Watchman nee Libro Book cap.13 El hombre espiritual
LA CRUZ Y EL ALMA
TERCERA SECCIÓN.
CAPÍTULO CUATRO
LA CRUZ Y EL ALMA
EL LLAMAMIENTO DE LA CRUZ
En los cuatro evangelios el Señor Jesús, por lo menos en cuatro ocasiones les dijo a Sus discípulos que renunciaran a la vida del alma, que le dieran muerte y que lo siguieran a El. El Señor sabía que renunciar a la vida anímica es un requisito absolutamente indispensable para seguirlo a El, obtener la perfección de ser como El en servir al hombre y en hacer la voluntad de Dios. Aunque esas cuatro veces el Señor Jesús habló acerca de la vida del alma, hizo un énfasis diferente en cada caso. Sabemos que la vida del alma tiene varias manifestaciones; por eso el Señor da énfasis a un aspecto diferente cada vez. Todo discípulo del Señor debe prestar atención a lo que El dice. El Señor hace el llamado a que el hombre ponga la vida de su alma en la cruz.
LA CRUZ Y LOS AFECTOS DEL ALMA.
En Mateo 10:38 y 39, el Señor Jesús dijo: “Y el que no toma su cruz y sigue en pos de Mí, no es digno de Mí. El que halla la vida de su alma, la perderá; y el que la pierde por causa de Mí, la hallará.
Estos versículos nos instan a perder la vida anímica por causa del Señor, y a llevarla a la cruz para que sea inmolada. Antes de estos versículos, el Señor Jesús dijo que los enemigos del hombre son los de su propia casa y habló de que un hijo, por causa del Señor, se separa de su padre, la hija de su madre, y la nuera de su suegra. Debido a que la voluntad de Dios se opone a la de nuestra familia, debemos, por causa del Señor, separarnos de quienes más amamos. Esta es la cruz, y eso es la crucifixión. Según la vida de nuestra alma, amamos a los que nos agradan; nos gusta obedecerles y deseamos actuar de acuerdo con sus deseos. Cuando nuestros amados están contentos, ¿no está alegre nuestro corazón? Pero en este pasaje, el Señor Jesús nos llama a no rebelarnos contra El a causa de nuestros amados. Cuando la voluntad de Dios está en conflicto con los deseos del hombre, aunque sea la persona a quien más amamos y la que más nos ama, y aunque sintamos dolor y nos resistamos a herir su corazón, debemos, por causa del Señor, tomar la cruz y entregar nuestros afectos a la muerte.
El Señor Jesús nos llama de este modo a abandonar nuestros afectos naturales. En el versículo 37 añade: “El que ama a padre o madre más que a Mí, no es digno de Mí; el que ama a hijo o hija más que a Mí, no es digno de Mí”.
En Lucas 14:26 y 27 consta lo siguiente: “Si alguno viene a Mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos y hermanas, y aun la vida de su alma, no puede ser Mi discípulo. Y el que no lleva su cruz y viene en pos de Mí, no puede ser Mi discípulo”. En Mateo se le muestra al creyente la elección que debe hacer con respecto a sus afectos: debe amar al Señor más que a su familia. En Lucas se describe la actitud que el creyente debe mantener hacia el amor que se origina en su vida anímica: debe aborrecerlo. En realidad, esto significa que el creyente no debe tener amor hacia los demás, debido a que los ama en el nivel natural. Se nos prohibe amar a otros, debido a que los amamos en lo natural. Aun seres que nos son tan queridos como son nuestros padres, nuestros hermanos, nuestra esposa y nuestros hijos están incluidos en la lista de prohibiciones. El amor natural se origina en la vida del alma y hace que el creyente se apegue a los demás, aferrándose a los que ama y exigiéndoles amor. Para el Señor esta clase de vida debe ir a la muerte. Aunque no hayamos visto al Señor y nuestros corazones todavía prefieran ir en pos de nuestros seres queridos, y nuestra vida exija tenerlos, El desea que tengamos un corazón que lo ame a El, a quien no hemos visto. Quiere que rechacemos el amor que procede de nuestra naturaleza. El Señor Jesús quiere que estemos libres de todo amor para con el hombre y que no utilicemos nuestro propio amor para amar a nuestros semejantes. El desea que amemos al hombre, no según el gusto natural de nuestra alma, ya que el amor de nuestro hombre natural debe cesar. Pero si llegamos a amar al prójimo, es porque tenemos una relación completamente nueva en el Señor. Los amamos por causa del Señor, a quien amamos, no con nuestro propio amor. Debemos, por causa del Señor, recibir de El Su amor para amar a nuestros semejantes. En pocas palabras, nuestro amor al prójimo debe ser regulado por el Señor. Si El quiere, debemos amar aun a nuestros enemigos. Si el Señor no quiere, no debemos amar ni a los seres más queridos de nuestra familia. El Señor no quiere que nuestros corazones se apeguen a nada, para que libremente le sirvamos a El.
