Watchman Nee Libro Book cap.17 El hombre espiritual

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LA OBRA ESPIRITUAL

CUARTA SECCIÓN

CAPÍTULO TRES

LA OBRA ESPIRITUAL

Mientras el creyente gradualmente progresa en su senda espiritual, cada vez ve más claramente que vivir para sí mismo es un pecado; de hecho, es el peor de todos. Un creyente que vive para sí mismo es como un grano de trigo que no está dispuesto a caer en la tierra para morir, y queda solo. Un creyente puede procurar ser lleno del Espíritu Santo y desear llegar a ser un hombre espiritual lleno de poder; sin embargo, ¿cuál es su meta? Su meta es ¡sentirse feliz y tranquilo! Si se le pide que viva exclusivamente para Dios y Su obra, sin preocuparse por su propia felicidad ni por sus sentimientos, inmediatamente retrocede. Esto indica que no ha comprendido lo que significa ser espiritual. En lo más recóndito de su corazón, no ha abandonado el amor por su vida anímica. Todo hijo de Dios es un siervo de El. Todos recibimos un don de parte del Señor; nadie carece por completo de dones (Mateo. 25:15), Dios pone a cada creyente en Su iglesia y le asigna a cada uno una labor. Su intención, de principio a fin, no consiste en que el espíritu del creyente llegue a ser un estanque de vida espiritual. Si fuera así, el agua se secaría. El retroceso y la disminución del poder espiritual de un creyente, probablemente se deben a esto. Cuando la vida de Dios es obstruida en el espíritu, el creyente empieza a sentirse seco. Realmente, la vida espiritual es indispensable para la obra espiritual. La obra espiritual es simplemente la expresión de la vida espiritual. La llave para llevar una vida espiritual es permitir que la vida fluya sin interrupción y que llegue a los demás.

El alimento de la vida espiritual del creyente es la labor que lleva a cabo en la obra de Dios (Juan. 4:34). Si el creyente espiritual (los recién convertidos no han avanzado lo suficiente como para ser incluidos aquí) presta atención a su propia espiritualidad y se complace en leer la Biblia y en orar centrándose en sí mismo, el reino de Dios sufre una gran pérdida. El debe creer que Dios puede sostenerlo, no sólo físicamente sino también espiritualmente. Si al procurar hacer únicamente lo que Dios quiere de él, no busca comida y está dispuesto a soportar el hambre, hallará plena satisfacción. Obedecer y hacer la voluntad de Dios son alimento espiritual. Por el contrario, aquellos que desvían su atención a la comida, no obtendrán nada. Pero aquellos que con corazón sincero se ocupan de las cosas del reino de Dios serán satisfechos. Cuando el creyente no se preocupa por sí mismo y sólo piensa en los intereses del Padre, se encontrará lleno y satisfecho constantemente.

El creyente no debe desear desmedidamente algo nuevo. Lo que en realidad necesita es cuidar lo que ha obtenido para no perderlo, a fin de que sea su ganancia. Uno cuida lo que ha ganado usándolo, ya que si lo entierra, lo pierde. Cuando el creyente permite que la vida que está en su espíritu fluya en todas direcciones, él no sólo ganará a otras personas, sino que también se ganará a sí mismo. Sin embargo, esta ganancia no se debe a que quiere ganarse a sí mismo, sino a que se pierde para ganar a otros. La vida que mora en el hombre espiritual debe fluir hacia otros mediante la obra espiritual. Si el espíritu del creyente está abierto, aunque siempre debe estar cerrado para el enemigo, entonces la vida de Dios fluirá desde él para salvar y edificar a muchos. Si la obra espiritual se detiene, la vida espiritual es obstaculizada, ya que estas dos cosas no pueden separarse.

Independientemente del oficio secular que el creyente desempeñe, siempre tiene una esfera en la que trabaja. Asimismo el creyente espiritual, consciente de su lugar en el Cuerpo de Cristo, también conoce la esfera de su trabajo. Cada miembro tiene su función y debe llevarla a cabo. Algunos dones son necesarios para ciertos miembros, y otros para todo el Cuerpo. El creyente debe conocer la esfera de su propio don y operar dentro de esa esfera. En esto radica el error de muchos creyentes espirituales. Dejan de laborar, lo cual impide que la vida espiritual se desarrolle, o laboran fuera de esa esfera, lo cual deteriora la vida espiritual. El peligro de no usar las manos ni los pies es el mismo que usarlos indebidamente. Si uno retiene la vida espiritual, la pierde, y si labora desmedidamente, impide que dicha vida se libere.

EL PODER ESPIRITUAL

Si queremos recibir poder para ser testigos de Cristo y para pelear en contra de Satanás, no tenemos otra alternativa que buscar la experiencia de ser llenos del Espíritu Santo. Es cierto que en estos días más y más personas procuran ser llenas del Espíritu Santo, pero ¿con qué propósito tratan de ser llenas de poder espiritual? ¿Cuántos buscan poder solamente para hacer alarde de ello? ¿Cuántos lo hacen para añadir lustre a su propia carne? ¿Cuántos esperan recibir el poder que hace que las personas caigan delante de ellos, ahorrándoles el esfuerzo de buscar a Dios y combatir espiritualmente? Tenemos que determinar cuál es nuestro motivo al buscar poder espiritual. Si nuestra intención no concuerda con Dios y no procede de El, no lo debemos buscar. El Espíritu Santo no reposa sobre la carne del hombre; sólo descansa en el espíritu nuevo que Dios creó en él. No debemos permitir que el hombre exterior (la carne) viva, mientras le pedimos a Dios que bautice nuestro hombre interior en el Espíritu Santo. Si la carne del hombre no ha sido quebrantada, el Espíritu de Dios no descenderá sobre su espíritu, porque si le da poder al hombre carnal, hará que se jacte y sea aún más carnal.

