Watchman nee Libro Book cap.14 El hombre espiritual
EL CREYENTE ESPIRITUAL Y EL ALMA
TERCERA SECCIÓN.
CAPÍTULO CINCO.
EL CREYENTE ESPIRITUAL Y EL ALMA
LA DISTINCIÓN ENTRE EL ESPÍRITU Y EL ALMA.
Hemos puesto tanto empeño en hablar de la distinción que existe entre el espíritu y el alma, con sus respectivas actividades, con el fin de poder llegar a este punto. Un creyente que busca diligentemente a Dios, debe temer ante todo que el alma funcione más allá del límite establecido por Dios. Por mucho tiempo el alma ha tenido el control. Aun cuando el creyente está dispuesto a consagrarse a Dios, puede mantener la idea de que esto es su obra, y que tiene que llevar a cabo lo que ha consagrado a fin de agradar a Dios. Muchos creyentes no saben cuán profundamente debe obrar la cruz, aun al grado de que el creyente rechace su facultad de valerse por sí mismo. Muchos no ven la realidad de que el Espíritu Santo mora en ellos. Y tampoco conocen la autoridad tan grande que El debe ejercer, al grado de que la mente, la voluntad y los sentimientos de todo el ser del creyente deben sujetrásele, hasta que ya no haya nada de confianza en uno mismo. De no ser así, el Espíritu Santo no puede hacer la obra que desea. La tentación más grande del creyente que diligentemente busca el rostro de Dios es usar su habilidad para tomar decisiones y para hacer la obra de Dios, en vez de esperar humildemente confiando en que el Espíritu Santo lo moverá.
El Señor Jesús nos llama a la cruz para que aborrezcamos nuestra vida anímica a fin de que encontremos la oportunidad de perderla y no guardarla. El Señor desea que el yo sea inmolado y ofrecido incondicionalmente, para que el Espíritu Santo pueda obrar. Toda opinión, obra y capacidad intelectual de la vida anímica deben ser llevadas a la muerte, para que recobremos Su vida mediante la vida y dirección del Espíritu Santo. El Señor habló de que o aborrecemos nuestra vida anímica o la amamos. El alma se ama a sí misma. Si nosotros no aborrecemos nuestra vida natural con todo nuestro corazón, no podremos vivir genuinamente en el Espíritu Santo. Si un creyente no ha visto esto, no tendrá temor de su yo ni de su inteligencia, y no esperará ni buscará al Espíritu Santo ni confiará totalmente en El. Estos son los requisitos primordiales para la vida espiritual. La guerra entre el alma y el espíritu se libra secreta y continuamente en el interior del creyente. El alma, en pro del yo, quiere ser la cabeza y actuar por su cuenta. El espíritu, a favor de Dios, quiere ganar todo el ser del creyente y ser el amo con toda la autoridad. En tal situación, si el espíritu no obtiene la victoria, el alma toma el liderazgo. Si el creyente se convierte en el amo y espera que el Espíritu Santo sea su ayudante y bendiga su obra, inevitablemente perderá el fruto espiritual. Si no nos rechazamos a nosotros mismos ni perdemos la vida del alma, sino que seguimos sus ideas, opiniones y sugerencias, y si no rechazamos constantemente sus derechos y los reducimos a cenizas incondicionalmente y sin reservas, sin añorar lo que perdimos, no podremos tener una vida ni una obra espiritual que agrade a Dios. Si no estamos dispuestos a renunciar al poder, a los deseos y a la vivacidad de la vida anímica ni a hacerla morir, aborreciéndola constantemente, ella aprovechará cualquier oportunidad para volverse a levantar. La razón por la cual tenemos tantos fracasos en nuestra vida espiritual es que mientras esperamos vencer la vida del alma recibiendo más del Espíritu Santo y de su poder, el aspecto bueno del alma no es quebrantado. Si no perdemos la vida del alma ni le damos muerte, sino que se le permitimos mezclarse con el espíritu, seguiremos fracasando igual que antes. Si nuestra vida no manifiesta exclusivamente el poder del Espíritu Santo, no pasará mucho tiempo sin que fracasemos de nuevo, debido a la sabiduría y la opinión del hombre.
