no puede localizarlo. Esta es una clara indicación de un espíritu debilitado por estar contaminado con el pecado.
En segundo lugar, el espíritu debe ser observado constantemente a fin de que fluya sin dificultad. Tan pronto nos distraemos y empezamos a vagar en la mente sin captar los pensamientos, sin lugar a dudas, lastimamos al espíritu. Cuando la mente divaga, el espíritu se vuelve pesado y se encierra. Este es otro factor que perjudica al espíritu. El ministro de la Palabra no puede usar un espíritu que haya sido lesionado por la mente. Necesitamos aprender a preservar nuestra mente para el uso exclusivo del espíritu. Ella debe estar atenta al espíritu como un siervo que espera pacientemente las órdenes de su amo. Cuanto más experiencia adquirimos en esta área, más conscientes estamos de esta necesidad.
En tercer lugar, para que el espíritu sea fuerte y no se lastime, debemos usar en nuestra disertación el vocabulario correcto. Debemos utilizar las palabras acertadas, ejemplos que vengan al caso y seguir el bosquejo que hayamos preparado, pues de lo contrario, nuestro mensaje perderá eficacia. Unas cuantas palabras fuera de contexto hieren el espíritu y lo aprisionan (Por supuesto, no siempre ocurre esto. En ciertas ocasiones el espíritu fluye a pesar de que expresemos algunas inexactitudes). Quizá demos un ejemplo que no procede del espíritu, o contemos una historia sin que el Espíritu nos guíe a hacerlo, o citemos un pasaje que no concuerde con el mensaje. Esto perjudica y ata al espíritu. Debemos tener presente que el espíritu es extremadamente sensible y se lesiona con facilidad. Si no prestamos atención a este asunto y hablamos descuidadamente, no tendremos la fuerza necesaria para hacer que el espíritu brote aunque queramos. Esto dejará en evidencia que nuestro espíritu está herido.
En cuarto lugar, también nuestra actitud daña el espíritu. Muchos hermanos cuando vienen a la reunión están exageradamente pendientes de sí mismos. La timidez que esto genera perjudica al espíritu. Cuando uno es tímido piensa que los oyentes esperan mucho de uno, teme a los rostros de los oyentes y cuando habla cree que lo están criticando. Cuando uno está tan centrado en sí mismo, le cierra todas las puertas al espíritu. Si reina el alma, la timidez prevalece, y el espíritu queda imposibilitado.
Debemos comprender que existe una diferencia entre el temor que procede del espíritu y la timidez que procede del alma. Necesitamos el temor que procede del espíritu, pero no permitir que nos controle la timidez. Sabemos que no podemos hacer nada por nuestra propia cuenta. Así que es importante venir a la reunión con temor y temblor, pues dicho temor vuelve nuestros ojos a Dios y nos induce a esperar, confiar y creer en El. Pero si estamos pendientes de nosotros mismos, estamos poniendo los ojos en el hombre. Así que, debemos estar llenos de temor en las reuniones, sin estar conscientes de nosotros mismos. Cuando la timidez predomina, el espíritu es agraviado, se debilita y no puede fluir.
El evangelista debe evitar estar consciente de sí mismo al predicar las buenas nuevas. Todos aquellos que han predicado el evangelio, a lo largo de los siglos, han evitado estar preocupados por ellos mismos. Cuanto menos se centre en sí mismo un predicador, más poderoso será su espíritu. Cuando predica no es distraído ni por los cielos, ni por la tierra, ni por el hombre, aunque todo ello esté enfrente de él. El está absorto expresando lo que está en su interior, y no le preocupa si es aceptado o rechazado por los oyentes. Cuando el predicador está libre de su timidez y sus temores personales, su espíritu es potente y puede conducir a los hombres al arrepentimiento. Este es un requisito básico para predicar el evangelio. Para ejercer el ministerio de la Palabra de Dios con eficacia, uno debe hacer a un lado toda preocupación que tenga por sí mismo. Si al expresar la Palabra de Dios uno reacciona al medio ambiente, si teme que la audiencia lo critique o no le preste atención, este temor debilitará el espíritu y, en consecuencia, no podrá hacerlo brotar, y no será lo suficientemente fuerte como para llenar la necesidad de los oyentes. Los ministros de la Palabra que no practican esto se secan fácilmente. Si el predicador observa que la audiencia la componen personas mayores que él, o de más prestigio, o más educadas y más competentes que él, no podrá articular su mensaje adecuadamente, no importa cuanto se esfuerce. Si el evangelista piensa que los demás son más importantes que él, se sentirá inferior; pero si magnifica el evangelio, subyugará a la audiencia. Todo predicador debe dar libertad al espíritu. Cualquier sentido de inferioridad rebaja la Palabra de Dios, y debilita y vacía el espíritu, el cual no podrá aflorar.
Para ejercer el ministerio de la Palabra, el siervo del Señor debe estar libre de todo complejo de inferioridad. El temor al hombre no es una señal de humildad sino de inferioridad y procede del alma. Está lejos de la humildad que viene del espíritu, la cual es el resultado de recibir el resplandor de la luz divina que nos doblega al alumbrar nuestra verdadera condición espiritual. El complejo de inferioridad proviene de examinarse a uno mismo y de temer al hombre. Una persona que tiene complejo de inferioridad puede a veces ser orgullosa y arrogante. La autocrítica y el examen personal son una especie de complejo de inferioridad que lastima el espíritu y anula su función. Por consiguiente, frente a la audiencia debemos tener temor y temblor, y expresarnos con denuedo y confianza. Estos aspectos son muy importantes; si carecemos de uno de ellos agraviaremos al espíritu y no podremos servir como ministros de la Palabra. Cada vez que ministremos la Palabra, debemos guardar el espíritu, ya que si lo herimos, no podremos usarlo.
NO DEBEMOS SEPARAR EL ESPÍRITU DE LAS PALABRAS
Quizá el ministro de la Palabra desee hablar de cierto tema y quiera aplicar algunos pasajes bíblicos. Posiblemente decida utilizar un pasaje al comienzo del mensaje, mientras que el Espíritu desee mencionarlo al final. Cuando se presentan estas discrepancias, el espíritu no puede fluir. Con frecuencia, debido a que las palabras pierden contacto con el espíritu, lo que se debe expresar al principio, se menciona al final, o viceversa. Cuando esto ocurre, las palabras salen sin el espíritu. Es decir, las palabras fluyen, pero el espíritu no las acompaña. La corriente del espíritu depende mucho de la secuencia del mensaje.
Hay casos en los que es necesario modificar el mensaje. A veces se debe cambiar el tema o los pensamientos que se pensaba compartir, aunque es posible cometer errores al hacer estos cambios. Las modificaciones pueden ocasionar que las palabras se separen del espíritu. Las palabras dan un giro, pero el espíritu no las sigue. El mensaje prosigue al siguiente punto, pero el espíritu se queda en el mismo lugar. En tales circunstancias, las palabras y el espíritu se separan; por consiguiente, cuando efectuemos cambios y pasemos de una cita de las Escrituras a otra, debemos hacerlo con mucho cuidado, para que las palabra y el espíritu no se separen. Si olvidamos citar cierto pasaje de la Escritura, el espíritu no puede citarlo y pierde el contacto con el mensaje y, como resultado, la unión entre ellos dos se pierde. Esto constituye un serio problema.
