Watchman Nee Libro Book cap.14 El ministerio de la palabra de Dios
LA PALABRA Y NUESTRA MEMORIA
CAPITULO CATORCE
LA PALABRA Y NUESTRA MEMORIA
El ministro de la palabra también debe prestar atención a su memoria. Al llevar a cabo el ministerio de la palabra, la memoria del hombre ocupa un lugar muy importante. Su importancia va más allá de lo que el hombre común se puede imaginar. En este aspecto también debemos ser diligentes delante del Señor.
LA IMPORTANCIA QUE TIENE LA MEMORIA
Frecuentemente cuando ministramos, notamos que nuestra memoria es muy limitada. Puede ser que algunos tengamos una buena memoria de nacimiento, pero cuando servimos como ministros, nos damos cuenta de cuán pobre es nuestra memoria. Cuando descubrimos que ésta es limitada, vemos que nos es difícil comunicar nuestras palabras. Es como si un velo cubriera nuestra mente, y nuestra carga no puede ser transmitida, ya que sólo podemos hablar de lo que recordamos. En otras palabras, al servir como ministros de la palabra, ¿cómo podemos hacer que las palabras externas y las internas concuerden? ¿Cómo podemos convertir las palabras internas en palabras audibles? ¿Cómo pueden aquéllas apoyar a éstas? Si no tenemos una revelación interna, no podemos expresar las palabras audibles. Una vez que cesan las palabras internas, se nos pierde el tema que estamos comunicando, pues éste yace en ellas. Por consiguiente, lo que proclamamos extrae su suministro de las palabras internas, y sin el suministro de éstas, no podemos anunciar nada. Es aquí donde nuestra memoria juega un papel vital, pues con ella las palabras audibles transmiten las internas. Si nuestra memoria falla, nuestra carga no puede ser comunicada. Tenemos que ver cuán importante es nuestra memoria.
Cada vez que un ministro de la palabra se dispone a hablar, se enfrenta a un fenómeno extraño: cuanto más tiene presente la doctrina, menos se acuerda de la revelación en la que ésta se apoya. Esto está fuera de nuestro alcance. Supongamos que entendemos cierta doctrina hoy. Puede ser que no la entendamos por completo, pero por lo menos la entendemos en parte. Supongamos que vemos una revelación en nuestro interior, nuestros pensamientos captan la luz y también contamos con unas cuantas palabras para articular lo que vimos. No es tan fácil recordar estas pocas palabras. Puede ser que el Señor nos dé una frase o una oración que pueda articular lo que nuestros pensamientos han captado y quizá exprese lo que vimos en nuestro espíritu, y tal vez abarque los pensamientos que hemos retenido al igual que la luz del Espíritu Santo. Puede ser que esta frase u oración sea muy sencilla; que conste de sólo cinco o diez palabras. Desde el punto de vista humano, nos debería ser fácil recordar estas palabras, pero lo extraño es que cuanto más autentica es la revelación, más difícil nos es recordarla. Este es un hecho, no una teoría. Nuestra memoria nos falla a escasos cinco minutos de haber empezado a hablar. A veces cambiamos el orden de las palabras o aunque hacemos lo posible por recordar las palabras, ellas se nos esfuman. Aun cuando las recordamos, no podemos captar lo que está detrás de ellas. A estas alturas nos damos cuenta de cuán difícil es que la revelación de Dios sea retenida en la memoria del hombre, y debemos decir: “Señor, concédeme Tu gracia y ayúdame a recordar”.
Necesitamos la ayuda de nuestra memoria para transmitir las palabras internas al mundo físico y expresarlas con palabras audibles. No obstante, a menudo, cuando nuestra memoria nos falla, esto no se logra. Cuanto más hablamos, mayor es la distancia entre nuestras palabras y la revelación interna. Al terminar el mensaje, es posible que comprendamos que las palabras internas no fueron comunicadas en absoluto. Esta experiencia es muy dolorosa. Quizá pensemos que hacer algunos apuntes nos ayude. En algunas ocasiones tal vez sí, pero en otras son inútiles. Al leer nuestros apuntes, quedamos perplejos al ver que no podemos recordar lo que deseamos transmitir. Entonces nos damos cuenta de que nuestra memoria nos abandonó. Si simplemente conocemos una doctrina, ésta puede ser comunicada fácilmente. Cuanto más doctrinal sea un tema, más fácil será recordarlo. Pero no sucede lo mismo si se trata de una revelación. Si tratamos de expresar la revelación que hay en nuestro interior, hallamos que se nos olvida lo que acabamos de ver. Recordamos las palabras, pero olvidamos lo que éstas deberían explicar. Nuestro problema es que con frecuencia olvidamos lo que vimos tan pronto como empezamos a predicar. A lo largo de nuestro mensaje, hablamos de otras cosas, y no de lo que vimos. Esto es una pérdida para el ministerio. Por consiguiente, el ministro de la Palabra debe tener buena memoria.
