Watchman Nee Libro Book cap.1 El carácter del obrero del Señor
SABER ESCUCHAR
CAPÍTULO UNO
SABER ESCUCHAR A OTROS
La vida personal de un obrero del Señor está íntimamente relacionada con su obra. Por lo tanto, a fin de determinar si alguien es apto para ser empleado por Dios, es necesario considerar su carácter, hábitos y conducta. Esto tiene que ver con la constitución de su carácter y la formación de sus hábitos. Tal persona no sólo requiere de cierta experiencia espiritual, sino una constitución apropiada en su carácter; el Señor tiene que forjar un temperamento apropiado en ella. Son muchas las características que deben ser edificadas, cultivadas y desarrolladas en un obrero del Señor a fin de formar en él los hábitos apropiados. Dichas características pertenecen más a su hombre exterior que a su hombre interior. A medida que estas características se formen en su hombre exterior, éste llegará a ser más útil al Señor. Se requiere de mucha gracia y misericordia de parte de Dios para que esto ocurra. El carácter no se forma de un día para otro. Pero si dicho obrero recibe la suficiente luz de parte del Señor y si sabe escuchar la voz constante de su Señor, Dios por Su misericordia reconstruirá en resurrección un nuevo carácter en él y los elementos naturales e indeseables de su persona serán restringidos y juzgados y no tendrán más cabida en su ser. A continuación mencionaremos algunas lecciones que todos los obreros experimentados del Señor han comprendido y han asimilado. Si alguno carece de alguna de estas lecciones, fracasará en su servicio.
UNO
La primera cualidad que mencionaremos es la capacidad para escuchar a otros. Todo obrero del Señor debe cultivar este hábito en su vida diaria. No me a refiero que deban oír a los demás en el sentido de obedecer lo que estos digan; a lo que me refiero es que deben saber escuchar a otros en el sentido de captar y entender lo que ellos dicen. Es muy necesario que este rasgo forme parte de la vida personal de todo obrero. Ningún obrero del Señor desempeñará bien su función si sólo le gusta hablar, pero no sabe escuchar a otros. La utilidad de tal obrero será muy limitada si sólo es como una ametralladora que habla incesantemente. Ningún obrero del Señor debe volverse uno que habla sin cesar, sino que debe aprender a escuchar a los demás y a comprender sus problemas, interesándose sinceramente por ellos. Si un cristiano acude a un siervo del Señor en busca de ayuda, el obrero, al escucharle, deberá ser capaz de discernir tres clases diferentes de palabras: las que la persona expresa, las que intencionalmente se reserva y no las dice, y las palabras que oculta en lo profundo de su espíritu.
Primero, debemos entender cabalmente lo que la persona realmente está diciendo. Para ello, debemos ser personas tranquilas delante del Señor, con una mente clara y un espíritu apacible. Nuestro ser interior debe ser como un papel en blanco delante del Señor. No debemos tener ningún prejuicio, ideas preconcebidas ni inclinación alguna. Tampoco debemos tomar ninguna determinación en particular ni emitir ningún juicio de nada. Al escuchar a la persona exponer su caso nuestra actitud debe ser perfectamente calmada delante del Señor. Debemos aprender a escuchar. Si hacemos esto, lograremos comprender el asunto que la persona está presentándonos.
