Watchman Nee Libro Book cap. 41 Mensaje para Edificar a los creyentes nuevos

Watchman Nee Libro Book cap. 41 Mensaje para edificar a los creyentes nuevos ​

LA DISIPLINA DE DIOS

CAPÍTULO CUARENTA Y UNO

LA DISCIPLINA DE DIOS

Lectura bíblica: He. 12:4-13

I. LA ACTITUD APROPIADA QUE DEBEN TENER LOS QUE ESTÁN BAJO LA DISCIPLINA DE DIOS

A. Al combatir contra el pecado aún no habéis resistido hasta la sangre

Examinemos ahora Hebreos 12:4-13 punto por punto.

El versículo 4 dice: “Porque aún no habéis resistido hasta la sangre, combatiendo contra el pecado”. En este versículo, el apóstol nos dice que los creyentes hebreos habían combatido contra el pecado, y aunque habían sufrido mucho, habiendo pasado por muchas dificultades, afrontado muchos problemas y soportado intensa persecución, todavía no habían resistido “hasta la sangre”. Si comparamos estos sufrimientos con los de nuestro Señor, ¡veremos que son bastante leves! El versículo 2 nos dice que el Señor Jesús sufrió la cruz menospreciando el oprobio. ¡Los sufrimientos de los creyentes son mucho menos severos que los sufrimientos que el Señor padeció! El Señor Jesús, menospreciando el oprobio, soportó los sufrimientos de la cruz hasta derramar Su sangre. Aunque los creyentes hebreos también habían soportado la cruz y sufrido cierto oprobio, aún no habían resistido hasta la sangre.

B. Descubrir las razones de nuestros sufrimientos

¿Qué debe esperar una persona después de llegar a ser cristiana? Nunca debemos hacer que los hermanos abriguen falsas esperanzas. Más bien, debemos hacerles saber que enfrentaremos muchos problemas, pero que tales problemas responden al propósito y designio de Dios. Podemos estar seguros de que enfrentaremos muchos problemas y tribulaciones, pero ¿cuál es el propósito y el significado de todas nuestras pruebas y tribulaciones? A menos que el Señor nos conceda el privilegio de convertirnos en mártires, probablemente no tendremos la oportunidad de combatir contra el pecado, resistiendo “hasta la sangre”; pero aun si no tuviéramos que resistir hasta la sangre, de todos modos ¡estaríamos resistiendo! Pero ¿por qué nos sobrevienen estas adversidades?

C. No desmayar ni mostrar menosprecio

Los versículos 5 y 6 dicen: “Y habéis olvidado por completo la exhortación que como a hijos se os dirige, diciendo: ‘Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por Él; porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo hijo que recibe’”.

En esta porción de la Palabra, el apóstol citó el libro de Proverbios, que está en el Antiguo Testamento. Él dijo que si el Señor nos disciplina, no debemos menospreciar Su disciplina, y si el Señor nos reprende, no debemos desmayar. Un creyente debe mostrar estas dos actitudes. Algunos consideran que los sufrimientos, las adversidades y la disciplina que Dios les envía son cosas insignificantes y, lejos de darles la debida importancia, pasan por alto todas esas experiencias. En otros casos, los creyentes se desaniman en cuanto el Señor los reprende y caen en las manos del Señor. A ellos les parece que han tenido que soportar circunstancias excesivamente hostiles por el hecho de ser cristianos, y que la vida cristiana es muy difícil. Esperan que su camino esté libre de dificultades, y tienen el concepto de que entrarán por puertas de perla y caminarán por calles de oro con vestiduras finas de lino blanco. Jamás pensaron que los cristianos habrían de experimentar toda clase de dificultades. Ellos no están preparados para afrontar, como cristianos, tales circunstancias. Así, ellos desmayan y vacilan ante las dificultades que encuentran en el camino. El libro de Proverbios nos muestra que ambas actitudes son incorrectas.

D. No menospreciar la disciplina del Señor

Los hijos de Dios no deben menospreciar la disciplina del Señor. Si el Señor nos disciplina, tenemos que darle la debida importancia. Todo cuanto el Señor nos ha medido lleva un propósito y tiene un significado. En realidad, Él desea edificarnos por medio de nuestras experiencias y nuestro entorno. Él nos disciplina a fin de perfeccionarnos y santificarnos. Toda Su disciplina forja Su naturaleza en la nuestra. Como resultado de ello, nuestro carácter es disciplinado. Este es el propósito de la disciplina del Señor. Él no nos disciplina sin motivo; al contrario, Él nos disciplina con el propósito de hacer de nosotros vasos apropiados. Él no permitiría que a Sus hijos les sobrevengan sufrimientos sin causa alguna. No sufrimos simplemente por el hecho de sufrir, puesto que Él no nos envía las tribulaciones para hacernos sufrir. El propósito detrás de todos nuestros sufrimientos es que seamos partícipes de la naturaleza y la santidad de Dios. Ése es el objetivo de la disciplina.

Muchos hijos de Dios han sido cristianos por ocho o diez años; sin embargo, jamás han reflexionado seriamente sobre la disciplina de Dios. Nunca dicen: “El Señor me está disciplinando. Él me está corrigiendo y castigando a fin de moldearme como un vaso apropiado”. No son capaces de discernir cuál es el propósito de la obra de Dios al corregirnos, disciplinarnos y tallarnos. Ellos simplemente dejan que sus experiencias les pasen de forma desapercibida. No les perturba lo que presencian hoy día, ni le dan importancia; tampoco les inquieta lo que vaya a sucederles mañana. Simplemente no les importa cuál sea la voluntad del Señor, y la pasan por alto una y otra vez. Tal parece que ellos piensan que Dios permite que las personas sufran sin sentido. Por favor, tengan presente que los hijos de Dios deben, ante todo, respetar y honrar la disciplina de Dios. Lo primero que tenemos que hacer cuando algo nos ocurre, es indagar acerca del significado que encierra tal experiencia y preguntarnos: ¿Por qué sucedieron las cosas de tal o cual manera? Así pues, debemos aprender a tener en cuenta la disciplina de Dios y a respetarla. No debemos menospreciarla. Menospreciar Su disciplina indica que somos indiferentes ante ella, lo cual equivaldría a afirmar que aunque Dios haga lo que haga, nosotros hemos de pasar por tales experiencias sin reflexionar al respecto y sin procurar discernir su propósito.

Por una parte, no debemos menospreciar la disciplina de Dios; por otra, no debemos darle una importancia exagerada. Si nuestra vida cristiana se redujera a una mera historia de sufrimientos y frustraciones, ello sería causa de gran desaliento para nosotros. Esto equivale a atribuirle a la disciplina una importancia excesiva. Debemos aprender a aceptar la disciplina del Señor y también comprender que tanto Su disciplina como Su reprensión siempre tienen un significado. Al mismo tiempo, no debemos desalentarnos al ser disciplinados.

II. EL SEÑOR AL QUE AMA, DISCIPLINA

El versículo 6 dice: “El Señor al que ama, disciplina, y azota a todo hijo que recibe”. Esta es una cita de Proverbios, la cual revela el propósito por el cual el Señor nos disciplina.

A. La disciplina es los preparativos del amor

Dios no dispone de tanto tiempo libre como para corregir a toda la gente del mundo; Él únicamente disciplina a los que Él ama. Así pues, Dios nos disciplina porque nos ama. Él nos disciplina porque desea hacernos vasos Suyos. Dios no tiene el tiempo para disciplinar a todo el mundo, pero sí para corregir a Sus propios hijos, porque los ama. Por consiguiente, la disciplina es la provisión del amor de Dios para nosotros. El amor dispone el entorno apropiado en el que debemos estar. A estos arreglos los llamamos la disciplina de Dios. El amor mide todo cuanto nos sucede y dispone todo lo que encontramos en nuestra vida diaria. Esto que nos ha sido medido es la disciplina de Dios. La disciplina tiene como fin reportarnos el máximo beneficio y conducirnos a la meta más excelsa de la creación.

“Y azota a todo hijo que recibe”. Así pues, todos los que son disciplinados tendrán la base para afirmar que han sido recibidos por Dios. Los azotes no indican que Dios nos rechaza, sino que son una evidencia de que Él nos ha aceptado. Repito, Dios no tiene tiempo para corregir a todo el mundo; Él quiere dedicar Su tiempo al cuidado de Sus hijos, a quienes ama y ha recibido.

B. La disciplina es la educación que el Padre da

Una vez que uno se hace cristiano, debe estar dispuesto a aceptar la disciplina de la mano Dios. Si uno no es hijo de Dios, Él lo deja a usted a su libre albedrío, y permite que usted lleve una vida indisciplinada y tome su propio camino. Pero cuando uno acepta al Señor Jesús como Salvador, y una vez que nace de Dios y se convierte en Su hijo, tiene que estar dispuesto a ser disciplinado. Ningún padre se toma el tiempo para disciplinar al hijo de otro; a ningún padre le preocupa si el hijo del vecino es un buen hijo o un mal hijo. Pero un buen padre siempre disciplina a sus propios hijos de forma específica. Será estricto con su hijo según la norma que él haya establecido, y no lo disciplinará sin consideración alguna ni al azar. Adiestrará a su hijo conforme a ciertos objetivos, como por ejemplo honestidad, diligencia, longanimidad y nobles aspiraciones. El padre tiene un plan definido al disciplinar a su hijo y lo moldeará para que desarrolle cierto carácter. Del mismo modo, desde el día en que fuimos salvos, Dios ha estado elaborando un plan específico para nosotros. Él desea que aprendamos ciertas lecciones a fin de que seamos conformados a Su naturaleza, ya que anhela que seamos como Él en muchos aspectos. Es con tal motivo que Él lo dispone todo, nos disciplina y nos azota. Su meta es hacer de nosotros cierta clase de persona.

Al comienzo de su vida cristiana, todo hijo de Dios debe darse cuenta de que Dios ha preparado muchas lecciones para él. Dios le ha asignado muchas provisiones en su entorno y ha dispuesto muchas cosas, muchas experiencias y sufrimientos, con el único fin de formar en él cierta clase de carácter. Esto es lo que Dios está haciendo hoy en día. Él está resuelto a forjar cierta clase de carácter en nosotros y lo llevará a cabo poniéndonos en medio de toda clase de circunstancias.