La vida anímica de nuestro hombre natural es un obstáculo para nuestra vida en el espíritu. Nunca está satisfecha con Dios solo y siempre quiere agregar algo además de El. Nunca tiene un momento de paz. Antes de que la vida del alma del creyente sea quebrantada, ella vive de sus emociones y sentimientos, los cuales son muy variables; debido a esto, su vida es bastante inestable. Esto explica por qué la vida de los creyentes es como el vaivén de las olas del mar. Cuando los creyentes permiten que sus experiencias espirituales se mezclen con la vida de su alma, éstas llegan a ser tan inestables que él no es apto para tomar ningún liderazgo. Cuando no nos hemos negado a la vida del alma, ella constantemente induce al hombre a abandonar su centro, el espíritu. Algunas veces es el efecto de las emociones el que perjudica grandemente la libertad y la percepción del espíritu. El gozo y la tristeza hacen que un creyente pierda el dominio propio y sienta que ha estado sin restricción y que tiene problemas para contenerse. Algunas veces son las actividades excesivas de la mente las que hacen que la quietud de la vida espiritual sea afectada y se desordene. Sin duda, es bueno desear conocimiento espiritual. Sin embargo, si excede los límites espirituales, el resultado será la letra, y no el espíritu. Esto explica por qué muchos obreros, aunque predican las verdades excelentes son tan fríos y están tan muertos. Muchos creyentes que buscan la vida espiritual tienen una experiencia en común, algo que los hace gemir: su alma y su espíritu no son uno. Esto significa que la mente, la voluntad y la parte emotiva del alma a menudo se rebelan contra el espíritu y no obedecen sus mandamientos. A veces quieren actuar por su propia cuenta, independientes del espíritu y contradiciendo sus deseos. En esta clase de vida, la que usualmente sufre es la vida del espíritu.
La enseñanza presentada en Hebreos 4:12. es muy importante porque es precisamente ahí donde el Espíritu Santo nos dice cómo dividir el alma del espíritu en nuestra experiencia. Dividir el alma del espíritu no es una doctrina; el creyente puede y debe tener esa experiencia vital. ¿Qué significa dividir el alma del espíritu? En primer lugar, consiste en que Dios por medio de Su Palabra y mediante Su Espíritu que mora en nosotros, puede establecer una diferencia en nuestra experiencia entre las funciones y la expresión del alma y las del espíritu, enseñando al creyente a conocer lo que es la acción del espíritu, y lo que es la actividad del alma. Segundo, cuando el creyente está dispuesto a cooperar, puede experimentar una vida espiritual pura que no es afectada por el alma. En Hebreos 4. el Espíritu Santo habla del oficio del Señor Jesús como Sumo Sacerdote de los creyentes. El versículo 12. dice: “Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”. El versículo 13. añade: “Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en Su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y expuestas a los ojos de Aquel a quien tenemos que dar cuenta”. Aquí la Biblia habla de la manera en que el Señor Jesús lleva a cabo Su obra como Sumo Sacerdote con relación al espíritu y al alma de los creyentes. El Espíritu Santo compara al creyente con un sacrificio puesto sobre el altar. En el Antiguo Testamento, cuando el pueblo ofrecía sacrificios, la víctima era atada sobre el altar; luego, el sacerdote la inmolaba con un cuchillo afilado, la abría por la mitad, para que las coyunturas y los tuétanos fueran cortados y abiertos. Las entrañas, que estaban escondidas anteriormente y no podían verse, eran abiertas y quedaban expuestas. Después de abrir el sacrificio, el sacerdote lo quemaba en ofrenda a Dios. El Espíritu Santo utiliza todo esto para describir la obra que el Señor Jesús hace en el creyente, y la experiencia que éste obtiene en el Señor. Así como el sacerdote abría con un cuchillo el sacrificio para que las coyunturas y los tuétanos quedaran expuestos y partidos por la mitad, así sucede con los creyentes hoy. Por medio de la Palabra de Dios, el alma se divide del espíritu por la acción del Sumo Sacerdote, el Señor Jesús, a fin de que el alma no afecte al espíritu, y de que el espíritu no sea controlado por el alma. De este modo, cada uno tiene su propio lugar, y el creyente puede distinguir entre lo que es del alma y lo que es del espíritu, sin confusión ni mezcla.
En la creación, el primer paso de la Palabra de Dios fue separar la luz de las tinieblas. De igual manera, la palabra de Dios ahora opera como una espada aguda dentro de nosotros, mediante el Espíritu Santo, a fin de distinguir entre el espíritu y el alma, para que la morada del Dios altísimo pueda estar totalmente separada de sentimientos viles y para que sepamos que nuestra alma debe someterse a Aquel que está en las alturas. Esto nos muestra de qué manera el espíritu es la morada del Espíritu Dios, y cómo el alma con todo su poder no debe actuar por ella misma, sino según la voluntad del Espíritu Santo, quien se manifiesta mediante el espíritu humano.
Anteriormente los sacerdotes utilizaban cuchillos para cortar y abrir los sacrificios, pero ahora el Sumo Sacerdote emplea la Palabra de Dios para dividir el alma del espíritu en el creyente. El cuchillo del sacerdote del Antiguo Testamento era muy afilado, ya que podía cortar el sacrificio en dos y podía penetrar y partir las coyunturas y los tuétanos, pese a que están sólidamente unidos. Ahora la palabra de Dios, utilizada por el Señor Jesús, es más cortante que toda espada de dos filos y puede dividir perfectamente las partes más íntimas del hombre, a saber: el alma y el espíritu.