Hemos dicho reiteradas veces que la cruz antecede a Pentecostés; el Espíritu Santo no dará poder a los que no han pasado por la cruz. El único camino hacia el aposento alto que estaba en Jerusalén es el Calvario. Sólo quienes siguen este patrón tienen la posibilidad de recibir el poder del Espíritu Santo. La Palabra de Dios dice: “Este será mi aceite de la santa unción … Sobre carne de hombre no será derramado” (Exodo. 30:31 al 32). No importa si es la carne más perversa o la más refinada, el Espíritu Santo de Dios no puede descender sobre ella. Si no están las huellas de los clavos de la cruz, la unción del Espíritu Santo no puede estar presente. El veredicto de Dios sobre todos los hombres nacidos en Adán es la muerte del Señor Jesús: “Todos merecen morir”. Dios esperó hasta que el Señor Jesús murió; y sólo entonces envió al Espíritu Santo. De igual manera, a menos que un creyente experimente la muerte del Señor Jesús y haya muerto a todo lo que pertenece a la vieja creación, no puede esperar el poder del Espíritu Santo. Cronológicamente, Pentecostés viene después del Calvario; en la experiencia espiritual, uno es lleno del poder del Espíritu Santo sólo después de pasar por la cruz.

La carne, delante de Dios, está condenada para siempre. El desea que ella muera. El creyente tal vez no quiere que la carne muera, sino que desea recibir el poder del Espíritu Santo para adornarla y obtener más poder para laborar para Dios (esto es absolutamente imposible). ¿Cuáles son nuestros motivos al pedir esto? ¿Nos impulsa nuestra atracción personal y nuestra reputación, el deseo de ser apreciados o de ser admirados por los creyentes espirituales, tener éxito y poder ser aceptado entre los hombres, edificando así nuestro propio ser? Aquellos que no tienen motivos puros, que son de “doble ánimo” no pueden recibir el bautismo del Espíritu Santo. Tal vez pensemos que nuestros motivos son puros, pero nuestro gran Sumo Sacerdote nos permite conocer, valiéndose de las circunstancias, si verdaderamente lo son. Si no llegamos al punto en el cual nuestra obra fracasa totalmente y las personas nos desprecian y rechazan considerándonos malvados, será muy difícil conocer si nuestra intención es exclusivamente satisfacer a Dios. Todo aquel que verdaderamente ha sido usado por el Señor ha caminado por este sendero. Cuando la cruz efectúa su obra, recibimos el poder del Espíritu Santo.

¿No es cierto que muchos creyentes que no han experimentado la cruz de manera muy profunda tienen poder para dar testimonio del Señor y han sido grandemente usados por El? La Biblia dice que además del aceite de la santa unción, existe otro aceite que es “semejante” al auténtico (Exodo. 30:33). Es igual al aceite compuesto, pero no es el aceite santo de la unción. No debemos desear éxito ni grandeza; solamente debemos observar si nuestra vieja creación, todo lo que poseemos por nacimiento, ha pasado por la cruz. Si la carne no pasa por la muerte de la cruz, el poder que tenemos no es el poder del Espíritu Santo. Todos los creyentes que tienen visión espiritual y han traspasado el velo, saben que el éxito que se tiene sin pasar por la cruz no tiene valor espiritual.

Cuando el creyente ha condenado su carne y anda según el espíritu, recibe el poder del Espíritu Santo. De no ser así, lo que el desea es que su carne reciba poder espiritual. Si la carne no pasa por la muerte, el espíritu no tiene posibilidad alguna de recibir poder, ya que cuando el poder de la carne permanece, ésta todavía reina y el espíritu es oprimido. El poder del Espíritu Santo únicamente desciende sobre un espíritu que está lleno de El, porque sólo entonces puede fluir el poder del Espíritu Santo. Cuando el espíritu está lleno, el poder que entró en él rebosará. Así que, por un lado, el creyente debe morir a la vieja creación y, por otro, aprender a andar juntamente con el Espíritu Santo en su vida diaria. Entonces, podrá recibir poder.

El creyente debe buscar el poder del Espíritu Santo, pues no basta con entenderlo en la mente. El Espíritu Santo debe envolver su espíritu. La obra del creyente será eficaz si tiene la experiencia de haber sido bautizado en el Espíritu Santo. El Espíritu Santo necesita hallar una salida para poder brotar; es una lástima que no la pueda encontrar en muchos de sus creyentes. Algunos son estorbados por el pecado, algunos son orgullosos, otros son fríos, otros están llenos de sus propias opiniones, y otros confían en su vida anímica; así que el poder del Espíritu Santo ¡no halla ninguna salida, pues aparte de El tenemos muchos otros recursos!.