No es fácil escuchar. Debemos preguntarnos cuánto entendemos realmente al escuchar a un hermano que trata de explicarnos su problema. En ocasiones, cuando varias personas escuchan un mismo caso, puede haber distintas interpretaciones del mismo asunto, tantas como el número de personas que lo escuchan. Una persona puede tener una impresión y otra algo distinto; cada cual forma su propia impresión. Sería desastroso si hubiera tantos conceptos diferentes con respecto a una verdad. Saber escuchar a otros requiere de un adiestramiento básico, y entender lo que otros tratan de expresar es uno de los requisitos fundamentales de todos los obreros. ¿Qué sucedería si alguien viniera a presentarle un problema esperando recibir ayuda, y usted no entendiera sus palabras? ¿Qué respuesta le daría si usted malentendiera por completo su problema? Tal vez le daría una respuesta inadecuada basada en lo que usted estaba pensando los últimos dos días. Algunos ponen su mente en un solo tema por un par de días, y cuando un hermano enfermo acude a ellos, le hablarán del asunto que los mantenía meditando, pues es lo único que ha ocupado su mente en esos días. Y cuando otro hermano, tal vez con buena salud viene a ellos, también le presentarán el mismo tema. Y si un tercer hermano, sin importar si se encuentra deprimido o gozoso, se acerca a ellos, también le hablarán de lo mismo. No tienen el hábito de sentarse en silencio a escuchar lo que otros tienen que decir. Si un obrero del Señor no sabe escuchar a otros, ¿cómo podría entonces brindarles alguna ayuda? Cuando otros hablen, debemos escucharlos cuidadosamente y entender lo que dicen. Nuestra función es más delicada que la de un doctor tratando de diagnosticar a un paciente, pues él cuenta con un laboratorio donde puede hacer pruebas que le ayudan a verificar sus varios diagnósticos, mientras que nosotros tenemos que diagnosticar todos los casos sin tal ayuda. Supongamos que un hermano viene a nosotros a contarnos sus problemas y nos habla por media hora de su caso. Si no somos capaces de escuchar atentamente lo que tiene que decirnos durante diez, veinte o treinta minutos, no podremos precisar la situación por la que está pasando, su trasfondo familiar ni la situación en la que se encuentra delante del Señor. Si no somos capaces de escucharlo ¿cómo podremos brindarle la ayuda apropiada? Todo obrero del Señor necesita cultivar el hábito de escuchar; debemos tener la capacidad y la habilidad de sentarnos a escuchar y entender lo que otros nos dicen. Esto es muy importante, y es necesario que lo practiquemos con esmero. Tenemos que aprender a entender a otros desde la primera palabra que expresen. Tenemos que saber detectar claramente su condición y hacer un diagnóstico acertado de su caso. Tenemos que afinar nuestro discernimiento a fin de ser lo más acertados posible. Sólo entonces sabremos si somos la persona adecuada para brindar ayuda. En todo caso, cuando nos percatamos que el problema de algún hermano está más allá de nuestras posibilidades, debemos ser honestos y reconocer que no somos la persona indicada para ayudar en cierto asunto. No obstante, podemos discernir la posición de otros y la nuestra tan pronto como empiecen a hablar. El saber escuchar y entender lo que otros dicen, es lo primero que debemos hacer.
En segundo lugar, tenemos que escuchar y entender lo que ellos no nos dicen. Debemos aprender a discernir delante del Señor lo que las personas se reservan y no declaran. Debemos conocer lo que callan y lo que no dicen, es decir, las cosas que debían habernos dicho pero que las ocultan. Ciertamente, es más difícil percibir las cosas que no se declaran, que las cosas que se dicen abiertamente. Después de escuchar la primera clase de palabras, aún debemos escuchar la segunda clase, que son las palabras que no se dicen. Cuando alguien le habla a un obrero acerca de sus asuntos personales, es muy común que sólo presente la mitad del caso y se guarde la otra mitad. Esto representa una prueba para la capacidad de dicho obrero. Si el obrero no tiene discernimiento, no será capaz de detectar lo que la persona no dice. Tal vez proyecte pensamientos, atribuyéndole al otro sus propias ideas y pensamientos cuando en realidad nunca estuvieron en el corazón del que habla. Este problema surge de sus propios conceptos e ideas preconcebidas, que son atribuidas equivocadamente a la persona, aun cuando ésta no haya mencionado nada al respecto ni sea su situación en lo absoluto. Tenemos que ejercitar un discernimiento claro ante el Señor para comprender lo que la persona ha dicho y aun lo que se ha guardado. A menudo las personas omiten lo más crucial del asunto y dicen sólo cosas irrelevantes y alejadas de la verdadera situación. ¿Cómo podemos entonces discernir las cosas cruciales de un caso si no son reveladas? Sólo seremos capaces de saberlas si hemos sido disciplinados apropiadamente por el Señor. Cuando algún hermano venga a nosotros a decirnos algo, no sólo debemos entender lo que dice, sino también lo que no dice. Debemos saber, al menos a grandes rasgos, a lo que la persona se refiere aun cuando no lo diga explícitamente, y también saber lo que hay detrás de sus palabras. Entonces tendremos la confianza ante Dios para saber cómo ayudar, exhortar o reprender al hermano. Pero si por no saber escuchar cuidadosamente, no estamos seguros en nosotros mismos, sino que siempre estamos ansiosos por hablar, entonces no podremos oír lo que otros nos dicen, y sólo tendremos la carga de hablar lo que nosotros tenemos que decir. De hecho, un obrero que no sabe escuchar, por lo general, es un obrero menos útil. Es un problema serio entre la gente el hecho que simplemente no pueden escucharse. No pueden discernir lo que otros se han reservado, debido a que son muy insensibles. No es posible esperar que tales personas puedan dar “el alimento a su debido tiempo” (Mt. 24:45).