Desde el momento en que nos convertimos en cristianos, debemos estar conscientes de que la mano de Dios está guiándonos en todo. Las situaciones difíciles y los azotes que Dios ha dispuesto para nosotros, llegarán. Tan pronto nos desviemos, Él nos dará de azotes y nos aguijoneará para que tomemos de nuevo el camino. Así pues, todo hijo de Dios debe estar preparado para aceptar la mano disciplinaria de Dios. Dios nos disciplina porque somos Sus hijos. Él no pierde Su tiempo con los demás; no tiene tiempo para disciplinar a los que no son Sus hijos amados. Los azotes y la disciplina expresan el amor y la aceptación de Dios. Solamente los cristianos son partícipes de los azotes y de la disciplina de Dios.

C. La disciplina no es un castigo sino una gloria

Lo que nosotros recibimos es disciplina; no es un castigo. El castigo es la retribución por nuestros errores, mientras que la disciplina tiene el propósito de educarnos. Somos castigados por haber hecho algo malo, y por ende, tal castigo responde a lo que hicimos en el pasado. La disciplina también se relaciona con nuestros errores, pero se aplica con miras al futuro. La disciplina conlleva un elemento del futuro, es decir, se aplica con miras a un determinado propósito. Hoy hemos sido llamados a permanecer en el nombre del Señor y le pertenecemos a Él. Así que, debemos estar dispuestos a permitirle hacer de nosotros Sus vasos de gloria. Puedo decir con certeza que Dios desea que cada uno de Sus hijos lo glorifique en ciertas áreas. Todo hijo de Dios le debe glorificar a Él. Sin embargo, cada uno lo hace de diferente manera. Algunos lo glorificarán de una manera y otros, de otra manera. Glorificamos a Dios por medio de diferentes circunstancias, lo cual redunda en que Dios sea plenamente glorificado. Todos tenemos nuestra porción y todos nos especializamos en algo. En realidad, lo que Dios anhela es formar en nosotros una determinada clase de carácter que le glorifique a Él. Por tanto, nadie está exento de la mano disciplinaria de Dios. Su mano disciplinaria operará en los Suyos, a fin de cumplir con las cosas que Él ha dispuesto para ellos. Hasta ahora no hemos conocido ni a un solo hijo de Dios que haya quedado exento de la disciplina de Dios.

D. Ignorar la disciplina es una gran pérdida

Los hijos de Dios verdaderamente experimentarán una gran pérdida si no disciernen la disciplina de Dios. Son muchos los que, a los ojos de Dios, viven neciamente durante muchos años. A ellos les es imposible seguir adelante, pues no saben lo que el Señor desea hacer en ellos. Andan según su propia voluntad, errando libremente por un desierto, sin restricción y sin rumbo. Dios no actúa de esta manera. Él es un Dios de propósito; todo cuanto Él hace tiene el propósito de moldear en nosotros cierta clase de carácter a fin de que podamos glorificar Su nombre. Toda disciplina tiene como propósito hacernos avanzar en este camino.

III. SOPORTAMOS POR CAUSA DE LA DISCIPLINA DE DIOS

El apóstol citó Proverbios cuando se dirigió a los creyentes hebreos. En el versículo 7, él explica la cita de Proverbios que aparece en los dos versículos anteriores, al decirnos: “Es para vuestra disciplina que soportáis”. En el Nuevo Testamento ésta es la primera explicación que hallamos respecto del tema y es una palabra crucial. Aquí el apóstol nos da a entender que lo que soportamos, lo que sufrimos y la disciplina, todo es una misma cosa. Es Dios quien nos está disciplinando. Así pues, el apóstol nos muestra que estar bajo disciplina equivale al hecho de que tengamos que soportar algún sufrimiento: es para nuestra disciplina que debemos soportar.

A. Los sufrimientos son la disciplina de Dios

Quizás algunos se pregunten: “¿Qué es la disciplina de Dios? ¿Por qué nos disciplina?”. Del versículo 2 al 4 se nos habla de sufrir la cruz, menospreciar el oprobio y combatir contra el pecado, mientras que los versículos 5 y 6 nos presentan la disciplina y los azotes. ¿Cuál es la relación que existe entre estas dos cosas? ¿Qué son la disciplina y los azotes mencionados en los versículos 5 y 6, y qué son el oprobio, la aflicción y el combate contra el pecado que se describen en los versículos del 2 al 4? El versículo 7 nos presenta la conclusión de los versículos del 2 al 6; dicha conclusión consiste en que lo que soportamos es la disciplina de Dios para nosotros. Así pues, los sufrimientos, el oprobio y las aflicciones equivalen a la disciplina de Dios. Aunque no hayamos combatido contra el pecado hasta la sangre, de todos modos, el dolor y las tribulaciones ciertamente son parte de la disciplina de Dios.

¿Cómo es que Dios nos disciplina? Su disciplina se relaciona con todo aquello que Él nos permite sobrellevar y con todo lo que Él nos hace soportar. No debemos pensar que la disciplina de Dios es algo diferente de esto. En realidad, la disciplina de Dios es todo aquello que soportamos a diario, cosas tales como: palabras ásperas, rostros severos, comentarios mordaces, respuestas descorteses, críticas infundadas, problemas inesperados, toda clase de oprobio, acciones irresponsables, agravios, e incluso los problemas de gravedad que se suscitan en nuestra familia. Algunas veces pueden ser enfermedades, pobreza, aflicción o adversidades. Son muchas las cosas que debemos afrontar y soportar. Pues bien, ¡el apóstol nos dice que todo ello es la disciplina de Dios! Es para nuestra disciplina que debemos soportar.

B. Ninguna experiencia

ocurre accidentalmente

La pregunta que debemos hacernos hoy es: ¿Cómo debemos responder cuando alguien nos mira mal? Si esa mirada es parte de la disciplina de Dios, ¿cómo debemos reaccionar? Si nuestro negocio fracasa debido a la negligencia de otros, ¿cómo vamos a reaccionar? Si Dios se vale de la mala memoria de una persona para disciplinarnos, ¿qué debemos hacer? Si nos enfermamos porque alguien nos ha trasmitido una infección, ¿cómo debemos afrontarlo? Si todo se amarga por causa de varias calamidades, ¿qué diremos? Si todo nos sale mal por causa de la disciplina de Dios, ¿qué vamos a decir? Hermanos y hermanas, ¡nuestra reacción ante todas estas cosas causará una gran diferencia en nuestra condición! Podemos considerar todas las cosas en nuestro entorno como simple casualidad; ésta es una actitud que podríamos adoptar. O también podemos mostrar otra actitud y considerar que todas estas cosas son la disciplina de Dios. Las palabras del apóstol aquí son muy claras. Él dice que es para nuestra disciplina que soportamos todo. Así que, no debiéramos pensar que tales padecimientos son insoportables, pues ellos constituyen la disciplina de Dios. No seamos tan necios como para llegar a la conclusión de que tales cosas son mera coincidencia. Tenemos que darnos cuenta de que es Dios quien a diario dispone tales cosas y nos las mide para nuestra disciplina.

C. Dios nos disciplina porque nos trata como a hijos

El versículo 7 añade: “Dios os trata como a hijos”, es decir, Dios nos trata como a hijos. “Porque, ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina?”. Lo que experimentamos es la disciplina de Dios. Hoy día, toda disciplina que nos sobreviene se debe a que Dios nos trata como a hijos. Tengan presente que la disciplina no tiene como fin afligirnos, sino que esa es la manera en que Dios nos honra. Muchos tienen el concepto erróneo de que Dios los disciplina porque Él desea torturarlos. ¡No! Dios nos disciplina porque desea honrarnos. Él nos trata como a hijos. Porque, ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? ¡Dios nos honra con Su disciplina! Somos los hijos de Dios; por tanto, debemos recibir Su disciplina. Dios nos disciplina para traernos al lugar de bendición y gloria. Nunca debemos pensar que Dios nos atormenta. Porque, ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina?

D. Reconozcamos la mano del Padre

Vemos que existe un gran contraste cuando una persona comprende que todo lo que le sucede ha sido dispuesto por Dios; ella verá su experiencia desde un ángulo diferente. Si alguien me golpea con su bastón, yo tal vez discuta con él o le arrebate el bastón, y lo quiebre y se lo arroje en la cara. Si hago tal cosa, no estaré siendo injusto con él. Pero si es mi padre quien me castiga con el bastón, ¿podría arrebatárselo, quebrarlo y tirárselo de regreso? Yo no podría hacer eso. Por el contrario, hasta cierto punto nos sentimos honrados de que nuestro padre nos discipline. La señora Guyón decía: “¡Besaré el látigo que me escarmienta! ¡Besaré la mano que me abofetea!”. Por favor recuerden que es la mano del Padre y la vara del Padre. Esto es diferente. Si fuera alguna experiencia ordinaria, rechazarla no nos acarrearía pérdida alguna, pero éste no es un encuentro ordinario. Es la mano de Dios y la reprensión que Él nos da, cuya meta es hacernos partícipes de Su naturaleza y carácter. Una vez que vemos esto, no murmuraremos ni nos quejaremos. Cuando nos damos cuenta de que es el Padre quien nos está disciplinando, nuestra impresión cambia. Nuestro Dios nos trata como a hijos. Es una gloria para nosotros que Él nos discipline hoy.

E. La disciplina es la prueba que somos hijos

El versículo 8 dice: “Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos”. Recuerde que la disciplina es la evidencia de que uno es un hijo. Los hijos de Dios son aquellos a quienes Él disciplina, y los que no son Sus hijos son aquellos a quienes Él los deja sin disciplina. Uno no puede demostrar que es hijo de Dios si no es disciplinado por Él. La disciplina que se recibe es la evidencia de que uno es un hijo.