La palabra de Dios es “viva”, pues tiene el poder de la vida, y “eficaz”, ya que puede hacer la obra; y es “más cortante que toda espada de dos filos”, pues penetra hasta el espíritu. La Palabra de Dios puede penetrar más allá del alma, hasta lo más recóndito del ser humano, el espíritu. De esta manera, los creyentes son guiados a lo que está más hondo que los sentimientos, a la vida eterna del espíritu. Si el creyente desea tener una vida estable en Dios, necesita entender qué significa penetrar en el espíritu. Unicamente el Espíritu Santo puede mostrarles a los creyentes lo que son la vida del alma y la vida del espíritu. Cuando el creyente en su experiencia puede distinguirlos y puede conocer su valor, deja atrás la vida superficial de las emociones y obtiene la vida espiritual sólida y profunda. Sólo entonces puede descansar. La vida del alma nunca trae reposo al hombre. Pero esto tiene que ser comprendido por experiencia. De no ser así, el entendimiento mental sólo hará a los creyentes más anímicos.
Debemos prestar especial atención a las palabras “penetra” y “partir”. La Palabra de Dios penetra en el alma y en el espíritu para poderlos partir. Cuando el Señor Jesús fue crucificado, Sus manos, Sus pies y su costado fueron traspasados. ¿Estamos dispuestos a permitir que la cruz opere en nuestra alma y en nuestro espíritu? El alma de María fue traspasada (Lucas. 2:35). Aunque Dios le había dado este hijo, ella tenía que cederlo y entregar todos sus derechos con respecto a ese hijo. Tenía que rechazar el amor natural y deshacerse de todo lo que estaba adherido a su alma. Esta es la obra que la Palabra de Dios debe hacer en nosotros.
Dividir el alma y el espíritu no solamente separa el alma del espíritu, sino que además parte al alma misma, lo cual tiene mucho significado, pues a fin de que la palabra de vida llegue a nuestro espíritu, primero tiene que partir el alma, ya que ella rodea al espíritu. La palabra de la cruz penetra en el alma y, al partirla, abre el camino para que la vida de Dios llegue al espíritu y lo libere del cautiverio en que lo tenía el alma. Cuando la vida del alma tiene las huellas de la cruz, mantiene una posición sumisa al espíritu. Si el alma no es un canal para el espíritu, entonces se convierte en su cadena. El alma y el espíritu nunca están de acuerdo en nada. Si el espíritu no tiene la preeminencia, las dos estarán en conflicto. El espíritu lucha para obtener la libertad y la autoridad, pero la vida del alma, que es bastante fuerte, hace lo posible por reprimirlo, pero cuando la vida del alma es quebrantada por la cruz, el espíritu es liberado. Si el creyente ignora el daño causado por el alma al no querer estar en armonía con el espíritu y al no estar dispuesta a abandonar el placer de vivir por los sentidos, él no podrá progresar. En tanto que el alma tenga aprisionado al espíritu, la vida del espíritu no puede brotar.
Al leer cuidadosamente la enseñanza de este pasaje bíblico, descubrimos que el espíritu se separa del alma mediante dos cosas: la cruz y la Palabra de Dios. El sacrificio tiene que ser puesto sobre el altar, y luego el sacerdote puede usar el cuchillo para partir el sacrificio en dos. Sabemos que el altar en el Antiguo Testamento es la cruz en el Nuevo Testamento. Por lo tanto, si los creyentes no están dispuestos a morir en la cruz, no pueden esperar que su Sumo Sacerdote divida el alma y el espíritu con la espada cortante de Dios, es decir, con Su Palabra. Primero somos puestos sobre el altar, y después la espada nos parte. Los creyentes tienen que ir a la cruz. Sólo entonces pueden esperar que el Señor Jesús cumpla Su tarea de Sumo Sacerdote y parta su alma y su espíritu mediante Su palabra. Por lo tanto, los creyentes que deseen obtener la experiencia de que su alma y su espíritu se dividan, deben escuchar la voz del Señor, que los llama a ir al Gólgota, para que ellos mismos se pongan en el altar, sin ninguna reserva confiando en que su Sumo Sacerdote los abrirá y dividirá su alma y espíritu con Su cortante espada. Ahora los creyentes se presentan como ofrenda agradable a Dios sobre el altar. Después de esto, el Sacerdote efectúa su oficio, usando su cuchillo para dividir. Los creyentes, por su parte, deben cumplir esta condición y confiar el resto de la experiencia a las manos de su fiel Sumo Sacerdote. En el momento oportuno, sin duda alguna, El les permitirá tener una experiencia espiritual plena.