Necesitamos dos clases de memoria, la del intelecto y la del Espíritu, y debemos usarlas apropiadamente para poder ser ministros de la Palabra. La primera es la memoria del hombre exterior, que reside en nuestras facultades mentales y ocupa un lugar importante en el testimonio de la Palabra de Dios. La segunda es la memoria del Espíritu Santo. El Señor Jesús se refirió a ella en Juan 14:26: “Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en Mi nombre, El os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que Yo os he dicho”. O sea que el Espíritu nos ayuda a recordar. El nos hace recordar las cosas que nosotros no podemos recordar solos. Estudiemos más de cerca la memoria del Espíritu Santo antes de examinar lo referente a la memoria intelectual.
LA MEMORIA DEL ESPÍRITU SANTO
En primer lugar, nuestro espíritu ve algo, luego nuestros pensamientos lo captan, y en tercer lugar, se produce un mensaje en nuestro interior. ¿Cuál es el contenido de dicho mensaje? Contiene pensamientos y también luz. Dios nos da una o dos oraciones, las cuales contienen tanto pensamientos como luz. ¿A qué debemos prestar atención delante de Dios? Debemos descubrir en qué consiste la palabra de la revelación. Una revelación consiste en que el velo es quitado, y algo queda expuesto. La luz penetra a través del velo, y podemos ver lo que está detrás de él. Inicialmente, vemos lo que está detrás del velo, aunque no podamos definirlo con palabras. Este resplandor es semejante al destello de una cámara fotográfica. Dios entonces nos da los pensamientos para captar la luz, y ésta se convierte en pensamientos. Finalmente, El nos da una o dos frases que abarcan toda la revelación. Un mensaje de parte de Dios revela todo el significado que yace detrás de la luz. Podemos decir que la revelación es una “visión” y que se trata de un mensaje, pero más que eso, es una visión o revelación interna. Cuando este mensaje se halla en nosotros, es una “visión”, aunque no entendemos su significado, pero una vez que se convierte en pensamientos, comprendemos lo que significa. Cuando se convierte en palabras, podemos asimilarlo con nuestros pensamientos y expresarlo con nuestra boca. Este es el mensaje o palabra que recibimos.
¿Qué es el mensaje? Es una revelación que se convierte en pensamientos articulados. No es simplemente un discurso abstracto compuesto de cinco o diez oraciones, sino algo que está en nosotros, una expresión de lo que vimos. Originalmente, la visión es una función de los ojos y no tiene nada que ver con la boca, pero cuando Dios da un mensaje, éste contiene luz, y uno lo puede entender claramente, aunque no pueda explicarlo. Las palabras que uno recibe lo hacen apto para expresar lo que ve. Por lo tanto, debemos entender claramente que este mensaje no consta de una o dos oraciones, sino que da expresión a una visión y articula lo que vemos. Cuando anunciamos la visión interior con palabras audibles, podemos decir que lo proclamado es nuestro. Dios primero nos muestra algo claramente, y luego nos da las palabras que explican lo que vimos.
Las palabras sólo pueden ser retenidas en la memoria. Nosotros tenemos dos clases de memoria. Una de ellas es la facultad de retener las palabras, y la otra es la facultad de retener lo que vemos. La memoria externa retiene el mensaje. Y la memoria del Espíritu Santo retiene la visión. El problema es que a menudo nuestra memoria intelectual realiza su función de recordar las palabras, pero perdemos por completo la memoria del Espíritu y olvidamos la visión. Recordamos unas cuantas palabras, pero no la visión. Es ahí donde yace el problema para comunicar la revelación. No sucede lo mismo con las doctrinas, las cuales se pueden memorizar palabra por palabra, pues después de recitarse no sigue nada más; permanecen en la esfera externa. Pero el ministerio de la Palabra toca la vida. Cuanto más doctrinal sea un tema, más fácil será recordarlo; uno lo puede repetir fácilmente palabra por palabra. Pero la visión interna está relacionada con la vida, y cuanto más estrecha sea la relación de algo con la vida, más fácil es olvidarlo. Uno puede recordar las palabras literalmente y perder la visión de lo que yace detrás de ellas. Esto es lo que pasa cuando perdemos por completo la memoria del Espíritu Santo. Necesitamos tener presente que el mensaje que Dios nos dio debe ser cultivado en la memoria del Espíritu Santo, y sólo entonces permanecerán vivas las palabras. Si hacemos una separación entre las palabras y la memoria del Espíritu, éstas se convierten en algo natural y pierden su componente espiritual. Es muy fácil que algo espiritual se convierta en algo físico.