En cuanto a buscar el poder del Espíritu Santo, debemos mantener nuestra mente clara y nuestra voluntad activa. Esto nos guarda del engaño del enemigo. Además debemos permitir que Dios elimine de nuestras vidas todo lo que pertenezca al pecado y lo que sea injusto o dudoso, y debemos consagrar todo nuestro ser al Señor. “A fin de que por medio de la fe recibiésemos la promesa del Espíritu” (Gálatas. 3:14). Hermanos, no olvidemos que descansamos en Dios y sabemos que Dios hará todo según Su Palabra y en Su tiempo. Si El se tarda, entonces debemos permitir que Su luz examine aún más nuestra vida. Si El permite que sintamos algo cuando recibimos el poder, podemos regocijarnos, y si no lo permite, de todos modos debemos creer que Él lo hizo.

Al ver la experiencia del creyente, podemos saber si recibió poder. A todo aquel que ha recibido poder se le agudizará la percepción del espíritu. Recibirá elocuencia (aunque no mundana) para dar testimonio del Señor. Su obra será eficaz y dará fruto que permanezca. El poder es indispensable para realizar la obra espiritual.

Después de que el creyente recibe el poder del Espíritu Santo, llega a estar consciente de los sentidos de su espíritu. En la obra de Dios el creyente debe mantener su espíritu despejado para que después de recibir poder permita que el Espíritu Santo haga brotar Su vida. Mantener un espíritu libre es mantener el espíritu en una condición en la que el Espíritu Santo pueda obrar.

Por ejemplo, Dios tal vez le ordene al creyente que tome el liderazgo en una reunión. Para ello, el espíritu del creyente necesita estar libre. El no debe ir a la reunión con cargas en su espíritu, pues eso haría que la reunión absorbiera el lastre de las mismas y fuera una reunión pesada y difícil. El que conduce la reunión no debe traer consigo sus propias cargas esperando que la congregación le ayude a librarse de ellas, ni depender de la respuesta de la congregación para aliviar su carga espiritual, ya que el resultado de esto será un fracaso.

El espíritu del creyente debe estar rebosando y libre de ataduras cuando llega a la reunión. Sin embargo, muchos hermanos cuando van a la reunión traen consigo sus cargas. El líder de la reunión primero debe librarlos mediante las oraciones, los himnos o la predicación de la verdad a fin de comunicarles el mensaje de Dios. Si el líder de la reunión tiene una carga de la cual no puede librarse, ¿cómo puede ayudar a otros a ser librados?.

Debemos saber que las reuniones espirituales son una comunión entre espíritus. El orador comunica el mensaje de Dios desde su espíritu, y los que escuchan lo reciben con sus espíritus. Ya sea que el creyente sea un líder o un escucha, cuando su espíritu tiene una carga y no se ha librado de ella, no puede abrirse a Dios ni responder a Su mensaje; debido a eso, el espíritu del creyente debe estar libre de toda carga. Además, el líder, antes de proclamar un mensaje, debe esforzarse para librar los espíritus de los oyentes.

Tenemos que obtener el poder del Espíritu Santo a fin de hacer una obra poderosa. Debemos mantener nuestro espíritu libre para que de allí fluya el poder. La expresión del poder sobre el creyente tiene diferentes dimensiones. La medida en que él experimenta el Calvario determina hasta dónde experimentará Pentecostés. Si el espíritu del creyente está rebosando, el Espíritu Santo podrá hacer la obra.

Sin embargo, al predicar el evangelio, especialmente a un individuo, algunas veces el espíritu de éste no está abierto, lo cual tal vez sea problema de él; quizá tenga alguna circunstancia que hace que su espíritu esté cerrado. Es posible que ni su espíritu ni su mente estén abiertos o que él no tenga la capacidad de recibir la verdad; quizá tenga pensamientos impropios en su mente que impiden que fluya el espíritu. En casos así, el espíritu del obrero se puede sentir cerrado. En muchas ocasiones, solamente necesitamos ver la actitud del que viene a nosotros para saber si podemos hacer una obra espiritual con él o no. Si sentimos que nuestro espíritu se cierra por causa de él, no podremos impartirle la verdad.

Si nuestro espíritu se siente oprimido y nos forzamos a llevar adelante la obra de todos modos, ésta probablemente no será obra del espíritu, sino un producto de nuestra mente. Solamente la obra realizada por el espíritu tiene un poder duradero y un fruto perdurable. Lo que la mente produce carece de poder espiritual. Si primero no eliminamos los obstáculos de las personas mediante la oración y una labor previa para que nuestro espíritu sea libre para impartir la Palabra de Dios, nuestra obra perderá su eficacia. Los creyentes deben aprender a andar según el espíritu para laborar en el espíritu.

EL INICIO DE LA OBRA ESPIRITUAL.

No es insignificante iniciar algo. El creyente no debe hacer obras a la ligera solamente porque sean buenas, necesarias o beneficiosas. Esas no son razones válidas que indiquen que una obra es la voluntad de Dios. Quizá El quiera instar a otros a hacer la obra o tal vez prefiera detener la obra temporalmente. Aunque sea difícil abandonar el punto de vista humano, Dios sabe cómo hacerlo. Por lo tanto, ni las buenas intenciones, ni la necesidad ni la ganancia deben ser los parámetros que delineen nuestra obra.

