Watchman Nee Libro Book cap.16 El ministerio de la palabra de Dios
LA PALABRA Y LA LIBERACIÓN DEL ESPÍRITU
CAPÍTULO DIECISÉIS
LA PALABRA Y LA LIBERACIÓN DEL ESPÍRITU LA RELACIÓN ENTRE LA PALABRA Y EL ESPÍRITU
Examinemos la relación entre la palabra y la liberación del espíritu. Para que la palabra hablada sea recibida como revelación y no simplemente como doctrina, para que los oyentes no sólo escuchen palabras, sino que reciban la Palabra y la luz, y para que no permanezcan iguales sino que caigan postrados por la Palabra, el ministro debe liberar su espíritu. Tal vez las palabras sean las correctas y los sentimientos estén presentes, pero si el espíritu no es liberado, los oyentes sólo tocaran una doctrina perfecta o una enseñanza elevada. Será algo que ellos podrán entender, pero no tocarán la Palabra de Dios. Es posible comunicar la Palabra sin el espíritu, o sea, de una manera corriente. Si un mensaje serio es expresado con un espíritu corriente e indiferente, también se volverá corriente. Pero cuando un mensaje es declarado con un espíritu fuerte, el mismo mensaje será eficaz. Es posible que las palabras sean las correctas, pero también es importante la clase de espíritu que acompaña las palabras cuando éstas son comunicadas, lo cual depende de que el ministro de la Palabra libere su espíritu. El puede dar una pequeña salida a su espíritu o lo puede liberar con intensidad. Inclusive, puede hacer que su espíritu salga de una manera explosiva. La calidad del mensaje depende de la manera que se libere su espíritu, y no tanto de las palabras en sí. Mientras el ministro habla, puede dar salida a su espíritu o encerrarlo; lo puede liberar con poder o liberarlo de una manera corriente. Tal decisión está en manos del ministro; por eso, tiene que aprender a dar salida a su espíritu mientras habla.
Existe una estrecha relación entre el espíritu y la palabra. Cuando el espíritu es afectado o equivocado, el mensaje también lo es. Es difícil explicar con claridad cómo afecta el espíritu al mensaje. Lo único que podemos decir es que el espíritu del hombre es extremadamente delicado y fino; no debemos intimidarlo ni ofenderlo. Al predicar la Palabra de Dios, puede ser que tengamos todo en orden, pero si nuestro espíritu no está preparado, no podremos comunicar el mensaje. Todo predicador que tenga algo de experiencia sabe lo que significa liberar el espíritu. Si hay mucho viento afuera, si está lloviendo y si está oscuro afuera y uno no se atreve a abrir la puerta de la casa para salir, alguien debe empujarlo para ayudarle a salir de su casa. De la misma manera es necesario empujar el espíritu. Cuando nos levantamos para hablar en la reunión, es posible que nuestro espíritu no esté activo, y tengamos que empujarlo para que actúe. Si no lo forzamos, nuestras palabras tendrán un marcado deterioro. A menudo, cuando lo presionamos sólo un poco, las palabras se vuelven mucho más poderosas. Los demás no sólo oirán las palabras sino que tocaran la realidad misma que yace detrás de ellas. No sólo tocarán nuestras palabras, sino también nuestro espíritu. A veces una persona puede entender todo el mensaje, y hasta puede repetirlo y recitárselo a otros; sin embargo, no puede repetir el espíritu. En otras ocasiones, cuando la persona oye un mensaje, no sólo oye las palabras sino que también toca el espíritu. Si el oyente no toca el espíritu, la palabra no tendrá ningún efecto en él.
Lo mismo se puede decir acerca de leer la Biblia. Hay personas que cuando la leen, lo único que ven son palabras, mientras que otras tocan el espíritu de la Biblia. Cuando algunas personas leen la Biblia, sólo ven las palabras de Pablo pero no disciernen su tono. No pueden discernir si su tono es elevado o sencillo, tierno o severo, triste o alegre. Otras no sólo ven las palabras de Pablo sino que también disciernen el tono que usa. Saben si Pablo habla con tristeza; también saben si habla con enojo o con gozo, pues tocan el espíritu de Pablo. Puede ser que leamos todo el libro de Hechos, oración por oración, sin tocar la expresión que contiene. En cierta ocasión, Pablo sacó un demonio de una joven esclava (Hch. 16:18). Si no tocamos el espíritu, sólo sabremos que el demonio fue expulsado sin entender lo que ocurrió exactamente. No nos daremos cuenta si Pablo usó un tono de voz tierno o severo. Necesitamos tocar el espíritu de los escritores de la Biblia a fin de saber lo que dijeron, pues esto expresa la clase de espíritu que ellos tenían. Si tocamos la palabra sin tocar el espíritu, no podemos entender la Biblia.
De igual manera, tenemos que experimentar la disciplina de Dios para dar salida al espíritu cuando anunciamos la Palabra. Si nunca hemos sido disciplinados por el Señor, o si la disciplina no es lo suficientemente profunda, pura y limpia, nuestro espíritu no podrá salir juntamente con la Palabra de Dios. Aun si tratamos de empujar nuestro espíritu para que salga, no habrá nada que empujar. Puede ser que lo que empujemos sea doctrinas, mas no podremos hacer salir el espíritu que yace detrás de la Palabra de Dios. Recordemos que el significado de la predicación es comunicar la Palabra, pero además, la predicación debe liberar el espíritu. Cuando un ministro comunica la palabra, debe al mismo tiempo liberar su propio espíritu. El da salida a su espíritu por medio de su mensaje. Espontáneamente, el Espíritu de Dios brota por medio del espíritu del hombre. El Espíritu Santo es liberado conjuntamente con el espíritu del hombre. Si el espíritu del hombre no es liberado, tampoco es liberado el Espíritu Santo. Esto plantea un gran problema al predicador. Tengamos presente que al oír un mensaje lo importante no es oír las palabras, sino tocar el espíritu del orador.
Necesitamos comprender que cuando la Palabra es comunicada, es decir, cuando se ejerce el ministerio de la Palabra, no sólo se comunica un mensaje, sino que también el espíritu es liberado. El oyente no debe limitarse a oír las palabras sino que además debe tocar el espíritu. Si sólo toca la palabra sin tocar el espíritu, lo que obtiene es algo común y corriente. Si no tocamos el espíritu, seremos indiferentes al mensaje que viene de Dios. Sólo cuando tocamos el espíritu tocamos la vida. El Señor dijo: “Las palabras que Yo os he hablado son espíritu y son vida” (Jn. 6:63). Necesitamos tocar el espíritu para conocer el significado de la palabra. Al predicar la palabra de Dios, no sólo debemos ocuparnos de transmitir las palabras correctas sino también de liberar nuestro espíritu. Es un hecho que el hombre no puede liberar su espíritu continuamente. Uno tiene que hacer cierto esfuerzo para dar salida a su espíritu. En muchos casos, el ministro de la Palabra no está dispuesto a hacer tal esfuerzo. Por eso el hombre no pueda liberar su espíritu continuamente. Por supuesto, cuanto más fuerte es nuestro espíritu, más fácil es darle salida, y podemos liberarlo una y otra vez. Es inconcebible que una persona pueda ponerse de pie y hablar por Dios sin jamás liberar su espíritu por lo menos una vez. Como mínimo, habrá liberado su espíritu una vez, forzándolo a salir juntamente con sus palabras, y haciendo posible que otros toquen su espíritu. Nadie se postra delante de Dios sólo por oír palabras. Si una persona se humilla ante Dios es porque ha tocado el espíritu. Si lo único que tenemos son palabras, éstas fácilmente se volverán doctrinas. Si predicamos una revelación y liberamos nuestro espíritu al mismo tiempo, los oyentes no sólo tocarán las palabras sino también el espíritu. El Espíritu de Dios llega a otros cuando pasa por nuestro espíritu.
EL ADIESTRAMIENTO DEL ESPÍRITU
El ejercicio del espíritu que lleva a cabo el ministro de la Palabra depende de dos cosas: primero, un espíritu adiestrado y, en segundo lugar, la personalidad del ministro. El ejercicio del espíritu por parte del ministro para ministrar a la iglesia, y la extensión y la esfera de dicho ejercicio dependen de la medida de experiencia que él tenga en estas dos áreas.
Examinemos primero lo que es el adiestramiento del espíritu. El ministro de la Palabra no puede liberar su espíritu más de lo que ha aprendido. Si un hermano no ha recibido mucho adiestramiento, no podemos esperar que use su espíritu en un grado mayor. Pero si ha recibido un adiestramiento estricto y continuo en su espíritu, le será fácil y espontáneo usar su espíritu en el ministerio de la Palabra. Sólo podrá usar su espíritu al grado al que haya sido adiestrado. Una persona no puede liberar un espíritu que no posee. Sus límites delante del Señor son el límite de su espíritu. Esto constituye una lección fundamental.
