Watchman Nee Libro Book cap.10 Los hechos, la fe y nuestra experiencia

Watchman Nee Libro Book cap.10 Los hechos, la fe y nuestra experiencia

LA FE Y LA OBEDIENCIA

CAPÍTULO DIEZ

LA FE Y LA OBEDIENCIA

Lectura bíblica: Ro. 6:11-14

Ahora quisiera hablar de los principios que rigen la vida cristiana. Todo el Nuevo Testamento muestra que existen solamente dos principios que rigen la vida cristiana; todo lo demás es simplemente el fruto que surge de estos dos principios. La paciencia, la mansedumbre, la templanza y demás características, no constituyen principios gobernantes de la vida cristiana. Sólo existen dos principios que rigen el vivir de los cristianos: uno es la fe, y el otro, la obediencia. Todos los frutos del creyente resultan de vivir bajo estos dos principios. En nuestra comunión con el Señor, necesitamos la fe y la obediencia todos los días.

En el Nuevo Testamento, hay muchos versículos que hablan acerca de la fe y la obediencia. Sólo mencionaré Romanos 6:11 y 13. El versículo 11 dice: “consideraos”; esto alude a la fe. Y el versículo 13 dice: “presentaos”; esto tiene que ver con la obediencia. El versículo 11 habla acerca de la fe refiriéndose a los logros de Cristo, mientras que el versículo 13 habla de presentar nuestros miembros a Dios, lo cual hace que conservemos el terreno ganado por medio de la fe. Si podemos aplicar equilibradamente estos dos principios —la fe y la obediencia— tendremos acceso a todas las experiencias espirituales y las experimentaremos sin impedimento alguno.

¿En qué consisten la fe y la obediencia? En Cristo se hallan todas las verdades objetivas, las cuales son hechos consumados; y en el Espíritu Santo están todas las verdades que podemos experimentar de manera subjetiva, las cuales el Espíritu habrá de aplicar en nosotros. No sé si entienden la diferencia que hay entre la redención y la salvación. La redención fue lograda hace más de mil novecientos años, mientras que la salvación se obtiene en el momento en que creemos en el Señor. Por tanto, la redención es una realidad objetiva lograda por Cristo. En cambio, la salvación es una experiencia subjetiva aplicada a nosotros por el Espíritu Santo. No podemos cambiar esta secuencia. El Señor Jesús no obtuvo nuestra salvación hace más de diecinueve siglos, ni tampoco el Espíritu que mora en nuestro interior efectuó la redención el día de hoy. Antes bien, la redención se efectuó hace mucho tiempo, mientras que la salvación debe ser aplicada en la actualidad. Supongamos que yo todavía no he creído en el Señor. Si usted me predicara el evangelio hoy, sólo podría decirme que la redención ha sido lograda, pero no podría afirmar que mi salvación ya ha sido consumada, porque aún no he sido salvo. La salvación es realizada sólo después de que creemos en el Señor; en cambio, la redención se logró mucho antes de que yo creyera en el Señor. Toda la obra redentora se efectuó en el pasado. Las obras que son objetivas para nosotros, han sido realizadas en el pasado; éstas constituyen hechos consumados, absolutos y eternos. Por el contrario, las obras que experimentamos subjetivamente son realizadas en el presente y en el futuro. Si bien las primeras obras ya han sido consumadas, las segundas esperan ser consumadas. Por una parte, la muerte, la sepultura, la resurrección y la ascensión de Cristo son hechos consumados; por otra, la muerte que el Espíritu Santo nos aplica empieza a realizarse en nosotros cuando creemos. Si bien la resurrección de Cristo tuvo lugar hace más de mil novecientos años, se manifiesta en nosotros en el momento en que creemos. Todo lo que es objetivo, pertenece al pasado; es un hecho absoluto y completo en sí mismo, al cual nada puede serle añadido. Pero todo aquello que experimentamos de manera subjetiva se viene cumpliendo en el presente y se cumplirá en el futuro. Así pues, ya sea que aceptemos un hecho objetivo o experimentemos una realidad subjetivamente, se requiere que estemos bajo dos principios completamente diferentes. Puesto que aquello que es objetivo ya se cumplió, simplemente debemos creer en ello; y, dado que aquello que experimentamos subjetivamente está cumpliéndose ahora y se cumplirá en el futuro, es necesario que obedezcamos. Si sólo nos ocupamos de un aspecto, nos desviaremos, convirtiéndonos ya sea en teóricos o en ascetas. La muerte, resurrección y ascensión objetivas requieren de nuestra fe; sin embargo, no basta con creer. También es necesario que obedezcamos. Ser crucificados con Cristo exige obediencia de nuestra parte; experimentar el poder de la resurrección también requiere de nuestra obediencia; asimismo, ocupar la posición a la que hemos ascendido, exige nuestra obediencia.