Los hermanos que son inexpertos tropiezan delante de Dios principalmente porque su espíritu está lesionado; y los más versados, porque han separado el espíritu de las palabras. Cuando uno empieza a ser entrenado, la mayor dificultad que uno enfrenta es encontrarse con un espíritu lastimado, pues éste se recluye. Pero cuando uno adquiere experiencia, la principal dificultad que uno enfrenta no radica en un espíritu lesionado, sino en la separación que ocurre entre éste y las palabras, pues no es fácil mantenerlos sincronizados. Cuando el orador comienza mal su mensaje, a partir de ahí causa una separación entre ellos dos. Por eso es importante mantener la secuencia en el desarrollo del mensaje, ya que si ésta se pierde, las palabras fluirán sin el espíritu. El mensaje puede separarse del espíritu en el momento en que se efectúa un cambio súbito. Cuando los pensamientos y los sentimientos no son lo suficientemente ágiles y fecundos como para dar ese viraje, las palabras salen fácilmente, pero el espíritu no puede seguirlas y se rezaga. Es menester expresar el mensaje junto con el espíritu sin separarlos. Cuando nos damos cuenta de que nos hemos salido de la corriente, debemos regresar. Recordemos que el espíritu es muy sensible, y que algunas veces no fluye ni aunque regresemos al punto de partida y expresemos lo correcto, ya que cuando lo dejamos al margen, no sólo se separa del mensaje sino que queda lesionado. El espíritu es extremadamente sensible. Por eso, debemos ser prudentes y prestar atención a este asunto. Necesitamos acudir a Dios para que tenga misericordia de nosotros a fin de que al efectuar los cambios necesarios no perdamos contacto con el espíritu. Al conversar con los hermanos o al predicar, debemos saber cuándo cambiar el curso juntamente con el espíritu. Cambiar de tema descuidadamente hace difícil mantener el mensaje en el espíritu. Tan pronto nos demos cuenta de que nos hemos desviado del tema, debemos regresar, no importa cuán difícil sea ni si tenemos que eliminar una gran porción del mensaje. Si recobramos el hilo del mensaje, es posible que recibamos la unción y las debidas palabras y que el espíritu fluya una vez más.
Los cambios apropiados que el ministro pueda efectuar en su mensaje dependen de la misericordia del Señor, no de su habilidad. Es muy difícil predecir cuando nuestras palabras causarán impacto, o si mantendremos el mensaje en el espíritu. Sin embargo, en la mayoría de las veces, si damos un buen giro al mensaje, se debe a la misericordia de Dios, no a nuestra sabiduría ni a nuestra experiencia. Por otra parte, podemos hacer el cambio debido en el curso del mensaje sin darnos cuenta, pero si el cambio no es positivo, lo notaremos de inmediato. Cuando damos un giro inadecuado al mensaje, no pasan ni dos minutos sin que lo notemos. Tan pronto lo descubramos, no debemos proseguir ni tratar de rescatar el mensaje. Como ministros de la Palabra, cuando tengamos la sensación de que nuestra predicación ha tomado otro rumbo, debemos regresar. A veces nos encontramos en un dilema: no sabemos si lo que expresamos fue adecuado o inadecuado. Se requiere cierto lapso para determinarlo. Lo notaremos al ver que el mensaje y el espíritu van por sendas diferentes; aunque las palabras siguen brotando, el espíritu no va con ellas. El espíritu es muy delicado, pues en el momento que nota que algo no está bien, se detiene. Y aunque podemos ubicarlo, no lo podemos obligar a salir. La gran oposición que experimentamos no nos permite dar salida a nuestro espíritu. Así que las palabras fluyen sin el espíritu. Al advertir que nos equivocamos de rumbo, debemos regresar.
¿Cómo podemos saber si lo que expresamos es correcto? Lo es si el espíritu fluye libremente mientras hablamos. El Espíritu nos restringe. Cuando hacemos un cambio, nos encontramos en un dilema sin saber qué camino tomar, pero al continuar hablando sentimos que el mensaje y el espíritu actúan juntos. Al ministrar la Palabra, debemos confiar únicamente en la misericordia de Dios, pues todo depende de ella. Si comprendemos esto, no confiaremos en la sabiduría ni en el conocimiento ni en la experiencia humanas. Sin la misericordia divina no podemos garantizar que hablaremos de parte del Espíritu de Dios más de cinco minutos. Es fácil dar un giro al mensaje, y es aún más fácil darlo mal, pero si estamos bajo la misericordia de Dios en todo momento, y aprendemos a confiar en El y nos encomendamos a El, expresaremos espontáneamente lo debido. Pero si Dios no nos concede Su misericordia, no importa cuánto tratemos, no podremos permanecer en esta experiencia. El resultado no es algo que el siervo de Dios pueda dictaminar; esto sólo le pertenece al Amo. No hay nada que nosotros podamos hacer; esto depende totalmente del Señor. No importa cuánta experiencia ni cuánto conocimiento tengamos, ni cuánto haya obrado Dios en nosotros en el pasado, debemos entregarnos sin reserva a Su misericordia; de no ser así, tal vez estemos bien por unos cuantos minutos, pero tan pronto hagamos otro cambio, nos volveremos a desviar.
El ministro de la Palabra de Dios debe estar consciente de que el propósito por el cual predica la Palabra es comunicar el espíritu a medida que expone el mensaje. La obra del ministro no consiste simplemente en promulgar la Palabra, sino en dar salida al espíritu por medio de ella. Si el ministro de la Palabra desea comprobar si su espíritu fluyó en su mensaje, debe observar si su carga se ha aligerado. Si éste es el caso, el Señor lo usó y, por ende, no debe preocuparse por el fruto, ya que esto queda en manos del Señor. La salvación o la ayuda espiritual que la audiencia reciba depende del Señor, no de nosotros. El resultado no nos debe preocupar, pues esto está en las manos del Señor; nosotros simplemente somos Sus siervos. Para nosotros sólo queda un fruto práctico o personal: la seguridad de que el Señor nos concedió gracia y misericordia para comunicar la carga que nos dio.
El ministro de la Palabra no se regocija por la elocuencia, ni por la aprobación de los oyentes, ni por la ayuda que otros afirman haber recibido de él, sino por haber dado salida a su espíritu por medio de la palabra. Una vez que el ministro le da libertad al espíritu, su corazón queda libre de opresión, su carga desaparece y halla satisfacción en haber cumplido con su deber. De lo contrario, la carga permanecerá en él, no importa cuánto levante su voz, fuerce su garganta y agote sus energías. Lo que el ministro expresa tiene como fin transmitir una carga; por ello, cuando su espíritu permanece cerrado y aprisionado, siente que fracasó. Tan pronto fluye el espíritu, la carga se aligera, y cuanto más se aligera, más feliz se siente. Solamente cuando le damos libertad al espíritu, anunciamos la Palabra de Dios; sin el espíritu, todo lo que expresemos será una imitación. Siempre que la Palabra de Dios se trasmite por medio de nosotros, el espíritu se une a ella.
Debemos poner de nuestra parte para dar salida a nuestro espíritu. Una persona insensata sólo pone la mira en los frutos y se deleita en sus propias palabras y en los elogios que recibe de los demás, y no cree necesario tocar su espíritu. Sólo una persona necia, ciega y en tinieblas puede estar satisfecha con sus propias palabras, pues olvida el hecho de que las palabras sin el espíritu son vanas. Es vital que el espíritu fluya con nuestras palabras. Si estamos atentos a esto, la Palabra y el espíritu permanecerán unidos. Por una parte, debemos estar alerta para no separar la Palabra del espíritu; por otra, debemos mantenerlos unidos todo el tiempo. Aún así, esto sólo es posible por la misericordia de Dios. Cada palabra que emitamos debe ir acompañada del espíritu; de esta manera, expresaremos lo correcto, y la audiencia tocará algo elevado. Debemos ser cuidadosos, y además necesitamos la misericordia de Dios. Puesto que nosotros no sabemos dar un viraje sin perder el rumbo, necesitamos que Dios nos conceda Su misericordia para que no perdamos contacto con el espíritu. El hermano que se siente orgulloso de su propia predicación carece del ministerio de la Palabra, y no pasa de ser un simple predicador. Posiblemente él regrese a casa sintiéndose importante y adulado, pero no tiene el ministerio de la Palabra. Sólo los insensatos se enorgullecen. Recordemos que sólo la misericordia de Dios hace que el espíritu y la Palabra se mantengan unidos.
