Watchman Nee Libro Book cap. 2 El ministerio de la palabra de Dios

Watchman Nee Libro Book cap. 2 El ministerio de la palabra de Dios

CAPÍTULO DOS
EL CONTENIDO Y LA DIFUSIÓN
DE LA PALABRA DE DIOS

La Biblia nos muestra que Dios difunde Su palabra de una manera que va más allá de lo que podamos pensar. Pero según nuestro concepto, Dios debería propagar Su palabra y darla a conocer de dos maneras.

En primer lugar, pudo haber creado una grabadora, la cual nos permitiría escuchar lo que Dios dice palabra por palabra, literalmente, y eliminaría la posibilidad de interpretarlo erróneamente. Además, todos podríamos oír la Palabra de Dios sin ninguna contaminación cuantas veces quisiéramos con sólo retroceder la cinta. Pero esto no es lo que El quiere.

En segundo lugar, pensamos que Dios debería comisionar a los ángeles para que propaguen Su palabra. En la Biblia vemos que en ciertas ocasiones los ángeles llevaban mensajes al hombre. Pero eso no era lo que Dios quería. De ser así, habría dictado Sus palabras como preceptos como hizo con los Diez Mandamientos. Estos documentos o preceptos no tendrían ningún error ni ningún indicio del elemento humano. Muchos piensan que esto eliminaría una gran cantidad de argumentos teológicos, debates y herejías. Creen que si la Palabra de Dios se dictara palabra por palabra, sería más fácil entenderla. Sería muy sencillo que Dios dictara Su palabra en quinientas o seiscientas cláusulas semejantes a la ley. Pero nuestro Dios no actúa así. Algunas personas quisieran que la Biblia fuera una colección de 1.189 dogmas bien organizados, y no 1.189 capítulos. De esta manera tendrían un manual cristiano que fácilmente les proporcionaría información acerca de la fe cristiana. Pero Dios tampoco obra así.

Si Dios usara una grabadora para difundir Su palabra, no habría lugar para equivocaciones, aparte de que la grabación se podría oír cuantas veces fuera necesario, y Su palabra no escasearía sino que seguiría extendiéndose en la tierra, y nadie se tendría que preocupar por perder la visión. Pero el problema básico de esto sería que, por carecer del elemento humano, el único que entendería la Palabra sería Dios; porque aun cuando la palabra fuera de Dios, no habría una base común para la comunicación, ni habría ninguna conexión entre Dios y el hombre. Sin las características humanas, la Palabra de Dios no tendría sentido para nosotros. Dios nunca nos hablará de esa manera.

Además, Dios no organiza Su Palabra en forma de doctrinas y preceptos. Si bien es cierto que la Palabra de Dios contiene doctrinas, ésta no fue dirigida al intelecto del hombre. Muchos creyentes prefieren el aspecto doctrinal de la Palabra de Dios. Y para muchos incrédulos, la Biblia es un libro insípido, y común y creen que lo único que vale la pena leer es los Diez Mandamientos. El hombre siempre ha querido clasificar la Palabra de Dios en secciones: en una, los ángeles hablan; en otra, es Dios quien habla; y la última, es aquella donde la revelación se recibe por medio de truenos y relámpagos. En ninguna de estas secciones interviene el elemento humano. Sin embargo, debemos recordar que los rasgos humanos son una característica que siempre está presente en la Palabra de Dios. No hay ningún libro que sea tan personal como la Palabra de Dios. Pablo, por ejemplo, repetidas veces usa el pronombre personal yo en sus epístolas. En cambio nosotros, cuando escribimos, generalmente evitamos su uso a fin de no dar una impresión muy personal. Pero la Biblia está llena del elemento humano. Dios escogió al hombre para que fuera ministro de Su palabra, porque desea que ella posea el elemento humano. Este es un principio básico.