Hermanos y hermanas, necesitamos tanto al Salvador que es externo y objetivo, como al Salvador que experimentamos interna y subjetivamente. Necesitamos tanto de la Palabra que se encarnó, como de la Palabra manifestada en el Espíritu Santo. Necesitamos tanto al Cristo del Gólgota, como al Cristo en el Espíritu. El Salvador externo exige nuestra fe, mientras que el Espíritu Santo interior exige nuestra obediencia. Ahora me gustaría hablar acerca de algunas experiencias, a fin de que podamos comprender la fe y la obediencia.

¿Qué significa creer? Creer es algo a lo cual no podemos renunciar ni siquiera por un día. Es necesario creer en las verdades objetivas. No debemos decir que requerimos morir, resucitar y ascender; más bien, debemos afirmar que hemos muerto, resucitado y ascendido. ¿Qué es la fe? Se refiere a algo que uno ha conocido, ha visto y finalmente ha aceptado como real. No se puede creer en aquello que no se ha visto. Ya sea que se trate de la muerte, de la resurrección o de la ascensión, es necesario que primero recibamos revelación de parte del Espíritu Santo a fin de que luego podamos tener fe. Una doctrina no es sino la presentación de ciertos hechos, mientras que una verdad es la realidad subyacente de tales hechos. En muchos casos, las doctrinas no son verdades para nosotros. Cuando algo está verdaderamente presente en uno, deja de ser una doctrina para convertirse en una verdad. Por ejemplo, la muerte de nuestro Señor Jesús por nosotros no es una simple doctrina, sino una verdad. La teología es una cuestión de doctrinas. En otras palabras, las doctrinas conforman la teología. Las verdades objetivas requieren de nuestra fe; es imprescindible que ellas sean reales para nosotros. En el idioma griego, verdad significa realidad. La muerte del Señor es una verdad, lo cual significa que la muerte de Cristo es una realidad. La resurrección del Señor es también una verdad, es decir, que la resurrección del Señor es una realidad. Asimismo, la ascensión del Señor es una verdad, lo cual significa que la ascensión del Señor es también una realidad. Es a esto a lo que llamamos verdad.

¿Cómo podemos saber que estas verdades son reales? Cuando recibimos alguna verdad, no se debe a que un orador nos la haya dicho. El Unico en este universo que puede conducir a los hombres a la verdad, es el Espíritu Santo. Los oradores sólo pueden predicar doctrinas a los hombres, pero a fin de que una persona tenga fe, debe recibir la revelación del Espíritu Santo. Hermanos y hermanas, ¿comprenden esto? No me estoy refiriendo a nuestra muerte, resurrección y ascensión con Cristo, sino a la muerte que el Señor sufrió por nosotros. En el pasado, no conocíamos el pecado, ni tampoco conocíamos a Dios ni a Cristo. Pero cierto día escuchamos hablar acerca de la muerte que el Señor Jesús sufrió a nuestro favor, y lo que oímos tocó profundamente nuestro corazón. Como resultado de ello, dijimos: “¡Oh, así que de eso se trata!”. De improviso, “vimos” el pecado, “vimos” a Dios, “vimos” a Cristo y “vimos” la salvación. Vimos que nuestros pecados ya fueron perdonados y tuvimos la confianza para declarar este hecho. Quizás alguien nos haya preguntado cómo podíamos estar seguros de que nuestros pecados ya fueron perdonados. Pero a pesar de tal cuestionamiento, nosotros teníamos la certeza de ello debido a que habíamos visto algo.