Para que esto se cumpla, la vida del alma debe ser rechazada. En esto consiste la cruz. Obedecer a Cristo y hacer a un lado los sentimientos humanos hace que el amor natural de los creyentes sufra y se aflija, lo cual llega a ser para el creyente, en una manera práctica, la cruz. Esto lo capacita por medio de su disposición a negarse al yo y a perder la vida del alma que actúa en la esfera del amor. Con frecuencia, abandonar a los que uno ama hiere el corazón y quebranta el alma. Muchas lagrimas y gemidos y tristeza inefable se experimenta cuando se pierde un ser amado. Todo ello trae sufrimientos a nuestra vida. Pero nuestra alma se resiste a negarse a nuestros seres queridos por causa del Señor. Al hacer morir el alma, al estar dispuestos a morir, los creyentes logran escapar del poder del alma. La pérdida del afecto natural que experimentamos al poner nuestra vida anímica en la cruz, permite que el Espíritu Santo derrame el amor de Dios en nuestro corazón cuando entramos en Su presencia, pues esto hace que el amor del alma sea expresado por medio de Dios y en El.
Recordemos que desde la perspectiva humana, es legítimo y normal poseer la vida del alma, y no involucra corrupción como los pecados. El amor mencionamos, ¿no es compartido por los hombres? ¿No es legítimo amar a nuestra familia? Sin embargo, el Señor nos llama a vencer todo lo natural y, por causa de Dios, a renunciar aun a nuestros derechos legítimos para mezclarnos con Dios. Dios quiere que lo amemos más que lo que Abraham amaba a Isaac. Aunque Dios dio al hombre la vida del alma cuando lo creó, El desea que el hombre esté dispuesto a no vivir por esa vida. El hombre mundano no puede comprender el deseo de Dios; pero cuando el creyente gradualmente avanza y se pierde en la vida de Dios, llega a conocer Su voluntad. ¿Quién puede comprender por qué Dios, habiendo dado a Abraham un hijo, Isaac, le pidió que renunciara a él? Sin embargo, quienes conocen el corazón de Dios no se conforman con los dones naturales dados por Dios, sino que desean descansar en Dios, el dador. El propósito de Dios es que estemos adheridos únicamente a El, y no a ninguna persona, cosa ni asunto, aunque estas personas, cosas o asuntos nos los haya dado El mismo.
Los creyentes están dispuestos con relativa facilidad a salir de Ur de Caldea, pero rara vez ven la importancia de ofrecer en el monte Moriah lo que Dios les dio. Esta es una de las lecciones más profundas de la fe. Es la lección de entrar en la vida de Dios, unidos a El. Dios quiere que Sus hijos lo abandonen todo y lleguen a ser Suyos totalmente. No sólo deben hacer a un lado las cosas que ellos mismos comprenden y consideran peligrosas, sino que también deben poner en la cruz, guiados por el Espíritu Santo, lo más legítimo de su vida humana, como por ejemplo, el afecto.
El deseo de nuestro Señor está lleno de significado, ya que el afecto del hombre es una facultad muy difícil de controlar. Si el creyente no pone sus afectos en la cruz y no está dispuesto a que se les dé muerte, tendrá grandes obstáculos en la vida espiritual. Debido a que las relaciones humanas son tan variables, los afectos cambian continuamente. Cuando la facultad del afecto es estimulada, el ser del creyente fácilmente pierde su normalidad espiritual. Un creyente anímico se molesta y pierde la paz en su espíritu con mucha frecuencia. La tristeza, los gemidos, los lamentos y las lágrimas son el resultado normal del afecto. Si el Señor no tiene la preeminencia en nuestros afectos, es difícil que la tenga en lo demás. Esto es una evidencia de la espiritualidad y también una forma de medirla. Por lo tanto, debemos aborrecer nuestra propia vida y no darle oportunidad a nuestro amor humano de actuar libremente. Lo que el Señor exige es contrario a nuestras intenciones naturales. Lo que amábamos, ahora debemos odiarlo. No sólo debemos odiar lo que amamos, sino también la facultad de donde procede el amor, es decir, nuestra vida anímica. Este es el camino hacia la espiritualidad. Si verdaderamente tomamos la cruz, ello evitará que el afecto del alma controle y afecte al espíritu, y nos capacitará para amar a otros por el poder del Espíritu Santo. Así trató el Señor a Su familia cuanto estuvo sobre la tierra.