Ya vimos que el Señor nos llama a que vayamos a la cruz para hacer morir la vida de nuestra alma. Si no nos ponemos sobre el altar, nuestro Sumo Sacerdote no podrá partir nuestra alma y nuestro espíritu con Su espada cortante. Debemos estar dispuestos a permitir que la cruz opere; entonces nuestro Sumo Sacerdote actuará en nosotros. Debemos seguir el ejemplo de nuestro Señor Jesús. Cuando El murió, derramó Su vida anímica hasta la muerte (Isaias. 53:12), pero entregó Su espíritu a Dios (Lucas. 23:46). Nosotros debemos hacer lo mismo. La vida del alma tiene que morir. Si derramamos la vida de nuestra alma y encomendamos nuestro espíritu a Dios, en poco tiempo veremos que Dios nos dará a conocer el poder de la resurrección. En la gloria de la resurrección existe la vida espiritual plena.
LA PRÁCTICA.
Como dijimos antes, el Sumo Sacerdote opera porque nosotros aceptamos la cruz. Veamos la manera en que el Señor Jesús, en la práctica, parte nuestra alma y nuestro espíritu.
Es necesario que nuestra alma y nuestro espíritu sean divididos.
Si no sabemos esto, no se nos hará tal exigencia. El creyente debe pedirle al Señor que le muestre lo detestable de una vida en la que el espíritu y el alma están mezclados, y debe saber que en Dios existe una vida que es más elevada y a la vez más profunda, una vida que es exclusivamente del espíritu y que no es afectada por el alma. Debemos comprender que una vida en la que el espíritu y el alma están mezclados es una pérdida.
Debemos desear esta división.
El creyente no solamente debe conocer, sino también desear sinceramente que su espíritu y su alma se dividan; debe haber un deseo intenso en el corazón para experimentar esta separación. Esto se debe a que ahora todos los problemas están en la voluntad del hombre. Si el creyente no está dispuesto o no quiere que su espíritu y alma se dividan, y prefiere disfrutar lo que él mismo considera bueno, Dios respetará su decisión y nunca lo forzará.
Debemos rendirnos totalmente.
Si el creyente está dispuesto a tener la experiencia de que su espíritu y su alma sean partidos, debe ponerse sobre el altar de la cruz y estar dispuesto sin reservas y de corazón a aceptar el efecto de la cruz y a experimentar la muerte del Señor hasta que el espíritu y el alma se separen. Para tener esta experiencia, su voluntad continuamente debe ser una con la de Dios, escogiendo de una manera viva y activa esa separación. Además, debe mantener la actitud de que hasta que la obra de separación se efectúe, él no desea que el Sumo Sacerdote detenga Su operación.
Debemos permanecer en Romanos 6:11.
Los creyentes deben tener mucho cuidado de no caer en pecados ni transgresiones mientras buscan la experiencia de que el espíritu y el alma se separen. La base para que el espíritu y el alma se separen es que el creyente ya murió al pecado. Por lo tanto, el creyente diariamente debe tener la actitud descrita en Romanos 6:11, es decir, debe considerarse verdaderamente muerto al pecado, y con todo su corazón debe mantener esta actitud en su voluntad: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal” (v. 12). Sólo así, el creyente puede impedir que la vida del alma peque de nuevo por medio del cuerpo mortal.
Orar y leer la Palabra.
El creyente debe escudriñar la Biblia en oración y meditación. Debe permitir que la Palabra de Dios penetre en él profundamente para que su vida anímica sea limpia por la Palabra de Dios, porque si el creyente puede andar según la Palabra de Dios, su vida anímica no podrá actuar. Este es el significado de lo dicho en 1 Pedro 1:22: “Puesto que habéis purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad”.
Tomar la cruz diariamente.
Para que el Señor pueda dividir nuestro espíritu de nuestra alma, nos dará oportunidades para que en las circunstancias tomemos la cruz. Si el creyente toma la cruz diariamente, rechaza el yo y no es dirigido por la carne ni un sólo momento, y si el Espíritu Santo constantemente le revela las actividades del alma en su vida diaria, entonces experimenta la vida del espíritu. Si el creyente se somete fielmente, el Señor dividirá su alma y su espíritu en lo secreto para que pueda tener una vida espiritual pura.
Andar por el Espíritu.
Andar por el Espíritu es una condición que nos salvaguarda, y también es la condición para que nuestro espíritu y nuestra alma sean separados. En todas las cosas, los creyentes deben procurar andar por el espíritu, distinguiendo lo que es del espíritu de lo que es del alma, decidiendo seguir de una manera incondicional todo lo que sea del espíritu y rechazar lo que sea del alma. El creyente debe aprender a conocer la obra de su propio espíritu y seguirlo.