Dios emplea bastante tiempo durante toda nuestra vida en adiestrar nuestro espíritu a fin de que llegue a serle útil. El tiene que adiestrarnos al grado que podamos usar nuestro espíritu libre y profusamente. El Señor dispone nuestras circunstancias con el fin de quebrantarnos; por eso, nos pone en un medio ambiente imposible de soportar. De la misma manera que Pablo experimentó lo descrito en 2 Corintios, tal vez nuestras circunstancias sean ásperas y desagradables. Pablo dijo que fue abrumado sobremanera más allá de su fuerza, de tal modo que aun perdió la esperanza de vivir (2 Co. 1:8). Las circunstancias que el Señor prepara para nosotros siempre son mayores de lo que podemos sobrellevar y que nuestras fuerzas. Cada aguijón que sufrimos es insoportable, insufrible e insuperable. Cuando el Señor nos pone en esas circunstancias, se producen dos cosas. Por un lado, el Señor quebranta nuestro hombre exterior por medio de esas circunstancias. A veces nuestra mente es derribada; en otras ocasiones nuestras emociones son heridas; o nuestra voluntad es totalmente quebrantada. No se nos deja otra opción más que ceder totalmente al Señor y confesar nuestros fracasos e incapacidad. Esto es parte del resultado. Por otro lado, al estar bajo la disciplina del Espíritu Santo, Dios produce algo. Mientras somos derribados, ¿permanecemos postrados en el piso como si estuviéramos destruidos o nos levantamos? ¿Permitimos que el aguijón nos derrote o lo vencemos? ¿Decimos que la prueba nos abruma sobremanera más allá de nuestras fuerzas de tal modo que aun perdemos la esperanza de vivir y luego nos quedamos sin hacer nada al respecto, o buscamos a Aquel que levanta a los muertos y nos levantamos de la caída? Recordemos que el Señor siempre nos pone en circunstancias que están más allá de nuestras fuerzas, y que nos llevan aun a perder la esperanza de vivir. En tales circunstancias, gradualmente aprendemos a confiar en El, a buscarlo a El y a depender de El.
¡Es fácil hablar acerca de confiar en el Señor cuando todo está bien! ¡Cuán comunes son nuestras palabras cuando hablamos de buscar al Señor en momentos así! Hablamos de depender de El aun sin pensarlo. Pero sólo cuando el Señor nos pone en una situación desesperante empezamos a aprender a confiar en El y a depender de El un poco. Al empezar a tocar la gracia y el poder de Dios, inconscientemente empezamos a vencer. Nos damos cuenta de que aun el hecho de confiar en El es una especie de fe que usamos en medio de nuestra debilidad, que al esperar en El lo hacemos con temor y temblor, y que nuestra confianza en El opera cuando nosotros no tenemos seguridad. Tal vez pensemos que esta fe y esta confianza en El son muy frágiles y que no sirven de mucho. Pero es en medio de las debilidades que adquirimos un poco de fe y de confianza y aprendemos a depender de El. Sin darnos cuenta tocamos algo de gracia y de poder. En tales circunstancias encontramos misericordia para vencer, y nuestro espíritu es adiestrado. En estos casos no sólo es quebrantado el hombre exterior, sino que también nuestro espíritu es adiestrado. No se trata simplemente de un quebrantamiento específico sino de una edificación específica. En esta experiencia nos encontramos con obstáculos que podemos vencer y allí experimentamos que el Señor puede levantarnos por encima de nuestros problemas, pues los vencemos sin darnos cuenta. Mientras experimentamos esto, Satanás nos ataca, pero nuestra confianza, nuestra dependencia y nuestra fe, por más frágiles que sean, nos hacen experimentar el poder de Dios. Entonces podemos decirle a Satanás: “Has hecho todo lo que pudiste. Y aunque esto va más allá de mis fuerzas humanas, doy gracias al Señor porque vencí. El me dio esperanzas, pues El resucita a los muertos y fortalece a los débiles”. Por medio de esta experiencia, nuestro espíritu es fortalecido, recibe cierta medida de adiestramiento y es enriquecido. De este modo, nuestro espíritu adquiere un deposito útil y acumula fuerza.
El Señor no actúa en nosotros una sola vez, sino repetidamente y de muchas maneras. Mientras El opera en nosotros reiteradas veces, nuestro espíritu se va fortaleciendo. Dios se vale de las circunstancias no sólo para quebrantar nuestro hombre exterior, sino también para edificar nuestro espíritu. Nos levanta por encima de nuestras pruebas al hacer que se levante nuestro espíritu. Nunca salimos de una tribulación sin que nuestro espíritu salga primero. Mientras nuestro espíritu aprende algo y recibe disciplina y adiestramiento, todo nuestro ser también se levanta y sale de la tribulación. El Señor nos edifica diariamente. Cuando estamos en medio de la tribulación, somos oprimidos por todos lados. Pero cuando salimos al otro lado, las circunstancias están bajo nuestros pies, y trascendemos por encima de ellas. Cuando nos encontramos en medio de las tribulaciones, nos sentimos débiles. Pero cuando emergemos de ellas, somos fuertes. La muerte viene a nosotros, pero el resultado es la vida de resurrección. No hay tribulación que pueda dejarnos encerrados, y además somos diferentes cuando salimos de ella. No podemos ser los mismos, pues la tribulación nos arruina y nos hace vasos inútiles, o salimos de ella a un plano más glorioso; o sea que la tribulación nos mejora o nos empeora. Quienes no pueden pasar por las tribulaciones no son aptos para ningún servicio. Todos los que soportan las tribulaciones y las vencen llevan una marca de victoria consigo por el resto de sus vidas. Fueron librados de sus circunstancias, y el Señor les concederá victorias similares cuando tengan que afrontar casos parecidos. Si vienen nuevas circunstancias y surgen nuevas dificultades, ellos experimentarán nuevas victorias. Su espíritu adquiere algo nuevo por haber pasado por un adiestramiento nuevo.
Cada vez que pasamos por alguna tribulación, la experimentamos conscientes de que tarde o temprano nos levantaremos por encima de ella. Cuantas más tribulaciones atravesamos, más fuerza encontramos para enfrentarlas. En este proceso nuestro espíritu es fortalecido. Cada vez que pasamos por una experiencia de éstas, nuestro espíritu se fortalece. Cuantas más adversidades pasemos, más fuerte se volverá nuestro espíritu. El Señor quebranta nuestro hombre exterior continuamente mediante la disciplina del Espíritu Santo. Cuando el hombre exterior es quebrantado, el hombre interior es fortalecido y vence los obstáculos. Cuando el martillo cae sobre nosotros, desmenuza nuestro hombre exterior, pero el mismo martillo es vencido por nuestro espíritu. Cuando el Señor nos pone en cierto medio, nuestro hombre exterior es quebrantado, ya que no puede resistir ninguna tribulación. Cada tribulación lo va quebrantando. Cuantas más tribulaciones tenemos, más es quebrantado nuestro hombre exterior y al mismo tiempo, el espíritu prevalece sobre esas circunstancias. El medio que nos rodea prevalece sobre nuestro hombre exterior, pero nuestro hombre interior prevalece sobre él. Por medio de este proceso somos librados de las circunstancias, y al final las vencemos. Esto es lo que ocurre cuando pasamos por las tribulaciones. En primer lugar, el Señor nos pone en medio una tribulación y somos oprimidos, y nuestro hombre exterior es quebrantado, pero ahí no termina todo. Nuestro hombre interior se levanta para vencer las circunstancias, y emergemos al otro lado. La tribulación que vence a nuestro hombre exterior a la postre es vencida por nuestro hombre interior, el cual, a su vez, es adiestrado, se vuelve más intenso, y aprende más de la gracia del Señor y de Su Espíritu. En otras palabras, nuestro hombre interior se vuelve más fuerte que antes, ya que cuando es adiestrado y se fortalece, tenemos un espíritu útil para el ministerio de la Palabra.