EL ESPÍRITU ACOMPAÑA A LA PALABRA, Y ESTA A LA UNCIÓN
Hay dos maneras de expresarse: la primera consiste en añadir el espíritu a la Palabra y proclamar el mensaje acompañado del espíritu; y la segunda, en seguir la unción. El espíritu toma la iniciativa, y entonces la Palabra sigue la unción. Estás son las dos maneras de comunicar el espíritu y la Palabra cuando están unidos.
A veces sucede que mientras nos dirigimos a la audiencia, Dios deposita en nuestro espíritu lo que El desea expresar. Así que cuando comunicamos ese mensaje, nuestro espíritu lo acompaña. A medida que proclamamos el mensaje, el espíritu brota por medio de la Palabra de Dios. Esta es la manera de llevar a cabo nuestro servicio. Como ministros, debemos inyectar el espíritu en la Palabra y usar nuestra voluntad para forzarlo a salir. Cuando expresamos la Palabra, el espíritu debe salir por medio de ella. Para lograrlo, es necesario usar la boca, y también nuestra energía. De esta manera, cuando la Palabra llega al hombre, el espíritu va con ella. Por la misericordia de Dios, esta clase de predicación es muy poderosa. Nuestra boca habla, pero nuestro corazón fuerza el espíritu a salir.
Otra manera de proclamar la Palabra consiste en recibir el poder y la unción mientras predicamos. La unción precede a nuestras palabras, y así sujetos y dirigidos por su poder, hablamos según ella nos indica. Es menester aprender a seguir la unción cada vez que tengamos un sentir en nuestro espíritu; pues de este modo, no nos desviaremos del tema fácilmente. La unción siempre debe preceder a la Palabra. La ventaja de predicar siguiendo la unción es que no queda posibilidad de errar. Cuando predicamos guiados por el poder de la unción, posiblemente lo que expresemos no sea espectacular, pero las posibilidades de equivocarnos son mínimas.
Estas dos maneras de predicar son diferentes. Lo mismo sucede con el modo en que el orador se dirige a la audiencia. Una manera es observar y estudiar la reacción y la condición de la audiencia forzando el espíritu a salir junto con la palabra; otra, es centrar la atención en su propio espíritu sin mirar a la audiencia; en este caso, debe detectar y seguir el rumbo que sigue la unción y encausar su mensaje en esa dirección, sin preocuparse por la reacción de los oyentes. El orador debe velar como un atalaya. Tan pronto llegue la unción, él debe someterse a ella y seguirla palabra por palabra, manteniéndose sujeto al poder del espíritu. Esta manera de proclamar la Palabra no se centra en la audiencia. Recordemos que cuando el orador vuelve su atención a la audiencia, la unción se detiene.
Los hermanos que desean hablar por el espíritu deben conocer estos dos caminos. Cuando el Señor desea que comuniquemos Su mensaje, El activa nuestra mente, en Su misericordia, para que lo proclamemos. Simultáneamente, nuestro espíritu irrumpe con las palabras como si fuera una explosión. En ocasiones, el Señor quiere que concentremos toda nuestra energía en poner nuestros pensamientos y todo nuestro ser en el espíritu, y que permanezcamos allí en un estado de espera interna. La unción que el Señor nos da va delante de nosotros guiándonos paso a paso. Por la misericordia de Dios nuestra mente produce las palabras que concuerdan con el sentir interno que recibimos de la unción, y los oyentes no nos preocupan, pues nuestros ojos no están puestos en nadie en particular. Aunque veamos los rostros, no nos afectan, porque todos nuestros sentimientos y pensamientos están puestos en la unción. La unción toma la iniciativa, y nuestras palabras la siguen palabra por palabra. Cuando damos salida al espíritu de esta manera, conducimos los hijos de Dios al Espíritu de Dios. Los ministros de la Palabra deben experimentar ambos aspectos en su ministerio y, por medio de ellos, conducir los hijos de Dios al Espíritu.
Todo mensaje, de principio a fin, debe ser emitido bajo la guía y dirección de la unción. Sin embargo, en momentos críticos, el orador tiene que forzar un poco más su espíritu para que salga. Esta es la mejor manera de ejercer el ministerio de la Palabra. La unción se encarga de la mayor parte del mensaje, y el orador, guiado por ella, comunica la Palabra sin preocuparse por la reacción de su audiencia ni por quién esté sentado frente a él; sólo sigue la unción fielmente. Tan pronto halla la unción, sabe dónde está “la grieta” por la cual puede inyectar el mensaje palabra por palabra. Interiormente él sabe que sus palabras siguen la unción, y siente el deseo de bendecir intensamente a los oyentes. En tal caso, es posible que cambie de rumbo en su discurso, de tal modo que dé salida a su espíritu. Por una parte, él necesita el poder de la unción; por otra, él tiene que incorporar sus palabras en su espíritu para así impartirlo. Cuando esto ocurre, él es testigo de la gracia del Señor, ya que los oyentes reciben revelación y visión, o se postran sobre sus rostros delante de Dios. Un ministerio de la Palabra superficial simplemente ayuda al oyente a entender el mensaje, pero un ministerio de la Palabra prominente abre los ojos de los oyentes y hace que se postren ante Dios arrepentidos. El resultado depende de cuán dispuesto esté el orador a hacer el esfuerzo correspondiente. El debe estar dispuesto a hacer lo que sea necesario para que los oyentes vayan más allá de la esfera intelectual y entren en la esfera donde reciban una visión tan clara que caigan de rodillas delante de Dios. Si el orador tiene la unción del Espíritu, y sabe dar salida a su espíritu, los oyentes serán conmovidos profundamente. Es fundamental que el ministro de la Palabra sea muy cuidadoso al usar su espíritu. Lo más básico de un ministro de la Palabra es el ejercicio de su espíritu, el cual sólo puede ejercer sus funciones cuando el hombre exterior es quebrantado. El Espíritu Santo lleva a cabo Su obra disciplinaria, poniendo constante atención al quebrantamiento del hombre exterior. Debemos permitir que el Espíritu opere en nosotros. Si no nos resistimos ni nos rebelamos contra la disciplina del Espíritu Santo, el hombre exterior será subyugado, y el hombre interior será útil. Por eso es tan importante el quebrantamiento del hombre exterior.
UNA MENTE SUJETA AL ESPÍRITU
Cuando damos un mensaje debemos prestar atención a nuestra mente, la cual ocupa un lugar prominente en nuestro servicio como ministros de la Palabra, pues decide qué ha de decirse al principio de un mensaje y qué debe dejarse para el final. Si nuestra mente es versátil, sabremos cómo empezar un mensaje y cómo concluirlo, y lo que expresemos será oportuno, pues el espíritu brotará mientras hablamos. Pero si nuestra mente es voluble, no sabremos qué decir ni qué evitar, y el espíritu no podrá hallar salida. El ministro debe proteger su mente de cualquier daño, y cuidarla como un pianista cuida y protege sus manos. Si descuidamos la mente, no podremos ser verdaderos ministros de la Palabra. Debemos permitir que el Señor dirija nuestra mente, y no debemos permitir que ella se desenfrene, ni gire en torno a cosas ilógicas, vanas o triviales. Si el Espíritu no puede utilizar nuestra mente cuando la necesita, no podremos servir como ministros de la Palabra.