¿En qué consiste la revelación que el Espíritu Santo otorga? Consiste en que el Espíritu Santo quita el velo y nos muestra aquello que está detrás del mensaje que nos ha sido predicado. Quizás usted haya visto lo que el perdón y la regeneración representan. Ver esto es algo muy precioso. Cuando usted vio que Cristo Jesús murió de tal manera, usted creyó. Luego, es posible que usted viaje a la provincia para visitar a un viejo amigo a fin de predicarle el evangelio. Probablemente, ese amigo suyo asienta a todo cuanto usted le dice, pero después, se olvide de todo lo que usted le ha dicho. A esta persona le hace falta una cosa: recibir la revelación. Aquellos que son ciegos no pueden creer. Los que no han recibido revelación, no pueden tener fe. Entonces, usted debe orar por su amigo y pedirle a Dios que le haga ver su pecado y que pueda ver al Salvador. Quizás usted le predicó tres o cinco doctrinas a su amigo; pero cuando él vea, ya no habrá necesidad de predicarle más. De la misma manera en que esta persona necesita ver la muerte de Cristo, también es necesario que vea la resurrección, la ascensión y todas las demás verdades.

Hermanos, quizás ustedes viajen a la provincia a fin de predicarles el evangelio a unas cincuenta personas, y proclamen que el hombre pecó, que el Señor murió por todos los hombres y que la fe nos trae la salvación. Es posible que las cincuenta personas los escuchen con signos de aprobación. Sin embargo, ¿significará esto que los cincuenta han sido salvos? Aunque ellos asientan con la cabeza en señal de aprobación, tal vez se vayan sin comprender que la mentira y la arrogancia son pecados. Si bien escucharon acerca del pecado, todavía no lo han visto. Si bien ellos escucharon acerca del Salvador, aún no lo han visto. Por tanto, no existe posibilidad alguna de que ellos crean. Cada vez que le prediquemos el evangelio a una persona, debemos pedirle a Dios que El abra sus ojos para que se aflija al ver su pecado y pueda ver al Señor y lo reciba. Después de algún tiempo, quizás un profesor de teología hable con él y le diga que sus pecados no son en realidad pecados y que la muerte del Señor fue meramente un acto de abnegación. Sin embargo, si esta persona verdaderamente ha visto algo, permanecerá firme. Su fe es el resultado de lo que ha visto.

La muerte de Cristo es una verdad objetiva para nosotros y, como tal, requiere de nuestra fe. Todas las demás verdades objetivas también requieren de nuestra fe. Hemos dado mucho énfasis a la predicación de la muerte del Señor; sin embargo, esto no ha sido tan eficaz. Si algo no marcha bien con respecto a la fe, quiere decir que algo no marcha bien con respecto a la revelación. En cierta ocasión di un mensaje sobre la verdad acerca de nuestra crucifixión con el Señor. Un hermano me dijo que el mensaje había sido muy bueno y que desde ese momento él sería victorioso, debido a que ahora conocía el camino que lleva a la victoria. Yo le respondí que pasados algunos días, tal resolución no habría de servirle, debido a que aún no había visto dicha verdad. Si le preguntamos a alguien cómo fue salvo, quizás esta persona nos diga que fue porque escuchó cierta enseñanza. Sin embargo, esta clase de salvación no durará sino unos cuantos días. Una mera comprensión mental no es fe. Si lee en la Biblia o escucha en alguna reunión que usted ha muerto, resucitado y ascendido, no debería decir: “Después de examinarme, no percibo resurrección ni ascensión alguna en mi ser”. Pero tampoco debiera afirmar despreocupadamente: “Sí, he muerto, resucitado y ascendido”. En vez de esto, debe pedirle al Señor: “Señor, hazme ver que he muerto, resucitado y ascendido”. Si usted ora de esta manera, el Señor le conducirá a tal verdad objetiva, es decir, a El mismo. Entonces verá que en Cristo, usted ha muerto, resucitado y ascendido. Puesto que El murió, usted también murió; puesto que El resucitó, usted también resucitó; y, puesto que El ascendió, usted también ascendió. De este modo, usted exclamará: “¡Señor, gracias! En Ti, yo he muerto, he resucitado y he ascendido”. Usted podrá decir esto por causa de la fe. Esta fe está basada en los hechos subyacentes a la palabra que le fue impartida.