Por un lado, el ministro de la Palabra tiene que experimentar el quebrantamiento del hombre exterior, y por otro, su espíritu tiene que hacerse más fuerte y más útil. Esta obra sólo la puede realizar la disciplina del Espíritu Santo. Tengamos presente cuando pasemos por cierta tribulación, que ésta nos hará diferentes. Es posible que nos haga más fuertes o que nos haga más débiles. Si en medio de la tribulación murmuraremos contra Dios, seremos derrotados, pero si no, saldremos al otro lado en victoria completa. Debemos rehusarnos a ser derrotados. En 2 Corintios 12 se nos muestra que junto con el aguijón, Dios nos da la gracia para vencerlo. Antes sabíamos algo de la gracia, pero no conocíamos la clase de gracia que viene con un aguijón. Toda tribulación es un aguijón que nos permite experimentar la gracia que éste trae consigo. Antes de pasar por esta experiencia, la gracia que conocíamos no tenía nada que ver con el aguijón, pero después llegamos a conocer tal gracia. Somos como una barca que navega por un riachuelo de dos metros de profundidad. Mientras no haya escollos todo va bien, pero si nos encontramos con una roca que se asoma a la superficie del agua en medio de la corriente, la barca se detiene. Ante este obstáculo debemos pedirle al Señor que eleve el nivel del agua otros dos metros. Al aumentar la gracia, nuestro espíritu se fortalece. Pablo dijo que él se gloriaría más bien en sus debilidades (2 Co. 12:9). Cada vez que nos enfrentamos con una debilidad, somos llenos de poder, y con éste podemos servir como ministros de la Palabra. Los ministros de la Palabra tienen diferentes grados de poder espiritual debido a que la medida de edificación no es la misma en todos. Las palabras de los ministros podrán ser las mismas, pero sus espíritus son diferentes. Si queremos usar nuestro espíritu, éste debe ser fortalecido primero, ya que el grado al cual hemos sido adiestrados determina el grado al que podemos utilizar nuestro espíritu como ministros de la Palabra. Esta medida varía según la persona. Cuando el ministro de la Palabra se enfrenta a una tribulación o aflicción, debe tener presente que Dios la usará para hacerlo apto como ministro Suyo. No cometamos la insensatez de tratar de escapar de ella. Cuanto más huimos, menos resultados obtenemos. Debemos estar siempre conscientes de que sin el aguijón no experimentaremos la gracia ni el poder, y la esfera de nuestro servicio será muy reducida. Es posible que demos mensajes, pero no contaremos con el espíritu apropiado para comunicar la Palabra. Quizá tengamos las palabras apropiadas, pero es necesario que nuestro espíritu ejerza la debida función y vaya junto con el mensaje.
LOS MINISTROS DEBEN ESTAR DISPUESTOS
El ejercicio del espíritu del ministro requiere su propia vida, pues tiene que arriesgar su vida. Cuando una persona sirve como ministro de la Palabra, no sólo debe tener un espíritu útil, sino también debe estar dispuesto a sacrificar y derramar su espíritu. Cuando una persona sirve como ministro de la Palabra, tiene que ejercitar su espíritu y derramar su vida, así como lo hizo el Señor Jesús. La noche que el Señor oró en el huerto de Getsemaní, les dijo a Sus discípulos: “El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil” (Mt. 26:41). Los discípulos estaban dispuestos, pero el Señor no sólo contaba con la disposición en Su espíritu sino además estaba presto a verter Su vida. Por esta razón Su sudor era como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra (Lc. 22:44). O sea que uno utiliza su espíritu al derramar su propia vida. Uno tiene que agotar toda su energía, siendo desgastado al punto de experimentar fatiga espiritual y muerte. Cada vez que el espíritu es liberado, éste desafía la debilidad y la muerte que hay en los demás. Liberar el espíritu de esta manera requiere que nos esforcemos, pues es la comunicación de una carga, y causa dolor y fatiga. La liberación del espíritu requiere sacrificio, ya sea en conversaciones privadas o en público. Tenemos que liberar nuestro espíritu porque muchas personas se encuentran espiritualmente débiles. Necesitamos forzar nuestro espíritu a salir para que haga frente a las debilidades espirituales y las destruya, ya que tenemos que luchar contra dichos elementos y derribarlos. Cuando damos salida a nuestro espíritu, encontramos que muchas personas están espiritualmente muertas, frías, encerradas en su intelecto y secas. Tenemos que hacer salir nuestro espíritu a fin de vencer la muerte que hay en ellas. Necesitamos remontarnos por encima de esa muerte y absorberla. Cuando estamos llenos de la Palabra, notamos que los que están sentados frente a nosotros están llenos de tinieblas y no pueden ver. Tenemos que liberar nuestro espíritu con potencia, como si estuviéramos dirigiendo nuestros cañones contra las fortalezas de las tinieblas y confrontando su ataque. Por un lado predicamos la Palabra de Dios, y por otro, confrontamos el ataque de las fuerzas de las tinieblas. La muerte y las tinieblas tratarán de absorber nuestra energía espiritual; por eso mientras estemos frente a las personas, debemos liberar nuestro espíritu y vencer las tinieblas que hay en ellas y abrirnos paso a través de sus sombras. Esta es una obra que requiere sacrificio y nos agota espiritualmente y requiere un gran esfuerzo de nuestra parte. Aunque el ministro de la Palabra no tenga que hacer ese esfuerzo en cada ocasión, siempre debe estar dispuesto a hacerlo.
Para poder ejercitar el espíritu de esta manera, la persona debe usar debidamente su espíritu. En realidad, uno sólo puede usar su espíritu en la medida en que éste haya sido adiestrado; no puede ir más allá. Pero para utilizar su espíritu hasta esa medida él debe estar dispuesto. A veces una persona experimenta una gran opresión delante del Señor. Si está dispuesta a sacrificarse para salir adelante, podrá avanzar. Pero si no lo está, tal vez tratará de liberar su espíritu de manera común y fácil. No es fácil que un ministro de la Palabra haga que su espíritu se extienda hasta el límite. Puede ser que alguien ejercite su espíritu bastante, sin que esté dispuesto a extenderlo a su límite, ya que esta acción es espiritualmente agotadora para cualquier hermano. Por lo tanto, no es raro encontrar un ministro que se rehuse a esforzarse a liberar su espíritu al máximo.
Quienes no saben nada del esfuerzo que hay que hacer para liberar el espíritu, no entenderán lo que estoy diciendo. Una persona que está consciente de la carga que hay que llevar para liberar el espíritu sabrá de lo que hablo. Alguien que nunca ha levantado doscientas libras no tiene ninguna idea de cuánto peso es; sólo los que han levantado dicho peso saben cuánta energía se necesita para hacerlo. Cada vez que una persona cumple su ministerio espiritual y usa su espíritu, lleva una carga que parece exigirle toda su energía. El factor determinante para la utilización del espíritu, es la medida de disposición que se tenga delante del Señor. Si uno está dispuesto, el mensaje podrá brotar debidamente. Cuanto más esté dispuesto uno, con más fuerza será comunicado el mensaje. Al predicar y al conversar con los hermanos privadamente, la intensidad del mensaje depende de la medida en que uno fuerce el espíritu a salir. Al ministrar la Palabra, el espíritu está sujeto al ministro, el cual puede retener su espíritu o liberarlo. Mientras habla, puede hacer que su mensaje sea fuerte o débil. Si está dispuesto a sacrificarse, fortalecerá la reunión; de lo contrario, hará que la reunión sea común. La decisión de hacer que una reunión sea fuerte o débil está en las manos del ministro de la Palabra.
Para aquellos que nunca han sido adiestrados, la obra del Espíritu Santo va más allá de lo que pueden entender, mas quienes han recibido disciplina de parte del Señor y en quienes El ha hecho una obra profunda, saben que el resultado de la reunión está determinado por ellos. La extensión de la obra que puede hacer el Espíritu Santo, la determina el sacrificio que estén dispuestos a hacer los ministros. Si no tenemos miedo al agotamiento que se siente en una reunión, ni somos perezosos, ni nos dejamos afectar por la audiencia, ni nos rehusamos a recibir la disciplina, podremos liberar nuestro espíritu poderosamente. Así, el espíritu acompañará al mensaje, y éste causará un fuerte impacto en los demás. Pero si estamos agotados o somos perezosos, es posible que nos apresuremos a hablar, pero nuestro espíritu estará atado. Las palabras podrán ser las mismas, pero el espíritu no hallará salida, o, cuando mucho, será liberado sólo de manera limitada y débil. Los oyentes podrán recibir la palabra, pero no tocarán el espíritu. Sólo oirán las palabras, pero éstas no los afectarán, por muy exactas que sean.
El ministerio de la Palabra no sólo incluye la comunicación del mensaje sino también la disposición del mensajero. ¿Estamos dispuestos y nos sentimos alegres de hacer salir nuestro espíritu? Si así es, el mensaje espontáneamente afectará a los oyentes. Si no forzamos nuestro espíritu a salir, las palabras no tendrán potencia. Un espíritu que fluye profusamente derriba a los demás a su paso. Las oraciones de algunos hermanos sólo pueden ser descritas como el prorrumpir del espíritu, ya que éste brota con potencia, y cualquiera que esté alrededor será derribado. Las palabras pueden ser las mismas, pero no la intensidad del espíritu. Debido a que fluye con ímpetu, nadie puede resistir su fluir. La liberación del espíritu de una persona depende de que ella esté dispuesta y preparada a hacer el sacrificio.