En tercer lugar, debemos ser capaces aun de discernir lo que las personas dicen en su espíritu. Además de escuchar las palabras que una persona pueda expresar y las palabras que deliberadamente se reserva, tenemos que saber discernir lo que llamamos “las palabras que habla su espíritu”. Siempre que una persona abre su boca para hablar, su espíritu también habla. El simple hecho de que la persona esté dispuesta a hablar, nos da la oportunidad de tocar su espíritu. Mientras su boca está cerrada, su espíritu permanece encadenado, y es difícil saber lo que su espíritu tiene que decir. Pero tan pronto habla, su espíritu encontrará la manera de expresarse por más que él trate de contenerlo. Nuestra habilidad para discernir lo que su espíritu dice dependerá de la medida en que nos ejercitemos en el Señor. Si estamos ejercitados, podremos discernir las palabras que ha dicho, detectar las que se reserva e incluso discernir las palabras de su espíritu. Mientras habla, discerniremos cuales son las palabras de su espíritu, y seremos capaces de interpretar las dificultades intelectuales y espirituales que enfrenta. Además, tendremos la seguridad de ofrecerle el remedio preciso para su caso. Pero si no estamos ejercitados, podremos oír el problema de un hermano durante media hora sin darnos cuenta de cuál es su verdadera enfermedad ni hallar el remedio apropiado para su caso.
Ésta es una necesidad desesperada de aquellos que están involucrados en la obra del Señor. Es lamentable que muy pocos creyentes sepan escuchar a los demás. Algunos pueden pasarse una hora entera hablando con un hermano; sin embargo, al final, éste tal vez no sepa ni de qué se le habló. Nuestra habilidad para escuchar es muy deficiente. Si no somos capaces de oír lo que las personas nos dicen, ¿cómo podemos oír lo que Dios nos dice? Cuando alguien se siente a hablar con nosotros debemos ser capaces de entender claramente todo lo que nos dice. Pero, si no somos capaces de entender las palabras de los hombres, dudo mucho que tengamos la habilidad para entender lo que Dios nos habla en nuestro interior. Si no podemos entender las palabras audibles del hombre, ¿cómo podremos entender las palabras que Dios nos habla en nuestro espíritu?