LA CRUZ Y EL YO DEL ALMA.
En Mateo 16:24 al 25 el Señor Jesús también habló de la relación que hay entre la vida del alma y la cruz: “Entonces Jesús dijo a Sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque el que quiera salvar la vida de su alma, la perderá; y el que la pierda por causa de Mí, la hallará”. En estos versículos, de nuevo nuestro Señor hace un llamado a Sus discípulos a que tomen la cruz y a estar dispuestos a hacer morir y perder la vida del alma. Lo que dice aquí y lo que dijo en Mateo 10 no es lo mismo. La parte de la vida anímica que se destaca en Mateo 10 es el afecto, mientras que aquí en el capítulo dieciséis es el “yo” del hombre el que aparece en primer plano. Si leemos el pasaje anterior, veremos que el Señor Jesús les habla a los discípulos de la clase de sufrimientos que El tendría al ir a la cruz. Entonces Pedro, debido a su intenso afecto por el Señor, le dijo: “¡Dios tenga compasión de Ti, Señor!” Debido a que Pedro estaba poniendo su mente en las cosas del hombre, no estaba dispuesto a permitir que su Señor sufriera en la carne sobre la cruz. No entendía que el hombre debe poner su mente exclusivamente en las cosas de Dios. Aun si se trata de sufrir la muerte de cruz, debía poner la mente en las cosas de Dios. El no sabía que debía amar más la voluntad de Dios que a su yo. Era como si hubiera pensado: “Señor, vas a ir a la cruz a sufrir de tal manera, y aunque estás haciendo la voluntad de Dios, llevando a cabo Su propósito y actuando de acuerdo a Su plan, ¿qué va a ser de Ti? ¿no piensas en los sufrimientos que pasarás por hacer la voluntad de Dios? Señor, ¡ten misericordia de Ti!”
El Señor le indicó, que tal manera de condolerse de uno mismo viene de Satanás, y luego se dirigió a Sus discípulos como si dijera: “No sólo yo iré a la cruz, sino también todo aquél que quiera seguirme y ser Mi discípulo. Mi destino también debe ser el vuestro. No creáis que Yo soy el único que debe hacer la voluntad de Dios, pues vosotros Mis discípulos también deben hacerla. Así como no me preocupo por Mí y aun estando en la cruz, incondicionalmente sigo haciendo la voluntad de Dios, así vosotros no debéis preocuparos por vuestra vida anímica, sino estar dispuestos a perderla para hacer lo que Dios quiere”. Pedro le preguntó que por qué no tenía compasión de Sí mismo, pero el Señor le respondió que uno debe “negarse a sí mismo”.
Hay que pagar un alto precio para hacer la voluntad de Dios. Al oír esto la carne tiembla. Cuando lo que nos gobierna es la vida del alma, no podemos ser gobernados por la voluntad de Dios. Esto se debe a que la vida del alma quiere seguir las intenciones del yo, pero no quiere obedecer la voluntad de Dios. Cuando vemos que Dios nos llama a ir a la cruz y a negarnos a nuestro yo, a sacrificarnos y perder todas las cosas por causa de El, inconscientemente nuestra vida del alma produce una actitud de autocompasión. A menudo, nuestra vida anímica nos impide estar dispuestos a pagar el precio necesario para obedecer a Dios. Cada vez que estamos dispuestos a escoger el camino angosto de la cruz y a sufrir por causa de Cristo, la vida anímica sufre pérdida. Solamente de esta manera perdemos nuestra vida anímica, y sólo por este medio podemos obtener la vida espiritual de Cristo para que nos gobierne totalmente y de una manera pura dentro de nosotros, y nos capacite para hacer lo que Dios desea en beneficio de toda la humanidad.