El obrero tiene que aprender a hablar con exactitud, pero esto no es todo; mientras presta su servicio, debe hacer el esfuerzo necesario para dar salida a su espíritu. Si lo hace, el espíritu brotará junto con su mensaje. La liberación será intensa, y nadie podrá resistir el fluir. Pero si la persona ha sido herida de alguna manera y está pasando por adversidades, es posible que sus palabras no sean tan eficaces. Cuanto más habla, más se nubla su mensaje y menos efecto surte. La herida y el dolor en su espíritu se convierten en un obstáculo. En esas condiciones, no es fácil que la persona vea la luz de Dios. Si hay una herida, el espíritu se ata, y las palabras pierden su contenido y su vigor. El mensaje sólo puede ser fuerte cuando va acompañado del espíritu. El espíritu tiene que estar activo, y tiene que ser liberado en la proclamación del mensaje. Podemos decir que el espíritu tiene que ser “empacado” en el mensaje y transmitido por él. Cuando uno está dispuesto a esforzarse para liberar el espíritu mediante la palabra, los demás recibirán la luz y tocaran la realidad.
La liberación del espíritu constituye la faceta espiritual del ministerio de la Palabra. En el ejercicio de dicho ministerio, uno tiene que hacer lo posible por liberar su espíritu, para lo cual uno tiene que utilizar toda su energía. Uno tiene que disponer todas sus emociones, sus pensamientos, su memoria y sus palabras. No debe haber ninguna distracción; cada pensamiento debe ser sujetado y enfocado y estar disponible. La memoria también tiene que esperar la dirección del espíritu. Ni un solo sentimiento debe quedar suelto. En otras palabras, toda la energía de la persona, junto con su memoria, sus ademanes, las emociones, y los sentimientos deben esperar en el Señor; cada parte de su ser debe ser dedicada al Señor para que El la use. Toda actividad del yo tiene que cesar; sólo el espíritu debe permanecer alerta y preparado para ser usado por el Señor. Esto es semejante a un ejército de muchos soldados y caballos formados en el campo de batalla que esperan la orden del general. Necesitamos usar nuestra mente, pero nuestra mente no puede ser el amo; debe ser sólo un siervo. Necesitamos usar nuestras emociones, pero no debemos dejar que tomen la iniciativa; sólo deben seguir al espíritu. Toda la energía y la fuerza del cuerpo deben estar sometidas al espíritu. Sólo entonces el espíritu tendrá la libertad de brotar.
Si el ministro de la Palabra no encuentra las palabras correctas o no halla el sentimiento respectivo en el momento crítico, su espíritu sufrirá, y no podrá brotar. Ninguna acción requiere un grado más elevado de concentración que la liberación del espíritu. Para que el espíritu pueda ser liberado, cada parte del ser de uno tiene que estar concentrado en ello. Esto no significa que cada parte de la persona deba ser liberada independientemente. ¡No! Todas deben ser liberadas junto con el espíritu. Todo lo que digamos debe ser lo que el espíritu quiere decir, y cualquier terminología que usemos debe ser la terminología del espíritu. Examinen una vez más el ejemplo que usamos anteriormente. Los millares de soldados tienen que esperar que el comandante dé la orden. Si él quiere que un soldado haga algo, éste no tiene otra alternativa; si él quiere mandar a otro soldado, éste tampoco tiene elección. Cuando le ordenamos a nuestro espíritu que brote, tiene que brotar. Si nuestros pensamientos se encuentran relajados o confusos, o nuestra memoria nos falla un poco, nuestro espíritu estará en peligro y será afectado.
El ministro de la Palabra debe aprender a no herir su espíritu de ninguna manera. Cuando hablamos, todo nuestro ser tiene que estar dispuesto. Ninguna parte de nuestro ser debe quedarse atrás. No debemos permitir que ninguna parte vague ni espere a ser llamada a trabajar. Cada parte tiene que estar alerta para que el espíritu pueda ser liberado al máximo. Esto requiere que hagamos un gran esfuerzo, debido a lo cual, el ministro de la Palabra no siempre puede usar su espíritu a toda su capacidad, aunque esto siempre es posible. Cuando él esté dispuesto, su espíritu será usado en un grado mayor y podrá traer más bendición, pero cuando no, su espíritu será usado en menor grado y traerá menos bendición. La bendición que reciben los demás depende de cuanto esté dispuesto él, es decir, la bendición que pueda traer el ministerio de la Palabra depende del ministro. Si estamos dispuestos a bendecir a otros, ellos recibirán bendición. Si queremos que otros tropiecen, ellos tropezarán. Si queremos que una gran luz resplandezca sobre ellos, ellos caerán postrados ante el Señor. Todo depende del crecimiento que tengamos en Dios. Cuantas más lecciones hayamos recibido de Dios y cuanto más elevadas y profundas sean, más frecuentemente seremos usados, a un grado más elevado y con mayor profundidad. Cuanto más aprendamos de Dios, más podremos hacer. Nosotros determinamos la medida de luz que reciben los demás, si caerán postrados o no, y la medida de realidad espiritual que toquen. El Señor encomendó este asunto a los ministros.
DEBEMOS OBLIGAR NUESTRO ESPÍRITU A SALIR
El verdadero ministro de la Palabra sabe lo que significa hacer que su espíritu salga. Mientras habla, debe hacer un gran esfuerzo, no con su energía carnal, sino con otra clase de fuerza. El tiene que empujar su espíritu. Es como si tuviera que utilizar toda su energía para presionar su espíritu a fin de que brote. El espíritu es una fuerza interior, y mientras él habla, él empuja esta fuerza hacia afuera y libera su espíritu. Cuando comunica el mensaje, al mismo tiempo le abre paso a su espíritu y lo libera. Cuando una persona le abre paso a su espíritu, los que le rodean tocan algo. Su audiencia oirá una doctrina o la Palabra de Dios dependiendo de si él da salida a su espíritu o no. Si está dispuesto a hacerlo voluntariamente, sus oyentes no oirán simplemente un mensaje, sino que tocarán algo que brota junto con éste. Pero si no lo hace, los oyentes no tocarán la realidad que está oculta en las palabras. El ministerio de la Palabra a veces se vuelve muy común porque hay demasiadas palabras y muy poco espíritu. Uno puede hablar mucho sin dar salida a su espíritu. Después de hablar por una o dos horas, tal vez haya permitido que su espíritu salga por breves lapsos. Esto es bastante común. Si forzamos nuestro espíritu a salir, entonces tendremos el ministerio de la Palabra. En un ministerio fuerte de la Palabra la cantidad de palabras va a la par con la medida de espíritu, es decir, ambos son proporcionales. Cuando el mensaje es comunicado, el espíritu debe ser liberado en la misma medida. Al ser liberado el espíritu, éste, a su vez, lleva consigo el mensaje. Esto constituye un ministerio eficaz y fuerte. En ese caso, la audiencia toca el espíritu liberado y oye la Palabra. El ministro de la Palabra será común o poderoso en su expresión dependiendo de si está dispuesto a hacer el sacrificio y además, del adiestramiento que haya recibido. Por consiguiente, si no ha sido adiestrado o si no está dispuesto, sus palabras serán débiles. El mismo determina estrictamente su mensaje. El adiestramiento que ha recibido constituye todo lo que tiene, y su disposición constituye lo que desea hacer. Por un lado, es posible que la persona tenga algo, pero no quiera darlo a los demás; por otro, puede ser que la persona quiera dar algo, pero no lo tiene. Necesitamos poseer lo que queremos dar, y necesitamos estar dispuestos a dar lo que ya recibimos. En todo caso, primero debemos recibir adiestramiento antes de tener la disposición.
El espíritu y el mensaje expresado deben ser compatibles. Sin embargo, hay casos excepcionales cuando la intensidad del espíritu excede a la de las palabras. A veces algunos se enfrentan a circunstancias especiales en las cuales surgen necesidades especiales, y Dios permite que el espíritu de la persona vaya más allá de su mensaje. Aunque las palabras no digan mucho, el espíritu abarcará mucho más. Esto, sin embargo, ocurre muy raras veces, y es muy difícil de lograr. Por regla general, nuestro espíritu no excederá nuestras palabras, pero habrá ocasiones en las que lo hará. El factor principal del ministerio de la Palabra es la liberación del espíritu, mientras que el factor de la recepción del mensaje radica en que se toque este espíritu. El ministerio de la Palabra es un servicio que se hace en el espíritu. Mientras hablamos, usamos nuestro espíritu, y cuando éste es liberado, ejercemos el ministerio de la Palabra. El ministerio de la Palabra no consiste simplemente en comunicar palabras sino en anunciar el mensaje acompañado del espíritu. El ministerio de la Palabra no consiste en predicar solamente, sino que es necesario tener un mensaje definido y luego dar salida al espíritu por medio del mensaje proclamado. Si sólo enunciamos un mensaje sin el espíritu, lo que se anuncia es doctrinas, no la Palabra de Dios. Espero que todo ministro de la Palabra comprenda que dar un mensaje no es lo mismo que hablar, pues se precisa que se le dé salida al espíritu. Si sólo tenemos las palabras pero no forzamos el espíritu a que salga, no estamos ministrando. Ningún ministro de la Palabra puede desempeñar su función si su espíritu está adormecido, porque el ministerio de la Palabra equivale a la liberación del espíritu. Dios no desea que los hombres simplemente oigan Su mensaje sino que toquen el espíritu de la Palabra. El espíritu está contenido en la Palabra y es comunicado junto con ella. Dios quiere que nosotros toquemos Su Espíritu, no que toquemos Su Palabra solamente. Su Espíritu es liberado por medio de la Palabra. El ministro de la Palabra debe hablar y, al mismo tiempo, forzar a salir el espíritu que yace detrás del mensaje. Cada vez que predicamos, tenemos que obligar nuestro espíritu a salir. En esto consiste el ministerio de la Palabra.