Esto no significa que la mente sea la fuente de nuestro mensaje. Si las actividades del ministro se basan en su mente, él debe desaprobarlas y eliminarlas. La idea de que el estudio de las Escrituras hace a una persona apta para enseñar la Palabra de Dios es abominable. Todo pensamiento que no provenga del espíritu debe eliminarse. Debemos rechazar todo mensaje que proceda de la mente, aunque no debemos anular sus funciones. Todos los libros del Nuevo Testamento se escribieron con una rica expresión del pensamiento humano. Por ejemplo, las epístolas de Pablo están llenas de pensamientos profundos y elevados, como se ve en Romanos. Esta epístola no tuvo su origen en la mente, sino en el espíritu; las ideas fluyen junto con el espíritu. La fuente debe ser el espíritu, no la mente. Debemos prestar especial atención a la mente para que esté disponible cuando Dios la necesite.
No debemos censurar la mente con demasiada premura. Si bien es cierto que no debemos usar la mente como fuente de nuestro mensaje, debemos predicar el evangelio por el espíritu con la ayuda de la mente. Cuanto más espiritual es un mensaje, más prominentes deben ser los pensamientos que están detrás de él. Todo mensaje espiritual está lleno de pensamientos. Cuando el espíritu es expresado, necesita el respaldo de pensamientos fecundos y exactos. Así que debemos dar a los pensamientos el lugar que merecen. En nuestra predicación, la mente decide el orden y la manera en que las palabras deben ser expresadas. Debemos hablar según la mente nos dicte. Nuestro espíritu no controla directamente lo que expresamos; si así fuera, solamente hablaríamos en lenguas. El espíritu usa nuestros pensamientos y nuestro entendimiento. En esto consiste el ministerio de la Palabra. Nuestra comprensión debe estar a disposición del espíritu, pues de lo contrario, se bloqueará por no haber quien medie entre él y la Palabra. El puente apropiado entre el espíritu y la Palabra es la mente. Por eso tenemos que proteger nuestra mente y permitir que sea renovada de día en día; no debemos mantenerla en la pobreza. La mente de algunas personas se debilita a tal grado que el Espíritu no la puede usar. Al estar en contacto con el ministerio de la Palabra comprendemos la profundidad de la consagración, la cual pocos comprenden. La consagración consiste en disponer todo nuestro ser para Dios, por lo cual es necesario que nuestra mente se sujete a El. Todos los días debemos cuidar nuestra mente; debemos protegerla para que no se debilite, ya que si está débil constantemente, no podremos utilizarla cuando la necesitemos. Debemos mantenerla ocupada a fin de que no sea un obstáculo al espíritu y pueda usar las Escrituras. Dios debe tener libre acceso a nuestra mente a fin de dirigirla conforme a Su voluntad. Por Su misericordia, podremos recordar lo que debemos decir, y lo que debemos mencionar al principio vendrá a nuestra mente primero, y lo que debemos mencionar al final, vendrá al final. La mente controla las palabras, y el espíritu controla la mente. Si nuestro espíritu puede dirigir nuestra mente, todo marchará bien, no importa si mencionamos algo primero, o después; si hablamos más, o si hablamos menos. Cuando la mente funciona debidamente, el mensaje se puede comunicar sin problemas, independientemente de la secuencia que siga.
LA CUMBRE DEL MENSAJE, Y LA CUMBRE DEL ESPÍRITU
Es fácil para nosotros saber cuándo hemos llegado al clímax de nuestro mensaje, pues nuestra mente lo nota de inmediato; pero no es fácil determinar cuándo llega a la cumbre el espíritu, ya que nuestra mente no puede detectarlo.
Mientras estamos en la plataforma, ¿cómo saber hasta dónde quiere Dios que lleguemos o a qué altura debemos elevarnos? ¿O qué parte del mensaje debemos recalcar? ¿O cuándo desea que el mensaje alcance la cima? Mientras el ministro comparte su mensaje, debe prestar atención a la diferencia que hay entre la cumbre de la Palabra y la cumbre del espíritu. Si somos rectos, sabremos exactamente lo que Dios desea que expresemos y cuándo el mensaje debe llegar a la cumbre. Normalmente, el orador presenta el tema en una forma general, pero hay algunas partes del mensaje que son elevadas y son la parte cumbre del mismo. Debemos estar atentos para saber dónde y cuándo llegar a ese punto. El propósito de nuestro mensaje es conducir el discurso a la cumbre. Sin embargo, debemos comprender que es posible que el punto culminante del espíritu no coincida con el del mensaje. Esto complica algo el asunto. El trabajo del ministro sería más fácil si el mensaje llega a la cima al mismo tiempo que el espíritu. Cuando sabemos cuál debe ser la cúspide del mensaje, avanzamos paulatinamente hacia ella. Lo único que debemos hacer es llevar la predicación al punto culminante. De esta manera, nuestro espíritu halla salida, y la unción brota. El espíritu fluye al grado de ser tan fuerte y poderoso como la Palabra expresada. En tal caso, no habrá mucha dificultad para darle salida al espíritu.
Cuando Dios nos da un ministerio, juntamente con él nos da las palabras que necesitamos. Sin embargo, al ministrarlas a la iglesia, sucede algo peculiar: el mensaje llega a la cima, pero el espíritu se rezaga. En otras ocasiones ocurre lo contrario: el espíritu brota sin restricciones, pero el mensaje no lo alcanza. En verdad, el espíritu es liberado, pero brota con un enfoque que a veces concuerda con el enfoque del mensaje y a veces no. En muchas ocasiones, tan pronto entramos al corazón del mensaje, el espíritu fluye de una manera fuerte, poderosa y hasta explosiva. El espíritu es liberado aun cuando apenas se han pronunciado unas cuantas palabras, posiblemente dichas de manera indiferente y antes de que el mensaje llegue a la cima, pero no siempre ocurre así.
En necesario discernir entre el clímax del mensaje y el del espíritu. Es importante que nuestra mente dirija nuestras palabras a fin de que cuando se llegue al clímax espiritual, usemos las palabras que nos sirvan de apoyo para ministrar. Por regla general, la cúspide del ministerio debe ser la cúspide de nuestro mensaje. Cuando éste llega a su cúspide independientemente del espíritu, es difícil, aunque no imposible, darle salida a nuestro espíritu. Algunas veces, cuando el ministro regresa a su mensaje normal, el espíritu emerge y se mueve poderosamente. Al predicar debemos estar atentos a estas dos cosas: el punto culminante del mensaje y el punto cumbre en el que damos salida al espíritu, ya que a veces están sincronizados, pero a veces no coinciden.
¿Qué se debe hacer cuándo la cumbre del mensaje no concuerde con el del espíritu? El ministro de la Palabra debe recordar que en tales casos la mente tiene ciertos deberes. Al llevar a cabo el ministerio de la Palabra, uno debe contar con una mente flexible, despejada, enfocada en la Palabra y dispuesta para el Espíritu Santo. Ella debe ser lo suficientemente maleable como para hacer frente a cualquier imprevisto. Posiblemente Dios decida añadir o expresar algo diferente, o el Espíritu Santo cambia de dirección en el último minuto. Si la mente de uno es dura como el hierro forjado e insiste en expresar lo que ya preparó, entonces cuando el Espíritu quiere valerse del mensaje, no podrá, porque ella no coopera. Una mente demasiado rígida restringe la Palabra. Así que, aunque el orador llegue al clímax del mensaje, el espíritu todavía no estará allí. Como consecuencia, el ministerio se vuelve algo común. No es fácil explicar este fenómeno. Quizás podamos esclarecerlo más adelante. Por lo pronto, debemos recordar que la mente del ministro debe ser flexible y ágil delante del Señor, y consagrarse únicamente a la Palabra. Así, cuando el Espíritu Santo desee cambiar de rumbo, la mente lo seguirá. De este modo, él podrá conducir el mensaje a la cúspide que Dios desea.