Hubo un tiempo en que Hudson Taylor experimentaba continuamente fracasos y debilidades. En cierta ocasión, él le escribió una carta a su hermana contándole cuán apesadumbrado se sentía por no detectar suficiente santificación, vida ni poder en su interior. El pensaba que, si tan sólo pudiese permanecer en Cristo, todo estaría bien. Su hermana oraba por él, y durante varios meses él mismo oró, luchó, ayunó, tomó firmes resoluciones, leyó la Biblia e invirtió más tiempo meditando en quietud. Sin embargo, nada de esto funcionaba. El hubiese querido permanecer en Cristo siempre, pero tal parecía que después de permanecer en El por cierto lapso, nuevamente se apartaba. El decía: “Si tan sólo tuviese la certeza de permanecer en Cristo, todo estaría bien; pero esto no me es posible”. En su diario, se narra la siguiente historia: Un día, él se encontraba orando. Pensaba que si tan sólo permanecía en Cristo y recibía Su savia para ser nutrido y abastecido, tendría el poder necesario para vencer al pecado. Así pues, continuó orando y leyendo la Biblia. Entonces, se encontró con Juan 15:5 que dice: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos”. Al leer este versículo, Hudson Taylor exclamó: “Soy el hombre más insensato del universo. He orado pidiendo ser un pámpano; he deseado fervorosamente permanecer en Cristo. Sin embargo, el Señor me ha dicho que ya soy un pámpano que permanece en El”. ¡Oh, hermanos! Si comprendiéramos esto, exclamaríamos: “¡Aleluya!”. No necesitamos entrar, pues ya estamos adentro. Para llegar a ser un pámpano no es necesario nuestro esfuerzo; tampoco llegamos a ser un pámpano sólo después de haber vencido el pecado. Más bien, ya somos pámpanos, y permanecemos en El. El propósito de Juan 15:5 es decirnos que permanecemos en El y que no debemos abandonar tal posición. ¡Somos pámpanos! Todo Su suministro, nutrimento y amor nos pertenece. El señor Taylor dijo que desde que vio esto, llegó a ser un nuevo Hudson Taylor. Esto constituyó un momento decisivo en su vida cristiana.

La fe no consiste en hacer realidad la palabra de Dios, sino en creer en la realidad de dicha palabra. En la conferencia especial que celebramos el año pasado, mencioné que la gracia de Dios abarca tres factores: la promesa, el hecho y el pacto. La promesa se refiere a lo que se cumplirá en el futuro. El hecho se refiere a algo que ya ha sido logrado. Todas las verdades objetivas son hechos consumados y reales; por ende, lo único que necesitamos es decirle a Dios: “Tu Palabra afirma que he muerto, resucitado y ascendido. Por tanto, yo confieso haber muerto, resucitado y ascendido”. Esta es la única manera en la que podremos permanecer firmes. Dios lo ha dicho, y así es.