Un ministerio eficaz de la Palabra, es decir, un mensaje dado con poder, no sólo hace que brote el espíritu sino que, inclusive, causa un gran impacto. Esto significa que cuando la palabra es anunciada, el espíritu explota. El espíritu no debe ser liberado de cualquier manera sino de un modo explosivo, ya que cuando así lo hacemos, los hombres caen postrados ante Dios. Si uno ejerce el ministerio de la Palabra de este modo, podrá decidir quién ha de ser conmovido en cierto día, podrá liberar su espíritu, y esa persona será conmovida exactamente de la manera que uno había determinado con antelación. El podrá predecir sobre cuál persona verterá su espíritu, y éste vendrá sobre esa persona como una lluvia y la empapará completamente. Esto es posible. Cuando hable, él proclamará su mensaje, y cualquier espíritu contrario, frío u obstinado será subyugado. Es posible liberar el espíritu de manera explosiva. Cuando esto se logra, los demás tocan algo y caen postrados, no importa cuán obstinados sean. Tenemos que prestar atención a la intensidad del espíritu que liberamos cuando predicamos. La liberación de nuestro espíritu no puede exceder la medida que tenemos por dentro. Sólo podemos liberar todo lo que tenemos. La medida del poder está limitada por nuestra capacidad, dado que no podemos ir más allá. Lo que cuenta no son nuestras palabras ni nuestra voz ni nuestra actitud. Si recurrimos a éstas, sólo realizaremos una actividad hueca. Nunca debemos fabricar una actitud ni simular un tono de voz cuando estamos faltos de espíritu, pues el hombre sólo puede ser subyugado por la liberación del espíritu. Nadie puede resistir al espíritu.
¿Qué importancia tiene la liberación del espíritu? Haremos mención de algunos aspectos.
Liberar nuestro espíritu equivale a liberar el Espíritu Santo
¿Qué es la liberación del espíritu? Es la liberación del Espíritu Santo. El Señor dio el Espíritu Santo a la iglesia. Su intención es que ella sea el vaso del cual fluyan los ríos de agua viva del Espíritu (Jn. 7:38). Así que, la iglesia es el recipiente del Espíritu Santo. Debemos comprender en qué consiste la obra de la iglesia hoy. La iglesia es el recipiente del Espíritu Santo. Dios no derramó Su ungüento indiscriminadamente sobre todo el mundo; El lo derramó solamente sobre la iglesia, la cual unge a las personas con ese ungüento. Al decir que la iglesia es el recipiente del Espíritu Santo, no me refiero a que sea un instrumento que El use, sino a que es la vasija que lo contiene, o sea que el Espíritu Santo está en la iglesia. Pero, ¿cómo contiene la iglesia al Espíritu de Dios? Nuestro espíritu es la parte de nosotros que contiene al Espíritu de Dios, lo cual reconocen quienes estudian la Biblia. El tipo que encontramos en el Antiguo Testamento es muy claro. La paloma que Noé envió no pudo descender sobre la vieja creación; sólo pudo descender sobre la nueva creación (Gn. 8:6-12). En nuestro ser, sólo el espíritu pertenece a la nueva creación. Por consiguiente, el Espíritu Santo sólo puede morar en nuestro espíritu. En Exodo dice que el ungüento santo no podía ser derramado sobre la carne (30:31-32). La carne no puede contener al Espíritu Santo; solamente el espíritu lo puede contener. Ezequiel 36 lo dice más explícitamente: “Pondré espíritu nuevo dentro de vosotros … y pondré dentro de vosotros Mi Espíritu” (vs. 26-27). El “espíritu nuevo” se refiere a nuestro espíritu, y “Mi Espíritu” es el Espíritu Santo. Si no tenemos un espíritu nuevo dentro de nosotros, no podemos tener el Espíritu de Dios.
Forzar nuestro espíritu a salir equivale a liberar el Espíritu Santo juntamente con nuestro espíritu. Quienes estudian la Biblia saben que en el griego en muchos casos es difícil diferenciar entre el espíritu humano y el Espíritu Santo. La palabra espíritu se menciona reiteradas veces en el capítulo ocho de Romanos, pero es difícil determinar cuándo se refiere al espíritu humano y cuándo al Espíritu Santo. En nuestro idioma hacemos una diferencia entre ellos usando minúscula o mayúscula respectivamente para cada uno. El espíritu del hombre ya se unió al Espíritu de Dios. Cuanto más adiestramiento recibimos, más fácilmente podemos liberar nuestro espíritu. El Espíritu Santo es liberado cuando nuestro espíritu brota, porque el Espíritu Santo mora en el nuestro. En consecuencia, la liberación del espíritu no se refiere simplemente a la liberación de nuestro espíritu, sino también al fluir del Espíritu Santo. La extensión de la liberación del Espíritu Santo depende enteramente de la liberación de nuestro espíritu. El Espíritu Santo está limitado por nuestro espíritu. Cuando hablamos con un hermano o con un inconverso, nuestro espíritu determina a qué grado liberamos el Espíritu Santo, lo cual, a su vez, depende del recipiente; el ungüento mismo no tiene ningún problema.
Hermanos, no seamos tan insensatos como para pensar que toda la responsabilidad recae sobre el Espíritu Santo. El Señor dio esa responsabilidad a la iglesia. En Mateo 18:18 se nos muestra la autoridad que tiene la iglesia, y Juan 20:23 dice casi lo mismo. Ambos pasajes dicen que el Señor perdona los pecados a quienes nosotros se los perdonamos y que se los retiene a quienes nosotros se los retenemos. ¿Cómo puede ser esto? Esto se debe a que nosotros recibimos el Espíritu Santo. El Señor no dijo: “Les doy el Espíritu Santo. Cuando se den cuenta que el Espíritu Santo perdona a alguien, ustedes también deben perdonarlo. Y cuando vean que El le retiene los pecados a alguien, ustedes también deben retenérselos”. No. El simplemente le dijo a la iglesia que honrara al Espíritu Santo. Si lo hace, entonces puede perdonar los pecados a una persona, y el Señor también la perdonará. La autoridad del Espíritu Santo está a disposición de la iglesia. ¡Qué gran responsabilidad tiene la iglesia! Si Dios actuara por Sí mismo, no importaría mucho si la iglesia tuviera vacíos. Pero Dios le encomendó todo a la iglesia. Por eso, ella no puede tener faltas. Si la autoridad reposara exclusivamente en el Espíritu Santo, el éxito o fracaso de un ministro no tendría muchas repercusiones. Pero el Espíritu Santo está limitado por el ministro. Si el ministro fracasa, el Espíritu Santo no puede actuar. Si Dios hubiera mantenido toda la autoridad en Su mano, no importaría mucho si nosotros tropezamos. Pero Dios no tiene la obra del Espíritu Santo en Su mano, sino que la puso en manos de los ministros. Cuando el espíritu de un ministro es liberado, el Espíritu de Dios es liberado; de lo contrario, el Espíritu de Dios no puede brotar. Dios está dispuesto a encomendar Su autoridad a los ministros y se alegra de hacerlo y de darles la libertad de usarla. Sólo si uno es insensato pensará que puede actuar precipitadamente o que puede ser indiferente. Debemos recordar que el problema yace en los ministros de la Palabra, pues de ellos depende si el Espíritu Santo es liberado o no.
Liberar el espíritu equivale a liberar poder
La liberación del espíritu también equivale a la liberación del poder. Una persona obstinada puede ser subyugada dependiendo del poder espiritual que comunique el que proclama el mensaje. Si nuestro espíritu es fuerte, las personas serán subyugadas. Siempre y cuando la persona no esté completamente cerrada (lo cual hace imposible llegar a ella), será subyugada cuando el espíritu de uno sea liberado de manera poderosa, aun si dicha persona es obstinada. No debemos echarles toda la culpa a los demás, pues el noventa por ciento de las veces no son ellos los del problema sino nosotros. Si nuestro espíritu es lo suficientemente poderoso, los subyugaremos. Cuanto más poder libere nuestro espíritu, más fácilmente se someterán las personas.