Cuando comenzamos a hablar por el Señor, nuestra mente debe ser flexible y estar abierta al Señor. De esta manera, sabremos lo que Dios intenta hacer. Debemos verificar con el Espíritu Santo y con nuestro espíritu para ver si nuestra predicación sigue la dirección correcta y, a la vez, prepararnos mentalmente para enfrentarnos a circunstancias inesperadas. Si sentimos que después de pronunciar unas cuantas palabras el espíritu empieza a fluir, debemos utilizar nuestra mente para que facilite dicho fluir. Y si percibimos que el espíritu brota con mayor libertad cuando mencionamos ciertas cosas, debemos continuar en esa línea. En nuestra predicación, nuestra mente debe ser incisiva a fin de que llegue a la cumbre que el espíritu desea. Ni la mente ni el mensaje deben desviarse, sino que deben seguir la misma línea del espíritu; así cuanto más predique uno, más fluirá la unción, y más fácilmente brotará el espíritu. De esta manera, el mensaje se irá fortaleciendo hasta llegar a la cima a la que el espíritu llegue.
Algunas veces el espíritu y el mensaje llegan a la cima simultáneamente, pero no siempre es así. En ocasiones el espíritu llega antes que el mensaje, y no podemos evitarlo. Pero si el mensaje alcanza la cumbre y el espíritu no, debemos buscar la manera de darle amplia salida a éste. Debemos ser muy diligentes en este asunto. Es como si buscáramos una aguja con un imán, moviéndolo en todas direcciones, hasta que la aguja se le adhiera. El orador debe buscar diferentes maneras de comunicar su mensaje hasta lograr que el espíritu reaccione, y estar atento a ello. Una persona con experiencia se da cuenta inmediatamente cuando el espíritu empieza a reaccionar en su mensaje. Tan pronto el orador expresa lo que debe, se percata de ello en su interior. Quizá el cambio que haga es pequeño e imperceptible, pero él lo reconoce; así que, mientras habla, su mente dialoga con el Espíritu para ver si aprueba sus palabras. Al principio, es posible que la sensación sea casi minúscula, pero al continuar en la misma línea, el espíritu fluirá con mayor libertad. Su mente debe fortalecer el mensaje y seguir en la misma corriente. Al brotar el espíritu, logra que el mensaje llegue a la cúspide. Debemos aprender a estar atentos a la reacción del Espíritu cuando predicamos y observar qué palabras conducen al clímax y cuáles lo detienen. Al llegar al meollo del asunto, el espíritu fluirá más profusamente, tendremos más unción y lo que expresemos nos conducirá a la cima espiritual. Cuando tocamos el corazón de lo que debemos expresar, percibimos el Espíritu y la bendición del Señor. Esta es la cumbre del mensaje. Si nuestro espíritu es fuerte, podremos mantener nuestra predicación allí cierto tiempo; de lo contrario, la inspiración se debilitará. Debemos detenernos en el instante en que el espíritu se va y sólo quedan las palabras.
Por esta razón, nuestra mente debe centrarse y ser flexible delante del Señor. Debe concentrarse en el espíritu y no prestar atención a ninguna otra cosa; al mismo tiempo, debe ser tan dócil como para ajustarse a cualquier imprevisto. Debemos estar alerta y no permitir que la mente se endurezca y nos impida llegar a la cima del mensaje. Debemos adiestrarla para que acoja con entusiasmo la Palabra de Dios y la acción del Espíritu. Si hacemos esto, nuestras palabras llegarán a la cima espiritual cuando ejerzamos el ministerio de la Palabra.
UNA MEMORIA PERFECTA
Cuando ejercemos nuestra función como ministros de la Palabra, debemos adiestrar nuestra mente. Por lo general, expresamos lo que nos viene a la mente; es decir, decimos lo que pensamos. La mente controla las palabras; por ello, debe estar llena, mas no de pensamientos vanos y triviales. La memoria es la base de los pensamientos; y la materia prima con la que elaboramos el mensaje proviene de lo que hemos aprendido, de lo que ocupa nuestra mente, de lo que experimentamos y del quebrantamiento que hayamos recibido, todo lo cual recibimos del Señor. La obra que El ha hecho, y el quebrantamiento que ha producido en nosotros, constituyen los materiales con los que se lleva a cabo la edificación. Aparte de la disciplina, acumulamos experiencias, enseñanzas y conocimiento bíblico. Todo esto está depositado en nosotros. En el momento de hablar por el Señor, el Espíritu de Dios guía nuestra mente a escudriñar en nuestra memoria a fin de usar todo lo que hayamos adquirido. El Espíritu Santo dirige nuestra mente, la cual, a su vez, dirige lo que expresamos. La materia prima que la mente provee para el mensaje, proviene de la memoria. Así que si no tenemos experiencias, no hay nada asentado en ella. Lo que recordemos puede proveerle a la mente las palabras correctas que fortalezcan el mensaje. Nuestra disertación debe ser fortalecida con una mente diligente y unos pensamientos claros, los cuales provienen de la memoria y no son repentinos ni imaginarios, sino adquiridos por medio de las experiencias pasadas.
La predicación se apoya en la mente; la mente, en la memoria, y la memoria, en la experiencia. Cuando comenzamos a hablar, hacemos uso de las experiencias acumuladas a lo largo de nuestra vida, las cuales son como los artículos almacenados en una bodega. El Señor nos ha conducido por muchas experiencias, y hemos aprendido muchas lecciones y recibido muchas verdades. Todo esto se halla almacenado en la bodega de nuestra experiencia. Nuestro discurso se apoya en nuestras experiencias. ¿A qué nos referimos con esto? Todo lo que expresamos está íntimamente relacionado con la mente; por ello, cada vez que deseamos transmitir algo, nuestra mente va al almacén de nuestra memoria, pues es la única que tiene acceso a ella, y puede recobrar las experiencias acumuladas en toda nuestra vida. La memoria es como el administrador de una enorme bodega; solo ella puede sacar a luz lo que hemos aprendido y experimentado. La mente organiza los materiales que la memoria le proporciona y los comunica por medio de nuestro mensaje. Vemos cuán importante es la memoria. Debemos juntar al administrador y los materiales. El ministerio de la Palabra tiene su origen en el Espíritu Santo; sin embargo, cuando el Espíritu Santo habla, usa la mente como vehículo. Para ello, El la examina primero para ver qué tiene almacenado, pues cuando El desea comunicar algo, la mente debe suministrar la palabra correspondiente; así que tiene que recordarlo primero. Nosotros no nos damos cuenta de cuán inepta es nuestra mente, pues olvidamos lo que el Espíritu desea decir, y recordamos lo que El no desea expresar. Con una sola vez que el ministro hable por el Espíritu, se postrará humildemente pues se dará cuenta de su ineptitud mental. Su mente es como un volante que no está alineado con la rueda. En ciertos días el ministro está bien, y expresa espontáneamente todo lo que el Señor desea decir. En esas ocasiones, su mente es semejante a un volante bien centrado. Cuando el Espíritu se mueve, su mente responde y lo sigue. Pero esto no ocurre siempre. A veces, aunque el Espíritu desea expresar algo, la mente está embotada y no puede pensar con claridad.