El señor ______, quien era un conocido predicador en la Convención de Keswick, experimentó el momento decisivo de su vida a causa de cierto incidente. El había elegido 2 Corintios 12:9 como el tema central de su mensaje. Este versículo dice: “Bástate Mi gracia”. Después de preparar el bosquejo, se arrodilló y oró así: “¡Oh Dios! Con todo respeto te presento este bosquejo y te suplico Tu bendición”. Después de haber orado de esta manera, este hermano llegó a la conclusión de que no podía predicar este mensaje. Comenta: “Yo iba a decirle a la gente que la gracia de Dios nos basta. Pero si alguien me preguntara si la gracia de Dios me basta a mí, ciertamente tendría que responderle que no, porque mi mal genio y mi orgullo todavía persisten. Y si la gracia de Dios no me basta a mí, ¿cómo podría decirle a la gente que a ellos sí les basta? Yo no puedo afirmar tal cosa”. Esto ocurrió un sábado; no había tiempo para preparar otro mensaje ni tampoco podía dejar de predicar algún mensaje. Al enfrentarse a tan difícil situación, se arrodilló y oró nuevamente: “¡Oh Dios! Permite que el día de hoy Tu gracia me baste. ¡Que ésta sea mi experiencia! Hasta ahora, yo he sido una persona arrogante, celosa, concupiscente y llena de pensamientos impíos. Haz que supere todo esto si verdaderamente Tu gracia me basta”. El oró así toda la tarde, pero parecía que cuanto más oraba, más lejos estaba Dios. Más tarde, se cansó de orar y se fue a su sala a descansar. Allí, cerca de la chimenea, había un cuadro que decía: “Bástate Mi gracia”. De inmediato, le pareció tan claro que no decía: “La gracia de Dios habrá de bastarme”, ni tampoco: “Espero que Mi gracia te baste”, sino que simplemente decía: “Bástate”. Por lo tanto, era claro que no necesitaba suplicarle a Dios que le diera gracia suficiente, pues la gracia de Dios realmente le bastaba. Se puso en pie de un salto y exclamó: “Su gracia me basta. ¿Por qué tendría que orar pidiéndola?”. Esto es fe, y esto es también recibir revelación. Luego, él dijo: “¡Doy gracias a Dios! Durante muchos años estuve siempre a la espera de que la gracia de Dios me bastara. Pero, este día, Dios me reveló que Su gracia me basta. Este fue un momento decisivo en mi vida”. Al siguiente día, el hermano predicó de una manera excepcionalmente poderosa. Después, en la Convención de Keswick, él pudo dar muchos mensajes y ser de ayuda para muchas personas. En una ocasión alguien le preguntó cómo había llegado a ser la persona que era, y este hermano respondió que se debía a que había visto que la gracia de Dios le bastaba.

Muchos oran suplicando morir con Cristo, pero Dios afirma que, en Cristo, ya estamos muertos. Muchos otros oran implorando experimentar la resurrección y la ascensión, pero Dios afirma que, en Cristo, ya hemos resucitado y ascendido. Otros oran pidiendo victoria sobre el mundo, pero la Palabra de Dios afirma que la victoria que ha vencido al mundo es nuestra fe (1 Jn. 5:4). Todo está en Cristo. Tenemos que ver esto a fin de creer. Supongamos que hay un hermano o hermana que ha visto esta verdad objetiva. Probablemente no haya visto muchas cosas, pero siempre y cuando haya visto un versículo y verdaderamente haya creído en él, podrá avanzar en la senda que está delante. Muchos creyentes ciegamente presentan sus peticiones a Dios. ¿Ha oído a pecadores pedirle al Señor que muera por ellos? En cierta ocasión en que estaba predicando el evangelio, escuché que alguien oraba así: “¡Oh, Señor! Soy un pecador. Te pido que mueras por mí”. Esta oración es errónea. Hay gente que ora pidiéndole al Señor que muera por ellos o pidiendo morir con el Señor. ¡Esto es ridículo! Nuestra mente es inútil para entender estas cosas. Tenemos que creer en la Palabra de Dios más que en nuestras circunstancias, sentimientos, tribulaciones, pecados, concupiscencias y pensamientos impíos. Si somos capaces de hacer esto, ciertamente seremos personas diferentes. No es suficiente con escuchar; tenemos que creer. Ojalá veamos que Dios lo ha logrado todo en Cristo.