Si prestamos atención a la ubicación de los pasajes anteriores, comprenderemos la perversidad de la obra de la vida anímica. Pedro dijo esto poco después de recibir revelación de Dios, por la cual comprendió el misterio que el hombre no podía entender. Dios el Padre personalmente le había revelado que el humilde Jesús, a quien los discípulos seguían, era el mismo Cristo, el Hijo del Dios viviente. Sin embargo, inmediatamente después de recibir tal revelación, fue controlado por la vida de su alma y le aconsejó a su Señor que tuviera compasión de Sí mismo. Debemos saber que una revelación espiritual o un conocimiento maravilloso no pueden garantizarnos que no seremos controlados por el alma. Por el contrario, la vida anímica de quienes poseen conocimiento y experiencias elevadas puede ser más difícil de detectar que la de otros y, por ende, más difícil de ser eliminada. Si no aplicamos la cruz para ponerle fin a la vida anímica, ésta siempre permanecerá en el hombre intacta.
En esto vemos la incapacidad total de la vida del alma. La vida anímica de Pedro se manifestó, no para su propio beneficio, sino para el del Señor Jesús. El amaba al Señor, tuvo compasión de El y deseaba que el Señor fuera feliz; no deseaba que el Señor pasara por ningún sufrimiento. Su corazón no era malo, y de hecho, su intención era muy buena, pero esto no era más que su afecto humano, el cual procedía de su alma. El Señor no quería ningún sentimiento de conmiseración de parte del alma. A la vida anímica no se le permite ¡ni siquiera amar al Señor! Aquí vemos que es perfectamente posible ser anímico al servir al Señor, al adorarle y al expresarle nuestro amor. También vemos que la vida del alma no es aceptable ni aun en el asunto de amar al Señor o ser solidario con El. El propio Señor Jesús sirvió a Dios haciendo a un lado Su alma. Del mismo modo, El no desea que el hombre le sirva por medio de su alma. El Señor insta a sus discípulos a hacer morir la vida anímica no sólo porque ésta puede amar al hombre, sino porque hasta es capaz de adorar al Señor. Lo que al Señor le interesa es de dónde procede la realización de Su comisión, no qué tan bien se lleve a cabo.
Aunque Pedro expresaba su amor hacia el Señor, ese amor era la manifestación de Pedro mismo. El adoraba más al cuerpo físico del Señor Jesús que la voluntad de Dios, y le aconsejó al Señor que se preocupara por Sí mismo. Esta era la manifestación de Pedro mismo. Por eso el Señor hizo este llamado. La vida del alma tiende a ser independiente, a servir a Dios de acuerdo con lo que ella considera bueno, pero no está dispuesta a andar según la voluntad de Dios. Hacer la voluntad de Dios equivale a perder el alma. Cada vez que la voluntad de Dios es llevada a cabo, la intención del alma es quebrantada. Cada quebranto de la intención del alma es una aplicación práctica de la cruz.
El Señor Jesús llamó a Sus discípulos a abandonar la vida anímica debido a que Pedro habló según su alma. Pero el Señor también notó que las palabras de Pedro venían de Satanás. Así vemos cómo Satanás utiliza la vida anímica del hombre. Si esta vida no es llevada continuamente a la muerte, Satanás tiene una herramienta con la cual trabajar. Pedro dijo aquello debido a su amor por el Señor, pero Satanás lo utilizó. Pedro oró al Señor y le pidió que tuviera misericordia de Sí mismo, pero Satanás lo inspiró a hacerlo. Es un hecho que Satanás puede decirle al hombre que ame al Señor y que ore. El no teme que el hombre ore ni que ame al Señor; lo que teme es que el hombre no utilice la vida anímica para amar y orar al Señor. Si la vida del alma sobrevive, Satanás puede expandir su obra. Espero que Dios nos haga comprender el daño que esta vida causa. Los creyentes no deben pensar que son espirituales solamente porque aman al Señor y anhelan las cosas celestiales. La vida del alma tiene que ir a la muerte. De lo contrario, la voluntad de Dios no se cumplirá, y la vida del alma será utilizada por Satanás.
La autocompasión, el amor propio, el temor a los sufrimientos y la evasión de la cruz son las manifestaciones de la vida del alma. La meta principal de la vida del alma es preservar su existencia. Por eso, no está dispuesta a sufrir ninguna pérdida. Por lo tanto, el llamado del Señor es que debemos negarnos al yo y tomar nuestra cruz, para así perder la vida de nuestra alma. Siempre que estamos ante la cruz, somos instados a perder nuestro yo. Debemos tener un corazón que haga caso omiso de nuestro yo, para que mediante el poder de Dios nos neguemos a nuestra vida anímica por causa de otros. El Señor dice que la cruz es nuestra porque es lo que cada uno de nosotros recibió de Dios. A fin de llevar a cabo la voluntad de Dios, El nos llama a tomar nuestra cruz. Es nuestra porque Dios nos la dio, pero también está relacionada con la cruz de Cristo, ya que cuando estamos dispuestos a tomar nuestra propia cruz, mediante el Espíritu de la cruz de Cristo, la fuerza de la cruz de Cristo entra en nuestro ser y nos capacita para perder la vida de nuestra alma. Cada vez que tomamos la cruz, perdemos nuestra vida anímica, pero cuando evadimos la cruz, nutrimos y preservamos la vida de nuestra alma.