Fácilmente el mensaje espiritual que recibimos internamente se puede degenerar y convertirse en algo físico, inerte y externo. Las palabras espirituales deben mantenerse vivas en el Espíritu Santo a fin de que puedan tener un efecto en nosotros. También la revelación debe mantenerse viva en el Espíritu Santo para que podamos sacar algún beneficio de ella. Si la revelación no es cultivada en el Espíritu Santo, la persona podrá recordar las palabras y olvidará la revelación. Por ejemplo, algunos descubren que el pecado es detestable y malo el día que se convierten al Señor; otros lo ven cuando experimentan un avivamiento después de tres o cinco años de haber sido salvos. En cierta ocasión, un hermano llegó a estar tan consciente de sus pecados que se agobió sobremanera; se postró ante el Señor y se revolcó en el piso arrepentido desde las ocho de la noche hasta la mañana siguiente. Las demás personas se fueron a casa, pero él se quedó rodando en el piso. Parecía como si hubiera tocado las puertas del infierno, y clamaba: “Ni aun el infierno es suficientemente grande para absorber mis pecados”. Aquel día el Señor le hizo ver algo; ese hermano vio algo en su espíritu. Después de esto, él contaba su experiencia describiendo lo perverso y abominable que es el pecado. Otro hermano testificó que mientras aquel hermano hablaba del pecado, los demás tenían la sensación de que el pecado era como una nube espesa y oscura que los cubría. Para ese hermano el pecado era como una nube densa y tenebrosa; no había nada peor que el pecado. Cuando hablaba y articulaba la revelación interna, los demás recibían ayuda. Pero después de dos o tres años, la visión se opacó. El todavía podía decir que el pecado era como densas tinieblas, pero el cuadro ya había desaparecido; la revelación del Espíritu se había desvanecido; ya no era tan clara ni tan intensa como aquella vez. Anteriormente, él lloraba cuando hablaba de lo tenebroso que era el pecado, pero para entonces, cuando hablaba del tema, hasta podía reír. El sabor había cambiado. Las palabras eran las mismas, pero la memoria del Espíritu había desaparecido.
En Romanos 7:13 se nos dice: “A fin de que por el mandamiento el pecado llegase a ser sobremanera pecaminoso”. Es posible que un día el Señor le muestre a usted cuán malo y pecaminoso es el pecado; de suerte que la misma palabra pecaminoso sea suficiente para asustarlo, pero después de un tiempo, cuando predique al respecto, aunque todavía recuerde la palabra pecaminoso, el cuadro ya no estará. Cuando usted ve lo pecaminoso del pecado, tanto la palabra como el cuadro acerca de éste están presentes, pero cuando habla acerca de la maldad del pecado, las palabras resuenan, mas el cuadro no se ve. A este cuadro lo llamamos la memoria del Espíritu Santo. Para servir como ministros de la Palabra, necesitamos la memoria del Espíritu Santo, la cual no sólo nos trae las palabras sino también la visión que anunciamos. Sin esta memoria, quizá recordemos las palabras, pero lo verdadero, la escena que vimos, estará ausente. Cada vez que nos disponemos a hablar, debemos pedirle al Señor que nos conceda la memoria del Espíritu Santo para que podamos no sólo transmitir las palabras sino también impartir la realidad que ellas comunican. Si carecemos de esta memoria, podremos hablar diez o veinte veces de lo perverso y lo pecaminoso que es el pecado, sin saber lo que es el pecado. Solamente cuando el Espíritu nos hace conscientes de lo pecaminoso que es el pecado, podemos dejar en otros una impresión profunda de ello. Mientras hablamos al respecto, además de las palabras, debemos contar con la visión. ¿Qué es la Palabra de Dios? La Palabra de Dios se compone de lapalabra y la visión. Hermanos, ¿entendemos esto? El Verbo de Dios tiene que ser complementado por la visión. La Palabra sola sin la visión no es la palabra de Dios. Si la visión que está detrás de las palabras no es apropiada, las palabras solas no bastan.