Todas éstas son condiciones que los creyentes deben cumplir. El Espíritu Santo necesita que nosotros colaboremos con El. Si no aceptamos lo que nos corresponde, el Señor no podrá hacer lo que le toca a El. Si hacemos nuestra parte, nuestro Sumo Sacerdote dividirá nuestro espíritu y nuestra alma mediante el poder de la cruz y la espada cortante del Espíritu Santo. El hará que todo lo que provenga de las emociones, los sentimientos, la mente y la habilidad natural, se separe del espíritu, y que no se mezclen en lo absoluto. Es indispensable que nosotros nos pongamos en el altar, pero nuestro Sumo Sacerdote hará la separación de nuestro espíritu y nuestra alma con una espada cortante. Si verdaderamente nos ponemos en la cruz, nuestro Sumo Sacerdote llevará a cabo Su deber de separar nuestro espíritu y nuestra alma. Esta es Su labor; por lo tanto, no tenemos que preocuparnos por esa parte. Cuando El ve que nosotros cumplimos los requisitos necesarios para que El opere, a su debido tiempo, El separará nuestro espíritu y nuestra alma.
Todo creyente que ve el peligro de que su espíritu y su alma se mezclen, tratará de ser librado. El camino de la liberación está abierto, pero no es fácil. El creyente debe orar diligentemente para ver claramente su triste condición y para saber dónde mora y labora el Espíritu Santo y cuáles son Sus requisitos. Debe ver el misterio y la realidad de que el Espíritu Santo mora en él, respetar esta presencia santa y ocuparse de que nada hiera al Espíritu Santo. Necesita saber que lo que más lastima al Espíritu Santo, fuera del pecado, y lo que más lo perjudica a él, aún más que el pecado, es que él viva y obre apoyándose en la vida del yo. La transgresión original del hombre se debió a que deseó algo bueno, la sabiduría y el conocimiento, pero lo buscó según su propio parecer. Esta es la clase de transgresión de la que los creyentes se arrepienten y en la cual vuelven a caer constantemente. Los creyentes deben saber que ya creyeron en el Señor y que el Espíritu Santo mora en ellos. Por consiguiente, el Espíritu debe tener toda la autoridad, y el alma debe someterse completamente a El. Esto no significa que si oramos y le pedimos al Espíritu Santo que nos guíe y opere en nosotros, ya todo está bien y todo se cumplirá; no, no es así, pues a menos que día tras día hagamos morir la vida del alma junto con su habilidad, su sabiduría y sus sentimientos, y que estemos sinceramente dispuestos a someternos totalmente a El, a esperar Su dirección, y a confiar en Su obra, no veremos que El está obrando.
El creyente debe ver que lo que separa su alma y su espíritu es la Palabra de Dios. El Señor Jesús mismo es la Palabra de Dios; así que El por medio de Sí mismo separará nuestra alma de nuestro espíritu. ¿Estamos dispuestos a permitir que Su vida y Sus logros separen nuestra alma de nuestro espíritu? ¿Estamos dispuestos a buscar Su vida para que llene nuestro espíritu, a fin de quebrantar el alma de modo que no pueda actuar? La Biblia es la palabra escrita de Dios, y el Señor Jesús divide el alma y el espíritu con las enseñanzas de la Biblia. ¿Estamos dispuestos a seguir toda la verdad? ¿Estamos dispuestos a obedecer las enseñanzas de la Biblia y a someternos al Señor simplemente mediante las enseñanzas de las Escrituras sin que se interponga nuestra opinión? ¿Estamos dispuestos a estar satisfechos con la autoridad de la Biblia y a obedecer sin la ayuda de los hombres? Si deseamos una vida espiritual plena, tenemos que someternos incondicionalmente al Señor y a todas Sus enseñanzas. Esto es necesario y es la espada cortante que, en la práctica, separa nuestra alma de nuestro espíritu.
EL ALMA BAJO EL CONTROL DEL ESPÍRITU SANTO.
Dijimos anteriormente que el espíritu, el alma y el cuerpo del ser humano corresponden al templo santo, el cual consta del Lugar Santísimo, el lugar santo y el atrio. También dijimos que Dios vive en el Lugar Santísimo. Hay un velo que separa el Lugar Santísimo del lugar santo. Parece que este velo cubría la gloria y la presencia de Dios dentro del Lugar Santísimo y lo separaba del lugar santo. Esto hace que el hombre sienta y vea solamente las cosas que están fuera del velo, en el lugar santo, y que no entienda ni conozca lo que hay en el Lugar Santísimo. Así, la presencia de Dios no se puede ver en las situaciones externas de la vida, a menos que uno crea.
Sin embargo, la existencia de este velo fue temporal. Venido el tiempo, el cuerpo del Señor Jesús, que era la realidad de ese velo (Hebreos. 10:20), fue crucificado para que el velo se rasgara de arriba abajo (Mateo. 27:51). Ahora lo que separaba al Lugar Santísimo del lugar santo ha desaparecido. El propósito de Dios no es quedarse para siempre en el Lugar Santísimo, sino que quiere extender Su presencia al lugar santo. Sin embargo, El espera que la obra de la cruz sea completada, ya que sólo por medio de la cruz el velo puede rasgarse para que la gloria de Dios brille desde el Lugar Santísimo.