Si somos incapaces de diagnosticar la enfermedad, la condición y el problema de un hermano, ¿qué podremos decirle para ayudarlo? Hermanos y hermanas, no consideren que esto es algo insignificante. Si no le prestamos la debida atención a este asunto y aprendemos a escuchar, seremos incapaces de ayudar a un hermano que se encuentre en necesidad, aun cuando fuéramos asiduos lectores de la Biblia, grandes expositores bíblicos u obreros poderosos. No sólo debemos ser predicadores que hablan; también debemos ser aquellos que pueden resolver los problemas de otros. Pero, ¿cómo podremos hacerlo si no sabemos escuchar lo que otros nos dicen? Tenemos que comprender la seriedad de este asunto. Hermanos y hermanas, ¿cuánto tiempo han invertido para desarrollar esta habilidad de escuchar a otros? ¿Han dedicado el tiempo suficiente para aprender esta lección? Tenemos que invertir tiempo para aprender a escuchar a las personas, oír lo que ellas dicen, lo que no dicen y aun oír lo que está en su espíritu. Muchas veces las palabras de una persona no corresponden a lo que hay en su espíritu. Muchas personas dicen algo con su boca, pero su espíritu testifica de otra cosa; finalmente, su boca no puede cubrir a su espíritu. Tarde o temprano su espíritu se revelará, y percibiremos la verdadera condición de tal persona. Sin tal discernimiento, será difícil brindarles ayuda apropiada a los demás. En el pasado escuché la historia de un doctor de edad avanzada que sólo tenía dos cosas en su botiquín de medicamentos: aceite de ricino y quinina. No importaba de qué se quejaran sus pacientes, él invariablemente prescribía la misma medicina; siempre aplicaba estas dos medicinas a todo tipo de dolencia. Asimismo, muchos hermanos tratan a sus “pacientes” de la misma manera. Ellos tienen una receta predilecta y sin importar la dolencia de aquellos que acuden por ayuda, siempre les hablarán según su línea especial. Tales obreros no pueden ofrecer una ayuda real a nadie. Todo aquel a quien Dios le confía Su comisión y Su obra debe tener la habilidad para entender lo que otros dicen tan pronto como estos abran su boca. Sin tal habilidad, no será posible tratar las enfermedades de nadie.
DOS
¿Cómo podemos desarrollar la habilidad de escuchar y entender?
Primero, no debemos ser subjetivos. Recuerde que la subjetividad es una de las razones principales que nos impide ser buenos oyentes. A toda persona que es subjetiva le es difícil entender lo que otros dicen. Si tenemos nuestros propios conceptos e ideas preconcebidas acerca de los demás, nos será difícil escuchar lo que nos dicen, porque nuestra mente ya estará ocupada. Si nuestras opiniones son tan fuertes, será difícil que las de otros logren penetrar en nuestra mente. Ésta es la situación de muchas personas que son demasiado subjetivas. Están tan persuadidas de sus propias ideas, opiniones y puntos de vista, que nada las puede hacer cambiar de parecer. Están decididas a dar su “aceite de ricino” a todo aquel que acuda a ellas, sin importar cuán variadas puedan ser las necesidades de estos. Su única panacea es su “aceite de ricino”. ¿Cómo pueden así escuchar a los demás? Cuando los santos débiles vienen a ellos, no tienen ningún interés en descubrir cuáles son sus problemas; mas bien, se concentran en lo que ellos mismos quieren decir, y todo lo que tienen son sus propias ideas preconcebidas para amonestarlos. Confían plenamente en sí mismos e ignoran por completo los problemas de otros. ¿Cómo pueden así laborar para el Señor? Debemos pedirle al Señor que nos libre de esta clase de subjetividad. Debemos decirle: “Señor, sálvame de mis ideas preconcebidas cuando hablo con otros. No me permitas imponerles mi diagnóstico. No debo ser yo quien determine cuál es su enfermedad. Señor, muéstrame cuál es su verdadera enfermedad”. Así que, tenemos que renunciar a nuestra subjetividad y aprender a escuchar cuidadosamente lo que otros nos dicen, a fin de descubrir su problema.
En segundo lugar, nuestra mente no debe divagar. Muchos creyentes nunca han aprendido la lección de restringir su mente. Sus pensamientos fluyen sin control día y noche, nunca se enfocan en algo específico; ellos dejan que sus pensamientos vaguen sin rumbo. Acumulan tantas cosas en su mente, que no hay lugar para ningún otro asunto que alguien intente presentarles. Muchas personas son demasiado activas en su mente. Sólo tienen cabida para sus propios pensamientos, y no para considerar los pensamientos de otros. Como resultado, no pueden entender como piensan otros. No pueden aceptar los pensamientos de otros porque nunca han aprendido a silenciar su mente. Si queremos aprender a escuchar lo que otros dicen, primero tenemos que disciplinar nuestra propia mente. Si nuestra mente siempre está dando vueltas como un saltimbanqui, nada se alojará en ella. Para que un obrero del Señor aprenda a escuchar a los demás, requiere de una mente estabilizada. No sólo tiene que rechazar toda subjetividad, sino que también debe aprender a tranquilizar la actividad de su mente. Debemos aprender a pensar como otros piensan para entender lo que ellos dicen y para comprender lo que permanece oculto detrás de sus palabras. Si no somos capaces de hacer esto, no seremos de mucha utilidad para el Señor.