Sin embargo, debemos saber que simplemente creer de esta manera no es suficiente; a ello tiene que seguirle la obediencia. Por un lado, debemos creer. Por otro, tenemos que obedecer. Nuestra propia voluntad tiene que ser subyugada y tenemos que presentar todos los miembros de nuestro cuerpo a Dios. Hermanos y hermanas, una vez que hemos adquirido una fe viva, día a día debemos aprender a obedecer a Dios. Si Dios toca determinado aspecto de nuestras vidas, pero nosotros no estamos dispuestos a cambiar, sino que queremos que Dios concuerde con nosotros, entonces no estamos obedeciéndole. Si nuestra voluntad no es subyugada, nos será imposible creer en Dios. Un pecador que no se arrepienta, no podrá creer. Del mismo modo, un creyente que intencionadamente no obedezca, no será capaz de creer.

Algunas personas almacenan muchas cosas en su casa. Otros, son renuentes a entregar sus hijos a Dios. Algunos más, muestran una actitud impropia hacia su cónyuge. Y aún otros, no administran su dinero como debieran. ¿Usted se ha consagrado a Dios? ¿Está dispuesto a ir adondequiera que Dios lo envíe? Si Dios desea asignarle el más simple de los trabajos, ¿está usted dispuesto a realizarlo? Hermanos y hermanas, la fe por sí sola no podrá mantenerlos avanzando en la senda que tienen por delante. Quizás Dios quiera que usted le obedezca inmediatamente después de haber creído en El; o tal vez, El quiera esperar un poco antes de exigirle obediencia. En el caso de algunos, el Señor quiere que primero le obedezcan, para después otorgarles fe. Y en el caso de otros, el Señor primero les da fe, y después exige de ellos obediencia. Incluso con algunos otros, Dios les concede fe al mismo tiempo que les exige obediencia.

No sé qué es lo que el Señor requiera de cada uno de nosotros. Pero sí sé que tendríamos una gran carencia si sólo cumplimos uno de estos dos aspectos. Si no presentamos los miembros de nuestro cuerpo a Dios, y pensamos que basta con tener fe, seríamos como una torta cocida a medias. ¡Ojalá podamos comprender que es necesario obedecerle! Tenemos que dar este paso de una manera específica. Este es un obstáculo que debemos superar. Para llegar a ser mayordomos de Dios, debemos tener un punto de partida. Tiene que llegar el momento en el que le digamos a Dios: “A partir de hoy, me entrego a Ti”. Tiene que darse tal transacción. Tenemos que llegar al punto en el que le digamos a Dios: “De ahora en adelante, te entrego mi tiempo, mi mente, mi dinero, mi familia y mi todo”. Todos hemos de ser tocados por Dios de una manera específica. Algunos son tocados por Dios en cierto aspecto de su vida; a otros, Dios habrá de tocarlos en otro aspecto igualmente específico. Muchas veces lo que Dios nos exige puede parecernos riguroso y severo; no obstante, tenemos que obedecer a Dios en todo cuanto exija de nosotros. Dios quiere que le mostremos obediencia. Para El, nada es más precioso que “Isaac”. No basta con declarar verbalmente: “Te ofrezco a Isaac como sacrificio”. Tenemos que presentar realmente a Isaac como ofrenda. Si hacemos esto, veremos el cordero que Dios ha preparado. Dios no estará satisfecho hasta que le obedezcamos absolutamente. Para ello, es imprescindible que experimentemos transacciones concretas con el Señor.