Nótese bien que lo que el Señor Jesús dice aquí no es algo que pueda cumplirse de una vez por todas, mediante un gran esfuerzo. En Lucas 9:23 se agrega la expresión “cada día” a la frase “tome su cruz”. Esta clase de cruz es continua e incesante. Con respecto a nuestra muerte al pecado, sabemos que esta cruz ya es un hecho cumplido que sólo requiere nuestro reconocimiento y aceptación. Pero con respecto a perder la vida del alma, esta cruz es distinta. No se refiere a un hecho logrado, sino que requiere una práctica y una experiencia diaria. Esto no significa que nunca perdemos la vida del alma o que gradualmente la perdemos; sino que la relación efectuada en la cruz con relación a la vida del alma es diferente a la relación realizada en la cruz con respecto al pecado. La muerte al pecado fue lograda por Cristo a favor de nosotros; pues cuando El murió, todos morimos con El. Pero perder la vida del alma no es un hecho logrado, sino que requiere que diariamente tomemos nuestra propia cruz mediante el poder de la cruz del Señor, determinándonos a negar el yo hasta que se pierda por completo.
Perder la vida del alma no es un asunto que pueda llevarse a cabo de una vez por todas, haciendo un gran esfuerzo, ni en un corto tiempo. Con respecto a morir al pecado, una vez que reconocemos nuestra posición de estar clavados en la cruz (Romanos. 6:6), somos libres inmediatamente del pecado, y su poder no nos puede oprimir ni nos puede esclavizar más. La victoria completa se puede obtener en un instante. Sin embargo, la pérdida de la vida natural es un proceso que se realiza paulatinamente. Cuando la Palabra de Dios (Hebreos. 4:12) penetra cada vez más profundo, la obra de la cruz también se hace más profunda, y el Espíritu Santo hace que la vida espiritual crezca más, uniéndola más al Señor. El creyente no puede negarse a la vida anímica si no la conoce. La revelación de la Palabra de Dios debe incrementarse; entonces la obra de la cruz será más profunda. Por consiguiente, debemos tomar esta cruz diariamente. Cuanto más entendimiento haya acerca de la voluntad de Dios y de nuestro yo, más necesidad habrá de la obra de la cruz.
LA CRUZ Y EL AMOR DEL ALMA HACIA EL MUNDO.
En Lucas 17:32 al 33 nuestro Señor dice algo parecido, pero da énfasis a las cosas del mundo: “Acordaos de la mujer de Lot. El que procure conservar la vida de su alma, la perderá; y el que la pierda, la conservará”. Aquí el Señor habla nuevamente de que debemos perder la vida del alma, pero da especial énfasis a la pérdida de las pertenencias. El Señor nos dice que recordemos a la esposa de Lot, ya que ella no pudo olvidarse de sus posesiones ni aun en un momento de tanto peligro. No se regresó ni caminó hacia Sodoma, ni siquiera retrocedió un centímetro. Todo lo que hizo fue mirar hacia atrás. Pero, ¡cuánto quedó revelado en esa simple acción! Esto reveló un anhelo por su pasado.
Es posible que el creyente exteriormente deje el mundo y renuncie a todas las cosas, pero en su corazón aun ama lo que abandonó por amor al Señor. Esto es obra de la vida del alma. Un creyente que se ha consagrado al Señor no debe regresar al mundo, ni debe esforzarse por recuperar lo que abandonó por amor al Señor. Si su corazón no está dispuesto a separarse del mundo, eso es suficiente para mostrar que no ha visto claramente la posición del mundo en relación con la cruz. En ese caso, no es necesario que la vida del alma opere para hacer que el hombre regrese y vuelva al mundo. Basta con que el creyente secretamente, en su corazón, se resista a abandonar las cosas que había decidido dejar o que ya había abandonado.