Supongamos que al predicar el evangelio hablamos del amor del Señor. Es posible que mientras predicamos tengamos la visión frente a nosotros, y las palabras que profiramos se basen en ella. Esto es maravilloso. Pero muchas veces el que anuncia el amor de Dios no cree en tal amor. ¿Cómo puede esperarse, entonces, que los oyentes crean? Necesitamos la memoria del Espíritu Santo, pues El nos recuerda la visión y la realidad de lo que llamamos “amor”. Cuando hablamos de ello, tocamos el meollo del asunto. Cuanto más hablamos de este amor, más tocamos la vida, y ésta es comunicada. Si la memoria del Espíritu está ausente, quizá usemos las palabras correctas, pero no tocaremos la verdad. Las oraciones gramaticales son correctas, pero la realidad está ausente, y nuestro mensaje es infructuoso. Al predicar la Palabra de Dios, debemos esperar que la memoria del Espíritu Santo nos recuerde la revelación, además de usar las palabras internas que el mismo Espíritu nos da. Cuando hablamos según el mensaje que se nos dio internamente, la vida es comunicada, y otros ven lo que nosotros vimos. Es inútil comunicar simples teorías. El Espíritu tiene que traernos a la memoria las palabras a fin de que podamos proclamarlas.
Algunos de nosotros fuimos salvos al oír Juan 3:16. ¿Pero qué sucederá si memorizamos ese versículo para ver si produce lo mismo en otros? Esto no traerá fruto aunque lo recitemos diez veces. El Espíritu Santo abrió nuestros ojos en cierta ocasión y nos mostró este versículo. Juan 3:16 es útil solamente si la visión que hizo posible nuestra salvación es retenida en nuestra memoria y si el Espíritu nos la recuerda. Lo único que hace efectivo este versículo es la memoria del Espíritu Santo.
Muchos se dan cuenta de que el Señor es muy amoroso y clemente cuando reciben perdón de pecados. Recibieron una revelación en su interior y vieron claramente al Señor. El perdón que experimentaron fue grande; por consiguiente, su amor también fue grande (Lc. 7:47). Lograron ver algo, y recibieron la palabra en su mente. Obtuvieron tanto los pensamientos como las palabras. Un día dieron un mensaje de una o dos horas; las palabras que estaban en su interior fueron comunicadas, y los oyentes se alegraron y recibieron ayuda. Después de algún tiempo, ellos repiten el mismo mensaje, y aunque usan las mismas palabras, se dan cuenta de que ya no tienen la realidad. Da la impresión de que olvidaron lo que dijeron en la ocasión anterior y no recuerdan de qué se trata, y el amor ya no está presente. Esto se debe a que carecen de la memoria del Espíritu Santo en la cual toda revelación tiene que ser preservada y con la cual el ministro de la Palabra debe contar. Cuanto más fresca sea ésta, mejor. El ministerio de la Palabra será mucho más rico porque contará con un gran depósito vivo. Pero si la memoria del Espíritu Santo es limitada en el ministro, éste tendrá que estudiar repetidas veces todas las revelaciones que Dios le ha dado, lo cual es una lástima. Una persona no sólo debe conocer la revelación del Espíritu Santo, sino que dicha revelación debe enriquecerse continuamente. Quizás fuimos salvos hace treinta años y en aquel entonces el Señor nos dio una revelación. Más tarde, El nos dio otra y luego otra. La revelación ha ido creciendo. En el momento de nuestra salvación, vimos la revelación básica. Más tarde la revelación se volvió más profunda y más elevada. El ministro de la Palabra necesita la memoria del Espíritu Santo; es decir, debe cultivar la revelación que recibe en la memoria del Espíritu Santo. Al recibir una revelación fresca, debe guardarla y cultivarla en la memoria del Espíritu Santo. Entonces todo lo que reciba permanecerá fresco.