Tenemos un amigo estadounidense que vivió un tiempo en China. Su fe era verdaderamente grande. El Señor lo guió a avanzar espiritualmente de la siguiente manera: El ya había obtenido una maestría, pero continuaba estudiando para obtener un doctorado en filosofía. Así que, a la vez que laboraba como pastor, estudiaba filosofía. Insatisfecho por la condición de su vida espiritual, le dijo a Dios en oración: “Tengo muy poca fe, no puedo vencer algunos pecados y carezco de poder para servir en la obra”. Por dos semanas le pidió a Dios específicamente que lo llenara del Espíritu Santo para que pudiese llevar una vida victoriosa, llena del poder mencionado en la Biblia. Entonces, Dios le dijo: “¿En verdad quieres esto? Si es así, no te presentes al examen final dentro de dos meses, pues Yo no necesito un doctor en filosofía”. Esto le pareció muy difícil a nuestro hermano. Su doctorado en filosofía era algo que él realmente anhelaba, y sería una lástima no presentarse al examen. Así que, se arrodilló a orar y a argumentar con Dios. Comenzó preguntándole a Dios por qué no le permitía ser doctor en filosofía y pastor al mismo tiempo. Pero Dios nunca argumenta con el hombre. Una vez que Dios nos exige algo, se mantiene firme. Lo que Dios dice y ordena, no puede ser cambiado. Durante esos dos meses, este hermano estuvo muy turbado, y cuando llegó el último sábado, estaba enfrascado en un verdadero conflicto. ¿Debería escoger el doctorado en filosofía o el ser lleno del Espíritu Santo? ¿Qué era mejor: un doctorado o una vida victoriosa? Otros podían tener un doctorado y aun así ser usados por Dios: ¿por qué él no? Luchó y argumentó continuamente con el Señor, pero no lograba nada. Deseaba obtener el doctorado, pero también quería ser lleno del Espíritu Santo; sin embargo, Dios no cedía. Elegir el doctorado en filosofía le haría imposible llevar una vida espiritual; y llevar una vida espiritual requería que renunciara al título de doctor. Al final, con lágrimas en los ojos, exclamó: “Señor, te obedeceré. Aunque he estudiado filosofía por más de dos años para obtener el doctorado, una meta que he deseado alcanzar por treinta años desde mi niñez, renunciaré a este objetivo a fin de obedecer a Dios”. Así pues, escribió a la universidad notificándoles que no se presentaría al examen el lunes siguiente, con lo cual abandonó toda esperanza de obtener un doctorado. Estaba tan exhausto aquella noche que no pudo prepararse para dar un mensaje a la congregación el próximo día; así que, simplemente relató a la congregación la historia de cómo se había rendido al Señor. Esa mañana, tres cuartas partes de los asistentes derramaron lágrimas y fueron reavivados. Nuestro hermano mismo se sintió grandemente fortalecido. Incluso declaró que de haber sabido que éste sería el resultado, habría obedecido mucho antes.

Ninguna persona usada por el Señor podrá jamás evitar esta clase de crisis en su vida. Si queremos evitar esta clase de crisis, no podremos avanzar en nuestra vida espiritual. Tenemos que creer, y también obedecer. No sólo tenemos que obedecer una vez, sino que requerimos obedecer continuamente. De otro modo, habrá carencias en nosotros y no seremos creyentes equilibrados. La obediencia sin la fe, carece de poder; y la fe sin la obediencia, es una fe idealista. Es muy doloroso ser obediente sin la fe requerida. Les ruego que no olviden este principio bíblico fundamental para nuestra vida: creer y obedecer. No podemos creer sin obedecer, ni tampoco podemos obedecer sin creer. Creer sin obedecer denota que nuestra fe no es genuina; y obedecer sin creer es ascetismo. Hoy en día, en la iglesia del Señor, los hombres yerran, ya sea en cuanto a la fe o en cuanto a la obediencia. Todos nuestros fracasos son resultado de la carencia en uno de estos dos aspectos o en ambos. Tenemos fe sin obediencia, u obediencia sin fe; o en el peor de los casos, ni tenemos fe ni obedecemos.

Si estamos dispuestos a creer y a obedecer, experimentaremos una prolongada primavera y un sol permanente. El sendero de los justos es como la luz de la aurora que va en aumento hasta que el día es perfecto. Quiera Dios bendecirnos y hacer de nosotros hombres perfectos delante de Sus ojos; esto es, quiera El hacernos hombres que creen y obedecen.