Cuando la vida del alma verdaderamente se ha perdido, nada del mundo pueden tocar el corazón del creyente. En realidad, la vida anímica pertenece al mundo; así que se resiste a abandonar las cosas del mundo. Solamente cuando el creyente está dispuesto a hacer morir la vida del alma, puede seguir decididamente la enseñanza que el Señor dio en el monte [Mateo. desde el capítulo 5 hasta el capítulo 7 incluido]. En esa ocasión, el Señor no mencionó explícitamente la función de la cruz, pero sabemos que si un creyente tiene la experiencia genuina de haber muerto juntamente con el Señor, no sólo de haber muerto al pecado, sino también de negarse a la vida del alma basado en que “ya está muerto”, tendrá que idear métodos para cumplir lo que Jesús enseñó en ese monte. Si la cruz no ha hecho una obra profunda en el alma del creyente, aun cuando pueda externamente vivir según lo que enseñó Jesús, su corazón internamente no estará en armonía con su conducta. Un creyente que ha perdido la vida de su alma, puede espontáneamente y sin fingimiento dar la capa cuando se le pide su túnica, pues está separado de todas las cosas mundanas.
La condición para ganar la vida espiritual es que debemos sufrir pérdida; sólo así tendremos ganancia. No importa cuánto hayamos acumulado para ser contados como ricos en el mundo, pues la realidad es que cuanto más ricos somos, más perdemos. No debemos usar la acumulación de bienes para medir nuestra vida; debemos medirla por la cantidad de pérdidas. Nuestra verdadera medida la determina cuánto vino hayamos derramado. Lo importante no es cuánto hayamos retenido, pues quien ha perdido más es quien más tiene para abastecer a otros. El poder del amor puede verse por el sacrificio del amor. Si nuestros corazones no han dejado de amar los bienes mundanos, nuestra vida anímica aún no ha estado bajo el quebrantamiento de la cruz.
En Hebreos 10:34 dice que ciertos creyentes fueron despojados de sus bienes, y lo aceptaron con gozo. Esto es el resultado de la obra de la cruz. La actitud de los santos hacia sus posesiones indica si la vida de su alma ha sido preservada o si ya ha sido llevada a la muerte.
Si realmente deseamos una vida pura y espiritual, debemos permitir que Dios obre en nuestro corazón para que nos separemos verdaderamente de todas las cosas mundanas y no volvamos a tener la intención que tuvo la esposa de Lot. Para experimentar la plenitud de la vida espiritual en Cristo es necesario dejar de amar los bienes materiales. Cuando el Espíritu Santo nos revela la realidad celestial y la plenitud de la vida espiritual, llegamos a menospreciar todas las cosas mundanas, ya que no tienen comparación con las celestiales. Esa es la experiencia que el apóstol Pablo describe en Filipenses 3. Primero, él contó todas las cosas como pérdida; después, lo perdió todo para ganar a Cristo; y finalmente, nos dijo que el resultado de esto es conocer el poder de la resurrección de Cristo. Ahí yace la plenitud de la vida espiritual. Por lo general, no sabemos cuánto poder tiene la vida del alma. Cuando somos probados en las cosas materiales, vemos lo que verdaderamente es nuestra vida anímica. Algunas veces parece que se requiere más gracia de parte de Dios para dejar las posesiones que para perder la vida. Los bienes materiales son realmente el medidor que muestra si la vida del alma se ha perdido o se ha preservado.
Los hijos de Dios que prestan mucha atención a lo que beben, comen y a su vida diaria deben permitir que la cruz haga una obra profunda en ellos para que sus espíritus no sean afectados ni encerrados por sus almas. De ese modo, sus espíritus se separarán de todas las cosas mundanas y podrán vivir en Dios sin obstáculos. Todo aquél que se preocupa por las cosas del mundo, lo hace debido a que su vida anímica no se ha perdido ni ha pasado por la cruz.
LA CRUZ Y EL PODER DEL ALMA.