En tercer lugar, debemos aprender a entrar en los sentimientos de otros. Un requisito fundamental para entender las palabras de otros es poder identificarse con sus sentimientos. No podemos entender lo que otros dicen meramente entendiendo sus palabras; tenemos que ser capaces de sentir lo mismo que ellos sienten. Si alguien viene a nosotros con profundas aflicciones y angustias y nosotros mantenemos una actitud insensible, sin ser tocados por su dolor, nunca podremos ayudarle, no importa por cuánto tiempo lo escuchemos. Si nuestro sentimiento no puede igualarse al suyo, no podremos entender a lo que se está enfrentando. Aquellos que nunca han sido quebrantados en sus emociones no son capaces de sentir lo que otros sienten. Una persona con sentimientos endurecidos no puede identificarse con los sentimientos de los demás, ni puede entender lo que otros dicen. Si no hemos sido quebrantados por Dios, no podremos cantar “aleluya” cuando otros expresan su gozo, ni podremos compartir sus sufrimientos cuando expresan su dolor. Seremos incapaces de identificarnos con sus sentimientos, y sus sentimientos nunca podrán conmovernos. Es por eso que tenemos que entender sus palabras.
¿Cómo podemos sentir lo que otros sienten? Para lograr esto tenemos que ser muy objetivos en cuanto a nuestros propios sentimientos. Podemos sentir algo, pero debemos ser objetivos acerca de nuestros sentimientos propios antes de tener la capacidad de sentir lo que otros sienten. Pero si estamos demasiado ocupados con nuestros propios sentimientos, no seremos lo suficientemente sensibles como para considerar los sentimientos de los demás. Debemos recordar que somos siervos de los santos por causa de Cristo. No solamente debemos dedicar nuestro tiempo y nuestra fuerza a ellos, sino también poner nuestro afecto a su disposición. Éste es un asunto crucial. No sólo tenemos que ayudarles a resolver sus problemas; además, debemos adaptar nuestros sentimientos a los de ellos. Nuestros sentimientos deben estar dispuestos a compartir en los sentimientos de otros. A esto se refiere la Escritura cuando dice que el Señor Jesús, quien fue tentado en todo igual que nosotros, puede compadecerse de nuestras debilidades (He. 4:15).
Hermanos y hermanas, nuestras emociones tienen que ser disciplinadas por el Señor a fin de que puedan estar disponibles a otros, pues si éstas son demasiado activas y sólo nos preocupamos por nuestros propios sentimientos, nunca podremos identificarnos con los sentimientos de los demás. Por lo tanto, no sólo debemos poner nuestro tiempo a disposición de los hermanos, sino también nuestras emociones. Esto significa que nuestro amor, alegría y dolor no deben estar ocupados sino disponibles cuando otros nos hablen. Si todo nuestro ser está ocupado por cierto sentimiento, no habrá espacio en nosotros para los sentimientos de nadie más; no tendremos la capacidad para satisfacer las necesidades de los demás. En cambio, si no estamos ocupados con nuestro propio gozo o tristeza, sino que estamos totalmente disponibles delante del Señor, entonces seremos capaces de entrar en los sentimientos de otras personas. Pero si estamos constantemente ocupados con nuestros propios sentimientos, estaremos demasiado preocupados por lo nuestro y no tendremos sentimientos por las otras personas que vengan a nosotros.