Todos los hijos han sido participantes de la disciplina. Todo hijo de Dios debe ser disciplinado, y usted no es la excepción. A menos que uno sea un hijo ilegítimo o que sea adoptado o comprado, deberá aceptar la misma disciplina. ¡Aquí las palabras del apóstol son muy directas! Todos los hijos han sido participantes de la disciplina. Si uno es hijo de Dios, no debe esperar un trato diferente, pues todos los hijos han sido participantes de la disciplina; todos son tratados de la misma manera. Todos los que vivieron en los tiempos de Pablo o de Pedro, experimentaron esto. Hoy día, lo mismo se aplica para cualquier persona en cualquier nación del mundo. Nadie está exento. Uno no puede tomar un camino por el cual otro hijo de Dios nunca ha transitado. Ningún hijo de Dios ha tomado un camino en el que esté exento de la disciplina de Dios. Si un hijo de Dios es lo suficientemente insensato como para pensar que todo en su vida y en su trabajo marchará de ‘viento en popa’, y que podrá escapar de la disciplina de Dios; entonces, estará afirmando que es ilegítimo, es decir, adoptado. Debemos comprender que la disciplina es la señal y la evidencia de que somos hijos de Dios. Quienes no son disciplinados son ilegítimos; pertenecen a otras familias y no son miembros de la familia de Dios. Si Dios no nos disciplina, eso quiere decir que no pertenecemos a Su familia.

Permítanme mencionarles algo que vi en cierta ocasión. Quizá no sea algo tan profundo, pero es muy ilustrativo. Cinco o seis niños estaban jugando salvajemente y estaban cubiertos de lodo. Cuando la madre de tres de ellos vino, les pegó a sus hijos en las manos y les prohibió que fueran a ensuciarse de nuevo. Después de eso, uno de ellos le preguntó: “¿Por qué no les pegaste a los demás?”. La madre contestó: “Porque no son mis hijos”. A ninguna madre le gusta disciplinar a los hijos de otras personas. ¡Sería terrible si Dios no nos disciplinara! ¡Aquellos a quienes se les deja sin disciplina son bastardos, y no hijos! Nosotros verdaderamente creímos en el Señor, y por esta razón, hemos recibido correcciones desde el primer día de nuestra vida cristiana. No es posible ser hijos de Dios y prescindir de la disciplina. No podemos recibir la filiación de Dios si se nos deja sin reprensión. Estas dos cosas van juntas. ¡No podemos recibir la filiación sin aceptar la disciplina! Todos los hijos deben ser disciplinados, y nosotros no somos la excepción.

IV. SOMETERSE A LA DISCIPLINA DEL PADRE DE LOS ESPÍRITUS

El versículo 9 nos dice: “Además, tuvimos a nuestros padres carnales que nos disciplinaban, y los respetábamos. ¿Por qué no nos someteremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos?”. El apóstol hace notar que nuestros padres carnales nos disciplinan, y nosotros los respetamos. Reconocemos que la disciplina que ellos nos administran es la correcta y la aceptamos. ¿Por qué no nos someteremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos?

Esto nos muestra que la filiación nos conduce a la disciplina, y la disciplina resulta en sumisión. Debido a que somos hijos, tiene que haber disciplina, y puesto que la hay, también debe haber sumisión de nuestra parte. Dios dispone todas las cosas en nuestro entorno con el propósito de instruirnos y nos acorrala de tal manera que no tengamos más alternativa que aceptar Sus caminos.

A. Someterse a Dios en dos asuntos

Debemos obedecer a Dios en dos asuntos: Uno de ellos es que debemos obedecer los mandamientos de Dios, y el otro es obedecer Su disciplina. Por una parte, tenemos que obedecer la Palabra de Dios, es decir, Sus mandamientos; tenemos que obedecer todos los preceptos de Dios que están escritos en la Biblia. Por otra parte, debemos someternos a lo que Dios ha dispuesto en nuestro medio ambiente. Debemos ser obedientes a Su disciplina. Con frecuencia, basta con obedecer la palabra de Dios, pero hay ocasiones en las que además tenemos que someternos a Su disciplina. Dios ha dispuesto muchas cosas en nuestro entorno, y nosotros debemos aprovechar esto al aprender las lecciones que ellas nos ofrecen. Tal es el beneficio que Dios ha preparado para nosotros. Puesto que Él desea guiarnos por el camino recto, debemos aprender a obedecer no solamente Sus mandamientos, sino también Su disciplina. Es posible que el obedecer la disciplina de Dios conlleve un precio, pero ello nos encaminará por el sendero recto.

La obediencia no es una palabra más. Muchos hermanos preguntan: “¿A qué tengo que obedecer?”. La respuesta a esta pregunta es simple. Podemos pensar que no hay nada a lo que debamos obedecer, pero en cuanto Dios nos aplica Su disciplina, de inmediato pensamos en varias rutas de escape. Es extraño que muchas personas parecen no tener ningún mandamiento que obedecer. Recuerden que cuando estamos bajo la mano disciplinaria de Dios, es cuando tenemos que obedecer. Algunos pueden preguntar: “¿Por qué no nos referimos a la mano de Dios como la mano que nos guía? ¿Por qué llamarla la mano que nos disciplina? ¿Por qué no decir que Dios nos guía a lo largo del camino, en lugar de decir que Él nos disciplina?”. Dios sabe cuán terrible es nuestro mal genio, y nosotros también lo sabemos. Hay muchas personas que nunca conocerían la obediencia sin la debida disciplina.

B. Aprender obediencia

por medio de la disciplina

Debemos tomar conciencia de la clase de personas que somos a los ojos de Dios. Somos rebeldes y obstinados por naturaleza. Somos como niños malcriados que se rehúsan a obedecer, a menos que su padre tenga una vara en la mano. Todos somos iguales. Algunos hijos jamás obedecerán a menos que se les regañe o azote. Se les tiene que dar una paliza para que hagan caso. ¡No se olviden que ésta es la clase de personas que somos nosotros! Sólo prestamos atención cuando se nos da una paliza. Si no se nos diera una paliza, nos distraeríamos con otras cosas. Por esta razón, la disciplina es absolutamente necesaria. Deberíamos conocernos a nosotros mismos, ya que no somos tan simples como pensamos. Tal vez ni siquiera una paliza nos haga cambiar mucho. El apóstol nos mostró que el propósito de la reprensión es hacer que nos humillemos y seamos obedientes. Él dijo: “Nos someteremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos”. La sumisión y la obediencia son virtudes indispensables. Debemos aprender a obedecer a Dios y decir: “Dios, ¡estoy dispuesto a someterme a Tu disciplina! ¡Todo lo que Tú haces es lo correcto!”.

V. LA DISCIPLINA ES PARA NUESTRO PROPIO BENEFICIO

El versículo 10 dice: “Porque ellos, por pocos días nos disciplinaban como les parecía”. Con frecuencia los padres disciplinan a sus hijos de una manera indebida, porque los disciplinan y actúan a su capricho. De esta clase de disciplina, no se obtiene mucho beneficio.

“Pero Él para lo que es provechoso, para que participemos de Su santidad”. Esto no habla de una disciplina motivada por el enojo, ni de la disciplina que se enfoca en el castigo. La disciplina y la reprensión de Dios no son simplemente un castigo, sino que tienen un carácter educacional y procuran nuestro propio beneficio. El propósito de la disciplina no es causarnos daño. La herida que nos inflige produce algo y cumple un determinado propósito. Dios no nos castiga tan sólo porque hayamos hecho algo malo. Quienes piensen de esta manera se hallan totalmente en la esfera de la ley y de los tribunales.

A. Partícipes de la santidad de Dios

¿Qué beneficio se obtiene de tal disciplina? Ella nos hace partícipes de la santidad de Dios. ¡Esto es glorioso! Santidad es la naturaleza de Dios. Podemos decir que la santidad es también el carácter de Dios. Es con miras a ésta que Dios disciplina a Sus hijos de diversas maneras. Desde que creímos en el Señor, Dios nos ha estado disciplinando. Él nos disciplina con el propósito de que participemos de Su santidad, Su naturaleza y Su carácter. La Biblia habla de varias clases de santidad. En el libro de Hebreos, la santidad se refiere específicamente al carácter de Dios. Que Cristo sea nuestra santidad es una cosa, pero que nosotros seamos santificados en Él es otra. La santidad de la que hemos hablado no es un don, sino algo que se forja en nosotros, algo que se relaciona con nuestra constitución. Esto es algo que hemos recalcado por años. Esto implica que Dios forja algo en nosotros de una manera gradual. La santidad de la que aquí se habla es la santidad que se forja mediante Su disciplina; algo que se forja por medio de Sus azotes y diariamente, cuando opera internamente en nosotros. Así pues, tanto Su disciplina como Su operación en nosotros tienen como fin hacernos partícipes de Su santidad.

Después de sufrir un leve castigo, participamos de Su santidad. Después de sufrir más corrección, conocemos más la santidad. Si permanecemos bajo la disciplina de Dios, gradualmente conoceremos lo que es la santidad. Si continuamos bajo la disciplina de Dios, poco a poco, Su santidad ha de ser constituida en nuestro carácter. Si permanecemos bajo la disciplina de Dios hasta el final, poseeremos un carácter santo. ¡No hay nada que sea más importante que esto! Debemos comprender que la disciplina forja en nosotros la constitución del carácter de Dios. Toda disciplina tiene un resultado, y nosotros debemos cosechar todos sus frutos. Que el Señor nos conceda Su misericordia y permita que siempre que estemos sometidos a Su disciplina, ésta produzca un poco más de santidad en nosotros. Que todo ello redunde en mayor santidad, en que hayamos aprendido más lecciones y en que poseamos una mayor constitución de Dios. ¡La santidad debe acrecentarse continuamente en nosotros!

B. La constitución de un carácter santo

Después que aceptamos al Señor y llegamos a ser hijos de Dios, Él dispone diariamente muchas cosas en nuestro entorno, a fin de disciplinarnos y corregirnos. Todas estas cosas son lecciones para nosotros. Una y otra vez, estas lecciones tienen como fin aumentar la medida de la santidad de Dios en nosotros. ¡Necesitamos mucha disciplina para que Dios pueda forjar en nosotros un carácter santo! A los ojos de Dios, nosotros tenemos una cantidad limitada de años para vivir nuestra vida cristiana. Si descuidamos la disciplina de Dios o si ésta no produce el efecto esperado en nosotros, ¡nuestra pérdida verdaderamente será una pérdida eterna!