Volvamos al ejemplo del pecado. El tema tiene que ser una visión fresca para nosotros. Si tal visión permanece fresca en nosotros, entonces seremos ministros de la Palabra cuando la comuniquemos. De lo contrario, podremos predicar acerca de lo pecaminoso del pecado, pero los demás sólo recibirán maná viejo, del día anterior, o de hace un año o diez años. En ese caso no serviremos como ministros de la Palabra, y nuestra predicación no producirá ningún resultado. Cuando algunos hermanos predican el evangelio, se puede ver que cuentan con la memoria del Espíritu Santo, pero cuando otros hermanos lo hacen, los demás notan que carecen de ella, pues es imposible fingir. Si una persona tiene la memoria del Espíritu, la tiene, y si no, no. Este mismo principio puede aplicarse a las revelaciones más elevadas y más profundas. La revelación se mantiene viva en la memoria del Espíritu Santo. Para ser ministros de la Palabra, nuestro mensaje tiene que ser cultivado en la memoria del Espíritu Santo. Si contamos con la memoria del Espíritu Santo, ésta operará mientras hablamos y transmitiremos el mensaje que tenemos. Lo extraño es que cuando vemos algo en el espíritu, puede ser que se nos olvide la primera vez que tratamos de usarlo para ministrar la palabra. No podemos comunicar lo que quisiéramos. Sería lógico que perdiéramos la sensación aguda de pecado que experimentamos hace diez o quince años. Pero en muchas ocasiones mientras predicamos, olvidamos lo que vimos la noche anterior. Nuestra memoria externa o intelectual no puede retener la revelación de la Palabra; así que no podemos depender de ella para captar la revelación, la cual sólo puede ser retenida en el Espíritu Santo.
Supongamos que una persona descubre la gran diferencia que existe entre la multitud que apretaba al Señor y la mujer que lo tocó. Ve la gran diferencia entre tocar al Señor físicamente y tocarlo espiritualmente. Cuando ve esto, lo entiende claramente y se alegra de verlo. A los dos o tres días, cuando dicha persona visita a un hermano enfermo y trata de comunicarle aquello, descubre que sus palabras no conducen a ninguna parte. Cuanto más habla, más frías y vacías se vuelven sus palabras, y halla su esfuerzo completamente improductivo. Hace lo posible por recordar lo que vio, pero sin éxito. Este fracaso se debe a que su revelación no ha sido cultivada en la memoria del Espíritu Santo. Si las palabras de la revelación hubieran sido cultivadas en la memoria del Espíritu Santo, no tendría ningún problema en usarlas al ministrar la Palabra. Por consiguiente, necesitamos la revelación, los pensamientos, las palabras internas y las palabras externas, y también la memoria del Espíritu Santo. Sin ésta, las palabras internas y las externas no surten ningún efecto. Nadie puede ser ministro de la Palabra con su propia fuerza natural independientemente de la clase de persona que sea. Si confiamos en nuestra fuerza natural, seremos completamente inútiles. Sólo un insensato se jacta de sí mismo. ¿De qué podemos jactarnos si ni siquiera podemos recordar lo que vimos ayer? Nos devanamos los sesos tratando de recordar lo que vimos ayer, y aun así no recordamos ni una palabra. No importa cuánto nos esforcemos, nuestra memoria se nos escapará. Para poder apoyar la revelación y suministrar las palabras audibles que la transmiten, debemos mantenerla en la memoria del Espíritu Santo. Sólo entonces las palabras que hablemos serán lo que el Señor quiere que digamos y serán espirituales. Si la revelación que recibimos no es preservada en la memoria del Espíritu Santo, encontraremos que nuestro espíritu se hallará vacío cuando empecemos a hablar.
Cuando el Señor ha obrado en nosotros, nos es muy fácil ser ministros de la Palabra. Pero cuando El no obra, nada es más difícil que asumir tal ministerio. Si la persona sigue siendo descuidada y olvidadiza, y si no disciplina sus pensamientos ni sus palabras, será inútil en el ministerio de la Palabra, ya que éste tiene requisitos muy estrictos. El Señor tiene que hacer una gran obra en nosotros antes de poder usarnos. Si nos relajamos un poco, es posible que podamos hacer otras cosas, pero no podremos ser ministros de la Palabra. Tenemos que pedirle al Señor que nos conceda gracia y nos otorgue la memoria del Espíritu Santo para que podamos recordar las palabras que describan lo que vimos, ya que en ella está la revelación. Si contamos con la memoria del Espíritu Santo en nuestro interior, podremos recordar el mensaje que recibimos; no sólo recordaremos las palabras que comunican la revelación, sino también la revelación misma. Cuando aplicamos las palabras externas junto con esta revelación, sabemos de lo que hablamos tan pronto comenzamos a proclamarlo. Mientras hablamos, vemos, y espontáneamente nos convertimos en ministros de la Palabra. Si al predicar, perdemos de vista las cosas internas, nos dará pánico, nos confundiremos y no sabremos qué decir. Hermanos, tenemos que reconocer lo inútil que es una mente astuta en esta faena.