EL CONTENIDO DE LA PALABRA

El elemento humano ocupa un lugar crucial en la Palabra de Dios. Sin éste la Biblia no tendría significado. Por ejemplo, el libro de Gálatas, al hablarnos de la promesa de Dios, alude a la historia de Abraham. Si elimináramos de la Biblia esta historia, no entenderíamos en qué consiste la promesa de Dios. El Señor Jesús es el Cordero de Dios que redime al hombre de pecado (Jn. 1:29). En el Antiguo Testamento se describe el sacrificio continuo de becerros y cabritos, empezando con el sacrificio que ofreció Abel en Génesis, y luego describiendo los que se ofrecen en el libro de Levítico. El hombre hacía holocaustos a Dios continuamente, los cuales tipificaban al Señor Jesús, como el Cordero de Dios, quien es propicio a los pecadores. David, por ejemplo, peleó las batallas y las ganó, obedeció a Dios y fue un hombre cuyo corazón corresponde al de Dios. El preparó los materiales para la edificación de la casa de Dios, y Salomón edificó el templo con el oro, la plata y las piedras preciosas que David acumuló. David y Salomón tipifican al Señor Jesús quien peleó la batalla, la ganó, ascendió y fue entronizado. Si quitamos de la Biblia la historia de David y Salomón, no podríamos ver al Señor Jesús en Su plenitud, pues la Biblia dice que El es mayor que David y que Salomón (Mt. 22:43-44). A fin de que el Señor Jesús viniera, era necesario que primero existiesen David y Salomón. De no ser así, no podríamos entender este pasaje. Moisés sacó a los israelitas de Egipto y luego los condujo en el desierto. La narración de los detalles de esta historia, incluyendo la manera en que Josué introdujo al pueblo en la tierra de Canaán y cómo vencieron a los treinta y un reyes de Canaán constan en la Biblia. Si estas historias se borraran, ¿qué se podría extraer de los libros de Exodo, Números y Josué? Sin el libro de Josué, no podríamos entender el libro de Efesios. En estos ejemplos vemos que el elemento humano está presente a lo largo de la Palabra de Dios.

La Palabra de Dios se caracteriza por el elemento humano. Dios no emite ni revela Su palabra por medio de un viento apacible, sino por medio del hombre y de todos los acontecimientos relacionados con él. Esto hace que Su palabra sea sencilla e inteligible. Dios habla así para que el hombre pueda entenderle; El no habla de manera sobrenatural, ni simplemente espiritual, sino de una manera normal y humana. Por medio de lo humano podemos entender lo que Dios hace y dice. El libro de Hechos no contiene muchas doctrinas. Básicamente es la narración de los hechos que los apóstoles realizaron guiados por el Espíritu Santo. Las acciones de Pedro, al igual que las de Pablo, llegaron a formar parte de la Palabra de Dios. Lo mismo sucedió con el comienzo de la iglesia en Jerusalén, en Samaria y en Antioquía. Estos sucesos no sólo constituyen la historia, sino que forman parte de la Palabra de Dios. En la historia vemos cómo el hombre representa y declara la Palabra de Dios, y cómo el Espíritu Santo la revela por medio de éste. La Palabra está impregnada del elemento humano, el cual, a su vez, es un rasgo de la Biblia. La Biblia no es un libro de credos; es un libro donde el hombre vive la Palabra de Dios. Cuando el hombre lleva a cabo, vive y expresa las palabras de Dios, el resultado es la Palabra de Dios.

En las Escrituras encontramos el principio básico de la encarnación. Si no entendemos este principio, es decir, que la Palabra se hace carne, será difícil entender la Palabra de Dios. La Palabra de Dios no es abstracta, ni llega a ser tan espiritual que suprima el matiz humano, ni está distante, ni permanece en una esfera invisible, intangible e inaccesible. “En el principio era el Verbo … El estaba en el principio con Dios” (Jn. 1:1-2). Este Verbo se hizo carne, y fijó tabernáculo entre los hombres, lleno de gracia y de realidad (v. 14). Esta es la Palabra de Dios, la cual habita entre los hombres. Debemos recordar que la encarnación del Señor Jesús revela el principio básico del ministerio de la Palabra de Dios. Para entender este ministerio, necesitamos entender la encarnación del Señor Jesús. ¿Qué es el ministerio de la Palabra? Es el Verbo hecho carne. Esto es algo absolutamente celestial; sin embargo, no ocurre en el cielo, sino en la tierra. Es ciento por ciento celestial, pero tiene carne, tiene el elemento humano; es decir, ha tomado forma humana. Es celestial, pero al mismo tiempo el hombre lo puede ver y tocar. Este es el testimonio de los apóstoles. Leemos en 1 Juan 1:1: “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos”. La Palabra de Dios se puede ver, contemplar y tocar.