C. La santidad como un don

y la santidad como constitución

Dios no sólo nos da Su santidad como un don, sino que también desea que participemos de ella por medio de la disciplina que nos aplica. Él desea que seamos constituidos de Su santidad y quiere forjarla paulatinamente en nuestro ser. Las personas carnales, como nosotros, tienen que recibir durante muchos años la disciplina de Dios para que puedan tener el carácter y la naturaleza santa de Dios. Necesitamos toda clase de reveses, situaciones, instrucciones, frustraciones, presiones y correcciones antes de poder participar del carácter santo de Dios. ¡Este es un asunto muy importante! Dios no sólo nos da la santidad como un simple don, sino que ésta debe ser forjada en nosotros. ¡Dios tiene que constituirnos con Su santidad!

Ésta es una característica distintiva de la salvación que se describe en el Nuevo Testamento. Dios primero nos da algo y luego forja eso mismo en nosotros. Él hace que eso mismo sea constituido poco a poco en nuestro ser. Una vez que se cumplen ambos aspectos, experimentamos la salvación completa. Un aspecto de la santidad es que es un don de Cristo, y el otro consiste en que seamos constituidos del Espíritu Santo. Esta es una característica distintiva del Nuevo Testamento. Uno es un don, y el otro es un asunto de constitución. De entre todas las verdades importantes que aparecen en el Nuevo Testamento, reconocemos esta clara afirmación: Dios nos está haciendo partícipes de Su santidad por medio de Su disciplina.

VI. LA DISCIPLINA DA EL FRUTO APACIBLE DE JUSTICIA

El versículo 11 dice: “Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que por ella han sido ejercitados”.

El apóstol aquí recalca las palabras al presente y después. Es un hecho que mientras uno es disciplinado no está contento, sino triste. No piensen que es incorrecto sufrir cuando se experimenta la disciplina de Dios. La disciplina ciertamente es un sufrimiento. La Biblia no dice que la cruz sea un gozo. Por el contrario, afirma que la cruz es una aflicción y nos hace sufrir. El Señor menospreció el oprobio por el gozo puesto delante de Sí. Esto es un hecho. La Biblia no dice que la cruz sea un gozo, puesto que la cruz no es un gozo. Ella siempre representa sufrimiento. Por ello, no tiene nada de malo entristecerse y acongojarse cuando se nos disciplina.

Es menester que aprendamos obediencia. Solamente por medio de la obediencia podremos participar de la santidad de Dios. Es verdad que ninguna disciplina “al presente” parece ser causa de gozo. Por el contrario, nos produce tristeza, lo cual no es sorprendente; de hecho, es bastante normal que nos sintamos así. Nuestro Señor no consideró que las pruebas fueran un asunto de gozo cuando estaba pasando por ellas. Por supuesto, podemos convertirlas en gozo. Pedro dijo que nos podemos exultar en las diversas pruebas (1 P. 1:6). Por una parte, ellas representan sufrimiento, y por otra, podemos considerarlas como una causa de gozo. Cómo nos sentimos es una cosa, y cómo consideramos lo que nos acontece es otra cosa. Podemos sentirnos tristes, pero al mismo tiempo, podemos considerar las pruebas como una causa de gozo.

A. Dar fruto apacible

Los hijos de Dios deben fijar sus ojos en el futuro, no en el presente. Preste atención a esta oración: “Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que por ella han sido ejercitados”. No se fije en los sufrimientos que está atravesando ahora; más bien, concéntrese en el fruto apacible de justicia que resultará de ello.

B. Moab estuvo quieto desde su juventud y reposado sobre su sedimento

Jeremías 48:11 dice: “Quieto estuvo Moab desde su juventud, / Y sobre su sedimento ha estado reposado, / Y no fue vaciado de vasija en vasija, / Ni nunca ha ido al destierro; por tanto, quedó su sabor en él, / Y su olor no se ha cambiado”. ¿Comprenden lo que este versículo dice?

Éste es el problema de aquellos que no han pasado por pruebas. Este pasaje describe a aquellos que nunca han padecido ninguna corrección ni sufrimiento en presencia del Señor. Los moabitas habían estado quietos desde su juventud y nunca habían experimentado sufrimiento ni dolor. ¿Qué pudo producir tal quietud? Que ellos se volvieron como el vino reposado en su sedimento. Cuando una persona fermenta uvas u otra fruta para hacer licor, el vino sube a la superficie, mientras que el sedimento reposa en el fondo. El vino flota, y el sedimento se hunde. Por ello, para refinar el vino, este tiene que ser vertido de vasija en vasija. Si se le deja el sedimento en el fondo, tarde o temprano arruinará el sabor del licor. En la fabricación del vino, uno primero debe permitir que las uvas se fermenten y después debe vaciar el vino de una vasija a otra. Si uno no tiene cuidado, puede vaciar el sedimento junto con el vino; por eso, hay que decantar el líquido cuidadosamente. Pero no es suficiente vaciarlo una sola vez; por lo general, parte del sedimento logra escaparse en el líquido. Por eso la decantación se debe hacer varias veces. Es posible que la segunda vez todavía no se haya eliminado el sedimento por completo y se tenga que vaciar el vino a una tercera vasija. Uno debe seguir vaciando hasta que no quede ningún sedimento en el vino. Dios dice que Moab había estado quieto desde su juventud y que había estado reposado sobre su sedimento; no había sido vaciado de vasija en vasija, por lo cual su sedimento permaneció en él. Para deshacerse del sedimento uno debe ser vaciado de vasija en vasija; ha de ser vaciado, vez tras vez, hasta que un día no quede nada del sedimento que permanece en el fondo. Moab tenía todo el sedimento, aunque en la superficie parecía ser transparente; en el fondo, no había sido vaciado. Quienes nunca han pasado por pruebas y correcciones no han sido vaciados de vasija en vasija.

Con frecuencia, tal parece que Dios arranca a la persona de raíz. Puede ser que cuando un hermano se consagre, experimente que Dios lo arranque de raíz, y quizá todo cuanto posee también sea arrancado. Otro hermano tal vez experimente que Dios lo desarraigue de todo lo que poseía, mediante las pruebas y los sufrimientos. Esto equivale a ser vaciado de una vasija a otra. La mano de Dios habrá de triturarnos por completo. ¡Él hace esto a fin de despojarnos de todo nuestro sedimento!

No es bueno estar tan quietos. Hermanos y hermanas, Dios desea purificarnos. Por esto nos disciplina y nos azota. No piensen que la quietud y la comodidad son algo bueno para nosotros. La quietud en la que estuvo Moab, hizo que ¡siguiera siendo Moab para siempre!

C. Quedó el sabor, y el olor no cambió

Aquí tenemos unas palabras muy sobrias: “Quedó su sabor en él, / Y su olor no se ha cambiado”. Debido a que Moab no había sido vaciado de barril en barril, de botija en botija y de vasija en vasija, y debido a que nunca fue disciplinado y corregido por Dios, ¡quedó su sabor en él y su olor nunca cambió!

Hermanos, ésta es la razón por la cual Dios tiene que operar en usted. Él desea eliminar su sabor y cambiar su olor. Él no quiere ni el sabor ni el olor que usted tiene. He dicho en otras ocasiones que muchas personas están “crudas” porque todavía están en su estado original. Nunca han cambiado. Usted tenía cierta clase de sabor antes de creer en el Señor. Es probable que hoy, después de ser creyente por diez años, usted tenga el mismo sabor y su olor sea igual al que tenía antes de creer en el Señor. En el hebreo, el vocablo olor quiere decir “aroma”, que es es el sabor aromático característico de un objeto en su estado original. Antes de ser salvo, usted tenía cierto olor. Y en el presente usted conserva el mismo olor, lo cual quiere decir que no ha habido ningún cambio en usted. En otras palabras, Dios no ha forjado ni esculpido nada en usted.

¡La disciplina de Dios es verdaderamente preciosa! Él desea arrancarnos de raíz y vaciarnos de vasija en vasija. Dios nos disciplina y nos trata de diferentes maneras para que perdamos nuestro olor original y demos el fruto apacible de justicia. Esta expresión, fruto apacible de justicia, también puede traducirse: “el fruto apacible, que es el fruto de justicia”. es la de un pecador. Ahora, veamos por qué Dios estableció la ley. Una vez que entendamos la ley, podremos entender la obra de Dios.

Dios siempre ha conocido la condición del hombre, pero ¿conoce el hombre su propia condición? Puesto que el pecado se ha manifestado ante Dios, también debería sentirse en la conciencia del hombre. Pero ¿sabe la conciencia de la existencia del pecado? Lamentablemente, no. Por causa de que el hombre no está consciente del pecado, necesitamos la función de la ley. Esta noche estudiaremos este asunto.

¿Qué es la ley? La ley no es otra cosa que la demanda de Dios sobre el hombre la cual requiere que el hombre obre para El. En Romanos, Efesios y Gálatas, el apóstol Pablo demuestra repetidas veces que el hombre es salvo por la gracia, y no por la ley. En otras palabras, el hombre es salvo porque Dios obra para el hombre, no porque el hombre obra para Dios. No es cuestión de ser alguien ante Dios ni de hacer algo para Dios, sino que es una cuestión de que Dios venga a nuestro medio para ser alguien y hacer algo para nosotros. Por eso el apóstol, bajo la revelación del Espíritu Santo, da énfasis constantemente a este hecho: tanto para el judío como para el gentil, la salvación sólo es por la gracia y no por la ley. Queremos dedicar un tiempo para ver que es imposible que el hombre sea salvo por la ley. Yo no uso el término ley para hacer referencia a la ley mencionada en el Antiguo Testamento. La ley a la cual me refiero es a un principio, o sea, al principio de que el hombre obre para Dios. Veremos si nuestra salvación se debe a que obramos para Dios.