El libro de Hechos es el mejor modelo para nuestra obra, ya que allí no vemos que nadie “se consagre a ser un predicador”, ni “se decida a cumplir la obra del Señor”, ni se “entregue a ser misionero o pastor”, ni nada por el estilo. Lo que vemos es que el Espíritu Santo designa personas y las envía a la obra. Dios no reclutó hombres que se entregaran a la obra; El únicamente envía a las personas que El desea enviar. Tampoco vemos que nadie escoja una obra para sí mismo; solamente Dios elige a los obreros para Su obra. Así que, no hay lugar para las ideas de la carne. Si Dios quiere algo, ni Saulo podrá resistirlo, y si El no quiere algo, no lo hará ni aunque Simón quiera comprarlo con dinero. Por ser el Soberano de todas las cosas, Dios controla Su propia obra y no permite que ni una pequeña parte del hombre se mezcle en ella. El hombre no es el que va a laborar; sino que es Dios quien “envía” a los obreros. Por lo tanto, la obra espiritual debe comenzar con un llamamiento personal de parte del Señor. Uno no debe laborar debido a la súplica de los predicadores ni a la exhortación de los parientes y amigos ni a la afinidad de su carácter con la Palabra Santa. Solamente aquellos que se despojan de sus “zapatos” carnales pueden permanecer en el terreno santo de la obra de Dios. Existe mucho fracaso, mucho derroche y mucha confusión debido a que el hombre mismo se ofrece a laborar en vez de ser enviado a la obra.

Aun si el hombre es escogido, no puede comenzar a actuar libremente. Desde el punto de vista de la carne, ninguna otra obra es tan restringida como la obra espiritual. En Hechos leemos expresiones tales como: “El Espíritu Santo dijo”, “El Señor le dijo”, “enviado por el Espíritu Santo”, “el Espíritu Santo le prohibió”. Fuera de obedecer, el obrero no tiene autoridad para ofrecer ninguna opinión. En ese tiempo la obra de los apóstoles no era otra que la de conocer la intención del Espíritu Santo en su intuición para luego obedecerla.

¡Qué sencillo era! Si la obra espiritual necesitase que el creyente tuviera que esforzarse por idear algo, calcularlo, llevarlo a cabo y preocuparse por ello, entonces solamente los que son naturalmente dotados, inteligentes y educados podrían realizar la obra. Pero Dios hizo a un lado todo lo que es de la carne. Siempre que el espíritu del creyente sea santo, puro y lleno de vida y de poder, él podrá seguir la dirección del Señor y hacer una obra eficaz. Dios nunca dio a los creyentes la autoridad de controlar la obra, El solamente quiere que ellos escuchen lo que El les dice en su espíritu.

Samaria tuvo un “gran avivamiento”, pero a Felipe no se le asignó la responsabilidad de continuar la obra de nutrición. El tuvo que salir de Samaria inmediatamente e ir al desierto para salvar a un eunuco gentil. Ananías nunca había escuchado de la conversión de Saulo, y hasta donde entendía, ir a verlo para interceder por él significaba la muerte; sin embargo, no fue él quien tomó la decisión. La ley judía prohibía que los judíos fueran a las casas de los gentiles y que se asociaran con ellos, pero cuando el Espíritu Santo habló, Pedro no pudo rehusarse. Pablo y Bernabé fueron enviados por el Espíritu Santo, pero el Espíritu Santo todavía tenía la autoridad de prohibirles que fueran a Asia y, más adelante, de guiar a Pablo a Asia para establecer la iglesia en Efeso. Toda la obra está en las manos del Espíritu Santo; el creyente solamente debe obedecer. Si la obra se efectuara según las ideas humanas, sus gustos o disgustos, entonces en los días de la iglesia primitiva, los hermanos no habrían ido a muchos lugares donde según ellos no debían ir. Esas experiencias nos muestran que no debemos seguir nuestros propios pensamientos, razonamientos, preferencias ni decisiones; sino que debemos ser guiados por el Espíritu Santo, quien mora en nuestro espíritu. También nos muestran que el Espíritu Santo no nos guía por medio de nuestros pensamientos, razonamientos, preferencias ni decisiones, sino que, por el contrario, todas estas cosas se oponen a la dirección del Espíritu Santo en nuestro espíritu. Si los apóstoles no podían laborar según su mente ni su parte emotiva ni su voluntad, ¿cómo podemos atrevernos a hacerlo nosotros?

Todo lo que Dios nos ordena, nos lo revela por medio de la intuición de nuestro espíritu (véase la quinta sección, capítulo uno). El creyente no hace la voluntad de Dios cuando actúa de acuerdo a los pensamientos de su mente ni a las actividades de su parte emotiva ni a las ambiciones de su voluntad. Unicamente lo que es nacido del Espíritu es espíritu. Las actividades del creyente deben proceder en su totalidad de una revelación que recibe en el espíritu después de confiar y esperar en Dios; de lo contrario, la carne se infiltrará. Dios nos da el poder espiritual para llevar a cabo todo lo que El nos ordena; por lo tanto, es muy importante basarnos en el principio de nunca ir más allá de la fuerza que hay en nuestro espíritu. Si nuestra obra excede los límites de nuestro espíritu, estaremos confiando en nosotros mismos. Este es el principio del fracaso. Confiar en nosotros mismos impedirá que andemos según el espíritu y que nuestra obra sea verdaderamente espiritual.