El Espíritu Santo debe dirigir nuestra mente, y ésta, a su vez, debe gobernar las palabras. Si el Espíritu Santo no puede gobernar nuestra mente, tampoco podrá nuestra mente regir nuestras palabras. Para que la mente tenga control de lo que expresamos, necesitamos que la memoria le ayude, pues ella no inventa palabras; sólo repite lo que ya sabe. Las palabras se encuentran almacenadas en la memoria; ellas no son producto de la imaginación ni etéreas. El Señor primero nos disciplina para que podamos recordar cuando la necesidad surja. Por ello, al predicar debemos utilizar la memoria. El Espíritu Santo gobierna nuestra mente y, ésta, a su vez, escudriña todas las experiencias que ocupen nuestra memoria y las expresa en palabras. Esto produce un buen ministerio de la Palabra. Una memoria saludable es útil y práctica, y suple la necesidad oportunamente. En el ministerio de la Palabra, el Espíritu Santo se vale de la mente del hombre para que éste recuerde lo que haya aprendido. Es decir, uno no necesita esforzarse en lo absoluto, ya que el Espíritu trae a la mente lo que aprendimos o vimos. Cuando nuestra mente recuerda algo, lo comunica. Muchos detalles se recuerdan simplemente en forma de palabras, pero si la mente no está disciplinada, no las puede recordar y, en consecuencia, el espíritu no puede fluir. Si parte de nuestro ser no ejerce su función bien, el espíritu no puede fluir, no importa cuánto prediquemos. Para poder brotar, el espíritu necesita la cooperación activa de la mente y de la memoria. Si nuestra mente y nuestra memoria no están adiestradas, no podremos ejercer debidamente nuestra función, lo cual es un asunto muy serio.
Supongamos que el Señor desea que expresemos algo extenso que no se pueda sintetizar en una sola oración. Quizás necesitemos unas cuantas palabras; sin embargo, tememos que se nos olviden. Así que, ponemos nuestra mente y nuestro empeño en tratar de recordarlas. Con todo, al llegar a la reunión, las olvidamos. Es inútil tratar de retener las palabras en la mente de esta manera. Un mensaje proclamado así no logra activar el espíritu. Cuando la memoria no funciona bien, el espíritu no puede fluir. La memoria de un ministro de la Palabra debe funcionar espontáneamente y sin artificialidad para que no se desvíe cuando el Espíritu la necesite.
Además de tener una mente perfecta, el ministro de la Palabra necesita una memoria exacta. La memoria es como una conexión eléctrica: si un extremo se desconecta, la electricidad se detiene. Cuando cierta parte de nuestra memoria se bloquea, el Espíritu del Señor no puede fluir. Si nuestra memoria se desconecta de la fuente, o si tratamos de que ella o la mente sean la fuente, no habrá fruto. La mente y la memoria sólo pueden ser útiles cuando su fuente es el Espíritu Santo. Al iluminar El nuestro interior, reconocemos las limitaciones de nuestra mente. Si nuestro espíritu carece de luz, nos sentiremos orgullosos de nuestra mente, de nuestra memoria y de nuestra elocuencia. Posiblemente estas facultades funcionen bien, pero al ser iluminados por el Espíritu Santo, nos daremos cuenta de cuán inútiles son. Por esta razón tenemos que orar para que nuestra memoria llegue a ser la memoria del Espíritu Santo, y para que El pueda usarla cuando sea necesario. Hay una gran diferencia entre recordar y olvidar las palabras cruciales que debemos expresar en un mensaje. Si las recordamos, nuestro espíritu brotará y el mensaje causará impacto; pero si no las recordamos, nos sentiremos como si tuviéramos una piedra de molino sobre nuestra espalda. El peso de esta carga nos abrumará, extinguirá la Palabra y detendrá el espíritu.
Debemos concentrarnos a fin de que el Espíritu pueda usarnos sin ningún obstáculo. Debemos poner a disposición del Espíritu las experiencias que tengamos, la disciplina que hayamos recibido, lo que hayamos leído y escuchado, la revelación que poseamos en el lapso de nuestra vida, y toda enseñanza que, bajo la luz divina, hayamos aprendido. Antes éramos como una casa con las ventanas abiertas y estábamos distraídos por el ruido y los colores de afuera. Pero ahora esas ventanas deben cerrarse a las influencias foráneas. Todo lo que hayamos adquirido debe ponerse a disposición del Espíritu. El Espíritu Santo usa todas estas experiencias en cuestión de cinco a diez minutos, lo cual produce una ministración prevaleciente. Para que el espíritu fluya en el ministerio de la Palabra, necesitamos hacer el esfuerzo y cerrar todas “las ventanas” del hombre exterior. Nuestra memoria debe concentrarse, y todo nuestro ser debe estar bajo estricta vigilancia. Si en el momento crítico lo todo ponemos a disposición del Espíritu Santo, podremos ministrar la Palabra con poder. No debemos permitir ninguna interrupción ni distracción ni descuido. Nuestra mente debe mantenerse en la mejor condición posible, y nuestra memoria debe estar completamente alerta cada vez que ministremos la Palabra. Debemos recopilar toda nuestra vida, como nunca lo hayamos hecho, y ponerla a la disposición del Espíritu Santo. Este es el servicio que la memoria rinde en el ministerio de la Palabra.
Para que la memoria cuente con el debido material, necesitamos experimentar muchos sufrimientos y aprender muchas lecciones delante del Señor. La base del ministerio de la Palabra es la disciplina del Espíritu Santo, ya que sin ésta, no hay suministro y, por ende, no tenemos nada que anunciar. A medida que nuestro depósito aumenta gradualmente, la bodega de nuestra memoria provee más espacio para almacenar recursos. Cuando hemos sido disciplinados por el Espíritu Santo en una pequeña medida, tenemos limitados recursos, puesto que casi no hay nada almacenado en nuestra memoria; en consecuencia, es poco lo que puede utilizar el Espíritu. Así que, las riquezas del ministerio de la Palabra dependen del caudal de disciplina que el ministro reciba. Cuanto más disciplina recibimos, más lecciones aprendemos y más espacio posee nuestra memoria para administrar los bienes y proporcionar el material que le permita a la mente producir las palabras precisas. En nuestro servicio como ministros de la Palabra, lo que expresamos debe tener contenido; no debemos expresar trivialidades. Además, necesitamos suficiente memoria para suministrar a nuestra predicación lo que hayamos aprendido durante nuestra vida. Si el Espíritu de Dios dirige lo que expresamos, todas las experiencias adquiridas serán de mucha utilidad.
LOS SENTIMIENTOS ARMONIZAN CON EL MENSAJE
El ministro de la Palabra también debe hacer uso de sus sentimientos. Debemos comprender que el espíritu fluye de nosotros sólo cuando nuestros sentimientos armonizan con nuestras palabras. Si tenemos reservas en nuestros sentimientos acerca de las palabras procedentes del espíritu, ellas estorbarán el fluir del mensaje y del espíritu. Es frecuente encontrar restricciones en nuestros sentimientos. ¿Qué tipo de restricciones? Posiblemente nos sintamos avergonzados por algo, o temamos a las críticas, al desdén o a la oposición. Quizás no demos importancia a los sentimientos que debemos tener con respecto a nuestro mensaje o los reprimamos. Tal vez suprimimos algo, y no nos atrevemos a compaginar nuestros sentimientos con el mensaje. Cuando predicamos, debemos desprendernos de todo sentimiento, pues de lo contrario, tendremos restricciones; y mientras éstas existan, no importa cuánto nos esforcemos, ni el espíritu ni el mensaje podrán fluir. A veces el mensaje nos induce a llorar, pero si no lloramos, será evidente que los sentimientos y las palabras no armonizan.