La palabra ley la uso con base bíblica. El apóstol Pablo usó las palabras en una manera muy exacta y significativa. En la Biblia la palabra Cristo se menciona muchas veces. En el idioma original, a veces el artículo definido no antecede la palabra Cristo. Pero otras veces, hay un artículo definido, y por lo tanto deberíamos entenderlo como el Cristo. Lamentablemente, no hay muchas versiones que traduzcan esto adecuadamente. Otra palabra que es usada muchas veces es fe. A veces la precede un artículo definido; en tal caso es la fe. De la misma manera, hay lugares en la Biblia donde la palabra ley tiene un artículo definido, el cual leeríamos la ley.

Los significados de estas palabras con artículo difieren mucho de las palabras que no tienen. Por ejemplo, cuando se menciona Cristo, la Biblia se refiere al Señor Jesucristo; pero cuando dice el Cristo, usted y yo estamos incluidos. Cuando la Biblia se refiere al Cristo individual, no hay artículo definido; pero cuando se refiere al Cristo que nos incluye, encontramos el Cristo. Cuando la Biblia habla de creer como individuo, utiliza fe, sin el artículo. Pero cuando habla de lo que creemos, o sea, de nuestra fe, utiliza la fe. Los traductores bíblicos saben que cuando la Biblia habla acerca de la fe, no se refiere a la acción individual de creer, sino en lo que creemos. Entonces, ¿qué es la ley? En la Biblia, la ley siempre se refiere a la ley mosaica, la ley del Antiguo Testamento. Pero si no hay un artículo definido delante de ley, se refiere a la demanda que Dios le impone al hombre.

Por lo tanto, no nos olvidemos que ley en la Biblia no se refiere meramente a la ley dada a nosotros por Dios a través de Moisés. En muchos lugares de la Biblia, ley se refiere al principio que Dios nos aplica, o al principio de lo que Dios demanda de nosotros. La ley no solamente se refiere a la ley mosaica, la ley dada en el monte Sinaí, o a la ley del Antiguo Testamento. También se refiere a la condición para la comunión entre Dios y el hombre. La condición para la comunión entre Dios y el hombre es la demanda de Dios para con el hombre, lo que Dios quiere que el hombre haga para El, que cumpla para El.

¿Es el hombre salvo por las obras de la ley? ¿Salva Dios al hombre que obra para El? Todo el mundo dice que debemos hacer el bien antes de que Dios nos salve. Si ponemos esto en términos bíblicos, significa que debemos tener las obras de la ley a fin de ser salvos. Aquellos que dicen esto han cometido dos grandes errores. El primero es que no saben lo que el hombre es. El segundo es que no saben cuál era la intención de Dios al dar la ley al hombre. Si sabemos lo que somos, seguramente no diremos que el hombre necesita tener obras de la ley a fin de ser salvo. Si conocemos el propósito de la ley que dio Dios, tampoco diremos que el hombre puede ser salvo por medio de las obras de la ley. Por causa de que el hombre ha cometido estos dos grandes errores, tiene el concepto equivocado y dice cosas erróneas.

EL PRIMER GRAN ERROR:

NO SABER LO QUE EL HOMBRE ES

¿Por qué dirá el hombre que puede ser salvo por las obras de la ley cuando ni siquiera sabe lo que él es? Se debe a que el hombre no sabe lo maligno que es él; no sabe que es carnal. Ya que el hombre se ha hecho carnal, hay tres cosas en él que nunca cambian: su conducta, su lujuria y su voluntad. Por causa de que el hombre es carnal, todo lo que haga es pecaminoso y maligno. Al mismo tiempo, la lujuria dentro de él está tentándolo, provocándolo activamente a pecar todo el tiempo. Además, la voluntad y el deseo del hombre rechazan a Dios. Puesto que la conducta del hombre está en contra de Dios, su lujuria lo provoca a pecar y su voluntad se rebela contra Dios, de ninguna manera puede hacer las obras de la ley y ser obediente a Dios. Por lo tanto, es imposible que el hombre satisfaga las demandas de Dios por medio de la justicia de la ley. No solamente tenemos una conducta exterior, también tenemos la lujuria en nuestro cuerpo. No solamente tenemos la lujuria en nuestro cuerpo, también tenemos la voluntad en nuestra alma. Tal vez usted pueda tratar con su conducta, pero la lujuria que se mueve dentro de usted, aunque no logre pecar, la conducta exterior existe en usted y lo provoca todo el tiempo. Y aunque usted odie su lujuria y se esfuerce en tratarla, su voluntad no es compatible en lo más mínimo con Dios. Muy dentro de su corazón, el hombre es rebelde para con Dios y quiere crucificar al Señor Jesús. Por un lado, la cruz significa el amor de Dios; pero por otro, significa el pecado del hombre. La cruz significa el gran amor que Dios tiene para tratar al hombre; pero también representa el inmenso odio que el hombre tiene para con Dios. El Señor Jesús fue crucificado en la cruz no solamente por los judíos, sino también por los gentiles. La voluntad del hombre para con Dios nunca ha cambiado. La voluntad del hombre está totalmente enemistada con Dios.

Romanos 8:7-8 dice: “Por cuanto la mente puesta en la carne es enemistad contra Dios; porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede; y los que están en la carne no pueden agradar a Dios”. La mente puesta en la carne es enemistad contra Dios. Aquellos que están en la carne no están sujetos a la ley de Dios, ni tampoco pueden. No entendemos al hombre lo suficiente. Todavía creemos que el hombre puede curarse y ser útil. Entonces, decimos que las obras de la ley aún pueden salvar al hombre. Pero el hombre nunca se puede sujetar a la ley de Dios; eso simplemente no está en nuestra naturaleza. En nuestra conducta no existe el poder de sujetarse a la ley, ni en nuestra naturaleza. No sólo somos incapaces de sujetarnos a la ley, simplemente no estamos dispuestos. Ser incapaz de estar en sujeción corresponde a nuestra naturaleza y nuestra lujuria; no estar dispuesto a estar en sujeción corresponde a nuestra voluntad. Básicamente, el hombre no está sujeto a Dios en su voluntad.

Por lo tanto, la ley no manifiesta otra cosa que la debilidad, la impureza y la pecaminosidad del hombre. No manifiesta la justicia del hombre. Si alguien dice que una persona puede tener vida y ser justificada por las obras de la ley, en realidad no conoce al hombre. Si el hombre no fuese carnal y pecaminoso, tal vez la ley lo vivificaría. Por esto es que Gálatas 3:12 dice: “El que hace estas cosas vivirá por ellas”. Lamentablemente, todos los seres humanos son pecadores. Son carnales y no tienen poder para sujetarse a Dios, ni tienen ganas de sujetarse a Dios. El hombre no tiene poder para hacer las obras de la ley, ni tampoco tiene el deseo de hacerlas. La ley es buena, pero la persona que hace las obras de la ley no lo es. Todos debemos admitir esto.

EL SEGUNDO GRAN ERROR: NO CONOCER LA INTENCIÓN QUE TUVO DIOS AL DAR LA LEY

El hombre cree que puede ser salvo por las obras de la ley porque nunca ha leído la Biblia ni ha visto la luz o la revelación divina. Nunca ha entendido el deseo y la intención de Dios. Nunca ha entendido la manera de ser salvo. Si usted quiere saber si puede ser salvo o no por las obras de la ley, primero tiene que preguntar por qué Dios dio la ley. Sólo después de descubrir qué propósito tenía Dios al dar la ley, usted sabrá si puede ser salvo por las obras de la ley.

Aquí tengo un púlpito. Si yo les pregunto qué es esto, algunos dirán que es una silla alta. Una niña dirá que es una cama que carece de dos patas. Otro dirá que es un aparador porque tiene cajones. Si le preguntara a un hermano, él diría que es un estante, porque se pueden poner libros. Si le preguntara a diez personas, tal vez obtendría diez respuestas diferentes. Por ejemplo, un vendedor de libros me diría que sería perfecto para mostrador. Cada persona tendría una respuesta conforme a su experiencia y concepto. Pero si usted realmente quiere saber lo que es, necesita preguntarle al que lo hizo en primer lugar. Si él le dice que es un aparador, entonces es un aparador. Si le dice que es un estante, entonces es un estante. Si le dice que es un púlpito, entonces es un púlpito. De la misma manera, si usted me pregunta a mí o a cualquier persona cuál es la función de la ley, le está preguntando a la persona equivocada. La ley fue dada por Dios, así que tenemos que preguntarle a Dios acerca de su función. Una vez que Dios nos explique Su intención al dar la ley, sabremos si el hombre puede ser salvo por las obras de la ley o no. Por lo tanto, debemos dedicar cierto tiempo para escudriñar la Biblia acerca de este asunto. Debemos ver cómo se introdujo la

ley, paso por paso. Tenemos que ver históricamente por el registro bíblico por qué Dios le dio al hombre la ley.

LA LEY NO FUE EL PROPÓSITO ORIGINAL DE DIOS

Lo primero que debemos ver es que originalmente Dios no consideró a la ley como Su propósito central. La ley fue agregada después; fue introducida para solucionar ciertas necesidades urgentes. Fue producida para encargarse de ciertas cosas que se añadieron. La ley no era parte del propósito original de Dios; la gracia era parte de la intención de Dios. Segunda Timoteo 1:9-10 dice: “Quien nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito Suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos, pero que ahora ha sido manifestada por la aparición de nuestro Salvador Cristo Jesús, el cual anuló la muerte y sacó a luz la vida y la incorrupción por medio del evangelio”. Aquí el apóstol Pablo nos dice que Dios tuvo un propósito, y lo tuvo antes de los tiempos de los siglos, antes de la creación del mundo. Este fue el propósito original de Dios. Y ¿qué clase de propósito era? Pablo dice que esta gracia nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos. Antes de que el hombre hubiera pecado, e incluso antes de la creación del mundo, Dios ya había decidido darnos Su gracia por medio de Cristo Jesús. Por lo tanto, la gracia fue el propósito original de Dios. Fue algo que Dios planeó desde el mismo comienzo.