LA MEMORIA EXTERNA
Examinemos lo que es la memoria externa. A veces el Señor usa nuestra mente, y en esas ocasiones la memoria externa se vuelve necesaria. Otras veces el Señor no desea usarla. En esas ocasiones nuestra mente no le sirve de nada. ¿Por qué nuestra mente es necesaria en ciertas ocasiones e inútil en otras? No lo puedo explicar; sólo puede decir que es un hecho. A veces contamos con las palabras en nuestro interior, ya que Dios nos da la palabra de revelación, y también tenemos la memoria del Espíritu Santo. Hay mucha claridad en nuestro interior, pero todavía necesitamos usar nuestra memoria. El Espíritu Santo nos recuerda ciertas cosas; El no nos crea otra memoria. Juan 14:26 dice: “El … os recordará todo lo que Yo os he dicho”. Puesto que el Espíritu de Dios vive en nuestro interior, cuando El nos da revelación, esta revelación se mantiene viva en El. Supongamos que Dios nos da dos frases; éstas son la llave. Si las recordamos, también permanecerán en la memoria del Espíritu Santo; pero si las olvidamos, se perderán de la memoria de El. A veces cuando el Espíritu Santo nos recuerda de estas palabras, tememos que nos falle nuestra memoria, y escribimos estas palabras cruciales e importantes. En ocasiones, al recordar estas palabras, vuelve la visión interior, y vemos la revelación de nuevo. Esto nos muestra que el Espíritu Santo usa nuestra memoria. A veces escribimos unas cuantas palabras, y con una simple mirada nos esclarecen lo que recibimos en nuestro interior. Pero a veces no tenemos claridad ni aun después de leer esas palabras. En casos como éste, es evidente que el Espíritu Santo no usa nuestra memoria.
Por lo tanto, podemos decir que la memoria externa puede ser útil en algunos casos, e inútil en otros. A veces el Señor nos muestra algo, pero después de unos momentos, lo único que queda es el intelecto, porque internamente no vemos nada. En este caso no hay nada que se pueda hacer. En circunstancias normales, debemos escribir las palabras que recibimos. Cuanta más revelación recibimos de parte de Dios, más necesitamos nuestra memoria. Cuanto más disciplinada sea nuestra mente delante del Señor, más purificadas serán nuestra memoria externa y nuestra memoria interna. Al ser más purificadas ambas memorias, podemos retener tanto en una como en otra. Puede ser que inicialmente nuestra memoria interna no corresponda a lo que es retenido en nuestra memoria externa. Si tal es el caso, no nos desanimemos, pues a veces las cosas que retenemos en el intelecto pueden ser visibles y a veces desaparecen. Pero al avanzar en nuestra experiencia, encontraremos que estas dos clases de memorias se van uniendo paulatinamente hasta ser una sola. Encontraremos que la memoria externa o del intelecto opera juntamente con la memoria interna o del Espíritu Santo. Esta es la razón por la cual tenemos que humillarnos delante del Señor. Necesitamos orar mucho, esperar en El y estar preparados en todo momento. Cuando entendamos claramente lo que vemos, podremos hablar al respecto. Debemos cultivar las palabras internas en la revelación del Espíritu Santo a fin de proclamarla.
A veces uno da un buen mensaje, y todos lo elogian. Pero interiormente uno sabe si fue bueno en realidad. En el momento de hablar, no pudo recordar aquello que dejó una impresión en uno. La memoria externa no correspondió a la interna. Quizá utilizamos las palabras correctas, pero la revelación no estaba presente. Necesitamos aprender esta lección delante del Señor: el ministro de la Palabra debe tener la luz, los pensamientos internos, las palabras internas, las palabras externas, la memoria del Espíritu Santo y la memoria externa. La memoria del Espíritu Santo debe ligar la revelación con las palabras internas y debe estar siempre preparada para suministrar las palabras externas.