Dios tiene una norma muy elevada para los que le sirven. Un siervo del Señor no tiene tiempo para sentir gozo ni pena de sí mismo. Si somos complacientes con nuestro propio gozo y llanto, y nos preocupamos por nuestros propios gustos y aversiones, no tendremos cabida para las necesidades de otros. Debemos recordar que un siervo del Señor debe estar vacío interiormente, pues si nos aferramos a nuestros propios placeres y penas, quejándonos al soltar esto o aquello, estaremos demasiado ocupados como para cuidar de otros. Seremos como una habitación llena de muebles que no tiene espacio para acomodar nada más. Muchos hermanos y hermanas no pueden trabajar para el Señor porque han agotado todo su amor en sí mismos y no les queda nada para otros. Tenemos que comprender que las fuerzas de nuestra alma tienen un límite, al igual que hay un límite para nuestra fuerza física. Nuestra energía emocional no es ilimitada. Si agotamos las facultades de nuestra alma en una sola dirección, no quedará nada para encauzarla en otra dirección. Por esta razón, cualquiera que tenga un afecto desmedido por otra persona no puede ser un siervo del Señor. El Señor mismo dijo: “Si alguno viene a Mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas … no puede ser Mi discípulo” (Lc. 14:26). Esto se debe el hecho de que cuando los amamos, agotamos todo nuestro amor en ellos. Tenemos que amar al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente y con todas nuestras fuerzas (Mr. 12:30). Esto quiere decir que tenemos que darle a Dios todo nuestro amor. Es bueno darnos cuenta de que somos seres limitados en muchos aspectos y que nuestra capacidad es limitada. La capacidad de nuestro “vaso” tiene una medida; si lo llenamos con otros asuntos, no tendremos espacio para nada más. Estamos limitados por nuestra capacidad. Para entrar en los sentimientos de otros debemos tener los nuestros disponibles; nuestra mente y nuestras emociones deben estar disponibles para poder identificarnos con sus sentimientos. Si estamos llenos de tareas, no podremos prestar atención a las peticiones de otras personas, y si nuestro corazón está sobrecargado con nuestros propios asuntos, otros no podrán compartir sus cargas con nosotros. Por lo tanto, cuanto más disponibles estemos mayor será nuestra capacidad para recibir y ayudar a los demás. Los que se aman demasiado a sí mismos o a sus familias, tienen poco amor por los hermanos. La capacidad que tiene un hombre para amar es limitada; por lo cual, tiene que dejar otros amores antes de poder amar a los hermanos y entender el significado del amor fraternal. Sólo así seremos capaces de trabajar para el Señor.
El requisito fundamental de todo aquel que está involucrado en la obra del Señor es experimentar la cruz. Si alguien no conoce la cruz es inútil en la obra del Señor. Si usted no conoce la cruz, actuará siempre subjetivamente, sus pensamientos divagarán incesantemente y vivirá constantemente por sus sentimientos. Tenemos que regresar al conocimiento de la cruz. Éste no es un camino fácil ni barato; hay que pagar un precio. Tenemos que recibir la disciplina fundamental del Señor. Sin dicho trato divino, no tendremos valor espiritual. Que el Señor tenga misericordia de nosotros y pueda aplicarnos Su disciplina, de tal modo que no permanezcamos complacientes en nuestra subjetividad. No deseamos tener pensamientos sin restricción, ni queremos ser insensibles a nuestros sentimientos. Un obrero del Señor tiene que estar abierto para recibir los problemas de otros. Si hacemos esto, entenderemos lo que otros nos dicen tan pronto como ellos vengan a nosotros. Entenderemos lo que no nos dicen, así como las palabras que tienen en su espíritu.