¿Por qué Dios quiso darnos gracia? Pablo dice que Dios nos “llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito Suyo y la gracia”. La voluntad de Dios consiste en dispensar Su gracia, y esta gracia nos salva. Él nos salvó y nos llamó con llamamiento santo para que disfrutemos Su gloria. Esto es lo que hace la gracia de Dios. Él quería salvarnos y llamarnos con llamamiento santo según Su propósito, conforme a lo que planea hacer. Aquí Pablo era muy cuidadoso; él agregó una frase para mostrarnos si la ley concuerda con el propósito de Dios. El dice: “No conforme a nuestras obras”. Dios no nos salva conforme a lo que podemos hacer para Él; no depende de cuánta responsabilidad podamos cargar ante El. Más bien, es Dios que viene para lograr algo para nosotros, y es Dios el que nos da Su gracia. Esta gracia siempre estaba relacionada a Su plan. Así que recordemos que antes de los tiempos de los siglos, el concepto de Dios era la gracia, no las obras, ni la ley.

Pablo prosigue diciendo: “Que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos pero que ahora ha sido manifestada por la aparición de nuestro Salvador Cristo Jesús”. Esta gracia no había sido manifestada anteriormente. Por lo tanto, aunque ustedes vean que esta gracia había sido planeada hace mucho tiempo, no fue sino hasta que el Señor Jesús vino que supimos lo que era gracia. ¿Qué es lo que esta gracia hace por nosotros? Sigamos leyendo: “El cual quitó la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por el evangelio”. Cuando el Señor Jesús fue manifestado, El abolió tanto con las obras como con el resultado de las obras. El resultado de las obras malignas es la muerte. Aunque usted haya hecho las peores obras, lo máximo que la ley puede requerir es su muerte. Después de que usted muere, la ley no puede hacer nada más.

Tal vez usted pregunte: “¿Qué sucederá si mis obras no han quebrado la ley? ¿Aún debo morir?” Sí. Pero el Señor también ha anulado la muerte. El Señor ha anulado tanto las obras como la muerte. Este es nuestro evangelio, que fue planeado antes de los tiempos de los siglos, aunque no se manifestó sino hasta la aparición del Señor Jesús. Así, el concepto fundamental de Dios era la gracia.

Después de que el hombre fue creado, tanto Adán como Eva pecaron y se rebelaron. El pecado entró al mundo por medio de un solo hombre. Pero Dios no le dio la ley al hombre en ese momento. Por un espacio de casi 1600 años después de que el hombre pecó, Dios no le dio la ley. Dios no le impuso demandas durante ese tiempo. Dios dejó que la historia siguiera su curso normal. Luego, un día, cuatrocientos treinta años antes de que Moisés instituyera la ley, Dios habló a Abraham, el padre de la fe, y lo escogió para que por medio de él Cristo viniera al mundo. Dios escogió a Abraham y le dio la gran promesa de que todas las naciones serían bendecidas por medio de su simiente (Gn. 12:3; 22:18). Vale notar que la simiente está en singular, no en plural; es una simiente, no muchas. Pablo explicó en el libro de Gálatas que esta simiente se refiere al Señor Jesús (Gá. 3:16). Cuando Dios le habló a Abraham, fue la primera vez que Dios reveló el propósito que había planeado antes de los tiempos de los siglos. Dios le dijo que el propósito, de antes de los tiempos de los siglos, era que por medio de su simiente, Jesucristo, las naciones serían bendecidas. Abraham era un adorador de ídolos, sin embargo Dios lo escogió y le dio una promesa. El fue el primero que no tuvo obras; él era una persona de fe. Así, Dios reveló Su propósito ante él.

Aquí hay que prestar atención a un punto en especial. Lo que Dios dijo a Abraham es incondicional. Dios simplemente dijo: “Yo salvaré y bendeciré al mundo por medio de tu simiente”. El no impuso ninguna condición. Dios no dijo que los descendientes de Abraham tenían que hacer esto o aquello, ni que el reino que saldría de él tenía que ser así o asá antes de que tuviera la simiente y el mundo fuese bendecido. No. Dios simplemente dijo que él tendría una simiente que salvaría al mundo. No importaba si Abraham fuese bueno o malo; no importaba si sus descendientes fuesen buenos o malos; y tampoco importaba si su reino fuese bueno o malo. No había ninguna condición adjunta. Esta era la manera en que Dios quería hacerlo. El haría que la simiente trajera bendición para la gente en el mundo.

Después de esta palabra, Cristo el Hijo de Dios no vino inmediatamente al mundo. Abraham engendró a Isaac, pero Isaac no vino para salvar al mundo. Isaac no era el Hijo de Dios. Cuatrocientos treinta años después, Moisés y Aarón vinieron. Y aunque eran personas muy buenas, ellos no eran el Cristo de Dios. Por medio de la revelación de Dios, Pablo nos señaló que la simiente de Abraham no se refiere a muchas simientes, sino a una sola, que no vino sino hasta dos mil años después. Hay una razón muy importante por la que la simiente no vino antes. Es verdad que Dios quiere hacer cosas para el hombre, que Dios le quiere dar gracia al hombre. No obstante, ¿dejará el hombre que Dios lo haga? Dios ve que no estamos bien, y por lo tanto quiere ayudarnos; pero tal vez creamos que somos muy capaces. Somos malignos, pero tal vez nos consideremos buenos. Estamos sucios, pero tal vez nos consideremos limpios. Somos débiles, pero tal vez nos consideremos fuertes en todo. Somos inútiles, pero tal vez nos consideremos útiles. Los seres humanos somos pecadores y totalmente incapaces, pero tal vez nos consideremos buenos y capaces. El propósito de Dios desde antes de los tiempos de los siglos era dar gracia, y en el tiempo le dijo a Abraham que El le daría la gracia al hombre. Pero debido a que el hombre era ignorante, débil, inútil, pecador y merecedor de la muerte y la perdición, Dios no tuvo otra alternativa que dar la ley al hombre cuatrocientos treinta años después de que le dio la promesa a Abraham. Después de que Dios le dio la ley al hombre, éste descubrió que era pecador. Dios puso la ley para dejar que el hombre descubriera por sí mismo si fuera bueno o no, y si era capaz o no. Dios puso la carga de la ley para que el hombre viera si podía cumplirla o no. Recordemos que la intención original de Dios no era dar la ley. Debo recalcar que la ley fue algo agregado para satisfacer una necesidad temporal. No era parte de la intención original de Dios.

Veamos Gálatas 3:15-22. Debemos considerar estos versículos cuidadosamente porque son muy importantes. El versículo 15 dice: “Hermanos, hablo en términos humanos: Un pacto, aunque sea de hombre, una vez ratificado, nadie lo invalida, ni le añade”. Hagamos a un lado el pacto que el hombre tuvo con Dios por un momento y consideremos los pactos que los hombres hacen entre sí. Supongamos que alguien vende una casa, y un contrato fue acordado y firmado. ¿Puede el vendedor venir más tarde a pedir doscientos dólares más? ¿Puede, después de firmar el contrato, pensar un poco más y romper el contrato? No. Incluso con los contratos entre los hombres, una vez que son firmados, es imposible agregar o quitar condiciones. Si entre los hombres un contrato es así, ¡cuánto más el pacto entre Dios y el hombre!

¿Cómo hizo Dios Su pacto con el hombre? El versículo siguiente dice: “Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente” (v. 16). Dios hizo un pacto con Abraham por medio de promesas porque se relaciona al futuro. Lo que se ha cumplido es la gracia; lo que aún no se ha cumplido es la promesa.

Puesto que el Señor Jesús aún no había venido, no podemos decir que el pacto que Dios hizo con Abraham era gracia. En realidad, su naturaleza era gracia, pero aún no se había manifestado, así que todavía era una promesa. Esta promesa fue dada a Abraham y a su simiente. Pablo dice: “No dice: „Y a las simientes‟, como si hablase de muchos, sino como de uno: „Y a tu simiente‟, la cual es Cristo” (v. 16). La simiente es singular, no plural; es una, Cristo. Dios le prometió a Abraham que él produciría a Cristo y que por medio de Cristo las naciones serían bendecidas. El versículo 14 dice: “Para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por medio de la fe recibiésemos la promesa del Espíritu”. Este es el pacto que Dios hizo con Abraham.

Dado que Dios quiere bendecir las naciones por medio de Cristo Jesús, ¿por qué le dio la ley al hombre cuatrocientos treinta años después? Ya que el pacto que Dios hizo con Abraham no podía ser anulada ni suplementada, ¿por qué no vendría el Señor Jesús para darnos gracia? ¿Por qué tuvo que intervenir el problema de la ley? Usted tiene que ver el argumento que Pablo daba. Pablo explicaba por qué, después de cuatrocientos treinta años, vino la ley. El versículo 17 dice: “Esto, pues, digo: El pacto previamente ratificado por Dios, la ley que vino cuatrocientos treinta años después, no lo abroga, para invalidar la promesa”. Aunque Dios le dio la ley al hombre, el pacto que El había hecho cuatrocientos treinta años antes no podía ser abrogado. Dios no podía cancelar el pacto que ya había hecho al pensarlo mejor cuatrocientos treinta después. La ley es algo totalmente contraria a la promesa y a la gracia. ¿Qué es la promesa? Es algo dado a alguien gratuitamente. Aunque no lo tenga todavía, lo tendrá más tarde sin lugar a dudas. Pero, ¿qué es la ley? La ley implica que uno debe hacer esto o aquello a fin de obtener algo. Usted puede ver que estas dos cosas son completamente opuestas. La promesa implica que Dios hará algo para el hombre; la ley implica que el hombre hará algo para Dios.

El versículo 18 dice: “Porque si la herencia es por la ley, ya no es por la promesa”. Si lo que se da es por el principio de la ley, entonces no puede ser conforme al principio de la promesa. Estas dos cosas son completamente opuestas.