En Juan 12:24 al 25 el Señor Jesús de nuevo habló acerca de la vida del alma: “De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto. El que ama la vida de su alma la perderá; y el que la aborrece en este mundo, para vida eterna la guardará”. Más adelante, explicó el significado de estos dos versículos diciendo: “Y Yo, si soy levantado de la tierra, a todos atraeré a Mí mismo. Pero decía esto dando a entender de qué muerte iba a morir” (versiculos. 32 al 33). Ese capítulo de la Biblia nos presenta el ministerio del Señor Jesús en su esplendor, pues había resucitado a Lázaro, y debido a eso muchos judíos creyeron en El; inclusive unos griegos vinieron a verlo. En tales circunstancias, El entró en Jerusalén donde fue bien acogido. Desde el punto de vista humano, parecía que la cruz no era necesaria y que el Señor podía atraer a los hombres hacia Sí mismo sin ella, pero El sabía que no había otra manera de que el hombre fuera salvo aparte de la cruz. Aunque Su obra externamente era muy próspera, El estaba consciente de que si no moría, no podría dar vida al hombre. Si moría, podría atraer a los hombres a Sí mismo y darles vida.
El Señor declaró explícitamente la función de la cruz. Consideró Su propio ser como un grano de trigo. Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, sigue siendo un solo grano. Si el Señor era crucificado y moría, podría dar vida a muchos hombres. Aquí el Señor indicó que la condición para llevar fruto es la muerte. Si no hay muerte no hay fruto. No hay otra manera de llevar fruto excepto mediante la muerte.
Sin embargo, nuestra meta no es detenernos a examinar cómo fue el Señor Jesús. Queremos prestar especial atención a la relación que esto tiene con nuestra vida anímica. El Señor Jesús, en el versículo 24 relacionó al grano de trigo consigo mismo, pero en el versículo 25 indicó que Su muerte y mucho fruto no deben aplicarse exclusivamente a El. El dio a entender que todo aquel que es Su discípulo debe seguir Sus pisadas y explicó la relación que tiene el grano de trigo con los creyentes. El grano de trigo representa la vida del alma. Si dicho grano no muere, no puede llevar fruto. De igual manera, si la vida del alma no muere, tampoco puede llevar fruto. Lo que el Señor Jesús recalca es la necesidad de llevar fruto. Aunque la vida del alma es muy poderosa, su poder no puede llevar fruto. Todos los talentos, los dones, el conocimiento, la sabiduría y el poder que proceden de la vida del alma, son incapaces de hacer que los creyentes produzcan muchos granos. Así como el Señor Jesús tuvo que morir a fin de llevar fruto, asimismo los creyentes deben morir para llevar fruto. El Señor indicó que aunque el poder de la vida anímica es bueno, es inútil en la obra de Dios para llevar fruto.
Cuando los creyentes laboran para el Señor, el mayor peligro que corren es que confíen y usen todo el poder de su vida anímica: su habilidad, sus dones, su conocimiento, su poder de persuasión, su elocuencia y su inteligencia. En la experiencia de muchos creyentes espirituales, si no concentran toda su atención en dar muerte a la vida anímica, ésta será muy activa laborando para el Señor. Por un lado, deben pedirle al Señor que no permita que la vida del alma tenga oportunidad de inmiscuirse y, por otro, deben velar para no permitir que ella realice ninguna actividad. Así que, ¿cómo podrán impedir la intrusión de esta vida quienes no están dispuestos a renunciar a ella ni a velar ni a orar? Todas las cosas que pertenecen al alma deben morir. Debemos estar dispuestos a no depender de ellas para nada. Debemos estar dispuestos a permitir que Dios nos haga pasar por la oscuridad de la muerte sin depender de nada, sin tener ningún sentimiento, sin ver nada y sin ningún entendimiento, mas confiando silenciosamente en la obra de Dios. De esta manera, El hará que obtengamos una vida anímica gloriosa, pero en resurrección. “El que la aborrece [la vida de su alma] en este mundo, para vida eterna la guardará”. La vida del alma no se pierde, sino que pasa por la muerte. Cuando morimos y no podemos ver ni sentir nada, Dios (no nosotros) puede usar nuestra vida anímica para impartirnos Su vida. Si la vida del alma no se pierde, el creyente sufrirá la mayor pérdida, mas si se pierde, será preservada para vida eterna, y Dios la podrá utilizar.