Liberar el espíritu equivale a liberar la vida
Liberar el espíritu también es liberar la vida. Cuando el espíritu es liberado, brotan el Espíritu Santo, el poder y la vida. Los demás tocarán la realidad espiritual cuando nos oyen sólo si liberamos nuestro espíritu. De la misma manera, sólo tocarán la vida de Dios si nosotros damos salida a nuestro espíritu. Si solamente proclamamos el mensaje, sólo comunicaremos doctrinas, y los oyentes no tocarán al Espíritu Santo. Pero cuando nos disponemos a hablar y voluntariamente damos salida a nuestro espíritu, los oyentes no oirán doctrinas, sino que tocarán la vida divina. Los que escuchan el mensaje tocarán el cascarón de la palabra o la vida que se encuentra en ella, dependiendo de si nosotros damos salida a nuestro espíritu.
Liberar el espíritu equivale a liberar la luz
Esto no es todo. Al liberar el espíritu, uno también comunica la luz. En primer lugar, la luz se convierte en un mensaje de Dios dentro de nosotros, y luego llega a ser luz en los demás por conducto de nosotros. Es responsabilidad del ministro que las personas vean la luz de Dios (salvo en el caso de los que se resisten activamente). A la persona le corresponde abrir los ojos, pero una vez que los abre, es la responsabilidad del ministro presentársela. La persona es responsable únicamente por abrir los ojos, y al ministro le toca hacer que la luz le resplandezca. Si la persona decide cerrar los ojos, no se puede hacer nada, pero si abre el corazón, los ojos y el espíritu, la responsabilidad de que vea la luz reposa sobre el ministro. Si el espíritu del ministro es fuerte al proclamar el mensaje, y éste va acompañado del Espíritu Santo, dicho mensaje se convertirá en luz para los oyentes. La luz de Dios está contenida en Su palabra. Al comunicar la palabra de Dios, debemos liberar el espíritu, y con éste va el Espíritu Santo. Cuando este mensaje llega al hombre, se convierte en luz. Si una persona se arrodilla y ora después de haber oído el mensaje, diciendo: “Señor, concédeme la luz”, queda demostrado que sólo oyó doctrinas, mas no la voz de Dios. La Palabra de Dios es luz. Cuando alguien oye la palabra de Dios, ve la luz de Dios, por lo tanto, no necesita arrodillarse y orar después de oír el mensaje. No debe decir: “Entiendo este mensaje, pero no tengo luz. Señor, concédemela”, pues en ese caso, el mensaje y la luz siguen siendo dos cosas separadas. Es precisamente en este aspecto donde el cristianismo ha fracasado: las doctrinas no traen luz, ya que aunque todo se entiende claramente, no se recibe beneficio alguno. Todos pueden repetir lo que oyeron, pero nadie lo puede aplicar.
Recordemos que si una persona oye la Palabra de Dios, ve la luz. De no ser así, el responsable de ello es el orador. Muchas veces descargamos la responsabilidad de ver en los hombros de los oyentes, lo cual no está bien. Salvo en el caso de que se presenten obstáculos extraordinarios o en que el oyente cierre los oídos, el orador tiene que responsabilizarse por la falta de luz que haya en su mensaje. Muchas personas cuentan con un espíritu abierto, un corazón que busca al Señor, y una mente abierta, y desean recibir la luz. Si la luz no viene, se debe a obstáculos que yacen en el ministro de la Palabra. Si al proclamarse la Palabra el espíritu está activo mientras el Espíritu Santo opera, el mensaje dado se convertirá en luz para los oyentes, quienes no tendrán que orar para recibir luz. No será necesario que se arrodillen ni que pidan: “Señor, he oído Tu palabra. Ahora concédeme la luz”. Mientras oyen la palabra, recibirán la luz. Algunos ministros deben arrepentirse delante del Señor. Ellos no tienen la luz que viene de Dios para alumbrar a los demás; ésta se encuentra encerrada en ellos, es decir, el problema radica en los ministros. Es injusto que los ministros culpen a los hermanos y hermanas de la pobreza que hay en la iglesia, pues éstos tienen la responsabilidad de abrir sus ojos, mientras que ellos son responsables de darles la luz. Cada vez que el espíritu de los ministros es liberado, la luz también debe ser liberada.
El ministro puede determinar cuánta luz emitirá. El puede determinar delante del Señor cuánta luz hará resplandecer sobre los demás en un determinado día. Tal ministro debe haber experimentado mucho la disciplina del Señor. Cuando hace que su espíritu salga, debe hacer brotar lo que ha visto, las revelaciones que hay en su espíritu y, junto con éste, la luz que tiene. El debe empujar su espíritu hacia afuera, del mismo modo que una persona es forzada a salir por una puerta. El ministro debe hacer que salga la luz, no sólo inspirando a los demás a conocer su significado sino haciendo que se postren delante de Dios. A menudo, el ministro se prepara para emitir “luz” con el solo fin de ayudar a los demás a que entiendan. Es posible que logre su propósito, pero eso será todo lo que los oyentes reciban; parece que lo único que le interesa al obrero es que la gente entienda su mensaje. Pero si está dispuesto a hacer el esfuerzo delante del Señor, forzará su espíritu a salir, y los demás no sólo entenderán sus palabras, sino que también serán subyugados por ellas y caerán postrados al ser expuestos ante aquella luz. La luz puede hacer que una persona caiga postrada ante Dios. Una vez que la persona ve la luz, cae al piso postrada sobre su rostro. Los ministros deben llevar a cabo esta tarea. Si ellos están dispuestos, la luz emanará con intensidad.
LA PRESIÓN Y LA LIBERACIÓN DEL ESPÍRITU
Hay ciertos principios que se aplican a la liberación del espíritu. Esta depende de dos cosas: de cuán dispuesto esté uno y de cuánta presión pueda resistir. Al venir a la reunión, puede ser que Dios nos dé cierta cantidad de presión. Si la presión es intensa y constante, podemos estar seguros de que Dios desea que algo brote de nosotros. Cuando la presión aumenta, ésta hace que salgan nuestras palabras. Somos oprimidos, y nuestro espíritu es forzado a fluir de manera particular a fin de aliviar esa presión. Por consiguiente, la presión produce una extraordinaria liberación del espíritu. La intensidad con la que es liberado el espíritu depende de la presión bajo la cual estamos. Al hablar con cierto hermano, es posible que lo encontremos en una condición de ignorancia y de tinieblas, e incluso vemos que se jacta en su ceguera. Aunque está en tinieblas, tiene un concepto muy elevado de sí mismo. Cuando hablamos con él, Dios pondrá en nosotros una sensación de opresión o nos sentiremos incómodos. Cuando Dios hace que esta presión aumente en nosotros, nos exasperamos y no podemos resistir por mucho tiempo; así que tenemos que abrir nuestra boca. Pero al hacerlo, no lo hacemos de cualquier manera; nuestras palabras saldrán a borbotones. Esto será la liberación intensificada de nuestro espíritu. El espíritu es liberado poderosamente según la presión que experimentamos. Supongamos que el hermano arrogante y seguro de sí mismo se sienta enfrente de nosotros. La presión que hay en nuestro interior crecerá al oírlo hablar. Si nos compadecemos de él, nuestro espíritu irrumpirá súbitamente. Lo importante es que estemos dispuestos a anunciar la palabra que está en nuestro interior. Si estamos dispuestos y la presión que está en nosotros es suficiente, la palabra saldrá de nosotros súbitamente a modo de exhortación. Si la liberación es lo suficientemente fuerte, la arrogancia será subyugada. Por supuesto, si no estamos dispuestos, nada pasará. Deseo que todos los hermanos vean que nuestro espíritu se llena de poder cada vez que lo utilizamos. Cuando usamos el espíritu, se vuelve más fuerte cada vez. Cuanto más lo ejercitemos, más útil será. Si nuestro espíritu se llena de poder continuamente, el Señor podrá usarnos.
Esto sucedió cuando Pablo expulsó un espíritu maligno. La joven esclava daba voces por muchos días, diciendo, “Estos hombres son siervos del Dios Altísimo” (Hch. 16:17). Un día Pablo, no pudiendo tolerarlo más, le dijo al espíritu: “Te mando en el nombre de Jesucristo, que salgas de ella”, y el espíritu salió (v. 18). Muchas personas sólo pueden levantar la voz, mas no su espíritu. Eso no producirá fruto alguno. El principio que rige los milagros es el mismo que el que rige la proclamación de la Palabra. Pablo fue provocado en su interior, pues la presión fue demasiada. Cuando mandó al espíritu que saliera, éste tuvo que salir. Cuando la carga crezca en el espíritu hasta cierto grado, las palabras saldrán súbitamente. Cuando la luz es intensa, la liberación también lo es. Tenemos que ser oprimidos por el poder del espíritu hasta el punto de ser provocados. Cuando esto ocurre, nuestras palabras producirán un cambio en los demás. Según este mismo principio, una persona puede reprender a otros solamente cuando experimenta esta presión en su espíritu. Al salir de Betania, el Señor vio una higuera estéril, y le dijo: “Nunca jamás coma nadie fruto de ti” (Mr. 11:14). Esto salió de la presión que había en su espíritu. Las palabras brotaron por la presión espiritual. Como resultado, el árbol se secó desde la raíz. No obstante, tengamos presente que el ministro de la Palabra no es libre de proferir esta clase de orden cuando le plazca. Podemos hablar de este modo sólo cuando algo nos provoca, nos enardece o nos turba. Este es el principio que rige cuando se hacen milagros y cuando se da una exhortación. Cuando nuestro ser interior se derrama y nuestro espíritu es liberado, otros serán subyugados.