El versículo 19 dice: “Entonces, ¿para qué sirve la ley?” Ahora surge un problema. Este es el problema más difícil de resolver. La ley y la promesa son básicamente contradictorias en naturaleza. Si usted tiene la ley, no puede tener la promesa; si tiene la promesa, no puede tener la ley. Estas dos cosas no pueden estar juntas. Pero ahora tenemos la ley y la promesa. Dios dio la promesa, y luego cuatrocientos treinta años después dio la ley. ¿Qué puede hacer usted? Si el pacto hecho por Dios no puede cambiar, siendo imposible reducirlo ni aumentarlo, entonces, ¿por qué fue dada la ley? Puesto que un pacto no puede cambiar, una promesa siempre será una promesa, y la gracia siempre será gracia. Entonces, ¿para qué se necesita la ley?

En el versículo 19 Pablo nos da la respuesta: “Fue añadida a causa de las transgresiones”. ¿Qué significa añadir? Hace poco fui a un lugar para trabajar. Mientras estuve allí, fui con unos pocos hermanos a un restaurante para cenar. Debido a que no teníamos una casa allí, fuimos a un restaurante y ordenamos una comida de cinco platillos. Estos platillos se terminaron enseguida, así que le pedimos al camarero que añadiera un platillo más. Añadir otro platillo no era nuestra intención original; se agregó para suplir la necesidad inmediata. De la misma manera, Pablo dijo que la ley fue añadida. En realidad, Dios no tiene que darnos la ley, ni tampoco tenía que dársela a los judíos. Dios dio la ley a los judíos porque El quería mostrarle al mundo por medio de ellos que fue dada por causa de las transgresiones.

¿Por qué la ley fue añadida a causa de las transgresiones? Veamos la última parte de Romanos 4:15: “Pero donde no hay ley, tampoco hay transgresión”. Veamos también Romanos 5:20: “La ley se introdujo para que el delito abundase”. El propósito de la ley es causar que el pecado abunde. ¿Qué significa esto? El pecado entró al mundo por el hombre, y por lo tanto, el pecado está en el mundo. La muerte vino por el pecado y así comenzó a reinar. Desde el tiempo de Adán hasta el tiempo de Moisés, el pecado estaba en el mundo. Pero ¿cómo podemos comprobar esto? Vemos la evidencia al ver la muerte que está en el mundo. Si no hubiera pecado desde Adán hasta Moisés, el hombre no hubiera muerto. El hecho de que desde Adán hasta Moisés todos murieron comprueba que el pecado ya estaba. Aunque había pecado durante ese tiempo, no había ley. Así, sólo había pecado pero sin transgresión. ¿Qué es la transgresión? El pecado estaba presente y era real en el mundo, pero el hombre no sabía que el pecado estaba aquí sino hasta que vino la ley de Dios. Por medio de la ley, Dios nos muestra que hemos pecado. En realidad, el pecado ya estaba en nosotros. Ya estábamos corrompidos, pero no lo supimos sino hasta que la ley vino; para entonces el pecado interior fue manifestado como transgresiones.

La ley es como un termómetro. Una persona puede estar enferma, con fiebre. Pero si usted le dice: “Tu cutis no se ve muy bien; tienes temperatura”, él tal vez no le crea. Lo único que usted tiene que hacer es tomar el termómetro y ponérselo en la boca. Después de dos minutos le puede mostrar en forma definitiva que tiene temperatura. Nosotros ya teníamos pecado; ya teníamos “temperatura”; pero no lo sabíamos. Así que Dios nos dio una regla. Aunque la ley no sea una regla perfecta, es una regla suficientemente elevada. Dios usa la ley para medirnos. Por ella vemos que hemos transgredido. Una vez que vemos que hemos transgredido la ley, sabemos que hemos pecado. El pecado ya estaba en el hombre; pero sin transgresiones, él nunca habría confesado que tenía pecado. Sólo después de que transgredió, confesaría que realmente tenía pecado.

Cuando leo la Biblia, me maravillo con las palabras que el apóstol usó. En estos versículos él no usó la palabra pecado; más bien, usó la palabra transgresión tres veces. El pecado está siempre dentro del hombre, pero no se convierte en transgresión sino hasta que se lleva a cabo. Tiene que haber algo para transgredir antes de que haya posibilidad de transgresión. Permítanme ilustrales. Supongamos que hay un niño que siempre ensucia su ropa. Siempre usa sus mangas para limpiarse la nariz, y su ropa se ensucia rápidamente. En su temperamento, hábito, mentalidad y consciencia, él nunca considera que ensuciar su ropa es un pecado. Su padre tampoco lo considera un pecado. De todos modos el hecho del pecado está aunque no haya desobediencia. La ropa del niño está muy sucia, pero no le importa. Su conciencia se siente bien porque su padre nunca le ha dicho que eso está mal. El puede estar despreocupado. Aun cuando su ropa está muy sucia, él todavía puede comer con su padre, sentarse con su padre y caminar con su padre. Para él, todo está bien. En otras palabras, él no ha transgredido. Pero un día su padre le dice que ya no puede ensuciar su ropa, y que si lo hace otra vez, le dará un azote. Si el niño estuvo haciendo esto habitualmente, el hablar de su padre manifestará sus pecados. Originalmente sólo tenía pecado, y no desobediencia. Pero una vez que el niño desobedece, hay transgresión. De la misma manera, sólo cuando hay ley hay transgresión. Cuando la ley le dice que haga esto o aquello, la transgresión será manifestada. Originalmente este niño podía venir a su padre en rectitud y sin temor. Pero ahora si él se comporta conforme a su hábito y hace esto otra vez, él no tendrá paz en su interior y su conciencia hablará.

Todos los lectores de la Biblia y todos los que entienden la voluntad de Dios saben que Dios no nos dio la ley con la intención de que la guardáramos. La ley no se hizo para que la guardáramos, sino para que la quebráramos. Dios nos dio la ley para que la transgrediéramos. Esta puede ser la primera vez que muchos de ustedes escuchan semejante palabra, y tal vez les parezca extraña. Dios ya sabe que usted tiene pecado. Dios sabe esto; pero usted no lo sabe. Por lo tanto, Dios le ha dado la ley para que la transgreda, a fin de que usted se conozca. Dios sabe que usted no es bueno, pero usted se cree bueno. Por lo tanto, Dios ha dado la ley. Después de que usted la transgrede una, dos, muchas veces, usted dirá que tiene pecado. La salvación no vendrá a usted sino hasta entonces. Sólo cuando usted admite que no puede seguir adelante, que es imposible continuar conduciéndose en tal manera, estará dispuesto a recibir al Señor Jesús como su Salvador. Sólo entonces estará usted dispuesto a recibir la gracia de Dios.

Ya hemos visto que a fin de recibir gracia uno necesita humillarse. Somos pecadores, y hemos cometido pecados. ¿Qué es lo que nos hace humillar? La ley.

Los seres humanos son orgullosos. Todos los seres humanos creen que son fuertes y se consideran buenos. Pero Dios nos dio la ley, y una vez que vemos la ley, tenemos que humillarnos y confesar que realmente no somos buenos en lo más mínimo. Esto es lo que Pablo daba a entender cuando dijo que antes de haber leído en la ley que no debemos codiciar, él no sabía lo que era codiciar. Sin embargo, cuando vio la ley, se dio cuenta de que había codicia en él (Ro. 7:7- 8). Esto no significa que antes de que Pablo viera la ley no había codicia en él. Ya había codicia en él desde mucho antes. El siempre había codiciado, pero no se daba cuenta de que era codicia. No fue sino hasta que la ley se lo dijo que se dio cuenta. Por lo tanto, la ley no nos hace cometer cosas que no hemos hecho antes; la ley sólo expone lo que ya está en nosotros. Por eso digo que Dios le dio al hombre la ley no para que la guardara, sino para que la quebrara. Tampoco la ley le da al hombre la oportunidad de transgredir; más bien, la ley le muestra al hombre que él transgredirá. La ley le permite al hombre ver lo que Dios ya ha visto.

Romanos 7 explica este asunto muy claramente. Veamos este capítulo, empezando desde los versículos 7 y 8: “¿Qué diremos pues? ¿La ley es pecado? ¡De ninguna manera! Pero yo no conocí el pecado sino por la ley; porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás. Mas el pecado, tomando ocasión por el mandamiento, produjo en mí toda codicia; porque sin la ley el pecado está muerto”. Sin la ley, no siento que codiciar es pecado, aunque haya codicia en mí. Así, la codicia en mí está muerta; o sea, no soy consciente de ella. Sin embargo, después de que la ley viene, resuelvo no codiciar más. Sin embargo, todavía codicio, y el pecado revive. El versículo 9 dice: “Y yo sin la ley vivía en un tiempo; pero venido el mandamiento, el pecado revivió y yo morí”.

Amigos míos, recuerden que Dios les dio la ley sólo por una razón: para mostrarles que ustedes siempre han estado llenos de pecado. Debido a que no han visto su propio pecado, actuaron orgullosamente. La ley vino para ponerlo a prueba. Usted puede decir que no codicia. Sin embargo, si usted trata de no codiciar, ¿cuál será el resultado final? Cuanto más se esfuerza, más débil se hace y más codicioso será. Usted se propone a no codiciar, pero en el momento que se propone esto, se encontrará codiciando todo. Usted codicia hoy, y codiciará mañana; usted codicia en todas direcciones. Ahora el pecado está vivo, la ley está viva, y usted está muerto. Originalmente el pecado estaba muerto y usted estaba bien, pero ahora que la ley ha venido no puede evitar codiciar. Cuanto más trata de no codiciar, más codicioso se hace. El problema es que el ser del hombre es carnal, y debido a que el hombre es carnal, su voluntad es débil, su conducta es rebelde, y sus deseos son sucios.

El versículo 10 dice: “Y hallé que el mismo mandamiento que era para vida, a mí me resultó para muerte”. Si el hombre puede realmente guardar la ley, él vivirá. Pero no puede; entonces muere.

El versículo 11 dice: “Porque el pecado, tomando ocasión por el mandamiento, me engañó, y por él me mató”. Si la ley no me hubiera dicho que hiciera esto o aquello, el pecado estaría tranquilo en mí y no estaría tan activo. Pero desde que la ley vino y me dijo que no debería codiciar, el pecado, por medio del mandamiento me ha tentado y ha puesto este asunto de codicia en mi mente. La ley me dice que no debería codiciar, y me propongo a no codiciar; pero en vez de no codiciar, codicio aún más.