Examinemos el asunto de la santidad. Antes de que el Señor viniera, nadie sabía lo que era la santidad. Pero ahora la santidad ya no es algo abstracto, pues la pudimos ver en el Señor Jesús cuando estuvo en la tierra. Ella anduvo entre los hombres, ya que el Señor Jesús es la santidad. Cuando la Palabra se hizo carne, la santidad se hizo carne. Tampoco conocíamos la paciencia hasta que la vimos expresada en el Señor Jesús. Dios es amor, pero nosotros no sabíamos lo que era el amor. Hoy este amor se puede ver en Jesús de Nazaret. Posiblemente tengamos el concepto de que un hombre espiritual no debe sonreír ni llorar ni expresar ningún sentimiento humano. Sin embargo, al ver a Jesús de Nazaret, entendemos el significado de la espiritualidad.

Si la santidad, el amor, la paciencia, la espiritualidad y la gloria estuvieran en Dios solamente, no las conoceríamos, pero ahora las conocemos porque el Señor Jesús es tanto la santidad como la espiritualidad y la gloria. Esto es lo que significa que la Palabra se haya hecho carne, es decir, todas estas cosas se hicieron carne. Cuando tocamos esta carne, tocamos a Dios. El amor de Jesús, Su gloria, Su santidad y Su espiritualidad, son de Dios. Todas estas cosas estaban exclusivamente en Dios, pero ahora las podemos entender porque las vimos en el Señor Jesús.

El principio de la encarnación es fundamental. La obra que Dios hace en el hombre y Su comunión con él son gobernadas por este principio básico. Aunque la encarnación no ocurrió en el Antiguo Testamento, vemos que Dios se movía en esa dirección; y aun después de que el Verbo hecho carne ascendió a los cielos, Dios sigue operando conforme al principio de la encarnación. La obra que Dios realiza en el hombre y Su comunión con él se basan en este principio. Dios ya no es abstracto ni etéreo ni está oculto, pues se encarnó, se manifestó. A menudo, al predicar el evangelio, nos gusta declarar que nuestro Dios se ha manifestado. En el Antiguo Testamento El permaneció oculto. Dice en Salmos 18:11 que Dios “puso tinieblas por su escondedero”. Ahora Dios está en la luz; se ha mostrado, se ha revelado a plena luz y lo podemos ver. Mientras Dios estuvo escondido, no podíamos verlo ni conocerlo. Pero ahora El está en la luz, y lo podemos ver y conocer. El se ha manifestado en la persona de Su Hijo Jesús.

LA DIVULGACIÓN DE LA PALABRA

Puesto que la Palabra de Dios está llena del elemento humano, Dios incluye al hombre en su divulgación. El no usa grabadoras, truenos, relámpagos ni ángeles, porque el caso no es oír la voz de Dios para luego darla a conocer. La Palabra de Dios tiene que pasar por nuestro espíritu, nuestra mente, nuestros sentimientos y nuestro entendimiento, hasta que se convierta en nuestras propias palabras. Esto es lo que significa ser un ministro de la Palabra. No es un asunto de recibir Su palabra como una grabadora, para luego repetirla literalmente. Eso sería una imitación. Esta clase de difusión de la Palabra no le agrada a Dios. El desea que recibamos Su Palabra, que permanezcamos en ella, que dejemos que nos afecte y nos inquiete, que nos regocijemos en ella y que la mastiquemos para poderla comunicar.