Hoy en día por lo general, el hombre usa el raciocinio, los pensamientos, las emociones, los sentimientos, los gustos, los deseos, etc., como parámetros para realizar la obra. Pero todo eso pertenece al alma y carece de valor espiritual. Debemos tener presente que todas estas facultades son buenos siervos, pero no buenos amos; si los obedecemos, fracasaremos. La obra espiritual debe provenir del espíritu. Dios no revela Su voluntad en ningún otro lugar que no sea el espíritu.

Cuando las personas necesitan ayuda espiritual, el obrero nunca debe permitir que los sentimientos se sobrepongan a la relación espiritual. Aparte del deseo perfectamente puro de ayudar a la espiritualidad de la persona necesitada, cualquier otro sentimiento del alma será dañino. Esto siempre posa un peligro y un engaño para el obrero. El amor, el afecto, la preocupación, el interés, el fervor, etc., deben ser totalmente guiados por el Espíritu Santo. Cuando no se obedece esta ley, algunos de los que laboran para Cristo tienen fracasos morales y espirituales. Por un lado, permitimos que la atracción natural y el deseo humano controlen nuestra obra; o permitimos que el odio y la falta de afecto humano la controlen. En ambos casos, el resultado será el fracaso, y la vida del obrero será devastada. Muchas veces aun en el caso de los que amamos, quienes nos son muy queridos, nuestra relación natural con ellos debe ser relegada a un segundo plano, incluso, algunas veces necesitamos olvidarnos de esa relación por completo para que haya resultados espirituales. Nuestras intenciones y deseos deben consagrarse exclusivamente al Señor.

Solamente debemos laborar cuando sabemos, por intuición, que la obra es iniciada por el Espíritu Santo. La carne no tiene ninguna posibilidad de unirse a la obra de Dios. El grado de nuestra utilidad espiritual depende de la profundidad de la obra de la cruz en nuestra carne. Los logros superficiales sólo llevan a cabo pequeñeces; únicamente la obra que hace Dios por medio de hombres y mujeres que han sido crucificados tiene valor. Aunque las obras se hagan en el nombre del Señor Jesús con fervor y mucho esfuerzo, aunque sean por una buena causa o por el reino de los cielos, eso no es suficiente para justificar la acción de la carne. Dios quiere hacer la obra, y no desea que la carne interfiera. Debemos comprender que aun en el servicio de Dios no hay posibilidad de ofrecer “fuego extraño” ni de “no ser espiritual”. Esto provocará la ira de Dios. Todo fuego que no sea encendido por el Espíritu Santo en nuestro espíritu, es fuego extraño y, a los ojos de Dios, es pecado. La obra que se hace para Dios no es necesariamente la obra de Dios. No basta con hacer algo para El. Lo que cuenta es quién realiza la acción. Si no es Dios el que opera desde el espíritu del creyente y si lo que se tiene no es más que actividades realizadas por el esfuerzo de éste, entonces la obra no tiene valor delante de Dios. Todo lo que procede de la carne se pudre con la misma carne. Solamente lo que proviene de Dios perdura. Así que, la obra que Dios nos ordena realizar no será en vano.

LA META DE LA OBRA ESPIRITUAL.

La meta de la obra espiritual no es otra cosa que impartir vida al espíritu del hombre y edificar ese espíritu que tiene vida. Si la meta de nuestra obra no gira en torno al espíritu, la parte mas profunda del hombre, entonces nuestra obra no tendrá ningún valor ni fruto espiritual. Los pecadores no necesitan un cúmulo de pensamientos bonitos sino vida. Los creyentes no necesitan más conocimiento bíblico sino algo que alimente su vida espiritual. Si todo lo que tenemos es párrafos excelentes, ejemplos didácticos, explicaciones profundas, palabras sabias y razonamientos lógicos, entonces lo único que podremos darle a la mente del hombre será ideas para su mente, estímulos para sus emociones y fuerza para su voluntad. Después de mucho esfuerzo, la persona que nos escucha se irá tal como vino, con su espíritu amortecido. Un pecador no necesita mejores razonamientos ni más lágrimas ni resoluciones más firmes; lo que necesita es la resurrección de su espíritu. El creyente no necesita desarrollar su hombre exterior, sino la vida abundante que trae crecimiento a su espíritu. Si limitamos nuestra atención al hombre exterior y nos olvidamos del hombre interior, es decir, el espíritu del hombre, entonces, toda nuestra obra, aunque esté bien hecha y sea completa, con el tiempo estará vacía. Será como si no hubiésemos laborado, y aún peor, ya que habremos desperdiciado el tiempo.