El ministerio de la Palabra equivale al ministerio del espíritu. Una persona recibe el mensaje cuando toca el espíritu que viene con éste, y en consecuencia, caerá postrada sobre su rostro. Cuando el espíritu es liberado, el poder, la luz y la vida brotan desde nuestro interior; además, el Espíritu Santo es liberado desde nuestro interior, y la presión es aliviada. Lo único que funciona es la liberación del espíritu. Todo lo demás es vanidad. La mente, las palabras, la memoria y los sentimientos nos ayudan a comunicar nuestro mensaje, pero el ingrediente necesario es nuestro espíritu. Sólo podemos hablar cuando nuestro espíritu fluye junto con el mensaje. Cuando tenemos todos estos ingredientes, tenemos el ministerio de la Palabra.
LA PUREZA DEL ESPÍRITU
Nuestro mensaje debe ser respaldado por nuestro espíritu. Pero a fin de liberar un espíritu puro y limpio, es necesario que pasemos por mucha disciplina. Una cosa es cierta: la clase de espíritu que tenemos determinará la expresión del Espíritu Santo que llevemos, y nuestro carácter dictará el aspecto del Espíritu Santo que expresemos. La manifestación del Espíritu Santo es diferente en cada persona. Tener el mismo Espíritu no significa que tengamos la misma manifestación. El Espíritu que fluye a los demás lleva las características del canal por el cual fluye. Cuando el Espíritu fluye, lleva consigo las características de la persona responsable del fluir antes de llegar al hombre. Es por eso que el Espíritu Santo se expresa de una manera diferente en cada persona. La clase de ministerio que se puede tener varía de persona a persona. El Espíritu Santo se expresó de una manera por medio de Pablo, y de otra por medio de Pedro, pese a que era el mismo Espíritu. Es bastante obvio que el Espíritu Santo se manifestó en Pedro con el sabor y las características de Pedro, y en Pablo con el matiz y las cualidades de Pablo. El no anula los elementos humanos de la persona. Dios nunca prescindió de los elementos humanos de los escritores de la Biblia. Cuando alguien está lleno del Espíritu Santo, la manifestación es una. Cuando otra persona está llena del Espíritu Santo, la manifestación es otra. El no se expresa en todos del mismo modo. Cuando el Espíritu Santo llena a una persona, El asume las características de ella.
Hermanos, ¿pueden ver la responsabilidad que recae sobre nosotros? Si el Espíritu Santo llegara a los demás exclusivamente mediante el mensaje predicado y sin relacionarse con nuestra naturaleza humana, no tendríamos ninguna responsabilidad en el asunto. Si solamente tuviéramos que llevar con nosotros al Espíritu y transmitirlo, sin que nuestros elementos humanos estuvieran involucrados, no tendríamos mucha responsabilidad. Pero las experiencias de muchos santos demuestran que el Espíritu Santo llega al hombre llevando consigo las características especiales de quien lo contiene. Por eso, nuestro espíritu debe ser purificado por medio de la disciplina. De lo contrario, los demás recibirán elementos indeseables. Tengamos presente que el factor humano constituye un factor muy importante. El Espíritu Santo no opera independientemente ni de manera desordenada. Puesto que nuestro carácter desempeña un papel importante, el Espíritu no anula nuestra naturaleza; por el contrario, es liberado junto con nuestra naturaleza. El Señor dijo: “Si alguno tiene sed, venga a Mí y beba. El que cree en Mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (Jn. 7:37-38). Esto indica que, en primer lugar, uno tiene que beber el agua, y luego los ríos de agua viva tienen que fluir de nuestro interior. J. N. Darby dice que el interior se refiere a la parte más profunda de nuestro ser. Es de esta parte profunda de donde fluye el Espíritu Santo, quien lleva consigo el ser mismo de la persona. En otras palabras, cuando el agua viva brota de una persona, el Espíritu Santo arrastra en Su fluir las características de dicha persona y de ese modo llega a otros.
Por consiguiente, necesitamos estar dispuestos a ser quebrantados. No debemos permitir que cuando la cruz venga a nosotros, venga en vano. Mientras la cruz hace su obra, nosotros somos desmenuzados y disciplinados, y nuestro ser es purificado. Cada tribulación nos purifica. Cuanto más fuego experimentamos, más limpieza recibimos. Cuanto más y más intensos sean los problemas que afrontamos, más purificado será nuestro espíritu, y más limpia será la expresión del Espíritu Santo. A menudo cierto aspecto de nuestro carácter pasa por algún quebranto, pero debido a que la obra no se completa, quedan algunas impurezas y, por consiguiente, los demás tocan el Espíritu de Dios junto con ellas. Cuando recibimos el ministerio de la Palabra, muchas veces vemos que el ministro tiene la palabra de Dios y que usa su espíritu. Pero, al mismo tiempo, su propia persona se deja ver claramente, debido a que no ha sido quebrantada lo suficiente. El Espíritu Santo es liberado por medio de él, pero al mismo tiempo brotan sus propias características. Hermanos, ¡nuestra responsabilidad es demasiado grande! Si el Espíritu del Señor obrara independientemente del hombre o si rechazara a quien tuviese deficiencias en alguna área, o si el Señor nos desechara tan pronto nos desviáramos un poco, el asunto sería mucho más sencillo, pues sería fácil diferenciar entre la obra de la carne y la del Espíritu. Pero el problema es que la obra de la carne sigue activa en nosotros. Aunque nuestro espíritu no es lo suficientemente puro, Dios nos usa y no nos rechaza. Hay muchas personas soberbias que se engañan pensando que son útiles y que ya pasaron la prueba. Con frecuencia Dios emplea a una persona a pesar de que todavía hay debilidades en ella. Recordemos que cuanto más somos usados por Dios, más grande es nuestra responsabilidad. Si Dios no nos usara, tendríamos menos problemas. Pero el Señor nos usa aunque sabe que no somos aptos. El Espíritu Santo no actúa independientemente, ya que no puede brotar del hombre sin la colaboración de éste, lo cual constituye un profundo principio en la obra de Dios. Cuando el Espíritu Santo fluye a otras personas, lo hace juntamente con el espíritu del hombre; de tal modo que el Señor brota del hombre llevando consigo las características del mismo.
Debemos temer y temblar siempre, pues el Señor nos usa aunque no seamos aptos. Tengamos presente la seriedad de nuestra responsabilidad. Si algo en nosotros no está bien, las deficiencias que haya en nuestro espíritu se mezclarán con el mensaje del Señor. Llegará el día cuando el Señor hará que Su luz resplandezca en nosotros, y esto hará que nos postremos delante de El y le digamos: “Señor, nada de lo que dije antes está al nivel de Tu norma”. Quienquiera que sea iluminado aunque sea un poco, estará consciente de sus fracasos pasados. El Espíritu de Dios pudo haber logrado algo por medio de nosotros, pero nuestra persona sigue siendo deficiente y seguimos siendo vasos impuros delante del Señor. No somos vasos perfectos. Aunque estamos en las manos de Dios, somos vasijas contaminadas y necesitamos una disciplina más profunda. Cuando una persona es iluminada, descubre sus defectos y se da cuenta de que todo su ser es inútil. Cuando la Palabra es proclamada, el espíritu tiene que brotar junto con ella. Por lo tanto, necesitamos pedirle al Señor que tenga misericordia de nosotros y nos conceda Su gracia para que todo esté bajo la disciplina del Espíritu Santo. Si no aceptamos esta disciplina, nuestro espíritu no será útil. Es posible que el Señor desee hacernos ministros de la Palabra, por lo cual actúa en nosotros día tras día. Toda disciplina, tribulación y adversidad que nos sobreviene en nuestras circunstancias viene con el propósito de aumentar nuestra utilidad en el Señor. Todas las cosas ayudan para hacer que nuestro espíritu sea más puro y más perfecto. Ellas colaboran para producir un fluir más puro cuando sea liberado nuestro espíritu y para hacerlo más útil. Dios puede permitirnos en Su misericordia que Su Espíritu sea liberado por medio de nosotros, pero es posible que nosotros pensemos que hemos llegado a ser grandes siervos del Señor y quizá nos llenemos de orgullo y pensemos que todo está bien, sin darnos cuenta de que Dios nos utilizó provisionalmente según la necesidad.