Leemos en Juan 7:37: “En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a Mí y beba”. Si tengo sed, puedo ir al Señor a beber; pero ahí no termina todo. El versículo 38 añade: “El que cree en Mí … de su interior correrán ríos de agua viva”. Si tengo sed, voy al Señor Jesús y bebo. Pero si otros están necesitados, ¿les doy sólo un vaso de agua? No, la Palabra de Dios dice que después de que una persona bebe, el agua entra hasta lo más profundo de su ser, y luego de su interior brotan ríos de agua viva. El ministerio de la Palabra consiste en que ésta entra en nosotros y luego fluye de nuestro interior para mitigar la sed de otros. Esta ruta indirecta constituye el ministerio de la Palabra. No es tan importante cuántos versículos podamos recitar, ni cuántos mensajes podamos dar, sino cuánta agua viva fluya desde nuestro interior. La necesidad que tenemos de que el agua viva circule y fluya de nuestro interior, es una indicación de que tenemos que pagar un precio. Algunas veces el agua viva entra en nosotros, pero no sale de nosotros; en ocasiones entra en nosotros, pero cesa de ser viva; y aun en otras, las impurezas de nuestro ser interior salen juntamente con el agua viva, lo cual impide el ministerio de la Palabra.

El ministerio de la Palabra no consiste en proferir sermones elocuentes. Cuando la Palabra entra en nosotros, nos quebranta y nos consume; así que cuando pasa por nosotros, aunque contiene el elemento humano, éste no la contamina ni la afecta, sino que la complementa. Tal es el ministerio de la Palabra. El Señor hace de nosotros canales de agua viva. El agua tiene que fluir del canal que es nuestro ser. Esto sólo es posible cuando nuestro interior es íntegro. Sólo de este modo la Palabra de Dios fluye de nosotros. No debemos pensar que el poder que acompaña un mensaje que damos procede de nuestra inteligencia o nuestra elocuencia, pues éstas no cuentan. Lo importante es que al pasar por nosotros, nuestra humanidad realce y complemente la Palabra de Dios. ¿Conserva la Palabra Su carácter divino cuando se vuelve humana, o la distorsionamos añadiéndole un elemento humano impuro? Esta es la pregunta básica que todo ministro de la palabra se debe formular.

El problema de muchas personas es que el agua viva deja de serlo cuando pasa por ellas. Es por esto que hacemos hincapié en la disciplina del Espíritu Santo. Si uno no ve la importancia de ser disciplinado por el Señor, y regulado en sus hábitos, en su carácter y en su vida, no podrá ser útil en la propagación de la Palabra de Dios. Es incorrecto creer que para ser ministro de la Palabra sólo se necesita elocuencia. La Palabra de Dios debe llegar primero a nosotros, pasar por nosotros, llenarnos, incomodarnos, triturarnos y darnos fin. Debemos sufrir todas estas pruebas y pagar este precio a fin de llegar a comprender la Palabra de Dios. Es así como ésta se añade y se entreteje en nosotros poco a poco, puntada por puntada, como el tejido de una colcha. De esta manera, cuando la Palabra de Dios salga de nosotros, no será una simple repetición de palabras, sino que liberará consigo el espíritu. El agua que fluya de nosotros será cristalina y pura, pues procederá directamente de Dios; así no estropearemos su perfección, sino que le daremos realce; no disminuiremos su santidad, sino que la aumentaremos. A medida que hablemos, fluirá el agua viva; y cuando hablemos, Dios hablará juntamente con nosotros. Este es el ministerio de la Palabra.

El ministerio de la Palabra no es un solo río; es como la afluencia de dos ríos. Para que esto ocurra, el Espíritu Santo debe operar en nosotros. El Espíritu debe gobernar nuestras circunstancias, para que por medio de ellas seamos disciplinados de muchas maneras. Cuando el Espíritu Santo trabaja en nosotros, nos quebranta, nos desarma y nos moldea, con el fin de hacernos canales por los cuales pueda fluir el agua viva. Nuestro hombre exterior tiene que ser quebrantado y desarmado por Dios; necesita ser disciplinado drásticamente. Una vez que el Espíritu Santo realiza dicha obra en nosotros, nuestro espíritu adquiere el entendimiento, y El puede entonces proclamar la Palabra de Dios por medio de nosotros. Cuando el Espíritu Santo realiza tal obra, la Palabra de Dios puede absorber el elemento humano sin ser contaminada por él. Es así como Su Palabra y nuestro mensaje se unen como la confluencia de dos ríos.