TRES
Lo primero que un obrero del Señor tiene que aprender es a escuchar a otros. Cuando un hermano, una hermana o un incrédulo estén hablando, no sólo tenemos que aprender a escucharle, sino también a pensar y a sentir como él. Además, debemos tratar de percibir incluso lo que ha callado y a discernir la condición de su espíritu. Si practicamos esto, gradualmente nuestra capacidad para escuchar y entender a las personas mejorará grandemente. Con el tiempo, entenderemos lo que otros están diciendo; al final lo sabremos tan pronto ellas abran su boca para hablar. Debemos recordar que nuestro ser interior debe ser como una página en blanco donde otros pueden escribir. Debemos estar en completa calma y vaciarnos de nuestros propios pensamientos, opiniones y sentimientos, y de todo elemento subjetivo, a fin de escuchar calladamente a las personas y entender lo que nos dicen. Lo más importante de un obrero del Señor no es la medida de conocimiento que posea, sino la persona misma. Nuestra persona es nuestro propio instrumento. Dios nos está usando para medir a otros. Si nuestra persona está mal, Dios no podrá usarnos. Nosotros no medimos a otros usando algo físico. Sería más sencillo si contáramos con un instrumento físico para medir a las personas. Por ejemplo, un termómetro puede medir la temperatura, pero en la obra del Señor, el único “termómetro” disponible es nuestra propia persona. El único instrumento que tenemos para valorar la condición de otros es nuestra misma persona. Por lo tanto, es muy importante la clase de persona que seamos. Si nuestra persona está mala nada saldrá bien. Somos los vasos de Dios, y si un vaso no funciona bien, Dios no podrá utilizarlo para tratar con otros. Es crucial saber escuchar a otros. Si sabemos escuchar a otros, conocemos su condición y entramos en sus pensamientos y sentimientos, entonces tendremos la manera de ayudarles.
Supongamos que alguien acude a usted y vierte todas sus penas. Si usted nunca ha sido quebrantado por el Señor, seguramente pensará en darle una gran cantidad de enseñanzas. Por lo general, éste es nuestro hábito. Cuando otros vienen a nosotros, les damos enseñanzas en vez de tratar de diagnosticar cuál es su dolencia y enfermedad. Muchos de nosotros somos muy impacientes y no podemos esperar que los demás terminen de hablar. No podemos esperar que otros acaben de exponer su caso cuando ya les estamos dando soluciones. Sólo los dejamos decir dos o tres palabras, y ya les estamos dando enseñanzas y correcciones. Como resultado, ellos no reciben una verdadera ayuda.
Esto no significa que debemos permitir que la gente hable por tres o cinco horas mientras nosotros escuchamos atentamente y en silencio, pues hay algunos que lo único que pretenden es que otros los escuchen mientras ellos hablan interminablemente. Lo único que quieren es ser escuchados. Si este es el caso, debemos detener su incesante hablar. Sin embargo, hablando en términos generales, debemos darles el tiempo suficiente para hablar, debemos escucharles lo suficiente. Pero si contamos con la suficiente experiencia y el asunto está claro como para discernir su condición con unas cuantas frases que expresen, y si sabemos bien lo que debemos hacer con dicho caso, podemos detener su incesante palabrería. De lo contrario, debemos escucharles cabalmente, dándoles el tiempo que sea necesario. Esto no quiere decir que debamos escucharles por horas sin fin, sino que debemos invertir el tiempo necesario hasta entender cabalmente su condición. Tenemos que estar conscientes de lo compleja que es nuestra labor; estamos tratando con seres humanos vivos, y estamos resolviendo problemas vivos. Tenemos que tratar sus problemas delante del Señor. Si no podemos identificar tales problemas, no podremos ayudarles mucho. Es imposible juzgar antes de poder comprender cabalmente las implicaciones del problema. Recordemos que estamos tratando con seres humanos vivos, así que estamos confrontando problemas vivos. Mientras nos ocupamos de los problemas de tales personas delante de Dios, debemos permanecer en silencio y atentos al Señor, esperando recibir algo de Él. A menos que podamos hacer esto, encontraremos dificultades para brindarles ayuda. Muchos no son capaces de ayudar a las personas porque en principio no saben escucharlas. Necesitamos pedir la gracia del Señor para poder sentarnos y escuchar atentamente cuando otros hablan. Necesitamos escuchar con toda calma, inteligentemente y con atención, hasta entender completamente toda la situación. Una vez que entendamos lo que nos dice, el trabajo estará hecho. Debemos aprender a escuchar, y debemos escuchar hasta entender. No es cosa fácil hablar, y aun es más difícil escuchar. Lamentablemente muchos predicadores sólo están acostumbrados a hablar, pero les es muy difícil sentarse y escuchar. Sin embargo, nosotros tenemos que aprender bien esta lección.