La corteza del hombre es bastante dura. Mientras uno no dé salida a los sentimientos, el espíritu no podrá expresarse. Despojarnos de todo sentimiento es una clara evidencia de que el Espíritu Santo es derramado. Hay dos maneras de desprendernos de los sentimientos: una es por medio del derramamiento del Espíritu Santo, y la otra, por medio del quebrantamiento del hombre exterior. La liberación que se produce por medio del derramamiento del Espíritu Santo es una liberación externa. Necesitamos soltar todo a fin de que el espíritu pueda brotar. El quebrantamiento y la disciplina son el medio para que los sentimientos sean desatados. El creyente joven que no ha recibido una revelación profunda, necesita el derramamiento del Espíritu, el cual lo libertará. Aún así, no sólo debe experimentar el derramamiento del Espíritu, sino que también debe aceptar constantemente toda clase de disciplina, a fin de que su hombre exterior sea quebrantado. Este quebrantamiento ciertamente es valioso. Sus sentimientos deben ser quebrantados, no sólo mientras experimenta el derramamiento del Espíritu, sino aun cuando no lo experimenta. Dicho de otra manera, si la disciplina del Espíritu del Señor es lo suficientemente severa, y rompe el cascarón de los sentimientos, tendremos la clase de sentimiento que el mensaje necesita. Debemos compaginar el mensaje con los sentimientos; de lo contrario, el espíritu no fluirá. Si no lloramos ni gritamos cuando la Palabra de Dios lo requiere, eso es una indicación de que el yo ha adoptado una postura que no permite que la Palabra corra libremente. Nuestros sentimientos son menoscabados por las personas que nos rodean y, en consecuencia, discrepan con nuestras palabras.
A veces, para que el espíritu pueda fluir con poder, uno debe alzar la voz. El Señor Jesús clamó de esta manera. Leemos en Juan 7:37: “En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz”. Y en el día de Pentecostés: “Pedro, poniéndose en pie con los once, alzó la voz y les declaró” (Hch. 2:14). Cuando la presión que el Espíritu ejerce sobre el creyente es fuerte, los sentimientos de éste son presionados, de tal manera, que tiene que alzar la voz. Sus sentimientos externos corresponden a los internos. Cuando Pedro y Juan fueron puestos en libertad, los hermanos se reunieron y “alzaron unánimes la voz a Dios” (4:23-24). Ellos estaban siendo terriblemente perseguidos, y le pidieron al Señor que los guardara y les concediera anunciar Su palabra con todo denuedo; que extendiera Su mano para hacer sanidades, señales y prodigios mediante el nombre del Señor. Pablo hizo lo mismo. Cuando vio en Listra a un hombre cojo, le dijo a gran voz: “Levántate derecho sobre tus pies” (14:10). Esto nos muestra que en la liberación del ministerio de la Palabra, la predicación debe armonizar con los sentimientos.
Si reprimimos nuestros sentimientos y no los expresamos, nuestro espíritu también será retenido y no podrá brotar. Tanto en el caso del Señor Jesús, como en el de Pedro y de Pablo, y en la oración que aquella primera iglesia hizo, vemos la liberación vigorosa de sentimientos. Todos ellos alzaron la voz. Cuando nuestro espíritu brota, debe ir acompañado de sentimientos enérgicos. Con esto no estamos instando a que prediquen gritando. Debemos seguir al espíritu; si El es intenso, debemos alzar la voz; si no lo es, debemos emplear un tono de voz normal. Si nuestra voz llena el salón de reunión, pero no expresamos ningún sentimiento, de nada servirá. Algunas personas, cuanto más alzan la voz, menos espíritu comunican. Lo mismo sucede con algunas predicaciones. La modulación de la voz no produce resultados. Lo artificial no tiene cabida en el ministerio de la Palabra. La realidad interior tiene que brotar; así que no debemos tratar de imitar al espíritu. Cuando las palabras fluyen, los sentimientos deben fluir con ellas. Por esta razón, necesitamos ser quebrantados. Cuando nuestro hombre exterior es quebrantado, espontáneamente podemos alzar la voz o regocijarnos o lamentarnos según el caso. No necesitamos pretender que sentimos de cierta manera, pues los sentimientos deben fluir desde nuestro interior.
Si el Señor no puede penetrar en nuestros sentimientos, tampoco lo podrá hacer en los de otros. Algunas personas son frías, parcas y contradictorias; así que, lo que expresamos debe penetrar sus sentimientos. Si el Señor no puede hacer que lloremos, tampoco logrará que los oyentes lloren. Si la presión que sentimos no produce llanto en nosotros, tampoco podemos esperar que lo produzca en los demás. Nosotros somos los primeros obstáculos que la Palabra del Señor tiene que vencer. Muchas veces, mientras predicamos, descubrimos que no podemos disponer de nuestros propios sentimientos. Por eso, necesitamos ser quebrantados. Este es un precio que se debe pagar en el ministerio de la Palabra. El Señor tiene que partirnos en pedazos a fin de que le seamos útiles. La Palabra de Dios debe causar una conmoción profunda en nosotros para que nuestras reacciones puedan ser las de Dios. Si los lamentos de Jeremías no lograron que los judíos se lamentaran, mucho menos lo lograría un profeta que no se lamentara. El profeta debe lamentarse primero para que el pueblo de Dios se lamente. Dios se deleita en los hermanos cuyos sentimientos acompañan su predicación. Cuando un ministro sube a la plataforma, debe aprender a reconciliar sus sentimientos con el mensaje.
LAS PALABRAS DEBEN SER SIMPLES Y AL MISMO TIEMPO ELEVADAS
Todo ministro debe conocer, por medio de las Escrituras, el carácter de la Palabra de Dios. De esta manera, Dios lo puede usar en cualquier circunstancia. La Palabra de Dios tiene dos características: es simple y es elevada. Con ella, el ciego no se pierde ni el cojo tropieza. La Biblia es clara y sencilla; aun sus parábolas fueron escritas para que el hombre las entendiera; no son acertijos, como algunos pueden pensar. Por eso, el ministro de la Palabra de Dios debe aprender a hablar con sencillez. Debemos desarrollar el hábito de expresarnos clara y sencillamente, de manera que los oyentes entiendan nuestras palabras. Si la audiencia no entiende lo que expresamos, debemos cambiar nuestra tónica. Recordemos que la Palabra de Dios se presenta para que el hombre la entienda, no para confundirlo. La única excepción la encontramos en Mateo 13 cuando el Señor tuvo que esconder la Palabra de los judíos que lo rechazaban.
El ministro de la Palabra debe ser adiestrado para adquirir la habilidad de expresarse. Es posible que aprendamos algo en cinco minutos, pero tal vez necesitemos cinco horas para reflexionar sobre ello. Cuando lo expresamos, debemos preguntar a la audiencia si comprende nuestro mensaje, a fin de que, si es necesario, lo expongamos desde diferentes perspectivas. Necesitamos hablar de manera que los oyentes entiendan instantáneamente. No debemos dejar pasar media hora para luego descubrir que nuestros oyentes sólo entendieron cinco minutos de nuestro discurso. Es preferible hablar sólo por cinco minutos y asegurarnos de que los demás entendieron, para no desperdiciar veinticinco minutos. Debemos desarrollar el hábito de expresarnos claramente y no ceder a la tentación de usar palabras rebuscadas, o de hablar más de lo necesario. Nuestras palabras siempre deben ser fáciles de entender. Debemos orar para que Dios nos conceda palabras claras, aun cuando expresemos nuestros pensamientos por medio de parábolas. La Palabra de Dios se caracteriza por ser clara; así que, si el carácter de nuestras palabras difiere del de las de Dios, nuestro mensaje no será efectivo. Los santos que tienen dificultad para predicar deben olvidarse de sí mismos, estar dispuestos a pasar vergüenza y buscar el consejo de otros hermanos y hermanas de más madurez. Deben hablar en frente de ellos, por lo menos cinco minutos, y estar dispuestos a ser corregidos. Puesto que nuestra misión es hablar de parte de Dios, necesitamos aprender a expresarnos adecuadamente. No debemos hablar enigmáticamente; cada palabra debe ser emitida de una manera clara y sencilla. El mensaje debe ser fácil de entender. Dios no desea que Su Palabra se convierta en un enigma, como ciertas parábolas del Antiguo Testamento. El no desea que uno dedique mucho tiempo tratando de descifrar Su Palabra. Así que, debemos perfeccionar nuestra predicación y esforzarnos por dar claridad y sencillez a nuestro mensaje.