Siempre debemos tener presente que el ministerio de la Palabra es el desbordamiento del Espíritu de Dios en Su Palabra divina, la cual es anunciada por medio del hombre. Es decir, el Espíritu de Dios no brota de Su Palabra independientemente del hombre, sino en unión con él. En el ministerio de la Palabra está incluida la Palabra de Dios y el ministerio del hombre. En dicha elocución se hallan la Palabra de Dios y el ministerio del hombre. Primero la palabra de Dios viene al hombre, luego el ministerio del hombre se añade a la Palabra y, finalmente, los dos fluyen conjuntamente. La proclamación de la Palabra de Dios se efectúa por medio del ministerio del hombre.

Algunas personas creen que si escogen ciertos pasajes bíblicos, podrán comunicar sin problema la Palabra de Dios, pero no es tan sencillo. El ministerio de la Palabra es un fluir combinado, no individual. Dios no labora de manera individual, pues si lo hiciera contradiría el principio fundamental del ministerio de la Palabra. El hombre debe expresar la Palabra de Dios. En cuanto a nuestra naturaleza y nuestro carácter, nosotros somos personas obstinadas, corruptas y rebeldes. A Dios le es más fácil usar un asno que usarnos a nosotros; sin embargo, El prefiere usar al hombre. Dios desea que el elemento humano tome parte en el ministerio y en la divulgación de Su Palabra. Debemos recordar que la palabra de Dios está donde están los ministros, y sin ellos es imposible recibirla. Dios necesita obtener ministros para que divulguen Su Palabra, ya que sin ellos, no tendremos acceso a Su Palabra. Si esperamos a que Dios comunique Su Palabra sin proveerse de ministros idóneos, esperaremos en vano. Dios estableció que primeramente infundiría Su Palabra en los ministros, aquellos que han experimentado la disciplina del Espíritu Santo. El Espíritu de Dios está en Su Palabra, pero también está en los ministros, en nosotros. El Espíritu de Dios está en la Palabra, pero no actúa cuando esta palabra está sola; sólo actúa cuando ella habita en los ministros y se fusiona con ellos. Los siete hijos de Esceva intentaron echar fuera demonios en el nombre del Jesús que Pablo predicaba, mas no pudieron. Los demonios no sólo se quedaron en el hombre, sino que atacaron a quienes trataron de expulsarlos (Hch. 19:13-16). Aquellos exorcistas usaron las palabras correctas, pero el Espíritu permaneció impasible. No es suficiente decir las palabras acertadas, también es necesario ser personas sensatas, ministros prudentes. El Espíritu de Dios debe unirse a los ministros a fin de fluir por medio de la Palabra como un río de agua viva.

Permítanme repetir: la Palabra de Dios no actúa independientemente, sino que se expresa por medio del elemento humano. El hombre es el canal de Dios. No podemos trastornar este principio pensando que es suficiente tener la Palabra de Dios sola, sin tener en cuenta al hombre. Si el Espíritu de Dios no respaldara la Palabra, ésta sería como un cascarón vacío. Los ministros juegan un papel muy importante. Todo se centra en ellos. El ministro debe tener al Espíritu; o sea, a fin de que la Palabra de Dios sea eficaz, el Espíritu debe acompañar al ministro. No debemos excluir a los ministros. Si damos énfasis a la Palabra y no le damos importancia a los ministros, anularemos la Palabra y el ministerio.