Una persona puede ser conmovida, derramar lágrimas, confesar sus pecados, entender las doctrinas, comprender cuán razonable es la redención, interesarse en la religión, tomar decisiones, arrepentirse, registrarse en la lista de la congregación, leer la Biblia, orar, ser “avivada”, regocijarse y testificar; sin embargo, tal vez su espíritu aún no haya recibido la vida de Dios y puede estar tan muerta como antes. El alma del hombre puede hacer todas esas cosas sin notar si su espíritu está muerto o vivo. No menospreciamos todo eso, pero sabemos que si el espíritu no es vivificado, esas cosas son solamente las ramas y se secarán cuando salga el sol caliente. Cuando el espíritu es regenerado tal vez estén presentes estas expresiones en el alma; sin embargo, en lo más profundo de nuestro ser, recibimos una nueva vida que nos capacita para conocer a Dios y a Jesucristo, a quien El ha enviado. Si el espíritu no ha resucitado para poder conocer a Dios por medio de la intuición, ninguna obra tendrá resultados espirituales.

Tengamos en mente que se puede tener una “fe falsa” y una “regeneración falsa”. Muchos confunden “comprender” con “creer”. Comprender es solamente entender en la mente que una doctrina es lógica y creíble. Creer, en el sentido bíblico, es unirnos al objeto de nuestra fe. Creer que el Señor Jesús murió por nosotros es unirnos a El en Su muerte. Una persona puede entender la doctrina sin creer en el Señor Jesús. Prestemos atención al hecho de que el hombre no es salvo por medio de sus obras, sino por recibir la vida eterna al creer en el Hijo de Dios. El hombre necesita creer en el Hijo de Dios. Muchos “creen en la doctrina de la redención” pero no creen en el Redentor. Muchos han aceptado la validez de la sangre del Cordero, pero no la han aplicado a la puerta de su corazón. ¡La regeneración también puede ser falsa! La vida de muchos que se llaman cristianos se parece a la de los que son genuinamente regenerados. Son muy puros, piadosos y están dispuestos a ayudar a otros; saben orar, leen la Biblia con frecuencia, asisten a las reuniones y son muy estimados. Ellos se esfuerzan por guiar a otros a que crean en Cristo. Sin embargo, aunque poseen todas esas cosas y dicen que el Señor Jesús es su Salvador, les falta algo básico, no conocen a Dios por medio de su intuición. Pueden haber oído acerca de Dios y hasta hablar de El, pero no lo conocen personalmente. “Y las [ovejas] Mías me conocen … y oirán Mi voz” (Juan. 10:14 y versiculo 16). Los que no conocen al Señor ni conocen Su voz, no son Sus ovejas.

Ya que la relación entre el hombre y Dios comienza cuando aquél es regenerado y se lleva a cabo en su espíritu, es allí donde todas nuestras obras deben centrarse. Si únicamente buscamos un éxito superficial, y nuestra meta es estimular a las personas para que sean fervientes, tarde o temprano veremos que no hay nada de Dios en nuestra obra. Una vez que conocemos la posición del espíritu, nuestra obra debe tener un cambio radical. En vez de laborar sin meta haciendo lo que pensamos que es bueno, debemos tener la meta clara de edificar el espíritu del creyente. Anteriormente hacíamos énfasis en lo natural, pero ahora debemos recalcar las cosas del Espíritu de Dios. El significado de la obra espiritual es simplemente que laboremos mediante el espíritu para vivificar el espíritu de otros. Todas las demás obras no son una obra espiritual genuina.

 

Si descubrimos que nada de lo que tenemos puede dar vida a otros, veremos cuán inútiles somos. Si no confiamos en nosotros mismos ni usamos nada nuestro, veremos en realidad cuán débiles somos y cuánto poder tienen nuestro hombre interior, nuestro nuevo yo y nuestra vida espiritual. Debido a que vivimos continuamente por la vida del alma, no sabemos hasta qué punto se haya debilitado nuestro espíritu. Si deseamos prescindir de toda ayuda de nuestra alma para depender sólo del poder del espíritu, nos daremos cuenta de que nuestra condición espiritual es pobre. Cuando nuestro propósito no es que otros entiendan con su mente, ni que simplemente sean conmovidos en su emoción, ni que usen su fuerza de voluntad, sino que su espíritu reciba vida, hallamos que nosotros no podemos darles vida a menos que el Espíritu Santo nos use. “Los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” (Juan. 1:13). Si Dios no los engendra, ¡nosotros no podemos engendrarlos! Llegamos a comprender que toda la obra debe ser llevada a cabo por Dios y que nosotros somos vasos vacíos. Dentro de nosotros no hay nada que pueda engendrar a las personas, ni dentro del hombre hay nada que lo pueda engendrar; sólo Dios puede lograrlo al hacer brotar Su vida desde nuestro espíritu. Por lo tanto, la obra espiritual no es otra cosa que la obra que Dios mismo efectúa. Lo que no es hecho por Dios no puede considerarse una obra espiritual.