No debemos cometer el error de pensar que nunca jamás volveremos a usar nuestra mente ni nuestras habilidades. Este versículo explica claramente: “El que la aborrece [la vida de su alma] en este mundo, para vida eterna la guardará”. Aparentemente, tenemos que perder nuestra alma, pero en realidad, la preservamos para vida eterna. Hacer morir el alma no es destruirla ni deshacernos de sus diferentes facultades, de la misma manera que “el cuerpo de pecado sea anulado” (Romanos. 6:6) no significa amputar las manos ni los pies ni los oídos, ni sacarse los ojos. Después de destruir el cuerpo de pecado, se nos dice que “presentemos … nuestros miembros a Dios como armas de justicia” (versículo. 13). De igual manera, hacer morir la vida del alma y tomar la cruz para seguir al Señor, no significa que de aquí en adelante vamos a ser como madera o piedras, sin sensaciones ni pensamientos ni ideas, ni que nos deshicimos del uso de todas las facultades del alma. Los miembros del cuerpo y las facultades del alma siguen presentes y se pueden utilizar, excepto que ahora son renovadas, fortalecidas y dirigidas por el Espíritu Santo. Lo importante es si las facultades de nuestra vida anímica son fortalecidas y dirigidas por el Espíritu Santo, mediante el espíritu humano, o por la vida del alma. Las facultades aun existen, pero la vida que las dirigía y animaba ha muerto. De esta manera, el Espíritu Santo tiene la oportunidad de ser la vida de estas facultades por medio de la vida trascendente de Dios.
Cada facultad de nuestra alma, aunque haya pasado por la muerte, sigue existiendo. Hacer morir la vida del alma no significa que nuestra mente, nuestra parte emotiva y nuestra voluntad hayan sido completamente aniquiladas y que ahora estén vacías. En la Biblia, leemos acerca del pensamiento, el deseo, el gozo, la satisfacción y el amor de Dios. Inclusive, hablando del Señor Jesús, la Biblia dice que El amó, se regocijó, se afligió y hasta lloró. Cuando estaba en el huerto de Getsemaní, “ofreció ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas” (Hebreos. 5:7). Podemos ver que las facultades del alma no se desvanecen, ni el creyente se hace insensible ni indiferente. El alma del hombre es su mismo yo, su personalidad y todas las facultades que pertenecen a su vida. Si todo esto no es vitalizado por la vida del Espíritu que viene de lo alto, entonces, recibirá poder para vivir de la vida del alma del hombre natural. En cuanto a sus facultades, el alma todavía está presente; pero en lo que se refiere a su vida, debe ser totalmente rechazada. Todo lo que pertenece al alma debe mantenerse en la muerte. Solamente esto permite que el Espíritu Santo use cada facultad del alma sin interferencia de la vida natural.
Esta es la vida en resurrección. Si el hombre no ha obtenido la vida trascendente de Dios, una vez que se pierda en la muerte, está muerto y no puede resucitar. El Señor Jesús pudo morir y resucitar debido a que en El, estaba la vida increada de Dios, la cual puede pasar por la muerte, sin ser destruida y manifestarse de nuevo en la frescura y la gloria de la resurrección. El Señor Jesús derramó Su alma hasta la muerte y entregó Su espíritu en las manos de Dios. Debido a que Su espíritu tenía la misma vida de Dios, pudo resucitar. Su muerte solamente lo libró de la vida del alma, e hizo que Su vida, la vida del Espíritu de Dios, se manifestará en plenitud y gloria. Si un hombre muere sin la vida de Dios, aunque su espíritu permanezca para siempre, él no podrá resucitar en la vida eterna como lo hizo el Señor.
Es difícil que el hombre entienda que Dios, habiéndonos dado Su vida, desee que tengamos la experiencia de morir juntamente con el Señor, lo cual hace que Su propia vida en nosotros, pase de nuevo por la muerte y la resurrección. Sin embargo, esta es la ley de la vida de Dios. Debido a que poseemos esta vida, podemos pasar por la muerte y seguir viviendo. Tal muerte hace que perdamos la vida de nuestra alma, y nos hace aptos para estar en la resurrección de la vida eterna, donde obtenemos la vida de Dios de una manera más rica y más gloriosa.
El propósito de Dios es depositar Su vida en nosotros y conducir nuestra vida anímica a la muerte, para que cuando Su vida resucite, haga que nuestra vida anímica resucite juntamente con El y lleve fruto por la eternidad. Esta es la lección más elevada y más profunda de la vida espiritual. Unicamente el Espíritu Santo puede revelarnos cuán indispensable es la resurrección, y cuán necesario es mostrarnos que también la muerte es indispensable. Quiera el Espíritu de revelación mostrarnos que si no aborrecemos nuestra propia vida y no la hacemos morir, nuestra vida espiritual sufrirá mucha pérdida y será incapaz de llevar fruto. Cuando la vida de Dios, la cual está en nosotros, juntamente con nuestra vida anímica pasan por la muerte y la resurrección, podemos llevar fruto y hacer que sea fruto que permanezca para vida eterna.