En la actualidad hay una gran carencia de ministros. Hoy no carecemos de visión, ni de luz, ni de la Palabra; el problema está en que Dios no encuentra ministros adecuados. Muchas veces la luz de Dios se desvanece cuando la Palabra sale de nuestra boca. Algunos disertan acerca del Espíritu Santo en sus mensajes, pero su discurso, en lugar de ayudar a los oyentes a tener contacto con el Espíritu, pone en evidencia su carne. Otros predican sobre la santidad de Dios, pero los oyentes no perciben en ellos santidad sino frivolidad. Algunos hablan de la cruz, pero es obvio que nunca han sido moldeados por ella. A otros les gusta predicar acerca del amor, pero no se les ve ningún rasgo de amor, porque lo que expresan es su mal genio. Estos ejemplos nos muestran un problema básico: los ministros no corresponden a lo que predican. Si toda la predicación en este mundo se llevara a cabo en el principio del ministerio, las riquezas espirituales de la iglesia abundarían. Es lamentable que a pesar de tanta predicación, haya escasez de la Palabra de Dios. Este es el problema básico de la iglesia hoy. Si no hay ministros, no hay inspiración ni revelación. Cuando algunas personas hablan, no podemos decir que lo que predican procede de la inspiración divina, ni que traen luz, ni mucho menos que sea revelación lo que dicen. El problema está en los predicadores, pues Dios no los puede usar. No obstante, El no quiere ser el único que habla. Esto crea un problema. El tiene la palabra, pero no desea expresarla solo. Dios no quiere ser el único ministro de la Palabra; quiere que los hombres también lo sean.

Hermanos, Dios no anunciará Su Palabra independientemente. Si los ministros no expresan Su Palabra, ¿a qué estado llegará la iglesia? La iglesia está desolada y en ruinas porque los elementos humanos no han llegado a la norma de la Palabra de Dios. Si Dios encuentra una persona a quien El haya disciplinado y quebrantado y que se postre delante de El, Su Palabra fluirá por medio de ella. Nosotros buscamos constantemente la Palabra de Dios, pero El siempre busca hombres a quienes El pueda usar. Nosotros buscamos la Palabra, pero El busca ministros.

Si no estamos dispuestos a ser disciplinados, no podremos laborar para Dios. No debemos pensar que la disciplina es optativa. No debemos suponer que, después de haber escuchado algunos mensajes, podemos comunicar lo que oímos. ¡No! Si la persona no es íntegra, tampoco lo será su mensaje. El hombre puede obstaculizar la Palabra de Dios. El Espíritu Santo no fluye por medio de la Palabra sola. Cuando la palabra de Dios llegue a nosotros, debemos estar libres de todo impedimento. Tenemos que ser quebrantados y llevar en nosotros las marcas de la cruz. Nuestro espíritu debe ser quebrantado. Esta es la clase de personas que Dios puede usar, y en quienes el Espíritu Santo puede fluir. Si el Espíritu Santo está encerrado en nosotros, se debe a que nuestro hombre exterior, nuestra parte emotiva y nuestro temperamento le estorban y no permiten que la Palabra de Dios fluya por medio de nosotros. Aun si diéramos un buen mensaje, en realidad lo que saldría serían sólo palabras, enseñanzas y doctrinas, no la Palabra de Dios.

La Palabra de Dios tiene que invadir todo nuestro ser: nuestros sentimientos, nuestro entendimiento, nuestro corazón y nuestro espíritu. Tiene que fluir en nosotros, brotar de nosotros e identificarse con nosotros. Necesitamos ser quebrantados y molidos para que pueda brotar de nosotros libremente. Si nuestras emociones están desequilibradas, si nuestra mente está deteriorada, y si nuestro entendimiento, nuestro corazón y nuestro espíritu se desvían un poco, afectarán la Palabra de Dios. No sólo nuestras palabras serán inexactas, sino que también la iglesia sufrirá las consecuencias. Así que afectaremos la Palabra de Dios y también a la iglesia. Este es el camino al ministerio de la Palabra y es ahí donde radica el problema. Tenemos que permitir que la Palabra de Dios fluya por medio de nosotros sin ningún obstáculo ni contaminación. Quiera Dios concedernos Su misericordia a fin de recibir luz en este asunto.