Por lo tanto, cuando el creyente permite que la cruz complete su obra, Dios hace que el espíritu y el alma tengan la experiencia del Lugar Santísimo y el lugar santo en Su templo santo. Si el creyente se somete constantemente al Espíritu Santo, sin ninguna resistencia, la comunión entre el Lugar Santísimo y el lugar santo se hace mejor y más armoniosa día tras día. En poco tiempo, el creyente verá un gran cambio. Es la obra de la cruz la que hace que el verdadero velo del templo santo, tanto en el cielo como en la tierra, se rasgue. De esta manera, la cruz ejerce un efecto verdadero y tangible en la vida y experiencia del creyente, haciendo que pierda su vida anímica y que no se conduzca de una manera independiente, sino que confíe y espere en la vida espiritual para que ésta genere el poder para vivir y obrar. “El velo rasgado” es entonces una experiencia que se llega a tener en el espíritu y el alma del creyente.
El velo fue rasgado en dos de arriba abajo. Esto fue obra de Dios, y no del hombre. Cuando la obra de la cruz fue consumada, Dios, de acuerdo con Su voluntad, rasgó el velo. Esto no se debe a nuestra labor ni a nuestra fuerza para pedir a fin de obtener algo. Siempre que la obra de la cruz es llevada a cabo, el velo es rasgado. Por lo tanto, renovemos nuestra consagración al Señor y no nos amemos a nosotros mismos; estemos dispuestos a hacer morir la vida del alma, permitiendo que Aquel que mora en el Lugar Santísimo sea nuestro Señor en todas las cosas. Si el Señor ve que la cruz hizo una obra suficientemente profunda en nosotros, hará que el Lugar Santísimo y el lugar santo en nosotros sean uno, así como El, mediante el poder de Dios, primero rasgó el velo para que el Espíritu Santo pudiera fluir desde Su cuerpo glorioso.
Esto hará que la gloria del Lugar Santísimo donde habita el Dios Altísimo llene abundantemente nuestra vida diaria. Nuestro vivir y nuestras actividades en el lugar santo serán santificadas por la gloria que proviene del Lugar Santísimo, y hará que nuestra alma sea como el espíritu, habitada y regida por el Espíritu de Dios. De esta manera, nuestra mente, nuestra parte emotiva y nuestra voluntad serán llenas del Espíritu Santo. Finalmente, lo que anteriormente teníamos en el espíritu, mediante la fe, llega a nuestra alma. Además, esto nunca decrecerá ni sufrirá pérdida. ¡Qué vida tan bienaventurada! “La gloria de Jehová llenó la casa. Y no podían entrar los sacerdotes en la casa de Jehová, porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Jehová” (2 Crónicas . 7:1 al 2). Desde ahora, nuestras actividades, aunque sean tan buenas como las de aquellos sacerdotes que servían a Dios, no tendrán la oportunidad de actuar ante la gloria de Dios. La gloria de Dios estará en todo, y no tendremos que recalcar la obra que se hace con los animales.
Este es el otro aspecto de la separación del espíritu y el alma. En cuanto al problema de que el alma afecta y controla al espíritu, la obra de la cruz divide el alma del espíritu. Pero en cuanto a ser llenos del Espíritu Santo y permitir que el espíritu tenga la autoridad, la obra de la cruz hace que el alma no sea independiente, sino que esté perfectamente unida al espíritu. En cuanto a la experiencia de nuestro vivir personal, debemos procurar que el espíritu y el alma lleguen a ser uno. Así que, si permitimos que la cruz y el Espíritu Santo operen de una manera profunda, veremos que lo que el alma ha perdido no es nada comparado con lo que ha ganado. Lo que muere lleva fruto; y lo que se perdió está guardado para vida eterna. Si nuestra vida anímica está bajo el control del espíritu, veremos que nuestra alma tendrá un cambio radical. Anteriormente era completamente inútil en Sus manos. Para Dios estaba perdida, ya que vivía únicamente para nosotros mismos, siempre deseando actuar en un modo independiente. Pero ahora, aunque perdida para el hombre, ha sido ganada para Dios. Desde ese momento somos aquellos de quienes se habla en Hebreos 10:39: “Los que tienen fe para ganar el alma”. Esto es mucho más profundo que lo que se conoce comúnmente como “la salvación del alma”. Aquí se habla específicamente de la vida. Ahora que el creyente ha aprendido a no actuar ni conducirse siguiendo sus sentimientos ni influido por lo que ven sus ojos, tiene fe para salvar su vida a fin de servir y glorificar a Dios. Lo que aparentemente se perdió, en realidad, se gana. Jacobo [Santiago] 1 también menciona esta salvación: “Recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas” (versiculo. 21). Cuando una rama es injertada en un árbol, recibe la naturaleza de ese árbol. De igual manera, cuando la palabra de Dios es injertada en nuestra vida, nos transmite su naturaleza. De este modo la rama llega a ser útil e incluso a llevar fruto. Por la palabra de vida obtenemos la vida de la palabra. La rama no es eliminada, sino que obtiene una vida nueva como principio de su vitalidad. Todo lo que pertenece al alma está todavía allí, excepto que ahora no es la vida del alma la que produce las facultades de su conducta, sino la vida de la palabra de Dios. Esta es la verdadera salvación del alma.