Debemos pedirle a Dios que nos revele esto, que nos permita ver el carácter de Su gran obra y que veamos que necesitamos Su gran poder para poder llevar a cabo Su obra. Entonces veremos que nuestras opiniones son necias y es absurdo confiar en nosotros mismos, ya que nuestras obras son simplemente obras muertas. Aunque muchas veces Dios en Su misericordia permite que nuestra obra tenga resultados que van mas allá de lo que merecemos, no debemos pensar que podemos continuar haciendo obras de esa índole. Nuestras obras son inútiles y peligrosas. La obra de Dios no puede llevarse a cabo en una atmósfera ferviente ni en un ambiente atractivo ni con pensamientos románticos ni imaginaciones poéticas ni opiniones idealistas ni sugerencias lógicas ni persuasiones convincentes ni por motivar ocasionalmente la voluntad de las personas para que tengan un celo perdurable. Si la obra espiritual se basa en nuestras imaginaciones y no en la realidad, ningún método producirá resultados. Nuestra obra es verdaderamente espiritual cuando hace que el espíritu del hombre sea regenerado y resucitado y que reciba una nueva vida, ya que eso solamente puede ser hecho por el poder de Dios, el mismo poder que levantó al Señor Jesús de entre los muertos.

Si no comunicamos la vida de Dios, no habrá alabanzas en los cielos. A pesar de que nuestra obra esté llena de razonamientos, emociones y palabras que pueden hacer que las personas tomen una decisión o aun si nuestra obra se opone a los razonamientos, las sensaciones y los estímulos, si ello no procede del espíritu en el cual mora el Espíritu Santo, nuestra obra no impartirá vida al hombre. Aunque el falso poder espiritual pueda producir resultados similares, no puede hacer que el espíritu amortecido del hombre reciba vida. Se pueden haber logrado muchas cosas, pero la meta de la obra espiritual no se habrá obtenido.

Si nuestra meta es impartir vida a otros, debemos usar el poder de Dios. Si utilizamos el poder del alma, fracasaremos. El alma puede estar viva (Génesis. 2:7), pero no puede dar vida. “El Espíritu es el que da vida” (Juan. 6:63). El Señor Jesús es “el postrer Adán, [quien llegó a ser] Espíritu vivificante” (1 Corintios. 15:45). “Por cuanto derramó su vida [o alma] hasta la muerte” (Isaias. 53:12). Aquellos que son canales de la vida del Señor Jesús, también deben entregar su vida anímica a la muerte y laborar por la vida del espíritu para que los oyentes puedan ser regenerados. De no ser así, la vida del alma, aunque sea hermosa, no tiene el poder para dar a luz. Es imposible extraer poder de la vida natural para realizar cualquier obra espiritual. La antigua creación jamás ayudará a la nueva creación. Si recibimos revelación del Espíritu Santo y actuamos mediante Su poder, nuestra audiencia reconocerá su condición y permitirá que Dios vivifique sus espíritus. De lo contrario, lo que prediquemos llegará a ser un bello ideal que motivará a las personas temporalmente, pero en el futuro nada espiritual sucederá. Quien depende del poder del espíritu puede usar las mismas palabras, pero éstas llegarán a ser vida en los espíritus de los oyentes. Las palabras de aquel que depende del poder del yo no pasarán de ser ideales humanos. Además, la obra que se hace valiéndose del poder del alma hará que los oyentes exijan esos sentimientos e ideales; así que, buscarán a los que puedan proveerles esas cosas. Si uno es ignorante, pensará que eso es un éxito espiritual, ya que ha logrado que muchas personas lo sigan, pero el que tiene conocimiento espiritual, sabe que esas personas no tienen vida en su espíritu, porque su espíritu no ha sido todavía tocado. Esta clase de obra realizada en la esfera religiosa es como el opio o el alcohol para el cuerpo físico. El hombre necesita la vida, no ideales ni estímulos. Por lo tanto, el creyente no tiene otra responsabilidad que consagrar su espíritu como vaso para el uso de Dios y entregar a la muerte todo lo que sea del yo. Dios puede usar grandemente a Sus hijos como canales de vida para que los pecadores reciban la salvación y para que los santos sean edificados; sin embargo, algunos bloquean sus propios espíritus o les dan a otros solamente lo que tienen en sí mismos. Así que la audiencia sólo recibe los pensamientos, los razonamientos y las emociones del obrero. Después de un largo sermón, los oyentes no reciben al Señor como Salvador para que su espíritu amortecido sea vivificado. Si comprendemos que nuestra meta es colaborar para que el espíritu de otros reciba vida, nosotros mismos debemos tener la debida preparación, es decir, si perdemos nuestra alma y dependemos de nuestro espíritu, veremos que las palabras que el Señor habla por nuestra boca “son espíritu y son vida”.

EL CESE DE LA OBRA ESPIRITUAL.

La obra espiritual fluye con la corriente del Espíritu Santo sin ningún impedimento y sin necesidad de la fuerza de la carne. Esto no significa que no haya oposición de parte del mundo ni ataques del enemigo, sino que en el Señor debemos tener el deseo de seguir Su unción. Cuando Dios necesita la obra del creyente, éste sentirá el fluir del Espíritu Santo, no importa qué clase de dificultad enfrente. El Espíritu Santo es necesario siempre que se quiera expresar la vida del espíritu. Esta obra es espontánea y extiende la vida en el espíritu.

Sin embargo, muchos siervos de Dios, presionados por las circunstancias (o por otras razones), inconscientemente permiten que la obra que llevan a cabo se vuelva mecánica. Si el creyente tiene esta sensación, debe detenerse e indagar si el Espíritu Santo aún necesita esta labor “mecanizada” o si ésta ya cumplió su propósito y ahora Dios lo guía al paso siguiente. Los siervos del Señor deben saber que lo que empieza como una obra espiritual, es decir, del Espíritu Santo, no siempre continúa siendo espiritual. Muchas obras provienen originalmente del Espíritu Santo, pero posteriormente tal vez no las necesite. Aún así, el hombre persiste, pensando que lo que el Espíritu Santo comenzó debe de ser eternamente espiritual. Esto convierte lo espiritual en algo carnal.