Por un tiempo sentí que estuve mintiendo. No mentí deliberadamente, pero a veces sin intención decía demasiado o muy poco acerca de algo. Cuando me di cuenta de esto, resolví desde aquel momento que mi sí sería sí y mi no sería no. Sin importar a quien le hablara, resolví hablar adecuadamente. Antes de resolver esto, en realidad no mentí mucho, pero después de que tomé la decisión, se me hizo muy fácil mentir. En realidad empeoré. Al domingo siguiente envié una nota diciendo que no daría el mensaje ese día. Cuando se me pidió una explicación, dije: “Descubrí que mi hablar está lleno de mentiras. Esto es muy serio. Temo de que incluso mi mensaje tenga mentiras”. Cuando no prestaba atención a la mentira, la mentira parecía muerta. Desde luego, eso no significa que no mentí. Sin embargo, no fue sino hasta que empecé a poner atención en la mentira, cuando la ley me iluminó para tratar con mis mentiras, que sentí que todas mis palabras eran mentirosas. Parecía que las mentiras me rodeaban. Por lo tanto, descubrí que originalmente las mentiras estaban muertas, pero ahora las mentiras habían revivido. A donde fuera, estaban las mentiras. El pecado me mató por medio de la ley y me inutilizó.

El versículo 12 continúa: “De manera que la ley es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno”. Nunca deberíamos considerar la ley como algo malo. La ley es siempre santa, justa y buena. “¿Luego lo que es bueno, vino a ser muerte para mí? De ninguna manera; sino que el pecado” (v. 13a). Al principio, el pecado estaba muerto y yo no era consciente de ello; pero cuando la ley vino para probarme, morí. “¿Luego lo que es bueno, vino a ser muerte para mí? De ninguna manera; sino que el pecado lo fue para mostrarse pecado produciendo en mí la muerte por medio de lo que es bueno, a fin de que por el mandamiento el pecado llegase a ser sobremanera pecaminoso” (v. 13). Al principio, no sentimos que el pecado es tan pecaminoso. Pero cuando la ley viene y tratamos de guardarla, vemos dónde están nuestros pecados y cuán pecaminosos y malignos son.

Podemos ver la función de la ley aquí. La ley es como un termómetro. Un termómetro no le dará fiebre. Pero si tiene fiebre, el termómetro seguramente la manifestará. La ley no hará que usted peque, pero si usted tiene pecados, la ley de Dios le mostrará inmediatamente que usted es un pecador. Originalmente, usted no sabía que era un pecador, pero ahora lo sabe.

La ley vino para juzgar los pecados del hombre. La ley fue establecida porque el hombre tiene pecado. Nunca vemos a Dios guardando la ley simplemente porque es imposible que Dios transgreda la ley. Así, no hay ley sobre El. Dios nunca le dijo al Señor Jesús que amara al Señor Su Dios con todo Su corazón, con toda Su alma, con toda Su fuerza y con toda Su voluntad, y que amará a Su prójimo como a Sí mismo. El Señor Jesús simplemente no lo necesitaba. Espontáneamente El ama al Señor Su Dios con todo Su corazón, con toda Su alma, con toda Su fuerza y con toda Su voluntad; El espontáneamente ama al prójimo como a Sí mismo, y aún más que a Sí mismo. Por lo tanto, la ley es inútil para El. Dios no le dijo a Adán que no codiciara ni robara. ¿Por qué necesitaría Adán codiciar? ¿Por qué necesitaría Adán robar? Dios ya le había dado todo lo que había sobre la tierra. Los Diez Mandamientos no fueron dados a Adán, porque él no los necesitaba. Más bien, la ley fue dada especialmente a los israelitas porque mostraba al hombre carnal su condición interior y su pecado interno. Si un chino no robara nunca, no habría necesidad de que en la ley china existiera una cláusula acerca del robo. Debido a que el hombre roba, hay una cláusula en la ley que dice que nadie debe robar. Así, la ley existe por causa del pecado. Cuando el hombre pecó, la ley se introdujo.

Ahora volvamos a Gálatas 3 y continuemos con el versículo 19: “Entonces, ¿para qué sirve la ley? Fue añadida a causa de las transgresiones”. Ahora entendemos claramente. Antes de los tiempos de los siglos Dios se propuso dar gracia al hombre. Luego le dio una promesa a Abraham. En la eternidad era meramente Su propósito. Con Abrahán, fue algo hablado: El trataría con el hombre en gracia. Entonces, ¿para qué Dios le dio la ley al hombre cuatrocientos treinta años después de eso? Fue añadida a causa de las transgresiones. A fin de que los pecados del hombre se convirtieran en transgresiones, la ley fue dada al hombre. De esta manera, el hombre se dio cuenta de que tenía pecado y esperaría “hasta que viniese la simiente a quien fue hecha la promesa” (v. 19). No fue sino hasta que todo el mundo vio que eran pecadores y que estaban desahuciados, que estaban dispuestos a recibir al Señor Jesucristo el cual Dios prometió. Aun si Dios hubiese dado la salvación más temprano, el hombre no lo habría tomado. El hombre no quiere la gracia de Dios, pero debido a que el hombre tiene transgresiones y está desahuciado, posiblemente reciba la gracia de Dios.

El versículo 19 termina de la siguiente manera: “Y fue ordenada por medio de ángeles en mano de un mediador”. Esta parte se refiere a la ley mencionada anteriormente. No sólo la ley fue añadida a causa de las transgresiones, sino que también fue ordenada por un mediador. La ley tiene estas dos características: fue añadida a causa de las transgresiones y fue ordenada por medio de los ángeles en manos de un mediador. ¿Por qué la ley fue ordenada por medio de la mano de un mediador? El versículo 20 explica: “Y el mediador no lo es de uno solo”. ¿Ha sido alguna vez un intermediario o un intercesor? Un intermediario actúa para dos partes. ¿Por qué la ley tiene un mediador? Porque en la ley existe el lado de Dios y el lado del hombre. El hombre tiene que hacer ciertas cosas para Dios antes de que éste haga ciertas cosas para el hombre. Cuando las partes A y B redactan un contrato, el contrato establece lo que A debe hacer y lo que B hará en respuesta, y viceversa. Entonces, un mediador servirá como testigo entre las dos partes. La ley establece cuál es la responsabilidad de Dios para con el hombre y cuál es la responsabilidad del hombre para con Dios. Si alguna de las partes falla, todo se pierde.

¡Aleluya! Lo que sigue en el versículo 20 es maravilloso: “Pero Dios es uno”. ¡Pero Dios es uno! La ley implica a dos partes. Si alguna de las partes tiene problemas, se pierde todo. Al dar la ley, Dios dijo que debemos hacer esto y aquello. Si fallamos, todo el asunto se perderá. Pero al hacer la promesa, “Dios es uno” sin importar lo que seamos. En la promesa y en la gracia, no se menciona nuestra parte, sólo la de Dios. Mientras no haya problemas del lado de Dios, no habrá ningún problema. La pregunta hoy es si Dios puede salvar a Abraham y si puede preservarlo. La pregunta no es cómo somos. En la promesa, no hay nada que nos implique, nada que dependa de lo que seamos.

El principio de la ley se puede comparar con la compra de libros de nuestra editorial. Si tengo $1.60, puedo comprar el libro El Hombre Espiritual. Si yo les doy a los hermanos el dinero, ellos me darán el libro. Si ellos tienen el libro pero yo no tengo el dinero, la transacción no se hará. Tampoco se hará la transacción si sucede que yo tengo el dinero pero ellos no tienen el libro. Si una parte tiene problemas, el negocio no se hace. Por lo tanto, la ley tiene dos lados. Si una parte falla, se pierde todo el asunto. Pero, ¿qué acerca de la promesa? La promesa es como nuestra revista El Cristiano; uno no tiene que pagar por ella porque es gratis. Ahora, la ley dice: si usted hace algo para mí, yo haré algo para usted en pago. Si usted hace ciertas cosas, usted recibirá algo en pago; si no las puede hacer, no obtendrá nada. Así que, la ley tiene dos lados. Al hacer una promesa, Dios nos da la gracia sin importar si hacemos el bien o no. No tiene nada que ver con nosotros; lo que somos no es problema. Gracias a Dios que la promesa tiene sólo un lado. Lo único que se necesita es un lado.

El versículo 21 dice: “¿Luego la ley es contraria a las promesas de Dios? ¡De ninguna manera!” Aquellos que tienen poco conocimiento dirán que la ley contradice a la gracia. Está bien decir que la ley y la promesa son dos cosas completamente diferentes, pero entre ellas no hay ninguna contradicción; la ley es meramente el sirviente de la promesa. Es algo usado e insertado por Dios. La ley y la promesa pueden parecer contradictorias en naturaleza, pero en las manos de Dios no son contradictorias en ningún sentido. La ley fue usada por Dios para llevar a cabo Su propósito. Sin la ley, la promesa de Dios no se habría cumplido. Por favor recuerden que Dios usa la ley para cumplir con Su meta. Por consiguiente, la ley y la promesa no se contradicen entre sí en nada.

Pablo concluye de la siguiente manera: “Porque si se hubiese dado una ley que pudiera vivificar, la justicia habría sido verdaderamente por la ley” (v. 21). Si un hombre pudo obtener justicia por la ley, él podría tener vida por medio de la ley. Sin embargo, el hombre no puede hacer esto. Por lo tanto: “La Escritura lo encerró todo bajo pecado” (v. 22a). ¿Qué utilizó Dios para encerrarnos a todos? El usó la ley. Cualquiera que es encerrado por la ley debe admitir que es un pecador. Dios encierra todo bajo pecado “para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los que creen” (v. 22b). ¡Aleluya! La ley de Dios es algo que El usa para salvarnos. No es algo que Dios use para condenarnos. La ley es algo usado por Dios. Esta noche todos nosotros aquí hemos sido encerrados. Cada uno de nosotros es un pecador. Dios ha usado la ley para mostrarnos que somos pecadores para así poder salvarnos.