Examinemos estos tres pasos: la luz, las palabras internas y las palabras externas. (Por ahora no hablaremos de los pensamientos.) La memoria del Espíritu Santo yace entre los dos primeros, y nuestra memoria yace entre el segundo y el tercero. Las palabras internas tienen que ser alimentadas por la luz del Espíritu Santo, pues sin esto, el mensaje que uno recibe interiormente morirá, dejará de ser espiritual y se convertirá en algo físico. La memoria del Espíritu Santo suministra las palabras internas con luz para que éstas continúen creciendo en la esfera de la luz. Entonces tenemos que usar nuestras propias palabras, las cuales adquirimos al ejercitar nuestra memoria para añadir las palabras externas a las internas. Cuando esto ocurre, tenemos las palabras adecuadas.
Al usar nuestra memoria, debemos recordar que la memoria externa, nuestra memoria, nunca puede reemplazar la función de la memoria interna, la del Espíritu Santo. De hecho, en muchas ocasiones la memoria del Espíritu Santo no necesita nuestra memoria.
También debemos comprender que a veces nuestra memoria puede convertirse en una barrera para la memoria del Espíritu. La memoria externa no sólo no es apta para substituir la memoria del Espíritu, sino que a veces puede serle un obstáculo. A veces las palabras internas que recibimos en nuestro interior resplandecen y son vivientes, y el Espíritu Santo nos recuerda este resplandor. Pero en nuestra mente, nos olvidamos de las palabras cruciales, y no podemos continuar. Muchas veces el problema no es espiritual, sino que yace en factores externos. Las palabras cruciales se pierden, y uno ya no puede hablar. Si llegamos a tener más experiencias, vemos que nuestra memoria a veces le ayuda a la memoria del Espíritu, mientras que en otras ocasiones la obstruye. La memoria del Espíritu tiene que usar nuestra memoria. El Espíritu no puede usar otra memoria que no sea la nuestra. Supongamos que nos encontramos ocupados constantemente con los asuntos externos y no nos acordamos de muchas palabras. Somos muy descuidados o estamos cargados de afanes. Aunque el Señor nos haya dado tres o cinco frases, las olvidamos. Aun sin recordar estas palabras, podemos hablar por una hora. Sin embargo, el sabor se va, lo cual es serio y es la razón por la que a veces tenemos que escribir la revelación que recibimos. Esas pocas palabras nos refrescarán la visión, y toda la revelación que está en nuestro interior estará viva.
Cada vez que sirvamos como ministros de la Palabra, el Espíritu querrá decir muchas cosas. No podemos recalcar una parte y descuidar otra. Por ejemplo, el Espíritu Santo quizás quiera decir tres cosas, pero a nosotros se nos escapan dos de ellas, las cuales se nos convierten en una carga. Si perdemos una cosa, no somos ministros aptos de la Palabra. Cuando tratamos de comunicar una revelación, puede ser que Dios desee mostrar más de un mensaje o tratar más de un tema. Si los olvidamos o los pasamos por alto, sentiremos un peso sobre nosotros. Por eso debemos escribir las tres o cinco frases. Estas pueden evocar más significado que el que ellas mismas puedan tener. El Señor quizás querrá hacer mención de tres o cinco temas. Debemos escribir cada una de esas oraciones para que no se nos pase nada. Si se nos escapa un aspecto del final, puede ser que tengamos dificultad para concluir el mensaje, pero si olvidamos el primer punto, todo el mensaje perderá coherencia.
El ministerio de la Palabra es un asunto muy delicado. Nunca debemos ofender al Espíritu. Tal vez pensemos que no importa mucho si hablamos bien o no, que nos podemos dar el lujo de pasar por alto una de cinco oraciones. ¡No! Si no comunicamos íntegramente lo que se nos encomienda, sentiremos que el peso aumenta sobre nosotros. Si se nos escapa algo, sentiremos un peso, porque no comunicamos lo que Dios quiere transmitir a Sus hijos y, consecuentemente, nuestra carga aumentará.
El ministro de la Palabra nunca debe errar. Tenemos que recordar que si el Señor quiere que digamos tres cosas, tenemos que decir tres cosas. Si El desea que transmitamos cinco, debemos decir cinco. Si no podemos comunicar todo lo que se nos revela, nuestra carga aumentará. Si comunicamos todos los puntos excepto uno, la luz será velada, y nosotros sentiremos el peso y la atadura. Por esta razón tenemos que adiestrarnos en tener una buena memoria delante del Señor. Tenemos que velar para no tener ningún vacío en nuestra memoria. Que Dios nos conceda un entendimiento claro de la manera en que opera el ministerio de la Palabra. Nuestra memoria debe ser simplemente una sierva de la memoria del Espíritu. Pero si esta sierva se vuelve infructuosa, la memoria del Espíritu no podrá funcionar bien. Nuestra memoria necesita ser renovada para que pueda serle útil al Espíritu. El ministro de la Palabra tiene que pasar por la debida disciplina a fin de ser útil, y para ello su mente tiene que ser disciplinada. Los pensamientos y la memoria tienen una estrecha relación con el ministerio de la Palabra. Si nos falta la memoria, la revelación queda confinada y finalmente muere.