Debemos comprender que el ministro experimenta un adiestramiento diario, aunque, no obstante, es una obra de toda la vida. Puede ser que nuestro mensaje no mejore, pero nuestro espíritu sí puede mejorar. Quizás las palabras sean las mismas que usamos hace diez años, pero ahora nuestro espíritu es diferente del que teníamos en aquel entonces. Una persona joven no debe pensar que puede dar el mismo mensaje que una persona mayor. Tal vez diga las mismas palabras, pero no tiene el mismo espíritu. Hay hermanos que pueden repetir el mismo mensaje que dieron hace veinte o treinta años. Las palabras son las mismas, pero el espíritu es diferente. No nos preocupemos si recordamos bien todas las palabras; lo que debe interesarnos es que tengamos un espíritu diferente. Es posible proferir las mismas palabras que emplean los hermanos más maduros, pero no es fácil tener el mismo espíritu que ellos. No es suficiente que el ministro de la Palabra cuente con la palabra sola, pues también necesita el espíritu. El Señor dijo: “Las palabras que Yo os he hablado son espíritu y son vida” (Jn. 6:63). Cuando el ministro de la Palabra se dispone a hablar por el Señor, sus palabras deben ser puras, pero además debe dar salida a su espíritu. Lo importante no es que digamos las palabras acertadas, sino que nuestro espíritu pueda brotar con pureza.
Lo que cuenta no es nuestra elocuencia, sino el espíritu que transmitimos al hablar. En cierta esfera el hombre es aceptado entre tanto que éste sea hábil, elocuente y sabio; pero hay otra esfera que exige que uno haya sido quebrantado por Dios y disciplinado por el Espíritu Santo. Las dos esferas son completamente diferentes. El mensaje proclamado en la segunda esfera sólo puede producirse “a golpes” por medio de la mano del Señor y es forjado en la persona misma. Cada día el Espíritu Santo forja “a golpes” la palabra en el ser del ministro. Si deseamos predicar un mensaje hoy, no es suficiente enunciar el discurso. Puede ser que después de dar el mensaje pensemos que fue maravilloso, y quizá nos sintamos satisfechos. Es posible que pensemos que podemos volver a predicar el mismo mensaje y que nuestras palabras no son diferentes de las de aquellos que tienen un ministerio genuino. Pero nuestro mensaje no producirá ningún resultado, debido a que estamos en la esfera equivocada. Tal vez alguien nos compartió cierta verdad, y nosotros la recibimos. Desde ese momento, hemos hablado de esa verdad, pero nuestras palabras no conducen a ninguna parte. Aunque sean las mismas palabras, si no contamos con el espíritu correspondiente, se producirán vacíos cuando nuestro espíritu brote. Las palabras del Señor son espíritu y son vida. A esto se debe que nuestro espíritu tiene que ser disciplinado por el Señor. Nuestra persona tiene que ser molida y amoldada a fin de que nuestro espíritu pueda ser debidamente liberado. Cuando anunciamos el mensaje y nuestro espíritu brota junto con éste, el Espíritu Santo también es liberado. ¡Alabado sea el Señor! Es así como se lleva a cabo el ministerio de la Palabra. Sin tal liberación, seremos como los escribas que enseñan los diez mandamientos. El problema de esta clase de enseñanza es que todo lo que se enseña es doctrinal y didáctico, y consiste en dar exposiciones. Si nuestro espíritu no participa en ello, todo será vano. Dios tiene que obrar en nosotros para que nuestro espíritu fluya cada vez que anunciamos un mensaje. A veces se necesita una liberación extraordinaria, cuando hay una necesidad especial, mas no en todos los casos. En tales ocasiones el Espíritu Santo se derrama y opera intensamente. Si no tenemos esta experiencia, el mensaje que prediquemos no será compatible con la predicación de los apóstoles.
Necesitamos estar conscientes de la responsabilidad que tiene la iglesia. Dios encomendó Su Cristo a la iglesia con la intención de que ella lo comunique a otros. También le entregó a ella Su Espíritu Santo para que lo transmita. Además le dio la revelación y las bendiciones espirituales a fin de que ella las proclame. Este es el plan de Dios. La iglesia es el Cuerpo de Cristo en la tierra. Así como el cuerpo de un hombre lo expresa a él, la iglesia expresa a Cristo. Los anhelos de la cabeza son expresados por medio del cuerpo. Sin el cuerpo, la cabeza no puede expresarse. De igual manera, sin la iglesia, Cristo no se puede expresar. En esta era Dios bendice al hombre por medio de la iglesia, debido a lo cual ésta tiene una responsabilidad enorme. No pensemos que todo se encuentra en los cielos. No podemos olvidarnos de Pentecostés ni de la cruz. La situación de hoy es muy diferente a la del Antiguo Testamento. Malaquías 3:10 dice: “Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde”. Este era el principio aplicado en el Antiguo Testamento. La bendición se encontraba en el cielo, pero ya vino a la tierra. El Espíritu arrebatará a la iglesia y la llevará al cielo. El pueblo cristiano se ha olvidado de la posición de la iglesia, mientras que el catolicismo ha tratado de usurpar la bendición de Dios con manos carnales. Debemos pedirle a Dios que abra nuestros ojos para que veamos que todas las bendiciones espirituales están en la iglesia, la cual las puede distribuir.
Hoy la iglesia tiene la responsabilidad de impartir a Dios a los demás. Efesios muestra claramente que las bendiciones ya descendieron y que la iglesia ya ascendió. Todas las cosas espirituales se hallan en la iglesia. ¿Qué es un ministro? Es una persona que distribuye las riquezas espirituales a los demás. La iglesia ha disfrutado y recibido todas estas riquezas. Todas las riquezas de Cristo están ahora en la iglesia. En la actualidad la iglesia imparte a los demás las riquezas que recibió. El ministro imparte a otros el Cristo que él vio y recibió. No pensemos que todo se encuentra lejos de nosotros. Muchas personas oran como si la iglesia nunca hubiera ascendido a los cielos; hacen peticiones como si el Espíritu Santo no hubiera descendido a la tierra. Eso no es la iglesia. En Romanos 10:8 dice: “Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón”. Hermanos, si contamos con la luz, podemos transmitir la misma luz divina a otros. Si poseemos la palabra de Dios, podemos comunicarla a los demás. Todo depende de si estamos dispuestos a hacerlo y nos alegramos en ello.
Durante años, Dios ha estado buscando vasos santificados que transmitan Su palabra. Esto no quiere decir que Dios no nos usará a menos que estemos perfectamente santificados. En los últimos dos mil años, un sinnúmero de manos carnales han tocado la obra de Dios y la han contaminado. Hermanos, nosotros sabemos muy bien lo que éramos hace diez o veinte años. Lo único que podemos decir es que éramos hombres carnales, impuros y pecaminosos; éramos hombres simplemente. Pero aún así, Dios nos usaba. No debemos cometer la insensatez de pensar que le somos útiles a Dios simplemente porque El nos usó antes. Comprendemos cada vez más claramente cuán seria es nuestra responsabilidad. “Señor, inclusive mientras estamos a Tu servicio, nuestro yo contamina, ensucia y corrompe Tu palabra. Hemos mezclado nuestro pecado y suciedad con Tu obra. Hay muy poca separación entre la obra del Espíritu y la obra de la carne. Señor, hemos pecado. Perdónanos. Ten misericordia de nosotros”.
El Señor se confió a la iglesia y nos mostró cómo obra. Hoy Dios imparte todo lo que El es por medio del espíritu del hombre. Debemos orar para que el Señor apruebe nuestro espíritu. No podemos jactarnos de la obra que hicimos en el pasado. No tenemos ninguna razón para permanecer en nuestra impureza ni en nuestros caminos naturales y carnales. Debemos recordar que Dios encomendó Su Cristo a la iglesia, y a ella le entregó el Espíritu Santo, Su palabra y Su luz. La iglesia puede impartir esta luz al hombre; puede comunicarle la palabra y anunciar a Cristo y al Espíritu. El problema radica en nuestra impureza y nuestra confusión. Tengamos presente cuál es nuestra responsabilidad. Cuando hablemos apropiadamente, todo estará bien; de lo contrario, nada estará bien. La responsabilidad reposa completamente sobre nuestros hombros. La Palabra, el Espíritu, nuestro espíritu y la luz tienen que ser impartidos. El hombre tiene que ser traído a una condición en la cual pueda ser un vaso santificado.
Si comprendemos lo que es la iglesia, espontáneamente sabremos lo que es un ministro. Un ministro es alguien que infunde en las personas, por medio de su mensaje, todo lo que Dios entregó a la iglesia. Su responsabilidad es mayor que cualquier otra. Si nuestra carne sigue siendo una confusión y un caos, no podremos avanzar. Lo único que haremos será destruir y perjudicar la obra de Dios. Dios necesita a las personas, pero nosotros no somos aptos para ser Sus siervos ni Sus ministros. Que el Señor tenga misericordia de nosotros. Necesitamos buscar el camino apropiado para seguir adelante. Cuando las palabras salgan de nuestra boca, deben ir acompañadas de la luz. Necesitamos impartir esta palabra poderosa a los demás de manera que no tengan otra alternativa que ver la luz y caer postrados ante Dios.