Nuestro sistema nervioso es muy sensible y es fácilmente estimulado por las circunstancias. Las conversaciones, las actitudes, el ambiente y las relaciones humanas pueden fácilmente afectarnos. Nuestra mente tiene muchos pensamientos, planes e imaginaciones, todos los cuales son muy confusos. Nuestra voluntad tiene muchas opciones e ideas y le encanta actuar según sus caprichos. Ninguna de las facultades de nuestra vida anímica nos dan paz. Ya sea en una manera individual o colectiva, la vida del alma nos hace cambiar constantemente, nos turba, nos confunde y nos inquieta.
Sin embargo, debido a que el alma es gobernada por el espíritu, podemos ser librados de ese caos. El Señor Jesús dijo: “Tomad sobre vosotros Mi yugo, y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas”. Si estamos dispuestos a rendirnos al Señor, a tomar Su yugo y a andar según Su voluntad, la vida de nuestra alma no será estimulada. Si estamos dispuestos a imitar al Señor y a aprender de El, al ver que El fue despreciado y que no hizo Su propia voluntad sino la voluntad de Dios, entonces la confusión de nuestra alma se disipará. El motivo por el cual lloramos y nos lamentamos es que no estamos satisfechos con la misma clase de trato que el Señor recibió, ni estamos dispuestos a someternos a la voluntad de Dios ni a lo que El dispuso para nosotros. Si hacemos morir la vida del alma y nos rendimos totalmente al Señor, nuestra alma (con sus sensibilidades), descansará en el Señor y no pensará que El nos desea algún mal. El alma controlada por el Espíritu Santo se halla en reposo.
Antes estábamos muy ocupados en nuestros planes; ahora confiamos tranquilamente en el Señor. Antes estábamos afligidos y ansiosos; ahora somos como un niño que acaba de alimentarse y descansa en el regazo de su madre. Antes estábamos llenos de nuestras propias ideas, de deseos y de ambiciones; ahora sabemos que únicamente la voluntad de Dios es buena, y descansamos en Dios. Esto es perfecta sumisión y gozo perfecto. Cuando nos damos incondicionalmente al Señor, todo está tranquilo y en paz. Efesios 6:6, hablando de lo mismo, dice: “Sino como esclavos de Cristo, haciendo la voluntad de Dios, de corazón” [o con toda el alma]. No es como antes, que nos apoyábamos en el alma, es decir, en nosotros mismos, para hacer la voluntad de Dios; sino que es con el alma, con todo el corazón, haciendo la voluntad de Dios. Mediante la obra de la cruz, la vida del alma que anteriormente se rebelaba contra Dios, ahora está totalmente sometida a Su voluntad. Anteriormente todo era superficial, y hacíamos nuestros propios asuntos según nuestra voluntad o en el mejor de los casos, hacíamos la voluntad de Dios, pero según nuestro parecer. Mas ahora somos uno con Dios en todas las cosas.
Un alma gobernada por el Espíritu Santo no se preocupa por sí misma. “No os inquietéis por vuestra vida [alma]” (Mateo. 6:25). Ahora buscamos primeramente el reino de Dios y Su justicia, y confiamos en que Dios cuidará de nuestras necesidades diarias. La vida del alma tiene que ser quebrantada por la cruz mediante el Espíritu Santo para que no esté preocupada por ella misma. La primera manifestación del alma es que está consciente del yo. Ya que el creyente es uno con Dios y perdió el yo, puede confiar plenamente en Dios. El amor propio, los planes y la preocupación por uno mismo, productos del alma, son eliminados en la práctica. Debido a esto, el creyente ya no hace planes en los asuntos prácticos.
Puesto que la cruz cumplió su obra, no tenemos que afanarnos por nosotros mismos. Anteriormente nos preocupábamos, pero ahora que conocemos a Dios podemos buscar apaciblemente Su reino y Su justicia. Si nos preocupamos por lo que a Dios le interesa, El se hará cargo de lo que nosotros necesitamos. Antes los milagros eran raros y escasos para nosotros, pero ahora vivimos en el Dios que hace milagros, sabiendo que El proveerá para toda necesidad. Esto no se logra utilizando la mente, sino descansando en las manos de Dios. Ya que el poder de Dios es nuestro descanso, todo lo relacionado con nuestra vida diaria, como por ejemplo, la comida y la bebida, llegan a ser insignificantes.