El creyente espiritual nunca verá el aceite de la unción del Espíritu Santo en una labor rutinaria. Tal vez Dios ya no necesite cierta obra, pero si el creyente continúa en ella a fin de mantener cierta organización (la cual no necesariamente es visible), entonces tendrá que valerse de su propio poder y separarse del poder del Espíritu Santo como la provisión necesaria para llevar a cabo la obra. Cuando una obra espiritual tiene que detenerse y el creyente no lo hace, tiene que utilizar su fuerza anímica y física para laborar. En toda obra espiritual genuina el creyente debe rechazar totalmente su poder intelectual, su habilidad natural, sus dones, etc., a fin de llevar a cabo una obra fructífera para Dios. Sin embargo, una obra que no sea guiada por el Espíritu Santo inevitablemente fracasará, a menos que el creyente use su poder mental, su habilidad natural, sus dones, etc.

Un obrero debe estar alerta para ver en qué parte de su obra el Espíritu Santo aplica la unción. De esta manera, sabrá cómo colaborar con El y cómo laborar de acuerdo con el fluir y el poder del Espíritu Santo. La responsabilidad del creyente es estar atento a la corriente del Espíritu Santo para seguirla. Si Dios deja de ungir la obra dejándola al margen del fluir del Espíritu Santo, lo cual contrista al obrero, y si él recupera el fluir de la vida al alejarse de dicha obra, entonces la obra debe detenerse. Los que poseen discernimiento espiritual se percatarán más rápido que otros. Así que debemos preguntarnos: ¿En dónde está la corriente del Espíritu Santo y en qué dirección fluye? Si la obra suprime la vida del espíritu, no podrá apoyar la expresión de esta vida e impedirá que el Espíritu Santo fluya en vida y en victoria; esa obra es un obstáculo, no importa cómo se haya iniciado. Si no se suspende totalmente, por lo menos debe corregirse para que obedezca a la vida del espíritu; de lo contrario, la relación del creyente con esa obra debe cambiar.

En la experiencia espiritual de los creyentes, hay muchos ejemplos de personas que han dedicado sus esfuerzos a la “organización”, la cual puede ser estructurada o no serlo, al punto de perjudicar sus propias vidas. Al principio el siervo de Dios recibe el poder del espíritu, y Dios obra con agrado; como resultado muchos son salvos y edificados. Entonces surge la necesidad de cierta “organización” o “método” para preservar la gracia. Debido a las necesidades, las exigencias y quizá órdenes, el siervo tendrá que llevar a cabo la obra de alimentar a los creyentes; en consecuencia, es atado por las circunstancias, y el Espíritu Santo ya no puede fluir libremente. La vida espiritual gradualmente disminuye, aunque externamente su labor en esa organización continúa prosperando. Esta es la historia del fracaso de muchos.

Hoy día entre las obras espirituales existe una situación alarmante en la cual el obrero considera la obra una carga pesada. Muchos dicen: “Estoy tan ocupado con ciertas actividades y con la obra que me queda poco tiempo para tener comunión con el Señor. Espero tomar un receso para tener tiempo de nutrirme espiritualmente, y luego regresaré a la obra”. Esto es muy peligroso. Nuestra obra debe ser el resultado de la comunión de nuestro espíritu con el Señor. Toda obra debe ser motivo de gozo, pues debe resultar del rebosamiento de la vida del espíritu. Si se convierte en algo que nos agota y nos separa de la vida del espíritu del Señor Jesús, esta obra debe detenerse inmediatamente. Si el fluir del Espíritu Santo cambia el curso, debemos hallar ese rumbo y seguirlo.

Hay una gran diferencia entre el cambio de dirección de la obra del Espíritu Santo y los obstáculos que Satanás pone a la obra. Sin embargo, a menudo estas dos cosas se confunden. Si Dios nos dice que detengamos la obra y nosotros seguimos laborando, tendremos que usar nuestro poder intelectual, nuestra habilidad y nuestro esfuerzo para mantenerla. Aunque podamos resistir al enemigo, carecemos de la unción del Espíritu Santo, quien no puede vencer porque tal batalla realmente es falsa. Cuando el creyente ve que existe un impedimento en el espíritu, debe discernir si proviene de Dios o del enemigo. Si el impedimento es del enemigo, debe resistirlo en el espíritu y seguir adelante juntamente con Dios mediante la oración, liberando su propio espíritu. Si ése no es el caso, Dios hará que el espíritu del creyente se sienta más oprimido y que sienta una carga pesada, y no le dará la libertad de ir adelante.

Al llegar a este punto, los siervos de Dios deben abandonar toda obra que Dios no les haya dado, la cual tal vez deberían haber abandonado hace tiempo, pues es absorbente, no proviene del Espíritu Santo y oprime al espíritu haciendo que el creyente se aparte de su espíritu; dicha obra tal vez sea buena, pero impide que el creyente sea espiritual.