Necesitamos ser alumbrados interiormente e invertir un tiempo considerable para aprender a escuchar a otros y ser capaces de percibir sus sentimientos. Si no aprendemos bien esta lección, encontraremos dificultades en nuestro servicio. Tenemos que hacer lo posible por escuchar. Cuando una persona habla, ¿podemos oír lo que dice? ¿Entendemos sus palabras? Para entender las palabras de otros no basta con evitar las distracciones externas; además es necesario que el Señor trate con nuestro ser de una manera fundamental, es decir, que nuestra subjetividad, nuestros pensamientos y nuestros sentimientos sean disciplinados por Él. Podemos pasar por alto muchas cosas, pero nunca podemos hacer un lado Su disciplina básica, sin la cual nadie puede servir al Señor de una manera apropiada. Sin experimentar tal quebrantamiento de parte del Señor, no seremos capaces ni de leer la Biblia correctamente. Hay ciertos requisitos para leer la Biblia como es debido. Para leerla no basta con ejercitar la mente, porque se requiere mucho más que una mente ágil para leer la Biblia. La disciplina básica es imprescindible. Sin tal disciplina, sólo escucharemos superficialmente a las personas, pero estaremos en completas tinieblas internamente. No entenderemos nada. Un hermano puede hablarnos por una hora entera y al final no sabremos de que nos está hablando. ¿Cómo podemos esperar brindarle ayuda? Somos los vasos de Dios. Por tanto, debemos ser capaces de detectar cuando alguien está caliente o frío, sano o enfermo. Somos la vara de medir, pero cuando estamos mal daremos el diagnóstico equivocado.
Entre algunos obreros cristianos, prevalece la idea de que el requisito más importante en su servicio es la elocuencia. ¡Qué errados están! La obra del Señor guarda relación con nuestro espíritu y no solamente con nuestras palabras. Debemos ser capaces de discernir los problemas espirituales que acosan a los hermanos y hermanas y saber cómo resolverlos. Si no tenemos la percepción interior, no entenderemos su condición interna y no podremos brindarles la ayuda necesaria. ¿Cómo sabremos si un pecador ha sido salvo al predicarle el evangelio? ¿Podemos evaluar su condición solamente por sus palabras? ¿Son ellas el único medio para discernir la condición de una persona? No; conocemos la condición de una persona mediante nuestra percepción interior. ¿Cómo sabemos si una persona es del Señor? ¿Lo sabemos sólo porque afirma: “Creo en el Señor Jesús y soy salvo”? ¿Bautizamos a una persona solamente porque se ha memorizado una formula? No; nosotros juzgamos basados en nuestro sentir interior. Nosotros somos la vara de medir. Nosotros probamos a un incrédulo o a un hijo de Dios según esta vara. ¿Cómo podemos saber si la condición espiritual de un hijo de Dios es saludable? Si andamos en la luz del Señor, lo sabremos. Hermanos y hermanas, tenemos que ser disciplinados por el Señor hasta el grado en que podamos ser la vara con la que Él mida a los demás. Si estamos errados interiormente, emitiremos juicios equivocados, y si emitimos tales juicios, estropearemos Su obra. Ésta es la razón por la que necesitamos andar en la luz interior. Es una tragedia que muchos hermanos y hermanas no sólo estén interiormente en tinieblas, sino que además sean incapaces de sentarse a escuchar a otros. Tenemos que aprender a estar calmados y a escuchar lo que otros nos dicen. Tenemos que abrirnos a ellos, permitiendo que sus asuntos entren en nuestro corazón. Debemos primero tener una percepción aguda antes de poder discernir los verdaderos problemas de otros. Sólo entonces podremos brindarles la ayuda apropiada.