“De modo que también los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, haciendo bien” (1 Pedro. 4:19). Esto es lo que enseña la Biblia. Algunas veces las personas del mundo solamente conocen a Dios como Creador, y no como Padre. Pero los creyentes no solamente le conocen como el Padre, sino también como el Señor de la creación. Hablar de El como el Señor de la creación es dar a conocer Su poder y declarar que todo el universo está bajo Su mano. Antes cuando sufríamos, teníamos miedo del hombre, pero ahora sabemos que todas las cosas están en Sus manos y que El lo dispone todo providencialmente. Antes nos era difícil creer que nada puede moverse en este mundo sin Su voluntad, pero ahora sabemos que todas las cosas en el universo, ya sea el hombre, las cosas naturales o sobrenaturales, todo está ordenado sabia y cuidadosamente por El. Ahora sabemos que todo lo que nos sucede es permitido y predestinado por El. Un alma gobernada por el Espíritu Santo es un alma tranquila, pacífica y obediente.
No sólo debemos entregar nuestra alma al Señor, sino que también debemos amarlo y anhelarlo. “Está mi alma apegada a Ti” (Salmos. 63:8). Ya no nos atrevemos a tener fe en nosotros mismos ni a ser independientes ni a servir al Señor según los caprichos de nuestra alma. Ahora seguimos al Señor cuidadosamente, aun con temor y tenacidad sin atrevernos a soltarlo ni por un momento. Ya no actuamos solos sino en completa sumisión a El, no de mala gana, sino dispuestos y con gozo; ahora aborrecemos la vida de nuestro yo, y anhelamos y amamos al Señor.
Sólo una persona así puede decir juntamente con María: “Mi alma magnifica al Señor” (Lucas. 1:46). Tal creyente no se jacta en sí mismo ni se exalta a sí mismo ni abierta ni secretamente, sino que reconoce que es inútil y se humilla para exaltar al Señor, pues no quiere robar la gloria al Señor para dársela al yo (al alma), sino que magnifica al Señor en su alma. Si el Señor no es magnificado en el alma del hombre, no es magnificado en ningún lugar.
Solamente esta clase de persona no estima preciosa su vida anímica (Hechos. 20:24), sino que la pone por sus hermanos (1 Juan. 3:16). Si no dejamos de amarnos a nosotros mismos, entonces cuando el Señor nos llame a llevar la cruz juntamente con El, retrocederemos. Si uno rechaza diariamente la vida del alma, podrá, por amor al Señor, no estimar preciosa su vida. Aun en condiciones normales, uno debe vivir como mártir, dispuesto a entregar su vida en la cruz, para que cuando el momento llegue, pueda ser inmolado por amor al Señor. Si uno continuamente lleva una vida dispuesta a ser derramada por amor a los hermanos y no exige sus derechos ni su comodidad, sino que se niega al yo cada día, cuando la necesidad lo requiera, podrá poner su vida por los hermanos. El verdadero amor hacia el Señor y hacia los hermanos proviene de no amar al yo. Un Cristo que quisiera salvarse y se condoliera de Sí mismo, no nos habría amado ni habría muerto por nosotros. Si El me ama, se entrega a Sí mismo por mí. Rechazar la vida del alma produce un corazón que ama, pues la fuente de la bendición es el derramamiento de la sangre.
Al llevar esta clase de vida, el alma prospera (3 Juan. 2). La prosperidad no se consigue porque uno haya ganado algo, sino por haberlo perdido todo. Sin embargo, perder la vida del alma no es perder la vida, ya que el alma está perdida en Dios. La vida del alma es egoísta y absorbente. El alma que se pierde en la vida de Dios vive en la vida ilimitada que El tiene. En esto consiste la libertad y la prosperidad. Cuanto más pérdidas suframos, mayor será nuestra ganancia. Nuestras posesiones no se miden por la cantidad que acumulemos, sino por la cantidad que demos. ¡Esta es la verdadera vida fructífera!
Uno no logra abandonar la vida del alma tan rápidamente como obtiene la liberación del pecado. Esa es nuestra vida, y constantemente debemos estar dispuestos a no vivir por ella, sino escoger la vida de Dios. Es así como cada día debemos llevar la cruz fielmente con más intensidad que antes. Todavía nos falta mucho por recorrer. Por eso, debemos identificarnos con el Señor Jesús, quien, menospreciando el oprobio, sufrió la cruz. “Considerad a Aquel … para que no os canséis ni desfallezcan vuestras almas” (Hebreos. 12:2 al 3). El alma del Señor Jesús afrontó el oprobio y lo menospreció y sufrió la cruz. Esa es la meta de todos los que estamos dispuestos a seguir Sus pasos en la senda de la cruz. “Bendice, alma mía, a Jehová, y bendiga todo mi ser Su santo nombre” (Salmos. 103:1).