EL USO DE LA MEMORIA AL CITAR LAS ESCRITURAS
Debemos prestar atención al citar las Escrituras porque al comunicar la Palabra de Dios, tenemos que seguir el ejemplo de los apóstoles, los cuales citaban del Antiguo Testamento. Cuando hablamos de cierto tema, debemos citar el Antiguo Testamento y el Nuevo. Al anunciar la Palabra de Dios, debemos basarnos en la Biblia, apoyados tanto por el Antiguo Testamento como por el Nuevo. Pero tenemos el problema de que si no tenemos cuidado, las mismas Escrituras nos pueden distraer. Al citar del Antiguo y el Nuevo Testamentos, es posible que citemos más de lo necesario. Quizá pasemos por alto lo que en realidad queríamos decir, y al volver a casa, notamos que nuestra carga se hizo más pesada. Esto no es un asunto sencillo. Muchas veces mientras hablamos, no tenemos control de nuestra memoria. Es muy fácil hablar de un pasaje del Antiguo Testamento o del Nuevo y ser distraídos por él; nos preguntamos por qué se nos hace más pesada la carga mientras hablamos. Al volver a casa, nos sentimos agobiados ya que vemos que desperdiciamos el tiempo. Expusimos las Escrituras y explicamos la doctrina, pero no transmitimos la carga que Dios nos había dado. Por eso, al dar un mensaje debemos aprender a confirmar continuamente si comunicamos la carga o no. Quizás seamos elocuentes y citemos con acierto el Antiguo Testamento y el Nuevo, pero todo ello se mantiene en la periferia, pues el propósito es presentar la Palabra actual de Dios. Y si no la tenemos, no tenemos por qué pararnos a hablar, pues lo que hagamos será como estudiar las Escrituras sin tener una revelación específica. No debemos conformarnos con repetir algo de la Biblia; necesitamos también comunicar nuestras propias palabras.
El ministerio de la Palabra es algo muy específico y personal. Tenemos que anunciar las palabras que Dios usó en el pasado y las del presente. No sólo debemos usar las palabras del Antiguo y el Nuevo Testamentos, sino también las nuestras. Podremos afirmar algo apoyándonos en el Antiguo Testamento y luego algo del Nuevo, pero también debemos incluir nuestras palabras, las cuales deben ser sólidas y ricas. Debemos comunicar lo que deseamos. Mientras comunicamos el aspecto crucial, tocamos el punto acertado, y más vida es transmitida. La carga se transmite gradualmente, y cuando el mensaje ha terminado, la carga ha sido comunicada completamente. Puede ser que sintamos que nuestro mensaje fue pobre, pero nuestra carga fue transmitida; hicimos lo que teníamos que hacer. Después, veremos el fruto en los demás. Una cosa es cierta: cada vez que la carga es transmitida, los hijos de Dios ven la luz. Si esto no se da, ya no es problema nuestro sino de ellos. Pero si no podemos transmitir nuestra carga, entonces el problema yace en nosotros, no en ellos.
Tenemos que comprender delante del Señor que el ministro de la Palabra siempre debe tener una carga al predicar. Al hablar, nuestro fin debe ser trasmitir la carga, y para ello necesitamos la memoria del Espíritu, pues sin ella, no podemos lograrlo. Aun cuando la memoria del Espíritu sea fresca, debemos estar alerta para no distraernos con las verdades del Antiguo Testamento o del Nuevo. Siempre debemos recordar que nuestra comisión es presentarle al hombre la Palabra actual de Dios. No nos limitamos a exponer la Biblia, y no olvidamos lo que debemos hacer. Si olvidamos las palabras que debemos exponer, nos daremos cuenta de que aun después de decirlo todo, no dijimos lo que debíamos. Puede ser que Satanás haya puesto un obstáculo. De cualquier modo, nuestros pensamientos tienen que ser fértiles, y nuestra memoria también. Debemos ser ricos en todo a fin de comunicar nuestra carga al hablar.