La Palabra de Dios es clara, elevada y profunda. Lo que Dios expresa no es superficial ni trivial, sino que está lleno del espíritu. El no habla para agradar al oído. El ministro de la Palabra debe martillar con fuerza la Palabra de Dios, pues de lo contrario no tocará la esencia de la misma. Recordemos que con nuestras palabras transmitimos a Jehová de los ejércitos. Si nuestras palabras son huecas, no importa cuánto nos esforcemos, no podremos transmitir a Dios. Por ello, es indispensable que el mensaje mantenga cierta altura y cierta profundidad. Si cambiamos el carácter del mensaje de Dios, no podemos tocar Su palabra. Hay hermanos que citan las Escrituras de una manera tan pobre que es difícil creer que la Palabra de Dios pueda ser transmitida por medio de ellos. Otros son tan infantiles cuando exhortan, que uno se pregunta cómo puede brotar de ellos la Palabra de Dios. Debemos procurar que nuestro mensaje sea elevado, y no permitir que se debilite. Cuando lo que expresamos es superfluo, Dios no puede manifestarse, y cuando nuestras palabras son demasiado pobres, la Palabra de Dios mengua o desaparece por completo. Si nuestra exhortación es elevada, afectará a los oyentes, pero a medida que se debilite, se debilitará también la respuesta, lo cual es bastante extraño. A una niña de dos o tres años que apenas entiende algunas palabras le podemos decir: “Si te portas bien, te compraré un dulce esta noche, y el Señor Jesús te amará”. Está bien decirle esto a un niño; pero si desde la plataforma le decimos a la audiencia: “Esta noche, a todos les daré un dulce si me escuchan atentamente. Si ponen atención, el Señor Jesús los amará”. ¿Creen ustedes que esta clase de exhortación causará algún efecto en la audiencia? Esta exhortación es superficial e infantil. Una vez que el mensaje pierde calidad, la expresión divina desaparece. Dios desea que Sus siervos siempre permanezcan en un nivel elevado. Cuanto más alto escalemos, más recibirá la audiencia nuestras palabras.
El deber del ministro de la Palabra es mantener su mensaje en un nivel elevado. Cuanto más elevado sea, más divino será; sólo si es elevado hablaremos de parte de Dios. Si nuestra meta no es elevada, tampoco lo serán nuestras enseñanzas y exhortaciones. La Palabra de Dios no puede fluir cuando el mensaje es superficial. Dios no tolera pensamientos, palabras, exhortaciones, parábolas o expresiones ordinarias. Por consiguiente, las palabras que emitamos deben ser elevadas y, a la vez, claras y sencillas. Esta es la manera en que la Palabra de Dios fluye libremente. A veces, aunque nos sentimos presionados por tener la luz, el mensaje y la carga espiritual, no podemos expresarnos de manera clara, ni aun practicando. Pero si no practicamos, ¿cómo podremos lograrlo? Debemos aprender a expresarnos de manera simple y clara, y hacer de ello un hábito. Nuestra aspiración debe ser elevar nuestro mensaje, sin permitir que baje de nivel, ya que cuando esto sucede, la Palabra de Dios no fluye. Este es un punto muy importante.
SIEMPRE DEBEMOS AVANZAR
Es más difícil predicar en este tiempo que hace cien años, y aún más difícil de lo que fue hace cuatrocientos o quinientos años. Debido a que la divulgación de la Palabra de Dios siempre avanza, es más difícil para nosotros predicar ahora que para Martín Lutero. Cuanto más predicamos la Palabra de Dios, más profunda y elevada se vuelve. La Palabra de Dios ha alcanzado la etapa presente, y no podemos regresar a lo que era en el pasado. Debemos seguir avanzando. El Señor dijo: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y Yo también trabajo” (Jn. 5:17). Dios nunca cesa de trabajar. El trabajó ayer y trabaja hoy. En la actualidad Su trabajo es más avanzado que ayer. Su trabajo ni disminuye, ni retrocede. Lutero vio la verdad de la justificación por fe; sin embargo, lo que se ha visto en los últimos cien años acerca de la justificación por fe va más allá de lo que vio él. Decir esto no es una arrogancia, sino un hecho. La Palabra de Dios está avanzando. El mejor libro que escribió Martín Lutero fue su comentario sobre el libro de Gálatas; sin embargo, los creyentes de hoy han visto mucho más de Gálatas que él. La Palabra de Dios ha avanzado y nadie la puede hacer regresar.
Es importante comprender que todas las verdades están contenidas en la Biblia, y que ella es la base de todo lo que expresamos. No obstante, el descubrimiento de las verdades bíblicas, la predicación de la Palabra de Dios, y lo que la iglesia recibe de Dios avanzan constantemente. En cada generación los hijos de Dios ven más que la generación anterior. Por ejemplo, en los primeros siglos la iglesia creía que el reino se refería al cielo; pero en este siglo hemos visto claramente que ambos son absolutamente diferentes: el reino es el reino, y el cielo es el cielo. Aún más, vimos que el reino no sólo corresponde a recibir un galardón, sino también a reinar y gobernar espiritualmente. En la era apostólica, todas las verdades bíblicas se entendían claramente. Más tarde, estas verdades fueron sepultadas, y más adelante se empezaron a recobrar y siguen siéndolo poco a poco. Por ejemplo, el entendimiento en cuanto a la resurrección ha progresado. Por años se predicó acerca de la resurrección de una manera limitada. Para algunos, la resurrección era simplemente cierta esfera. Pero hoy, lo que algunos han visto acerca de la misma sobrepasa lo que sus predecesores vieron. Si Dios tiene misericordia de la iglesia, la Palabra abundará más y más. Cuando Dios habla, Su palabra siempre se eleva a las alturas.
La Palabra de Dios siempre avanza. El Señor siempre desea dar más a Su iglesia. Al leer las mejores predicaciones sagradas del segundo y tercer siglos, y compararlas con el ministerio actual de la Palabra, podemos ver cuánto ha progresado el ministerio. El Espíritu Santo no se ha rezagado, y la Palabra sigue avanzando sin retroceder. Aunque exteriormente la iglesia enfrenta obstáculos, nuestro Dios continúa hacia adelante sin detenerse ni aun cuando ya ha obtenido algo. El aún trabaja y continúa avanzando. Por lo tanto, el ministerio actual de la Palabra debe tocar más verdades espirituales que los ministerios anteriores. Debemos comprender delante del Señor que la gracia está siendo derramada abundantemente. A fin de que la iglesia crezca hasta llegar a la plena madurez y a la estatura de la plenitud de Cristo, las riquezas del ministerio deben aumentar. No debemos predicar ni con complacencia ni con indiferencia. Dios desea que toquemos algo elevado, pues El desea darnos lo mejor. Quizás Dios no nos haya escogido para ser un ministro fundamental, una “coyuntura”, pero espero que podamos tener parte con aquellos que ministran. Aunque no podamos edificar la estructura, por lo menos podemos edificar sobre la estructura existente.